NOVELA - DE REFLEJOS Y DE SOMBRAS


Autor : ALBERTO NÚÑEZ





“Sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo.”
NIETZSCHE, Friedrich, “El nacimiento de la tragedia”

“En un Universo infinito un dios puede odiar.”
HERBERT, Franck, “Los creadores de Dios”

“La mayoría de las personas se aferra a los “reflejos” de las Ideas en el mundo de los sentidos.”
GAARDER, Jostein, “El mundo de Sofía”

“Sueño y realidad, realidad y sueño, ¿no son una y la misma cosa imposible?”
De “El Libro de las Sombras”







Luces
Lejos
La hierba, sedosa, es verde y azul a un tiempo
Silencio
Y música en el silencio
Melodías
Infinitas melodías solapadas
Imposible distinguir una
Armonía
Sin palabras
Palabras
Palabras infinitas
Infinitas palabras
Imposible distinguirlas
Un destello
Un reflejo
Nada
Todo
La hierba azul, verde, cambiante, acrisolada
Eterna
El aire
Denso como el agua
El agua es mercurio multicolor
Peces viscosos, de colores chillones, silenciosos
Anegan siseando los plúmbeos ríos imposibles
Piedras brillantes
Brillantes caminos...

Terra Beta
He vuelto a encender la luz de la mesilla. Una vez más, he tenido que levantarme para rescribir el contenido de un nuevo envío. No sé decir cómo he sabido que volvía a estar ahí, en el sitio de siempre, en el bolsillo interno del gabán, pero lo he presentido con la misma irritante clarividencia de las otras mil novecientas noventa y nueve veces; ésta será la entrega número dos mil.
Empecé a contarlas cuando llevaba tres meses haciendo lo mismo. Noche tras noche. Pero nunca llega a la misma hora, con lo que no puedo preverlo hasta que ocurre, y no he llegado a saber si se materializa o qué demonios pasa, si lo imagino o si estoy loco. O algo peor.
Ahí está otra vez. La tengo entre mis manos. Siempre la misma nota apergaminada y amarillenta, breve, reveladora, supongo, de algo que me pasó hace tiempo. O tal vez no hace tanto.
Algún día reuniré el coraje necesario y lo leeré todo desde el principio.
Nunca he tenido valor para hacerlo. Ni siquiera mis reelaboraciones de la víspera, que olvido en cuanto me duermo.
Pero presiento que llega el fin. No es por el contenido de las notas. En realidad, no sé qué escribo. Ni sobre qué. Sólo que escribo, como un autómata, varias páginas a partir de unas pocas líneas cada noche, y que las guardo en el primer cajón de mi escritorio, como si estuvieran malditas. Si mi ritual nocturno diario forma parte de una absurda obsesión compulsiva, notas diabólicas aparte, me estoy curando, o eso creo, al menos.
Cuando esté seguro de que ese momento ha llegado, lo leeré todo y se lo daré al mundo.
Mientras tanto - ésta es la única conclusión a la que he llegado -, seguiré viviendo en el olvido diario que me impone mi propio secreto. Y mi destino.

Ya está, ésta ha sido la última nota. Lo sé, porque ahora puedo leerlo todo desde el principio, y empezar a recordar.

Ciertamente, el pasado puede ser terrible.

Esa noche, en cuanto apagué la luz, se reiniciaron los susurros de todas las noches, las risitas burlonas a ambos lados de mi cama. Tal vez estaban corriendo por debajo del somier, aunque fuera imposible.
Sabía que aquellas criaturas o lo que fuesen no estaban allí, pero, aún así, tenía miedo, y sólo podía estarme quieto, permanecer inmóvil... y esperar la luz de la mañana.

Sí, lo peor de todo fueron las pesadillas, sin duda alguna.

Pero creo que debo empezar por el principio.



DE REFLEJOS Y DE SOMBRAS
O
DE IMÁGENES Y DE SEMEJANZAS

LA NOVELA DEL INFINITO


















Descubrí la comicidad de mi impaciencia cuando mi conducta empezaba a ser compulsiva. Hacía ya un buen rato que no podía dejar de mirar, intermitentemente, en el retrovisor, en una cadencia arrítmica que era la reiteración hecha arquetipo, los ojos y las cejas de aquel hombre que, literalmente, me estaba arrastrando hacia la misma incertidumbre que con tanto acierto personificaba.
Inmerso en aquel universo absurdo, en el que incluso mis razonamientos empezaban a caminar por su cuenta por derroteros insospechados, aún podía ser consciente de albergar una vaga impresión sobre algo que hoy recuerdo relacionado con colores; y es que, de todo el repertorio cromático, un solo tono le iba bien a aquella situación sin precedentes en mi vida: el negro. Se me imponía como una fuerza a la que supeditaba, por necesidad perentoria, todo mi ser.
Lo estaba pasando fatal.
La nota, el dinero... pero sobre todo aquella actitud indolente, ecuánime, bogartiana, capaz de decirte sin palabras, en un momento: lo sé todo; no temas, pequeño, conformaban una situación sumamente absurda, que remataba el hecho de que aquella a todas luces indescifrable manera de mirar se me antojara tan sumamente familiar.
Algo iba mal, porque yo notaba que mi cabeza no estaba ubicada exactamente en su sitio habitual, sino un poco más allá, y, desde su nuevo asentamiento, o lo que diablos fuese, estaba empezando - podía sentirlo, de veras - a pensar por su cuenta - algo en mí totalmente atípico y preocupante, por cierto - que tal vez, aunque gracias a Dios sólo tal vez, los lugares, las ideas y las cosas no ocupaban ya sus espacios; si es que los tuvieron, en un tiempo.
No quería siquiera hablarle. En cualquier situación medianamente normal, también lo habría sido pretender romper el hielo con algún tópico corriente, diciendo, por ejemplo, simplemente: Usted me suena: ¿ha vivido en...?, o ¿es usted de...?, pero aquella situación no era normal. Nada parecía serlo. - De todas formas, ¿qué es la normalidad? ¿Reglas? Yo odiaba las reglas. Hay algo atractivo en el misterioso embrujo de lo anormal. Y peligroso -. Y aún nada, absolutamente nada importante había ocurrido para que yo tuviera aquella impresión.
Unos minutos más de reflexión me habrían hecho comprender que todo son impresiones, que vivimos de sensaciones, que sentimos lo que nos impresiona, y que lo demás, todo lo demás, no existe; pero elegí, y elegí bien, el camino fácil, el de las impresiones, precisamente. Y no pensé. Fue entonces cuando mi atención saltó, como una impala, como un ser nuevo, distinto e inteligentemente ágil, del retrovisor a la grasienta, caduca y empañadísima ventanilla posterior izquierda.
Las luces y el vaho lo difuminaban todo terriblemente, fantasmagóricamente. Pude ver calles. Interminables y estrechísimas calles de sombras débilmente iluminadas, cada ciertos espacios, por aquellas luces que la niebla distorsionaba salvajemente. Farolas que corrían asustadas. Imaginación infantil.
Volví la vista hacia el retrovisor. Allí estaba él, mirándome. Me había cazado. Me sentí estúpido, terriblemente estúpido. Pero, después de todo, ése era tan sólo mi punto de vista, mi perspectiva, este lado de la realidad que compartíamos. Es un decir. Aunque, de todos modos, bien mirado, él era únicamente el dueño y señor de su propia realidad, sesgada, eso sí, a golpe del silencio indiferente de su patética misantropía, así que me sentí mejor.
También había podido ser que yo le hubiera cazado a él, espiándome... Como en el colegio... Las chicas... Me ruboricé. ¿Estaría interesado sexualmente en mí? De cualquier modo, con aquella cara y aquello que yo suponía guardaba debajo de su cinturón, no tenía realmente muchas esperanzas de conquistarme. Lo que sí me resultó interesante fue descubrir que, libidinosos o no, existían lazos, detalles viscosamente cohesivos, empalagosamente pegajosos y húmedos motivos que iban desdibujando cada trazo de nuestro mutuo comportamiento, desentrañando paulatinamente mutuas variables conductuales aparentemente insignificantes que, retroalimentadas entre sí, acabarían urdiendo algo más significativo a cada instante; así que seguiría observándole. Más tarde.
Ahora quería escribir. Íbamos despacio, así que no había ningún problema. Me gustaba escribir en los viajes. Y me gustaría ahora, de poder hacerlo. Jamás he vuelto a escribir durante un viaje. Después de todo, tampoco he podido volver a viajar. Abrí la ventanilla hasta la mitad y entró la noche, tan fría... Ésa fue exactamente la sensación que tuve. Tal vez, desde que acudimos al parvulario, deberíamos empezar a sacar adelante una serie ordenada, sistemática, de cursillos, encaminados a que, una vez alcanzada la madurez, ya adultos, serios y responsables, fuéramos capaces de tener en cuenta y, con un mínimo de perspicacia, saber desentrañar los misteriosos mensajes con los que, a voz en grito, nos están bombardeando continuamente nuestras impresiones, intuiciones y sensaciones. Si yo llegara alguna vez a dirigir un seminario sobre el tema, que en diez horas no aclarara ni sirviera para nada, lo titularía, ni corto ni perezoso, “Las tres iones”. Saqué un cuaderno pequeñísimo, el mismo que está conmigo aquí ahora, de aquel abrigo que yo llamaba secretamente Gabán; quería que aquellas hojas fuesen mi diario de viaje, que no acabaran deshechas en cualquier cajón. Cogí un lápiz diminuto y, sin pensar, escribí:

El diecinueve de febrero de este mismo año, a expensas de la incertidumbre me encuentro, no sé a qué hora, en el abrupto asiento de un taxi que no me inspira ni la menor confianza, cuyo destino es, por supuesto, el mío.

Me sentí orgulloso. Contemplé mi hazaña desde varias perspectivas. Después de todo, ¿quién escribía así con sólo dieciséis años? Levanté un poco más la libreta, para poder releer, a la luz entrecortada de las farolas, ahora más próximas entre sí, aquel párrafo: mi párrafo. El coche viró bruscamente a la derecha. No sólo no pude leerlo, sino que nunca más podría hacerlo, o eso pensé en aquel momento. Mi hombro izquierdo chocó contra lo que quedaba de ventanilla, y a mi maravillosa frase se la tragó la noche. Desesperado, miré hacia atrás. Quise gritar: ¡Pare, pare! ¡Es mi diario! ¡Es mi vida!, pero algo me silenció. Perdona. ¿Te has hecho daño? Hay hielo en la carretera. Me había hablado. Increíble. Edmund (Edmond, Edmundo, El Mundo, The World, We Are The Champions, Queen, Dios salve a la Reina... siempre he sentido una gran devoción por las asociaciones de palabras, lo siento, no he podido reprimirme. Además, es malo, o eso dicen) se había dignado a hablarme. No, tranquilo. Vaya con cuidado, fue todo lo que (se me ocurrió (y pude) decir) dije. Lo que dijimos. No hubo más diálogos en todo el viaje; las palabras que repiqueteaban, las preguntas sin respuesta... todo ese mundo interno; pero, de diálogos, nada. Sí que hubo algunos monólogos, en medio del silencio simulado, sucedáneo pretendido, que no logrado, de la antimúsica del ronroneo oxidado, una monodia imperturbable, densa e indiferente, ineludible, insoslayable, casi inmanente, que abotargaba, e incomodaría incluso al mismísimo tiempo, su impasible creador, que también devoró a Bogart.

Estaba cansado. Quise echar una cabezadita, pero no tenía respaldo en que apoyarme. Era un coche grande, pero antiguo; tan antiguo... ¿Por qué me había abierto la puerta de atrás? Yo quería ir delante. Él podía haberlo pensado. Podía haberme consultado. Muy frío. Muy distante. Él me había dicho que el viaje iba a ser largo y caro, pero yo tenía tiempo y dinero (mi tiempo y su dinero)... claro que no contaba con el aburrimiento; no hasta que subí a aquel trasto.
Aquel hombre era la personificación - por decir algo, claro - de la opacidad de la mente cuando no da más de sí; aquel cacharro, la monotonía incesante del ruido de su motor antiquísimo, el descuido prolongado del antidetalle de los puros que hacían rebosar los ceniceros, el olor a cerrado como modelo muestral excelente de la población de los olores a cerrado en sí mismos... el aburrimiento divertido (el tomate, la comida agridulce, un restaurante chino, Oriente, dualidad, bifrontismo, sangre, azúcar y sal juntas, "yamentiende...") de la desesperación.

- Hola, soy Al... - ("Yo Jon, él Al"; me callé porque) le tendí una mano que aún hoy siento colgada del más miserable de los abismos.
Ninguna respuesta.
- ¿Y usted?
Seguía conduciendo impasiblemente, con ligera lentitud.
- Perdone - dije, intentando recabar su atención; esperé, y nada -. Perdone - repetí; la situación empezaba a ser agobiante -, ¿se llama...? - Pensé en decirle: "Oiga, mire: si vamos a hacer un viaje tan largo y tan costoso como dice, me gustaría saber su nombre y el del lugar al que nos dirigimos. Gracias." Pero era muy largo, y sonaba tan pedante, además... - ¿Esto...?
Un gruñido. Un gruñido fue todo por respuesta. Muy bien, hombre, alucinante. Me había embarcado en una locura con un loco. ¿Quién puede tener reparos en decir su nombre... ¡O en hablar!? Porque aquel ser obsceno del más profundo averno no era introvertido; no lo había sido... quizá lo fuera en su mansión, en su horrible mausoleo andante, como un Conde Drácula aburrido, mal informado de los sueños de los hombres, recluido entre las cuatro paredes de su castillo en ruinas, torturado con el recuerdo, que le acometería sólo en sueños, de lo que fue una sola y puñetera vez en su vida. Pero, incluso si así fuera, su timidez afloraría en su intimidad, y se volcaría en halagos exagerados y verborreas explícitas a más no poder con las visitas... aunque éstas fueran su cena, apenas un poco más tarde. Recordé los cuentos de las moscas y de las arañas, los engaños de los zorros de las fábulas y otras historias, incluso las de la propia Historia, pero aquella situación no se parecía a nada en concreto; quizás era un poco de todo ello, pero, además, era otra cosa. Otra puta cosa. Empecé a sentirme incómodo y a notar cada pliegue del asiento. Hoy es el día en que a veces pienso que entonces me estaba apuntando, inconscientemente, en la lista de los socios de tu club, Locura. Aquel hombre era el “Presidente de la Fundación para la Locura”, y estaba buscando nuevos miembros, nuevos adeptos adictos a la incongruencia. P.F.L.: ésas eran las letras que aparecían sobre el taxímetro. No había duda: preso de la locura. Reo de la inconsistencia.


PRIMERA PARTE
UN SOBRE MISTERIOSO


1
ISU


- ¡Frías Nieves, Álvaro!
Sí, mis apellidos eran estúpidos, pero en este mundo se nos dan cosas que, querámoslo o no, no podemos rechazar, so pena de dar un disgusto mortal a tu pobre madre. Aunque, bien pensado...
Me levanté rápidamente. No quería hacer esperar al siguiente. O mejor dicho, a la siguiente. A decir verdad, estaba enamorado de ella. Ella lo sabía, estaba seguro, pero me hacía sufrir, haciéndose la indiferente.
- ¡Seixas Urrutikoetxea, Iadira!
Qué bien sonaba su nombre, en medio de aquel silencio. No había aplausos. No había felicitaciones. Se trataba simplemente de la clausura de algunos cursos especiales de invierno, distintos, reducidos. Nadie conocía a casi nadie. El Paraninfo había estado completamente lleno a las seis de la tarde, pero ahora quedábamos muy pocos: los de los cursos más reducidos, más cortos, más miserables. No había estado mal del todo, pero aquello olía a dinero: familias pudientes y chavales supuestamente superdotados; ¡vamos!, lo mío fue un enchufe de impresión. Era inteligente... vale; y me gustaban mucho los ordenadores... pero no tanto como para asistir a un “Curso Especial de Informática Avanzada", como se llamaba, por mi gusto; y en francés. Además, eso.
Las jornadas habían sido intensivas, pero se notaba el interés por el tiempo que quedaba, por el que pasaba... el interés por el tiempo; las clases, la misma Informática, habían sido súbditas ineludibles del tiempo.
- ¡Washington Maxwell, Jonathan Elmer Donald!
Era un chico de color. Mi mejor... mi único amigo durante el curso. Sólo él sabía mis confidencias anacreónticas de dingolondango (amorosas más o menos, quiero decir, dadas las circunstancias). Él me contaba las suyas, pero eran terriblemente sosas, y muy escasas en detalles... Yo le llamaba Jon. Él Al. Así estábamos en paz, y nos gustaba. Con aquel etéreo diplomilla entre las manos todo había acabado: él volvería a los Estados Unidos, no recordaba a dónde exactamente, a un sitio muy raro, eso sí, Isu a Bilbao y yo a Orense.
Matemático: nuestros padres se habían deshecho de nosotros una temporada: un mes exactamente, del 18 de enero al 18 de febrero, había durado el curso. ¡Menudo cursillo de tomadura de pelo! Tanto viaje para aquello. Salí de la sala, y pensar que al día siguiente todos estaríamos de viaje me armó de valor. La esperaría y le diría: "Isu, estoy enamorado de ti." Sí, eso era: corto, contundente, valiente, directo, decidido... a ella le gustaría. Quizá se quedase de una pieza, sin habla, con la boca abierta, y entonces yo aprovecharía para besarla; después de todo, iba a ser uno de los besos por amor más sinceros de toda la Historia conocida. Y es que iba a ser histórico.
Estaba decidido... pero tardaba mucho. Estaba tardando mucho en salir. Demasiado, tal vez...
¡Ya! Ahí estaba... con Jon. Mi gozo en un pozo. ¡Hablaban! ¡Y se sonreían! ¡Vaya si se sonreían! ¡Era... había sido mi mejor... mi único amigo!
- ¡Aló, Al! - dijo el mayor traidor de todos los tiempos, parándose, con un acento hábilmente cuasifrancés que caricaturizaba casi a la perfección el auténtico acento francés. Su sonrisa ya no me parecía tan blanca como antes, ni mucho menos.
- Hola, Al - dijo ella, riéndose. Me quedé embobado, mirándola. Sus ojos eran tan azules (no se trata de un tópico: eran preciosos... y creo... estoy seguro de que aún lo son, en alguna parte...), su boca tan pequeña, su sonrisa tan maravillosamente enigmática...
- Jon. Nos perdonas un momento.
Había sido tajante, pero la situación lo requería. Mis ojos estaban en los suyos, clavados y reflejados. No éramos dos personas en aquel momento; éramos una mirada, tan penetrante como una flecha certera,
- Ah, ah, ah... lo siento, chicos, pero es a mí a quien vais a perdonar. Mi tren sale a las nueve en punto, y aún tengo que recogerlo todo.
fatal.
- ¿Te vas esta noche? - pregunté. Mi voz sonaba lejos, lejos...
- Sí. - Estaba algo triste - Bueno... mucha suerte en el futuro -, pero sonrió -. Espero volver a veros algún día.
"Veros", pensé. ¿No había nada especial? Ahora le estaba besando a Jon en la mejilla, justo debajo del ojo izquierdo. ¿Me besaría a mí también? ¡Sí! Me llegó el turno. Inolvidable. Me cogió la mano derecha con su mano izquierda, y me besó ¡en la comisura de los labios! Yo había cerrado los ojos, claro, pero hay cosas que se notan, ¿no? ¡Guau!
- ¡Adiós!
Se fue corriendo. Mi amor se iba. Me quedé clavado en el suelo. Dentro sonaban nuevos nombres.
- Te ha guiñado un ojo - dijo Jon, sonriendo sarcásticamente.
- ¿Cómo lo sabes? - apenas pronuncié, intrigado, ausente, perdidamente enamorado, viendo cómo se alejaba aquella espalda maravillosa, aquella larga melena color caoba, aquellos...
- Tenía los ojos abiertos. No como otro que yo me sé, Don Juan. - Ahora su sonrisa estaba completamente abierta. Si hubiera llegado a bostezar en aquel momento, además de haber podido verle hasta las ideas, todo él habría parecido un buzón lo suficientemente grande como para enviarme a mí a cualquier parte del universo. Siempre que tuviera el sello adecuado, claro está; en la estafeta son todos como tablones coloidales impertérritos, y no hay tu tía de colarles ni una.
- Muy gracioso - le dije, un poco más alto de la cuenta.
- ¡Silencio! - sonó dentro.
- Sí, ¡vamoNÓS! - grité, al tiempo que salía el primer apellido del último cursillo
- ¡Albor...! ¡Pero, ¿quién...?!
y una silla grande y pesada, de trabajosa marquetería, se corría hacia atrás.









2
JON


- Por fin, te vas mañana...
- Sí - me dijo Jon -. En el avión de las seis. Mi vida es un programa continuo.
Estábamos en Le Cave, una cafetería neoclásica renovada que frecuentaban los estudiantes entre clases. Aquellas dos cervezas serían las últimas, y saberlo y su sabor eran los ingredientes obligados del recuerdo nostálgico.
- ¿Te acuerdas de cuando nos conocimos? - me preguntó.
- Sí. Fue en la tercera clase. A la primera no fuiste tú. Estabas aquí. A la siguiente no fui yo. Estaba aquí. Coincidimos en aquella clase, y la cuarta la pasamos aquí, juntos.
Nos reímos mucho aquella tarde. Pero nadie se dio cuenta. Había mucha gente allí, justo después de los cursos.
- ¿Qué vas a hacer?
- Volveré a las orillas del Potomac - eso, eso era. Como para acordarme - y... quién sabe: mi vida es un programa - repitió - que a veces incluso yo mismo desconozco. ¿Y tú?
- Volveré a Orense. Supongo que tendré que ir con mis padres a alguna recepción, a alguna embajada o a algo importante. Mi vida tampoco es mi vida; pero estoy vivo. ¡Brindo por eso!
Brindamos. Era ya la segunda cerveza. No quería beber más. Esa noche la llamaría. ¡No! ¡Antes de las nueve, mucho antes de que fuera a la estación! Sabía el teléfono. Sabía la dirección. Sabía que ella estaba en casa de sus tíos. Pero tendría que preguntar por ella en francés; a menos que ella cogiera... pero no, ella nunca cogía el teléfono. Eso eran cosas de los criados, decían sus tíos. Su tía, sobre todo. Sí, eso era: la llamaría y le declararía mi amor abiertamente, sin tapujos. Pero no quería que Jon se enterase. Era algo absolutamente personal. Las siete y diez.
- Estoy hecho polvo. Creo que volveré al hotel. - En cierto modo, era cierto. No me apetecía irme de juerga.
- Anda, llámala - me dijo, con una media sonrisa.
- ¿Por qué me conoces tanto si me conoces tan poco? - le dije, intrigado.
- Yo también me voy a casa. Ya sabes cómo son mis tíos. A estas horas ya estarán preocupados. Si no nos vemos mañana, ¡suerte, Don Juan!... Suerte en todo, Al.
Nos apretamos las manos. Le fui a decir: "¿Comemos juntos mañana?”; pero preferí que fuera una sorpresa; además, de haberle avisado, me habrían invitado sus tíos, como un par de veces habían hecho; no les gustaba que Jon comiese fuera; pero mañana sería diferente: me lo llevaría con alguna excusa ingeniosa que pudiéramos recordar toda la vida.
- Suerte y felicidad - le dije.
Aquello empezaba a sonar solemne - ya sólo faltaba la orquesta, el palio, los arcos de medio punto perfectamente alineados al fondo, la tarima, el maestro de ceremonias, las damas de honor... -, a despedida auténtica. En realidad, tuve la vaga impresión de que el momento empezaba a adquirir el tono cálido de una solemnidad que no le correspondía en absoluto. ¡Éramos colegas, por Dios, no amantes! Me costó ahogar la risa. Faltó sólo un punto, una coma, un ápice... sonreí, forzadamente, reteniendo el impulso de estallar.
- Gracias. Cuídate. Hasta siempre... adiós.
Se fue. Rápidamente. Visiblemente, se había emocionado. Vivíamos un poco lejos, de acuerdo... pero, ¿creería realmente que no iba a ir a buscarle, a despedirle al día siguiente? De cualquier forma, yo también me había emocionado un poco, tontamente. Un amigo de verdad, sin duda. ¡Eh, las siete y cuarto! Iadira saldría de casa a las ocho y cuarto, y aquella pensión no estaba tan cerca de la mansión de sus tíos como el hotel en el que supuestamente me alojaba, para mis padres. Si algo odiaba, era que me dijeran dónde tenía que dormir. O con quién: eso ya sí que sería el recopotonostiófono. Es una palabra que me enseñó mi padre. Jon siempre pagaba en cuanto nos servían, así que salí. Un poco sólo.
- ¡Eh!
Era el viejo cascarrabias, desde detrás de la barra. Era malagueño, extrañamente.
- Me debes cuatro cervezas.
Cierto. ¡Pues sí que se había emocionado Jon! Y yo, que no me había dado cuenta.
- Lo siento. Perdone. Estaba despistado.
Saqué un billete de veinte francos. El importe exacto. Era un lugar barato, tranquilo, entrañable.
- Adiós.
Yo no me despedí. Salí corriendo. La noche lo cubría todo.
Había un largo camino, y el frío... pero el amor lo puede todo.
El trayecto helado se me hizo corto, extrañamente corto, extrañamente maravilloso.
Claro. Iba a hablar con ella.

3
POR UNAS ZAPATILLAS


Subí precipitadamente las escaleras. No vi si en el portal estaba la señora Commanderie. Saqué la llave. La metí. La giré. Entré. ¡Mi cama! Me tumbé, extenuado. Las ocho menos cuarto. Recuperaría el aliento, sólo un minuto, y la llamaría. El teléfono estaba sobre la mesilla de noche, al lado derecho de la cama, según estaba tumbado, boca arriba. Podría seguir estándolo mientras estuviese hablando con ella. No estaba mal. El gran momento había llegado. Descolgué el aparato. Temblaban incluso las patas de la cama. Marqué. Me sudaba el ombligo. Podía sentirlo. ¡Me equivoqué en el tercer número! En aquel momento me llegó una imagen muy vívida, demasiado real, en la que vi mis nervios de color rojo sangre. Fue una sensación... escalofriante. El espejo del armario abierto me delataba que estaba completamente ruborizado. Encendí la luz. Cierto. Lo estaba. Las ocho menos diez. Ahora o nunca. Colgué. Volví a marcar. ¡Perfecto! Esta vez no me había equivocado. Tragué saliva, cerré los ojos, crucé los dedos, y, torpemente, a tientas, apagué la luz.
- Oui?
- ¿Está la señorita Iadira? - Había adoptado un tono solemne, adulto, gracioso, raro. Absurdo.
- Oui?
- Digo que si... - ¡Francés! ¡Sus tíos sólo hablaban francés! - C’estlamademoiselleàlamaison? - Demasiado rápido. - C’ est la mademoiselle à la maison? - No contestaban. Empezaba a desesperarme. ¡La frase estaba bien! Tal vez muy formal, pero estaba bien constr...
- Non; elle est sortie.
- ¿Que ha salido? - grité por el auricular. Imposible. Eran las ocho menos cinco aún. Ni eso. Pero eso me decían. Se me cayó el alma al suelo. Vi cómo se arrastraba hasta el armario. En la oscuridad, tal vez cerró la puerta y se quedó dentro, llorando o algo peor. Me había quedado frío, como muerto, y me habría quedado así, embobado, absorto, colgado de aquel odioso aparato que me cuchicheaba al oído, en un silencio muy personal, su orgullosa impersonalidad, si no fuera porque un sonido maravilloso destrozara en aquel momento sus delirios de grandeza.
- ¿Sí? ¿Quién es?
¡Era ella! ¡Era su voz! ¡Era un sueño!
- ¡Te quiero!
- ¿Quién es? - repitió. Por un instante me quedé mudo. ¿Me habría oído? Sí, claro que me había oído. No había sido mi intención gritar, pero...
- Soy...
- ¡Al! - se oyó fuertemente del otro lado.
- ¿Me has reconocido?
- Claro. ¿Sabes?, yo también te quiero. Nos veremos en España, ¿eh?
Un momento: ¿lo había entendido? Y yo, ¿lo había entendido?
- Iadira, Isu - estuve tentado de llamarla ¡cariño! -, no sé si me has entendido... ¿querer de querer o... o querer de querer?... - Me estaba expresando de maravilla.
- Pues claro que "querer de querer", tonto; ¿o crees que voy dando ese tipo de besos, así, ¡hala!, sin más, a todos los chicos guapos que conozco?
Coño. Yo ya había oído algo sobre la liberación de la mujer; pero ella parecía tan introvertida, tan reservada, cuando la conocí; su mirada era tan exótica, tan inapropiadamente occidental, casi podría decirse, tan sumamente especial... ¡y además era todo un carácter!
El silencio se preocupó durante unos instantes de anudar en mi garganta los miles de palabras de alegría, de amor, sobre el futuro, sobre nada en concreto y sobre todo de un modo abstracto, con tanto celo, que notaba cómo se iban agolpando en mi boca, alcanzando una densidad muy cálida. Había sucedido algo maravilloso, increíble: ¡Me quería! Tenía que decirle algo, pero ¿qué?: ¿"Gracias"? Qué estupidez. ¿"Te quiero"? Muy repetitivo; ya lo había dicho. Decididamente, opté por el silencio, por el bendito silencio. El silencio en persona optó por mí por el silencio.
- La que se ha puesto era mi tía. Aquí están decididos a darme una fiesta de despedida. Irónico, ¿no? Y no quieren que nadie nos moleste. ¿Les oyes?, me están llamando. Bueno... Al - río -, búscame. - Y más seria repitió, después de un instante casi eterno -: Te quiero. Adiós.
El pitido incesante de la soledad. El tono del silencio sepulcral. El mí eterno. El olvido. La duda. La derrota. El adiós. El fuego. La pasión. Colgué el teléfono, o eso creí en aquel momento, y empecé a dar saltos por toda la habitación. ¡Me quería! Y yo lo que quería era ir a despedirla a la estación. Me fue imposible. Resbalé, siempre he creído que con mis zapatillas, y me di en la cabeza con la mesilla. Se me hizo de noche de repente.






4
LA TERRIBLE “MAÑANA” SIGUIENTE


A la mañana siguiente estaba tendido boca abajo sobre la cama. La luz que entraba por la ventana, desde mi derecha, me decía que se había ido. El golpe aún me palpitaba, y había estado sangrando un poco. Mi muñeca se había desnudado sola, y ya no sabía qué hora era. Calculé que serían las once. Ya no podría desayunar. Almorzaría temprano. De pronto recordé: tenía que llamar a mis padres; tenía que volver. Mis ojos, cerrados aún, no guiaron mi mano hasta el teléfono, que parecía haber estado descolgado toda la noche. Topé con algo que parecía al tacto un sobre del tamaño de medio folio. Abrí un ojo. Me dolió. Lo miré. Efectivamente, era un sobre. Verde. ¿Verde? No, no era mío. Lo cogí con ambas manos y lo miré a la débil luz que entraba por el resquicio de la persiana. No ponía nada. Si hubiera sido para mí habría alguna nota, o mi nombre, o eso tan horrible de “A la atención del Sr. D. Álvaro Frías Nieves”, aunque tuvieras dieciséis años, ¿no? ¿Cómo se hacían normalmente esas cosas? ¿La correspondencia, la correspondencia con señas, con un nombre, o algo, no esperaba plácidamente en recepción hasta que uno bajaba y la recogía? Y, si era para mí, ¿quién sabía dónde estaba yo? ¿Mis padres se habían tomado la deshonrosa molestia de contratar un detective? Dantesco. Quise bajar, devolverlo, depositarlo en la conserjería, pero la curiosidad ganaba de uno; además, estaba abierto. Muy abierto. Tranquilo, cachas, sin darse la menor importancia, allí estaba, asomándose tímidamente, un cheque al portador por valor de... ¡10000 francos! Y parecía auténtico. Demasiado abierto. Pensé rápidamente muchas cosas, pero todas desembocaban en el mismo mar lastimoso: había sido un error, tenía que ver con algo relacionado con la mafia, y me podría meter en serios problemas si me lo quedaba, así que tendría que devolverlo. Aunque, después de todo, aún era mi habitación... quizás fuese realmente mío... la diosa Fortuna, ya se sabe, siempre te sonríe cuando menos te lo esperas. ¿Qué hacía allí aquel misterioso sobre? Bien, pensemos: el dinero siempre conlleva condiciones, nadie lo regala. Ni Fortunata siquiera... piensa, piensa... ¡Una nota!, tenía que haber una nota. La había, claro. Estaba escondida detrás del fastuoso cheque-regalo, Dios quisiera que lo fuera. Eran dos, a falta de una. Cogí primero la más grande. Estaba doblada; la letra era clara, gruesa, perfectamente legible. La leí:

Querido sobrino
Es deseo de tus padres y mío que te reúnas conmigo inmediatamente. El tiempo es lo más importante en esta cuestión. El sabor de la aventura que sé os encanta a los jóvenes y el propio misterio que supone mi decisión, me obligan a no decirte nada más. Nos veremos en la dirección que te adjunto en la otra nota, que leerás después.
No pierdas el tiempo. No hace falta que llames a tus padres. Ellos ya están al corriente de todo... aunque quizá tu madre se arrepienta y te intente persuadir de que no vengas. Tú verás. Seguramente, ya te habrá llamado al número del hotel en el que no te alojas. Sal enseguida. Este dinero es para el viaje, pero te sobrará: el resto es para ti. Puede haber algún imprevisto... pero no creo que lo necesites.
Una cosa más:
Gracias. Te espero. Tu tío, A. A.

Alucinante: tenía un tío. Bueno, y si eso fuese lo más impactante... Volví a leer algunos puntos de la carta: Es deseo de tus padres y mío... el tiempo es lo más importante en esta cuestión... aventura, misterio, otra nota... otra vez el tiempo, otra vez los padres... y lo del hotel: ¿cómo sabía dónde no me alojaba? Bueno, claro, él... no, él no; no sabía por qué, pero me lo imaginaba lo suficientemente orondo como para no moverse de la dirección en la que nos veríamos. Además, si él hubiese venido hasta aquí para dejar el sobre, me podría haber hablado directamente; también podría haber llamado. ¿Habría intentado llamarme mientras el teléfono estaba descolgado? ¿Lo habría subido la señora Commanderie? Nunca lo había hecho. Bueno, nadie me había escrito. Por cierto: ¿ya estaba aquí el sobre ayer... o alguien lo había traído durante la noche... durante la peor noche de mi vida? Anoche no lo vi. Pero, claro, estaba demasiado nervioso. ¿Por la noche, subrepticiamente, o a la mañana? ¿Acaso alguien, un mensajero capaz de colarse aquí, dentro de mi habitación, había intentado despertarme, y hallándome inconsciente...? Una de dos: o me había creído dormido y no quería, o no le interesaba, despertarme, o lo había intentado, y al verme desmayado, nuevamente una de dos: se había asustado, había dejado el sobre y se había largado, o era un sádico que pasaba de mi estado de salud, sabiendo que yo estaba inconsciente en vez de soñando con los angelitos... Confiaba en que bajar a la conserjería resolvería el misterio. Otra nota: eso me intrigaba más que cualquier otra cosa. Como le sucedió a Freud en su sueño del taxímetro, hice un balance extraordinariamente rápido de lo que me podría quedar de todo aquel dinero si, como no pensaba, pero deseaba, el viaje no iba a ser internacional. Busqué en el fondo del sobre la otra nota. Lo cierto es que estaba bastante excitado; lo suficiente como para no encontrarla en el primer minuto de búsqueda infructuosa. Y desesperante. Ya no me importaba el dinero: ¡ya quería ir por encima de todo! Era una sensación extraña. Sentía como si, cuanto más la buscaba, con mayor insistencia, más necesitaba que estuviera, que apareciese entre los papeles... ¿cómo eran: verdes, marrones...? Ya daba igual: sólo quería hallar la dichosa nota. Cuando empezaba a tener el oscuro presentimiento de que cuanto más la buscara menos probabilidades tendría de encontrarla, apareció, diminuta, frágil como mi nerviosismo, y, lo que era peor, perfectamente ilegible. Mi primera impresión fue tajante: increíble y grotesca, absurda; una bobada, una broma... pero una broma de 10000 francos... La miré con más atención: había algún número, o algo así, y unos borrones desgarbados hechos jirones largos de tinta y sombras. Parecía destilar como reflejos acrisolados, tornasolados, si la luz le daba desde distintos ángulos. Una imagen central que se asemejaba al garabato de un niño demasiado pequeño como para dejarle solo con una estilográfica me llamaba particularmente la atención. Desde luego, era un caos. Y se suponía que era una dirección... Definitivamente, aquello no tenía ningún sentido. Pero sí, mierda, sí que lo tenía: el sentido que le conferían los malditos 10000 francos. No me podía quedar con ellos haciendo caso omiso de la nota... pero caso omiso ¿de qué, en realidad...? Aquello no era una dirección. Era otra cosa. Tal vez el ACDC-MI (Apartado de Correos del Departamento Comercial del Mismísimo Infierno). Siempre me había gustado jugar a las siglas locas, pero ¿cómo podía llegar a pensar tal cosa? No podía apartar los ojos de aquella nota. Volví a mirarla desde otros ángulos. Ya me habían cautivado sus reflejos escondidos, soterrados entre las líneas imposibles. La escruté infinidad de veces, sobre todo desde la perspectiva complicadísima que dejaba adivinar un uno, un tres... o tal vez un dos y un ocho... no, un tres. En toda la maldita nota, o tarjeta, o lo que demonios fuera, sólo había un tres inteligible... más o menos, más menos que más.
Estaba decidido. No iría. No había un adónde ni un porqué; el asunto no estaba en modo alguno claro ni por asomo. Volver a casa y dar una sorpresa a mis padres. Eso era. Sí, eso sería lo mejor.
Vi cómo se catapultaba mi mano derecha hacia el teléfono, y antes de me pudiera dar cuenta había marcado el número de casa. Estaba llevando a cabo un clarísimo acto de desobediencia infantil; estaba desarticulando febrilmente el rigor del mensaje que acababa de leer , cuando lo que deseaba, a cada segundo más imperiosamente, era seguir a rajatabla sus instrucciones; algo pugnaba dentro de mí en dos direcciones diametralmente opuestas, y lo peor de todo era que no sabía qué podía ser, en ningún sentido.
- Ahora mismo no estamos en casa. Si quiere dejar un mensaje puede hacerlo después de oír la señal. Gracias. Biip.
Colgué. Nunca estaban en casa. Nunca estaban conmigo. Nunca estaban... Daba igual. Ellos ya estaban "al corriente de todo". Me sentí culpable por haber llamado, por haber desobedecido a mi tío... Todo era tan raro y tan maravilloso a un tiempo que mi nerviosismo exhalaba ya verdadera expectación.

La cabeza. El dolor me pinchaba ya de un modo preocupante, así que me lavé la herida y bajé al recibidor.
- Buenos días.
- Bon jour, monsieur Alvaro!
La señora Commanderie entendía perfectamente el castellano, y lo hablaba con fluidez, porque la mayoría de sus huéspedes siempre éramos hispanos, pero ella disfrutaba sobremanera hablándonos a todos siempre en francés; éramos apprenti y teníamos que apprendre. Pero yo no estaba de humor precisamente.
- ¿Tiene algo para curarme esto?
- Mon Dieu! Ven. - Me cogió del hombro y me metió en un cuartito muy frío. - ¿Cómo t´hicistes esto? - Tenía un deje gallego muy curioso.
- Me tropecé, arriba - dije, levantando la mirada hacia el techo.
- Miga que e´es bguto...

- Ya´stá.
- Gracias. Mucho mejor.
- No hay de nada.
Era un castellano divertido, entrañable.
- Me voy hoy a la tarde.
- ¿A la tagde? ¿Ya? ¿A qué hoga?
- A las cinco, más o menos.
- Te queda poco tiempo - dijo, consultando su diminuto reloj de cadena enlutado.
- ¿Qué? - No podía ser. - ¿Qué hora es?
- Casi las cuatgo.
- ¿Qué? ¡Dios mío, he dormido muchísimo! ¡Jon se va a ir! Adiós... ¡y gracias por la cura!
Salí corriendo, pero en realidad ya no había prisa; ya no podría comer con él, así que volví a subir para hacer mi maleta. Cuando volví a bajar, la señora Commanderie ya no estaba. Había pagado por adelantado precisamente hasta ese día, así que ni siquiera dejé una nota de despedida. Odiaba las notas, y más aún las de despedida. Nunca he sabido qué poner. Cualquier mensaje de ese corte me ha resultado siempre tan ridículo... Aunque ahora sobre todo odiaba las notas del sobre, y más la presunta dirección. Dios, ¿por qué no me olvidé entonces de todo el asunto? ¿Por qué no me deshice en aquel momento de auténtico... - ¿odio? No. Lo cierto es que el odio vino mucho después - lo que fuera, en fin, de la dichosa notita de marras? ¿Por qué permites a veces lo impermisible? ¿Cómo de inescrutables son tus designios? ¿Dónde estás, santón Supermán, la mayor parte de las veces que se te precisa?
Después, mucho después, vería que no, que Dios no juega a los dados, como dijo Albert Einstein, que todo lo que ocurrió tenía un propósito, que tal fue mi vida, mi auténtica existencia, hasta que volví a la opacidad de ésta, como la locura episódica o pasajera o los sueños son más reales que la cotidianeidad, aún más transitoria. Pero eso sólo lo descubriría mucho tiempo después, cuando estaba a punto de acabar el primer borrador del último capítulo de estas, cuando menos, extrañas memorias.
Eran eso de las cinco cuando llegué a la casa de los tíos de Jon. Ya empezaba a oscurecer. Nuestra despedida simulada del día anterior nos iba a parecer una eternidad al compararla con lo que pudiera dar de sí esta mini ocasión de tomadura de pelo.
Las cortinas estaban echadas, y las luces apagadas. Nunca hasta entonces había visto aquella inmensa fachada tan gris ni tan desolada, tan fría, tan muerta. Allí ya no había nadie. La verja estaba cerrada y el jardín era un conjunto de sombras imposibles que dormían, al acecho, con un ojo abierto invisible. La Luna asomaba por encima del tejado de pizarra, y, de pronto, supe lo que era la soledad; la angustiosa espera vacua del niño maltratado, esclavizado en las minas, en los lodazales, en las curtidurías de Marruecos, la desazón terrible del perro abandonado un buen día, porque sí - porque por qué iba a ser la vida de nadie de otro modo, a ver -, por su dueño de toda la vida... Sentí soledad. No me sentí solo, ni confuso, sino que sentí La Soledad en sí misma; esa sensación como de ruina humana, trabajada con auténtica devoción por el escultor impertérrito del Hades a golpe de la irrísona voluntad del mundo ajeno y circundante a un tiempo - nunca me he sentido tan solo. Entonces y cuando me perdí de mi madre, con cinco años, en unos grandes almacenes. Nunca había visto tanta gente junta. Y tampoco nunca, antes de hoy, me había sentido tan solo. Después he leído en algún sitio que es virtuoso el hombre que es capaz de sentir la soledad en medio de la muchedumbre. Parece ser que de pequeños somos grandes racimos cargados de virtudes y que, con la edad, cuando ya de nosotros van a hacer vino, la cosa cambia, y nos exprimen la virtud, y todo es pelín distinto. Pero qué le vamos a hacer. Si toda nuestra vida fuéramos todos virtuosos, ¿qué pintaba el mundo, la vida, todo? Hace tiempo que viviríamos allá arriba. Claro que tampoco habría tiempo. Ni arriba. Ni abajo. Ni nada. Las cosas son como son porque tienen que ser así, no preguntes por qué. Tal vez lleguemos a saberlo algún día. De momento, ¿no se tratará simplemente de intentar hacerlo lo mejor que sepamos y podamos? Y nos dejen. Pero eso son cosas que pueden ir girando, girando, como el mundo. Como los sueños. Y, más concretamente, la fachada. Suelo evadirme de la realidad. Me pasa cuando escribo, cuando pienso, cuando leo, cuando como, e incluso creo que cuando duermo. No tengo esquizofrenia, pero ahí le anda cuando divago sobre lo divino y sobre lo humano a un tiempo, como intentando aunar política y religión, cosa que no ha dado ningún buen resultado en el mundo, de ello habla la Historia. Soy de esos amantes a la antigua que aún piensan que todo, lo divino y lo humano, pueden llegar a hacerse uno. Estoy convencido. Pero, una vez más, no preguntéis, porque Dios habla directamente al corazón, y cada quien tiene su momento. O momentos. ¿Qué? Ah, sí, disculpadme, la fachada gris, el retrato de Tosca, la de los negros ojos, que me ha inspirado el aria franca de la soledad sincera interpretada desde el desaliento más profundo - e incomprensible, inhumano. Sajado.
Roto.
- Se fuero`a depedí al pequeño Jonathan al aeopueto - la señora Cruz me dio un susto de muerte. Cuando más absorto estaba en ese mundo interno que nos acosa a veces de manera inexorable, me tocó la espalda con tal sigilo que en el mismo instante del contacto no pude hacer otra cosa que dejar escapar un grito que, existencial o no, estaba sofocando, y bastante bien hasta aquel momento, el ahogo que me producía el nudo en la garganta, éste sí existencial, que se me formaba siempre que me evadía de aquella manera. Sentí miedo al roce de su mano. Qué sería aquel estímulo para mi subconsciente. Qué es el mundo para la base de nuestro iceberg. Qué Dios. Qué la palabra - y aún no han vueto.
- ¿Qué ya se han ido? ¿Cómo aún...?
Su fortísimo acento cubano hacía muy difícil entender su castellano étnico, y además estaba percibiendo ciertos aspectos en su interlocución que no me estaban gustando nada. Un mamut, aún diminuto, lejano, iba emergiendo, desde miles de años atrás, a una velocidad vertiginosa, desde la base, tal vez el centro de mi iceberg particular, y el animal, cada vez de mayor tamaño, estaba dispuesto a vivir. Podía sentirlo. Presentía lo peor. The Worst. El ruido que haría el ancestral paquidermo, pobre, al irrumpir a la vida. Penélope seguía barriendo, con calma imperturbable, que era cubana, pero hacía mucho tiempo que vivía en Francia, el pasillo que conducía al porche de la mansión que proyectaba su sombra sobre el grisáceo semblante de mis entretelas.
- Saliero´ a la´ sinco, má´ o meno´; yo lo cé, poque a esa horita me levanto toíto lo´ día´, señó´Nieve´, ¿sab´uté´?
- Perdone, Penélope, ¿qué me está diciendo?
- Pué´ eso, señó´, que aún no han vueto. S´ habrán quedau a comé por ahí, ¡qué sé yo!
- Sí, eso, qué sabe usted... a ver si m´entero... ¿usted se levanta todos los días a las cinco?
- É´ mi pan, señó´.
“Eso es vida.”
- ¿A las cinco de la tarde?
- No, señó´, a lo´ albore´ - rió.
- Entonces... - Entonces fue cuando irrumpió el mamut, el enorme paquidermo ancestral que encarnaba mis más profundas sospechas, con el ruido odioso que yo ya conocía: ¡¡¡WORRRRSSSTTTT!!! - ¿quiere decir que se fueron... que salieron... ¡oh, Dios!, de madrugada?
- Así é´; eso le´taba disiendo.
- ¡El avión era a las seis...
- Sí, eso creo que diheron...
- ... de la mañana!

¡Pero bueno! ¡A quién demonios se le puede pasar el tiempo tan rápido que en un instante pierda la ocasión de verse con su mejor amigo y, para colmo, con la mujer de su vida! ¡No hay justicia! ¡No hay...! No, paso olímpicamente de evadirme de nuevo y tan seguido de este mundo, o de enfadarme. Vale.
- Gracias. Yo también me voy. En el autobús de las siete.
- ¿Ya se va? ¿Qué tal lo pasó, aquí?
- Bien...
“... bien casi hasta el final.”
- Bueno, que tenga un buen viahe. Gustó conoserle.
- Lo mismo, o sea, encantado... No trabaje mucho, ¿de acuerdo?
Ella se rió y me despidió con la mano. Yo ya bajaba la calle.

No sabía qué hacer, o al menos qué hacer hasta las siete. Nunca he podido ser puntual, pero, para colmo de males, odio esperar. Esperar es perder el tiempo, tanto como hacerlo perder, pero el egoísmo sale a flote por donde quiere, y no por donde se le marca. Eso es una verdad como un templo. Bueno, como un piano, tampoco vamos a dramatizar. No, mi forma de pensar claro que no era, ni lo es ahora, la ideal, pero era “mi” modo de hacerlo, y eso era importante… Hay que ver cómo cambia el tiempo todo eso, o, tal vez, la percepción de todo eso.
Vagué por las calles; no iba por ellas: me sentí calle y vagabundo a un tiempo; era calle y huérfano de calle y de vida; y de rostro; mi cara, desemparentada del mundo completamente, carecía ya de toda suerte de expresión, sincera o no: reía tontamente y casi lloraba en un solo instante; cerraba los ojos o los abría a trompicones para distinguir en los reflejos de la Luna en los charcos una sola figura reconocible; vi muchas cosas en el agua estancada y fría; allí siempre se ven muchas cosas, con el estado de ánimo adecuado.
Había llegado sin proponérmelo a Le Cave. Tampoco sé por qué, entré. En cierto modo, debía despedirme de aquel gruñón con aspecto de oso que “tan bien” trataba a los estudiantes.
Las mesas estaban vacías. Sólo había una pareja, al fondo de la barra, a la derecha, en la esquina. Me senté también en la barra, en el centro, y pedí, cómo no, una cerveza. Sin que sirviera de precedente, “Oso” me la sirvió en una bonita jarra labrada. La cogí con las dos manos, como si quisiera calentar su contenido, pero sin querer hacerlo, y suspiré. Los novios, o lo que demonios fueran, se volvieron para mirarme, como si todos los monos del mundo se hubiesen puesto de acuerdo para hacer monerías sobre mi cara lánguida, como un tobogán. Tal vez estuvieran utilizando los mocos imaginarios de mi berrinche inédito, pasional, como lianas, y yo sin saberlo. Había respirado muy fuerte. Ciertamente, lo necesitaba. Demasiadas cosas en demasiado poco tiempo: el amor, la caída tonta, tontísima, el sueño, la herida en la cabeza, el malentendido, mis padres… demasiados ingredientes para cosa buena. Me detuve un momento a pensar en todo ello, y siempre desembocaba, fuera por donde fuese, en un único personaje, el único que no conocía… aún. ¿Lo llegaría a conocer algún día? Un extraño presentimiento me hacía sospechar que sí, pero… ¿cuándo, cómo? Jon, mi tío… esa nota… Y, sobre todo, el dinero. Eso era lo peor de todo, lo que me hacía dudar de que todo se tratase de una broma macabra pergeñada por mi presunto tío, o quienquiera que fuese. ¡El dinero! Llegué a la conclusión de que lo que realmente me tentaba a hacer caso de la misteriosa nota era el dinero. ¡Villano enfermizo de la Historia! ¡Ludópata infernal, lujurioso cerdo! Y yo… ¿otro? Pero… en nombre de Dios, ¿qué me estaba pasando? Rápidamente, saqué de mi bolsillo aquella engorrosa dirección, o borrón acrisolado, o lo que demonios fuera, e intenté descifrarla, una vez más sin fortuna, claro, la clarividencia no va y viene como otro tipo de cosas, como los estados de ánimo, o las jaquecas, y cuando, tal vez con despecho, con la rabia que era el corolario que compilaba las últimas jugarretas que me había deparado mi maravilloso destino, bendito sea, me disponía a romper aquel absurdo trozo de papel en mil pedazos...










5
UNA DIRECCIÓN ACRISOLADA


- ¿Algún problema, chico?
Levanté la vista. Era el oso malagueño. El enorme oso sureño. Estaba delante de mí, enjuagando vertiginosamente unos vasos que parecían muy caros. Nada en su fervorosa actitud indicaba que me hubiese dicho algo un instante antes. No me miraba, y hubiera jurado que tampoco lo había hecho cuando me había hablado, ni antes de hacerlo. Aquel ser gigantesco intuía cosas.
- No... todo está... bien... - dije, como un perfecto e idiota robot. Tenía ganas de contárselo todo, lo del sobre, lo de la tontísima caída, lo de Jon, lo de la nota que había estado a punto de romper... pero me resultaba tan estúpido sólo el hecho de planteármelo... Sin embargo, sucedió algo imprevisible. Las cosas pasan, y acaban constituyendo nuestras vidas, y todo cuanto pasa. Es tan sencillo como eso.
- Ah -. ¿Eso era todo, ah? Pero no, no fue todo, y aquella reacción, tardía, abotargada, úrsida, cambió mi vida para siempre -. Si quieres llamar por teléfono tendrás que salir a la plaza, el de aquí no funciona - dijo, echando un rápido vistazo a la nota.
- No, no es un teléfono - me oí diciendo -, es... - ¿Qué iba a decirle, que era la dirección ilegible de mi tío el loco? - es sólo una tarjeta de visita.
- ¿Me dejas ver? Nosotros acabamos de hacer tarjetas... ya sabes, para repartir entre los clientes, pero me parecen muy sencillas y - se me acercó mucho al oído, como si lo que tuviera que decirme a continuación fuera estrictamente confidencial, mientras, aprovechando la inusitada maniobra, me arrebataba la supuesta tarjeta con su peluda manaza izquierda -, entre tú y yo, que sabemos lo que valen realmente las cosas, no como algunos de por aquí, muy caras.
Acercó el trozo de papel, una mota blanca entre sus manos como grotescas alas oscuras, a la oscilante luz de la delicada lámpara que pendía a su espalda.
- ¿Qué mierda es esta? ¿Y esto es una tarjeta de visita? ¿Así son? Pues si así son me quitas un peso de encima, chico.
La pareja del fondo de la barra parecía disfrutar de la escenita. En otras circunstancias tal vez me hubiera gustado protagonizar cualquier escena de ésas que hacen reír, de calle o de bares, en el tren, entre amigos, al resto de la gente... aún hoy recuerdo algunas muy buenas, pero éste no era el caso.
- ¡Eh, Mihail, ven a ver esto!
El berrido fue horrible y yo ya desde aquel preciso instante opté por no decir ni hacer nada más. ¿El Oso me había arrebatado la tarjeta, o lo que demonios fuera?, pues tanto mejor. Nos habíamos quitado mutuamente un peso de encima.
Ya todo me daba igual. Bebí un sorbo de mi caña y seguí callado, tan mudo como mi gélida jarra de cristal tallado, mientras, desde la cocina, se acercaba hasta nosotros Mihail, el cocinero de Le Cave, secándose o limpiándose las manos, tal vez de sangre, con un trapo que goteaba un líquido parduzco sobre el enlosado que desaparecía de mi vista, más allá de la puerta batiente que daba paso a su reino inexpugnable.
- ¡Queeeé! ¡Tengo muchísimo tgabajo, jodeg! ¡Tengo que haceg los canapés paga mañana, los bocaditos, dejag hecha la mahonesa...!
Mihail era un hombre pequeño de aspecto francés rococó, si es que el estilo más recargado del mundo puede aplicarse a un macho de la especie homo sapiens, a la que sin duda... o tal vez debiera decir dudosamente pertenecía. El caso era que su bigote puntiagudo y su escaso pelo, alborotado bajo el gorro blanco, le conferían todo el expresivo aspecto del que podría hacerse mención en el pasaje de una novela en el que intentara describírsele.
- ¿Qué es esto?
Cuando hablaba con el Señor Oso evitaba hacerlo en francés; no habría servido de nada en absoluto. Cara de Oso era uno de los pocos emigrantes que se habían negado a aprender otro idioma que no fuera el de sus padres, y además habían puesto y levantado un negocio en tierra extraña. Por fuerza, debía ser un hostelero formidable.
- Una tarjeta de visita que es una porquería, ¿o es que no lo ves? Después de todo, hemos tenido suerte con las nuestras, ¿eh? ¿Cuánto cuestan éstas, chico, lo sabes, eh?, dime, ¿lo sabes? No, no me lo digas. Sea lo que sea, te han timado, chico, te lo digo yo, te han timado.
- Esto no es ninguna tagjeta, mon ami, elle est une direction.
- ¿Que es qué?
- ¿Una dirección? ¿Usted la entiende? - dije yo, y Cara de Oso se volvió hacia mí.
- ¿Pero no me habías dicho...?
- Esto no es una tagjeta - repitió el cocinero -. Es una diguecsión, escrita a mano, simplement, y está en guso.
- ¿Que está en qué? - dijo Oso, que estaba más perdido que un pulpo en un garaje.
- ¡En guso, adieu! - gritó, mientras se dirigía a la cocina, jurando en francés.
- ¿Que está en qué? - repetí yo.
- ¡En guso! - gritó, desde la puerta de la cocina, antes de perderse entre sus cacharros.
- Lo siento, chico, pero te han engañado. Te la ha dado alguna chica, ¿no es cierto?
- Sí - mentí, cogiéndosela -, una chica.
- Tranquilo. Suele pasar. Son terribles, ¿eh? ¿Otra cerveza? Invito yo.
Iba a rechazar cortésmente su invitación, cuando me pareció demasiado buena idea y mejor - qué digo, mejor, imposible - oferta.
- Gracias.
- De nada. Desafortunado en amores, ¿eh?
- Sí, algo así -. Yo ya estaba ausente, perdido en la nota. En varios minutos hice caso omiso de mi cerveza.
“Guso”: estaba en “guso”. ¿Rusia? ¿Mi presunto “tío” me proponía un viaje a Rusia? Era una locura, una estupidez... pero, el dinero...
- ¡Hola a todos! Brrrr, vaya tardecita... ¿Qué hay de ese vino que se me reserva en esta casa? Hola, parejita...
En mí, ni reparó siquiera. Era un hombre bastante feo, de aspecto desagradable por lo sucio y desgarbado, de aliento denso y pesadamente fétido, tanto que pude notarlo a distancia. Irrumpió en el bar como si fuera el dueño del negocio, con esos aires de superioridad que se dan quienes lo tienen todo en la vida, menos la necesidad de trabajar. Los acaramelados novios del fondo se incomodaron y se fueron. Supuse que habían pagado, porque lo hicieron en silencio y sin acercarse a la barra. De haberse marchado sin pagar, Oso no les hubiera permitido un detalle tan feo. El hombre se sentó a mi lado, a mi izquierda, sin mirarme.
- Se te ve contento - le dijo Oso.
- ¿Tú crees? - contestó, sin levantar la mirada de la barra.
Su expresión había cambiado de pronto. Ya no era el dueño de nada. Ni siquiera de sí mismo. Por un momento, parecía a punto de echarse a llorar, como si sólo se hubiera acercado al bar de Oso a contarle alguna tragedia personal reciente. Claro que yo le estaba mirando de reojo, y no podía estar seguro.
- Sí, claro... Anda, chico, enséñale tu tarjeta. Él sabrá dónde queda eso. Es el mejor taxista de por aquí. Seguro que sabe dónde está “Guso”, o eso que ha dicho Mihail.
El ademán que hizo a continuación Cara de Oso fue algo así como “síguele la corriente”. Supuse que era un borracho, Dios quisiera que fuera de las horas de servicio, pero un buen cliente, al fin y al cabo, arrieros somos, y Cara de Oso se había estirado y me había invitado - ¡loado sea Dios, aleluya!, ¿cómo se llamará el pequeño, Yogui, tal vez Bu-bu? Pues nada, enhorabuena, campeón, enhorabuena, Dios quiera que se parezca a la madre, ¿eh? - a una cerveza. Se la enseñé. La miró y la cogió sin ganas, entre sus dedos sucios y amarillentos por la nicotina. La observó un momento, y me la devolvió.
- Sí, sé dónde es. ¿Quieres ir allí, muchacho?
Supuse que me estaba hablando en castellano porque Oso se había dirigido a mí en castellano, pero también podía ser que, como el malagueño, no supiera, o no quisiera, hablar francés.
Miré a Oso, lo busqué con la mirada, pero ya no estaba pendiente de nosotros. Estaba recogiendo la taza y el vaso de tubo de la pareja que acababa de irse.
- ¿Quieres? - repitió el hombre, con una insistencia que no me pareció normal en absoluto.
- ¡No lo sé! - respondí, incómodo, nervioso. No podía apartar mis ojos de los suyos, pequeños, hundidos, como los de una vieja comadreja.
- ¿No sabes lo que quieres? Vamos, yo creo que sí... ¡Esta sí que es buena! ¿Le oyes? “No lo sé, no lo sé” - dijo, con tal amaneramiento que me dieron deseos de pegarle. Pero ambos rieron y me contuve.
- ¿Está lejos eso de “Guso”? - le preguntó Oso al hombre, sin poder contener la risa.
Volvieron a carcajearse los dos, al unísono.
- Anda, chico, ¿quieres ir, o no? - me preguntó, sin mirarme, un segundo antes de beber de aquel vino oscurísimo.
- ¡Sí, claro que quiero... tengo que ir! - me vi diciendo.
- Pues vamos.
- ¿Qué? ¿En taxi?
- Bueno, “Guso” está cerca - dijo, guiñándome un ojo -. Hasta pronto. Cuídate, gordinflón.
- Adiós, borracho.
- Adieu, mesieur Mihail!
- Adieu, Edmond! - gritó el cocinero, desde detrás de la puerta, y entonces no lo entendí.
- Adiós, chico.
- Adiós -, Señor Oso, estuve a punto de decirle, pero, no sé por qué, me contuve.


Fuera hacía mucho frío y estaba oscuro. El hombre sucio y extraño sacó una gorra de uno de los bolsillos de su chaqueta y se la puso, toda arrugada, sobre la cabeza. Yo ya había sacado todas mis bolsas de Le Cave y, por absurdo que me estuviera pareciendo, le seguía.
Llegamos a la plaza y allí, aparcado junto a las cabinas de teléfono, un viejo automóvil blanco sucísimo y desvencijado jugaba con las sombras, la incipiente niebla y las luces emborronadas.
- ¡Tachán! - canturreó horriblemente, se apoyó en el coche e hizo como si ya me estuviera esperando -. ¿Te llevo a algún sitio, chaval?
Yo supuse que la tontada formaría parte del preámbulo de algún típico chiste de taxistas, así que le seguí la corriente, me reí y dije engolando la voz:
- Sí, gracias.
Y, para mi asombro, él lo repitió con sorna. Había algo que, sencillamente, no iba bien.
- Sube.
Me había abierto una de las puertas de atrás.
- Yo... - titubeé.
- Sube de una vez. No tengo todo el día - me increpó él, tajante.
- Oiga, mire... - repliqué, sin éxito. No estaba dispuesto a ir en el asiento de atrás sólo porque a aquel excéntrico personaje le apeteciera.
- ¡Sube ya, joder! ¿Es que no quieres ver a tu tío?
Aquella nueva revelación me dejó pasmado.
- ¿Cómo sabe...?
- Lo sé, ¿vale? No tenemos mucho tiempo y sólo yo puedo llevarte, así que sube y cállate de una vez.
- ¿Y si me niego? ¿Y si no...?
- Allá tú - dijo, haciendo un ademán de cerrar la puerta con indiferencia, como si le diera exactamente igual lo que yo hiciera o dejara de hacer. Sin embargo, él quería que fuera. Debía llevarme. Mi tío, o quien demonios fuera, se lo había ordenado así. Pero, ¿a qué tanto misterio? ¿Sería que él sería así? ¿Mi presunto tío le había ordenado proceder de aquel modo tan extraño? ¿Me había dejado él el sobre con la nota y el cheque en mi habitación? ¿Tendría que pagarle al término del viaje? ¿Había entrado a hurtadillas aquel hombre en mi cuarto mientras yo dormía... mientras yo estaba inconsciente? ¿Quién sabía tanto sobre mí? Decenas de preguntas se agolparon por un instante en mi cabeza, pero, por alguna extraña razón, me sentía incapaz de formular ninguna de ellas a aquel ser caótico. En cambio, reaccioné de un modo extraño, como si mi voluntad ya no me perteneciera, como si él no fuera más extraño que yo para mí mismo, y dije:
- No, está bien, subiré.
Él, lo único que dijo fue:
- Ya - y abrió de nuevo la puerta trasera derecha.
Subí y él, después de cerrar de un portazo, abrió el maletero, metió mis cosas haciendo un ruido estrepitoso, cerró dando un tremendo golpe, dio la vuelta por detrás del vehículo y, tras pasar por delante de mi ventana y enseñarme sus sucísimos dientes en una horrible mueca, que no sonrisa, aunque tal vez pretendiera serlo, se metió a su vez en el taxi y ocupó su decrépito asiento.
Le iba a formular alguna de las preguntas que antes me había hecho a mí mismo, pero, en vez de eso, le pregunté algo a todas luces absurdo:
- ¿Es cierto que vamos a ir en esto hasta Rusia?
Intenté que la palabra “esto” no sonara peyorativa, pero estoy seguro de que no lo logré.
Por única respuesta vi en el retrovisor una estúpida y retorcida sonrisa grisácea, similar a la mueca que, con todo cariño, no lo dudo, me había dedicado al pasar junto a mi ventanilla. Cuando comprobé que sería imposible arrancarle una sola palabra más, desistí. Ya nos habíamos puesto en marcha, y también comprobé que las puertas traseras no se podían abrir desde el interior, seguramente debido a una avería mecánica provocada por el tiempo, idea que, en cierto modo, pero sólo en cierto modo, me tranquilizaba.
La suerte estaba echada. Después de todo, yo había decidido embarcarme en aquella cruzada. La aventura supone riesgos, y todo juego tiene sus reglas. El misterio tal vez fuera una de ellas. Así que me acomodé, cerré los ojos y sólo pude ver todo aquello como un estúpido sueño. Como una tonta y anodina pesadilla infantil de Walt Disney, o de Steven Spielberg... si todo salía bien, tal vez acabaría escribiendo un best-seller, en base a cuyo guión algún director visionario del éxito decidiera hacer una película que yo protagonizaría, por lo menos, y me darían un oscar... el cuento de la lechera. Imaginación desbordante. En esos momentos siempre me parece más oportuno pensar seriamente en no hacerlo, en no pensar, pero siempre me lo parece cuando ya es demasiado tarde para dejar de hacerlo. Aquella vez, lo conseguí. Me relajé y dejé a un lado todo atisbo de pensamiento, dejé la mente en blanco y cerré los ojos, que aquella repentina asociación de ideas había abierto nuevamente.
En aquel instante todo en la vida me parecía un constante dejarse llevar. Todo lo importante de esta vida nos salía al paso, de eso no cabía la menor duda. Dejaría que mi psique me siguiese de cerca, como en mis sueños... por si acaso. Ya se sabe: nunca viene mal ser algo consciente de tu vida, de lo que pasa a tu alrededor, aunque seas el ser más alocado, despistado e ingenuo del universo.
- Hola, soy Al...
6
PRIMERAS IMPRESIONES


Me desperté de pronto. Estaba empapado en un sudor frío bastante desagradable. No sabría decir durante cuánto tiempo había dormido. Mi reloj se había parado, y la única garantía de que no había sido demasiado - ¿o tal vez sí? - me la brindaba la oscuridad que reinaba fuera, como una diosa viscosa y omnipresente, entre las gotas y el vaho de las ventanillas.
Hacía mucho calor dentro del vehículo. De pronto me sentí agobiado. Me ahogaba. Necesitaba aire, y en cantidades industriales. Me precipité hacia la manilla para bajar la ventanilla, pero mis esfuerzos fueron en vano.
- ¡Uf! - resoplé. - ¡Menuda cabezada! - No sé a santo de qué continuaba intentando hacerme el gracioso con aquel tipo. ¡Por Dios, literalmente, me estaba ahogando! - Oiga... - empecé, absurdamente azorado - ¿es que no funciona bien la ventanilla?
Claro: silencio. ¿Qué podía esperar? ¿Y qué me estaba pasando? Sentía, por un lado, como si estuviera sumergido bajo el agua, pero como si no fuera tan agobiante como si fuera cierto. Era “como si”, pero no era “en sí”. Por otra parte, era como si estuviera a su merced, bajo los deseos de aquel desconocido. Como si mentalmente estuviera diciéndome qué tenía que sentir, hacer o decir, y cómo debía hacerlo exactamente, como si todo formara parte de un juego macabro y demencial. Pero todo resultaba muy sutil.
- Perdone - insistí, haciendo un supremo esfuerzo por imponerme a la situación, pero desistí de inmediato.
Era como si durante el sueño me hubieran privado de toda voluntad, como si fuera un ser indefenso, inmaduro, miedoso y frágil, enfermizamente introvertido.
Sabía, de algún modo, que no había nada que hacer, que eso era algo que estaba por encima de mis posibilidades. Probé con la otra manecilla. Cedió un poco. Lo suficiente para empezar a recobrar el color. Cerré los ojos y respiré profundamente, como si me fuera la vida en ello. Llegó un momento en que estuve a punto de pensarlo fríamente.
- ¿Dónde estamos? - volví a la carga, aún a sabiendas de que sería en vano.
Era tan absurdo siquiera preguntar nada... ¡Siquiera hablar! ¡Hay que joderse! ¡Que te sientas como un perfecto idiota por el mero hecho de querer decir algo! El calor y la indiferencia suelen configurar una amalgama informe demasiado densa, un bolo alimenticio demasiado duro, abrupto y grande como para poder ser apto incluso para el consumo más zafio, despreocupado o menos exigente. Menuda situación de tomadura de pelo. Dejarme llevar. Eso era. Mi conciencia. ¿Dónde estaba mi conciencia? Miré por el cristal trasero... ¿buscaba inconscientemente mi consciencia? No, no es ninguna broma. Muchas veces, de niño, y no tanto, había imaginado mi conciencia, mi alma, o algo así, como un ser cuasi etéreo infinitamente delgado y muy veloz, similar al monigote de El Santo, que se quedaba un momento en casa, o el que fuera el punto de partida del viaje, para después seguir al vehículo en el que viajara hasta alcanzarme, y yo imaginaba su vertiginoso recorrido y su invisible paso por donde nosotros ya habíamos pasado antes. Lo imaginé una vez más, pero era un poco absurdo, no sabía qué recorrido habíamos seguido, ni por dónde habíamos pasado, ni siquiera dónde estábamos.
Lo que pasó a continuación se podría resumir en una sola palabra: alucinante; bueno, en dos: y caótico. Además de vertiginoso.
El frenazo fue tan brutal que mi ventanilla se abrió de golpe, yo me incliné hacia adelante, y en un absurdo movimiento mi mano derecha se enganchó en la horrible gorra de mi captor, la cual desapareció en la noche, lanzada hacia atrás en el brusco retroceso que impuso la abrupta detención.
Yo estaba aturdido, estupefacto es la palabra; mis cosas estaban desperdigadas por todas partes, y, aunque no veía el momento de salir de aquel mausoleo con ruedas, mi ego buscaba resarcirse con una explicación. O bien habíamos estado a punto de atropellar algo enorme, o bien iba demasiado rápido - cosa poco probable - y había reaccionado así para no salirse de la carretera. O tal vez...
- Fin de trayecto.
Aquel hombre era impredecible. O no hablaba en absoluto, o era capaz de disipar mis dudas y confirmar mis temores con sólo tres palabras. Pocas personas en el mundo serían capaces de hacer algo así, ciertamente.
Dudé (aunque sólo por un instante) si realmente habíamos llegado, o es que se me había agotado el dinero. Pero... ¿sabía que yo llevaba encima esa cantidad? ¿Querría comprobar si tenía dinero suficiente? Una vez más, me sacó de dudas.
- Hemos llegado. Dame el sobre. Yo te daré este otro a cambio - dijo, sacándose un sucio y arrugadísimo sobre bastante abultado de uno de los bolsillos interiores de su sucísima chaqueta, de la que no se había desprendido en todo el viaje. Me lo tendió y pude ver que tenía una cifra escrita, una cifra de tres números con el signo F detrás. Nosécuántoscientos francos. ¿Se trataba de una tomadura de pelo? Extraje mi sobre del bolsillo izquierdo del gabán, y él prácticamente me lo arrebató de las manos.
- Olalá! - exclamó al verlo -. Esto es más de lo que esperaba. Espera un momento.
Ante mi creciente consternación, sacó un lápiz mordido y casi sin punta de otro de los aparentemente interminables bolsillos de su ridícula chaqueta, tachó con él la cifra que aparecía en su sobre y puso una mayor, esta vez de cuatro dígitos, y me lo entregó.
Yo flipaba en colores. Literalmente.
Empecé a ver destellos de colores a mi alrededor, ovnis imposibles que se abalanzaban sobre mí como dardos envenenados. Tuve que cerrar los ojos con fuerza, sacudir la cabeza y volver a abrirlos para que las fantasmagóricas visiones se disiparan.
No se puede tachar una cifra en un sobre cerrado... bueno, eso sí, ¡pero no variar con ello su contenido!... ¿No? Lo dudé. Dudé por un instante y pude sentir que algo nauseabundo me obligaba a admitir que así estaba bien, que todo estaba bien, y que tenía que salir de allí cuanto antes. Por otro lado, y por muy absurdo que parezca, empezaba a creer en la magia.
- Tranquilo, "Álvar" - amaneró -: todo es una pequeña broma. Tu tío te está esperando. Ese cheque no vale nada. Sólo yo podía traerte. Hemos ido más lejos de lo que pudieras creer, más lejos de lo que puedas imaginar siquiera, créeme, y no hay vuelta atrás. ¿Entiendes? ¡Oh, oh, oh, nada de preguntas! - Hubiera jurado que no había hecho ningún ademán de decir ni preguntar nada -. Ésta ha sido mi parte. La tuya empieza ahora... por cierto... ya que el cheque no vale... ¿te parece que podría quedármelo? Yo te daré algo a cambio. Algo más, quiero decir, además del sobre.
- ¿Cuál, este sobre, el que varía de valor al cambiar la cifra? - se me ocurrió preguntar, entre la ironía y el absurdo. Todo volvía a girar a mi alrededor. ¿Estaba drogado? Pero... ¿cuándo, dónde, con qué? ¿El mismo interior del vehículo producía una suerte de incómodo efecto entre narcótico y alucinógeno?
- ¿Qué me dices? - dijo, sonriendo, blandiendo el sobre del cheque de los diez mil ante mis llorosos ojos, que danzaban al compás de su vaivén.
- Quédeselo. - ¿Hipnosis? ¿Alucinógenos y técnicas hipnóticas? Demasiado para un palurdo como aquél. Le había vuelto a tratar de usted. ¿Lo había hecho?
- Gracias. No esperaba menos de un chico listo como tú. ¡Y ahora será mejor que recojas en un segundo todo lo tuyo y que te largues! - vociferó, cambiando su tono casi amable por uno nuevo, exagerado y rayano a una explosión psicótica del peor pronóstico. Y volviendo a su meloso tono de voz, concluyó -: No me gustaría tener que asesinarte después de haber hecho algo por ti.
No sonrió. Vi en sus ojos locura. No: la Locura; algo enorme y denso, ciego, que emanaba de aquel modo de mirarme.
No me extrañé; en cierto modo, me lo esperaba. ¿Qué se podía esperar de un viejo chiflado que se había pasado la vida pegado a un volante que se caía a pedazos, junto con el resto del conjunto, aquel mausoleo infecto? Por el cielo que hubiera pagado por poder bajarme precisamente en aquel momento de aquel horrible trasto. Pero era cierto que algunas de mis cosas estaban desparramadas, como un líquido lo suficientemente denso para repeler un sólido lanzado contra su superficie desde una altura considerable, por todo el asiento de atrás. Nunca llegué a descubrir cómo habían llegado a formar aquellas composiciones de colores muertos y de sombras informes tan complicadas, surrealistas, tristes. Tampoco pregunté, claro, háganse cargo.
Lo recogí todo mal, en un bulto a todas luces indescriptible, y salí al exterior del vehículo. Solo. No me ayudaría, y yo lo sabía. Pero ya me daba lo mismo. Era libre. Por cierto, que ahora las puertas se abrían desde dentro sin problemas.
Sacó la cabeza por la ventanilla y dijo:
- Ah, por cierto, lo que te iba a dar, además del sobre mágico, es mi gorra, si es que la encuentras. Con este frío aquí no va a servirte de mucho, pero, ¿quién sabe? Tal vez también sea... “mágica”.
“Seguramente”, me dije, y sentí el frío por primera vez. Era un frío denso e intenso, de aspecto neblinoso aunque encantador, dada la situación.
Me dirigí a la parte de atrás del coche y abrí el maletero. No me dio tiempo a nada más. Arrancó y se fue. Simplemente. Era el colmo de la simplicidad. ¿Por qué no se habría quedado en el pueblo? En cualquier pueblo. Claro: no le querría la gente.
Y ahí estaba yo: mi gabán y algunas de mis cosas en las manos, la niebla y cientos de suposiciones que se agolpaban inconsistentemente en mi cabeza sobre el itinerario de su locura, la génesis de esa maldad que rezumaban sus ojos y esa sonrisa que me perseguiría aún unos días, en el ensueño de los momentos hipnagógicos e hipnopómpicos.
A mi alrededor todo era niebla; un aire denso y borroso me rodeaba como el abrazo de un demonio frío, como el miedo de un niño demasiado pequeño para saber que, por esa noche, no va a haber nada terrible detrás de las sombras de su armario. Saqué la tarjeta, que, por supuesto, cómo podía ser de otro modo, en qué estaría pensando, seguía perfectamente ilegible. Y yo parecía estar en medio de nada. De la Nada. Un sentimiento de profunda soledad se apoderó de mí, y me sentí muy mal, desvalido, roto, débil, quebradizo y frágil como el último junco de un pantano seco y olvidado, como un pequeño huérfano perdido en un bosque en invierno... como alguien que no sabe o ha olvidado qué es ya el amor. Llegué a decirme que todo era un sueño, y, de forma casi obligada, me mordí suavemente el labio inferior. El dolor, sin embargo, fue agudo, cortante, hiriente; la sangre, dulzona, saladita, en su línea, y, el frío, lo peor de todo. Algo venía hacia mi espalda. Me di la vuelta justo a tiempo para ver, aterrorizadamente paralizado, cómo los faros de un coche se me venían encima. Un chillido de frenos, que ya empezaba a resultarme familiar, llenó mi existencia durante un segundo. El tiempo suficiente para que mi corazón se callara y mirara hacia arriba, hacia la expresión de mi cara, muerto de miedo, si tal cosa le es posible a un corazón. Al segundo siguiente volví a la vida. Alguien había bajado su ventanilla y me gritaba, en un idioma que no lograba reconocer. El viento contribuía a su manera a difuminar el retorcido mensaje, que no era ni amistoso ni del conductor, sino de alguien de la parte de atrás; la voz venía desde la izquierda. No podía verlo bien, pero parecía no haber más personas dentro. Sólo ellos dos. Inmediatamente creí reconocer el quejumbroso ronroneo, acercándose, pero, no sé por qué razón, no le di ninguna importancia y volví mi atención hacia el vehículo que había estado a punto de atropellarme. El pasajero parecía un hombre demasiado mayor como para que le sentara bien gritar de aquel modo tan horrible. El familiar ronroneo se acercaba más y más, hasta el punto de tapar el ralentí del otro coche. De pronto un zumbido metálico fortísimo llenó mi cabeza por unos segundos.
Zñiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiik
Y después desapareció el ronroneo del otro vehículo, como si se lo hubiera tragado la espesa niebla. O el tiempo. O la nada.
- ¡Sube! - bramó una voz que se me antojó demoníaca, en un perfecto castellano. Fuera quien fuese, no tenía ninguna duda de que su voz era la de un ser del averno. Por supuesto, y al menos de momento, no podía saber cómo era la voz de tales seres, pero sin duda sería así.
- ¿Qué es todo esto? - me vi diciendo, mientras trataba de proteger mis aturdidos ojos de los potentes focos del vehículo. Ciertamente, la droga, o lo que diablos fuera - nunca mejor dicho, por cierto -, me había dejado prácticamente fuera de combate. Podía sentir su maligna aunque extrañamente cálida influencia recorriendo mis entrañas como un poltergeist juguetón que me estuviera poseyendo lenta e inexorablemente, si es que tal cosa les está permitida.
- ¿Subes o no? - repitió la misma voz, aunque esta vez el tono era grave, casi cálido. Sin embargo, yo sentí un escalofrío al notar sus profundas y cavernosas vibraciones.
- ¿Es usted mi tío? - dije, pretendiendo dirigirme hacia el desconocido.
En aquel momento aparecieron los potentes y deslumbrantes focos de otro coche al fondo de la calle, el que había estado a punto de atropellarme arrancó y, bruscamente, en lo que ahora sí parecía un atropello en toda regla (yo odiaba las reglas), viró y, sorteándome por milímetros (doscientos o trescientos, que tampoco fue para tanto, la droga era eficaz, entre otras cosas, hacía que nada me importara en absoluto), se alejó a toda velocidad, seguido de cerca por el otro vehículo, cuyo ocupante u ocupantes habían preferido (cómo no, estaría escrito en alguna parte, aunque vete tú a saber dónde, corazón) perseguir a la criatura del averno a darme cualquier tipo de explicación. No podía saber si era el taxista. Ya no lograba distinguir el ruido del motor, y mi vista comenzaba a nublarse rápidamente. Giraron un poco más adelante a la derecha y desaparecieron detrás de la esquina... ¿de una casa? Tenía que ser una señal. Además, ya empezaba a ver algo a través de la niebla.
Ya nada me sorprendía. Estaba solo, estaba drogado, y estaba dispuesto a llegar al final sin inmutarme más de lo necesario; cuando alguien pretendiera atropellarme sin avisar primero, y poco más.
Torcí la esquina que habían seguido los dos automóviles, y allí estaba, como un hada en medio del crepúsculo imposible de un sueño. Encaminé mis pasos hacia ella, con el pleno convencimiento de que una luz flotando en medio de la niebla no podía ser signo de grandes calamidades. Sin embargo, a medida que me iba acercando mi imaginación no las tenía todas consigo. ¿No eran Hansel y Gretel, como tantos otros niños, seguramente, y no sólo en los cuentos, quienes habían abandonado este mundo por haberse dejado encandilar por una luz en medio de la niebla, como la que flotaba delante de mí en aquel extraño ínterin de mi existencia? Cuando mis ojos se fueron acostumbrando a la opacidad de la densa neblina, pude distinguir el edificio, incluso la fría barra de hierro de la que pendía la lámpara. Me tranquilizó pensar que podría tratarse de una taberna, un hotel o algo así. La fachada era de piedra y, a pesar del ambiente del que emergía, o tal vez debido a ello, parecía un negocio absolutamente acogedor. No sabía dónde estaba, podía estar dormido, incluso muerto, así que no cabía la sutileza. Sin llamar, abrí dando al portón un fuerte empujón. Al mirar el interior, me quedé helado.
Cientos de ojos se habían vuelto hacia mí. Aquello no era una taberna, un restaurante, y tampoco un hotel. Era ni más ni menos que una sala de conferencias, una especie de auditorio, y yo había irrumpido en plena ponencia. El orondo hombre que se hallaba en la palestra me indicó con un hosco gesto que tomara asiento, había uno cerca de la entrada, lo hice y reanudó su discurso.
- Bien, caballeros, todo está yendo según lo previsto. En breve iniciaré los preliminares, y podré darles algo en tres meses.
Aquel plazo no debió sentar bien a la audiencia, porque estalló.
- ¡Eso es demasiado tiempo!
- ¡No fue eso lo que dijo cuando solicitó la ayuda del consejo!
- ¡Eso es inadmisible!
- ¿Cómo sabemos que comenzará en breve? Nos dijo lo mismo el mes pasado.
- ¡Le recuerdo que el otro “intento” fue un absoluto fracaso!
- ¡Silencio! - bramó el orondo anfitrión, y, ante mi sombro y admiración, toda la audiencia silenció sus pesquisas.
El silencio fue tan súbito e impresionante que mi reacción fue del todo absurda. Aunque, bien mirado, drogado como presumiblemente estaba, no lo fue tanto, ya que proferí una sonora carcajada que empañó el solemne silencio.
- ¿Se puede saber de qué se ríe, doctor Cepeda?
Aquello ya fue el colmo de todo. Podía admitir prácticamente todo lo que me había sucedido hasta aquel momento, pero no que yo fuera otra persona. ¿Qué estaba pasando allí? Yo no era el doctor... Cepedas, o como diablos fuera. Yo era... ¿quién demonios era? ¿Era yo el doctor Céspedes?
- Caballeros, les presento a mi sobrino Igor.
¿Igor? Yo tampoco era Igor. No estaba seguro de quién era realmente, pero ni era Aigor, ni Cespedecitos, de eso podían estar seguros todos aquellos rufianes. ¿Quién iba a ser el primero? ¿Tú, acaso tú? ¿Tururú?
Uno a uno, todos los rufianes se habían vuelto hacia mí. Pronto comenzaría la batalla, y esta vez sería a muerte. Todos guardaban silencio, y ninguno era lo suficientemente hombre como para dar el primer paso, pero yo no les daría esa satisfacción. La única sonrisa era la del orondo anfitrión. ¿Había dicho “mi sobrino” en algún momento? Entonces recordé que había hecho un largo viaje para ver a mi tío. ¿Sería él mi presunto tío? Deseaba que así fuera. Ninguno de los demás presentes me inspiraban la menor confianza. Él, en cambio, aunque no sabría decir por qué, sí lo hacía, me inspiraba una extraña suerte de siniestra confianza ciega, como la que puede experimentar, inconscientemente, un bebé en los brazos de su madre. O de una bruja caníbal. En un súbito y extraño gesto alzó los brazos hacia mí y se acentuó su sonrisa. ¿Estaba haciéndome señas de que me acercara al estrado para darle un abrazo? Algo realmente fuerte tiraba de mí, pero no tenía ninguna intención de hacerlo. La situación era, cuando menos, extraña. Ni yo era Igor, ni el tal doctor Céspedes, o como diablos fuera, ni nadie que remotamente se le pareciera. Estaba a punto de hacérselo saber, a él y a todos aquellos rufianes disfrazados de caballeros graves y antiguos, cuando, bajando los brazos, concluyó:
- Como supondrán, ambos tenemos mucho que hacer, así que, si nos disculpan...
Como si se tratara de una suerte de maleducado y variopinto enjambre surrealista, cuando menos, si la acumulación de epítetos es admisible, un cuando menos incómodo murmullo fue en aumento y se me antojó clamor insoportable casi inmediatamente, entre cuyos ecos apenas acerté a inteligir algunas palabras aisladas:

Cuándo... resultados... por qué él... qué pasó con... los otros... por qué los otros no...

Todo aquello, además de confuso, ciertamente, y tal vez porque creía empezar a sentir que comenzaban a remitir los efectos de la droga, la hipnosis, o lo que fuera, empezaba a parecerme más real, como si estuviera viviendo aquella escena realmente, cuando tal vez por su cualidad colorista y sus visos surrealistas estaba más cerca de un episodio onírico, y como si el viaje hubiera sido el sueño, en realidad, y hubiese llegado allí por arte de magia, por obra y arte de una magia extraña y malévola, pero magia, al fin y al cabo.
- ¡Calma, caballeros, por favor! - El orondo anfitrión logró hacerse oír por encima del tumulto ensordecedor, y éste cedió un poco, lo justo para que pudiera continuar -: Como les he dicho, todo marcha según lo previsto.
- ¿Y cuándo obtendremos resultados fiables? - dijo alto y claro alguien de la primera fila. Casi todos los demás rufianes disfrazados continuaban mirándome y hablando entre ellos.
- Pronto - dijo secamente el interpelado -. Muy pronto. Y ahora, si me disculpan...
Bajó del estrado y me hizo un gesto. ¿Voy yo? ¿Ven tú? ¿Cómo podía saberlo? Los asistentes, unos cien hombres (rufianes), aunque podían ser más o menos, yo no estaba precisamente en condiciones de apreciarlo con claridad, se levantaron como un solo hombre, y, momentáneamente, lo perdí de vista. Me levanté, avancé unos pasos entre aquella maraña humana, o lo intenté, y apenas había empezado a hacerlo cuando sentí un fuerte peso sobre uno de mis hombros. Me volví y allí estaba él, detrás de mí, sonriéndome. ¿Cómo lo había hecho? No había tenido tiempo material para... ¿Estaría más drogado de lo que pensaba? Iba a contarle lo que me había pasado, pero sentía que no podía articular palabra. La situación debía ser angustiosa, pero sólo sentía ganas de reírme y de abrazarle. Creía que eso era lo que él quería hacer. Sin embargo, se distanció un poco de mí y me dijo:
- Hola, soy tu tío A. A.
Su sonrisa era afable, como sus ojos, pero detrás de los espesos y deformantes cristales había algo más, algo que no cuadraba más que con el repentino distanciamiento y la formalidad añadida. Me tendió una mano enorme, ancha y peluda, con dedos como grotescas morcillas. Se la di. Como había imaginado, apretó. Yo tampoco me quedé corto, pero aún así me hizo daño. Y estaba seguro de que él apenas si había notado la presión que yo había intentado ejercer, en una suerte de absurda demostración de no sé qué diantres; de nada, en realidad. Pero podía sentir que me estaba midiendo. De algún modo, me estaba midiendo. Sabía que yo estaba drogado. Y supe, por un fugaz instante solamente, que él sabía cómo había llegado hasta allí, pero casi tan pronto como apareció, la extraña sensación se desvaneció, dando lugar al dolor intenso y profundo de la derrota. Por cierto que yo había olvidado momentáneamente cómo había llegado hasta allí. Sabía que había personas en el mundo que aprietan nuestras manos de manera exagerada, sabía que, de éstas, las hay brutas por naturaleza y las hay suspicaces, capciosas, personas que miden así, con una fiabilidad asombrosa, nuestras capacidades, y, lo que tal vez sea más importante, nuestros miedos y limitaciones, que son las pautas que nos descubren realmente, socavando la esencia de lo que somos, de quienes somos realmente. En base a mis prácticamente nulos conocimientos sobre psicoquironcia, o quirología, aunque no sé exactamente como podría llamarse la ciencia o el arte que estudiara más o memos plausiblemente la capacidad de las personas de desentrañar los misterios de personalidad de otras personas por el mero hecho de estrecharles las manos, suponía que podríamos estar casi seguros de que una persona que deja la mano fláccida al estrechársela nosotros es un perfecto pusilánime, así que, si lo que estaba buscando era que yo le devolviera el apretón, lo había hecho, desde luego, así que podía sentirse complacido. Complacido tanto por mi respuesta como por su demostración de poder. Ignoro a qué conclusión llegó, y tampoco me importó en aquel momento, reflexiones aparte, pero, por alguna razón, estaba convencido de que en aquel inocente aunque doloroso gesto estaba comprobando si era yo “el indicado”, aunque aún no sabía para qué.
- Me llamo Álvaro, no Igor - le corregí, intentando ganarle terreno.
- Ya hablaremos de eso más tarde. Tenemos mucho de qué hablar. Vamos a casa.
Desde luego, no había sido una réplica muy ortodoxa.
Cuando menos, no muy ortodoxa.
7
LA MANSIÓN


Se podía resumir el breve trayecto hasta la casa en una palabra: niebla. La misma niebla, densa como el merengue, que había salido a recibirme y continuaba cubriéndolo todo, amenazando con tragarse lenta y silenciosamente el mundo real hasta transformarlo en algo ominoso y onírico, bucólico y conífero, como si su denso y gélido cuerpo inerte de vapor de agua tuviera el romántico poder de crear un mundo fantástico, como de cuento de hadas.
Pero eso sería por la mañana. Ahora hacía frío, mucho frío, y sólo deseaba llegar, tomar algo bien caliente y dormir, dormir, dormir.
No cruzamos una sola palabra durante el breve lapso de tiempo que transcurrió entre abandonar la sala de conferencias y llegar a la casa. Hacía tanto frío que sólo de pensarlo te empezaban a doler los ojos y la lengua. Aquel frío no era normal. No era en absoluto normal. ¿Dónde estábamos? O había descendido rápidamente la temperatura, o había sido la droga, la hipnosis, sugestión o lo que diablos fuese, lo que me había hecho soportar, apenas unos minutos antes, la terrible temperatura reinante.
En un par de minutos llegamos hasta una reja de hierro forjado que rodeaba, estaba seguro, aunque no podía ver casi nada, todo el perímetro de una finca cuyos lindes se perdían a escasos metros de donde nos encontrábamos, donde parecía que, literalmente, se clavaban en la niebla, que allí donde se sumergían los barrotes parecía confeccionada a base de extraños e inmensos cojines de plumas imposibles.
Más allá de la verja tampoco se acertaba a ver nada. A. A. - bonita forma de presentarse, pensé - sacó un manojo de llaves enormes de Dios sabría dónde, escogió una y abrió la altísima puerta de hierro, una obra dantesca, gélida y abigarrada cuyo extremo superior también se clavaba en la niebla, que profirió un quejido lastimosamente humano, como si no hubiera sido abierta en mucho tiempo, cosa por otro lado del todo imposible, si él vivía allí. ¿O ésta era solamente la casa de invitados?
- Tengo que mandar que la engrasen - dijo, volviéndose hacia mí. Llevaba la boca tapada con una enorme, peluda y horrible bufanda de cuadros, pero me pareció vislumbrar una maliciosa sonrisa en sus ojos, como si estuviera mintiendo, como si en realidad le agradase escuchar aquella quejumbre imposible -. Adelante.
Un largo pasillo de piedra festoneado a ambos lados por una hirsuta vegetación blanquecina, aunque tal vez fuera por efecto de la niebla, conducía hasta la entrada principal; tres escaleras acababan en un rellano y tras él se erguía una puerta, colosal como la verja de la entrada a la finca, de madera delicadamente bruñida y oscurísima. A ambos lados de sus imponentes marcos se levantaban dos columnas de lo que parecía una especie de extraña piedra grisácea, bastante basta, como si fueran de hormigón armado, tosco y desnudo. No guardaban, ciertamente, mucha consonancia con la puerta que flanqueaban, a no ser, claro está, que estuvieran a medio hacer, en cuyo caso, o bien aquella vivienda era provisional, o nueva, pero, aunque no sabría decir por qué, aún sin ver el interior no me parecía que lo fuera. Más bien, me parecía falsa, como un exagerado montaje, idea demencial, por otro lado, que deseché casi instantáneamente. Tal vez las columnas estaban terminadas, tal vez fuera efecto de la niebla; tal vez eran todo imaginaciones mías, pero desde aquel primer momento supe que algo no encajaba. Los seres humanos deberíamos hacer más caso a esa suerte de sexto sentido cuyos mensajes obviamos a golpe de incredulidad o raciocinio. O ambas cosas.
A. A. alzó la aldaba, una horrible gárgola del tamaño de un pequeño balón, y la dejó caer pesadamente tres veces contra la que suponía gélida chapa metálica, sobre cuya pulida superficie, tras nuestra breve intromisión, apoyaría su deformidad aquel engendro metálico.
Apenas habían transcurrido unos segundos cuando la puerta comenzó a abrirse con una lentitud exasperante. Cuando lo hizo del todo pude comprobar, no sin cierta incredulidad, fascinación y consternación, que allí no había nadie y, para colmo de males, el interior estaba oscuro como la boca de un lobo. In bocca lupo. Crepi lupo se dicen los cantantes líricos entre ellos antes de salir a escena. En aquel momento me sentí como un tenor afónico a punto de abordar el aria de Il trovatore, con todos los famélicos lobos del mundo esperando a verle enfrentado al jamás escrito pero abrazado por la sabia tradición operística do de pecho final e interminable de la pieza.
- Buenas noches, doctor.
La voz venía de abajo. De muy abajo. Sí, allí estaba, de pié - por decir algo -, entre las sombras, una mujer diminuta que parecía tener cientos de años.
El doctor - a golpe de fugaces, variopintos y fortuitos acontecimientos episódicos empezaba a saber algo sobre él - cruzó el umbral y, cuando me disponía a hacer lo propio, la anciana - quiero suponer que fue ella, y no la casa, por poner un ejemplo - me dio con la puerta en las narices. Literalmente. El dolor se acentuó con el frío, como no podía ser menos, por supuesto, y empecé a sangrar copiosamente. Supuse que tampoco había sido para tanto, pero mis narices y yo hacía tiempo que llevábamos una intensa relación de amor, odio y sangre. Yo en invierno las mimaba con las interminables caricias de cientos de miles de pañuelitos de papel; ellas, a cambio, y en pago a mis atentos cuidados, sangraban profusamente al menor contacto con cualquier otra cosa cuya textura no tuviera demasiado que ver con la de los suaves, delicados y aparentemente interminables lienzos desechables.
Otra situación absurda más a añadir a la extensa colección que últimamente me acreditaba más que sobradamente: ¡Damas y caballeros, niños y niñas, ante ustedes una maravilla de la naturaleza: Álvaro Igor Céspedes de Todos los Santos, el ser vivo que lleva acumuladas más situaciones absurdas del mundo!
La niebla amenazaba con arrastrarme para siempre al País de Nunca Jamás. El frío era insoportable. Nadie acudía a abrirme; fui a utilizar la aldaba, pero, por no sé qué extraña razón, me dio miedo hacerlo. Busqué un timbre del todo inexistente, y cuando por fin me había decidido a despertar a la horrible gárgola de su gélido sueño, se abrió la puerta con un leve pero súbito crujido, dándome un susto de muerte.
- ¿Qué haces ahí? Pasa, hombre, con el frío que hace...
Muy gracioso, sí señor, para desternillarse de risa.
Entré y la puerta, esta vez sin que nadie la ayudara a hacerlo, se cerró detrás de mí, dando un sonoro portazo, y a mí un nuevo susto casi fatal. Mi corazón galopaba. En el recibidor todo era oscuridad, salvo por el lejano resplandor de unos candelabros invisibles, que debían estar bastante lejos de donde nos encontrábamos, detrás de lo que desde mi posición parecían unas escaleras que comunicaban con el piso superior. En el interior de la casa haría una veintena de más que agradables grados centígrados, lo cual suponía un gran contraste con el exterior. El efecto de la droga, si es que alguna vez había estado drogado, se había desvanecido por completo. O eso sentía, al menos. Tal vez por efecto de la agradable temperatura, simplemente. Me quité el gabán nada más entrar (nunca he podido soportar estar completamente vestido en lugares cálidos en general y en interiores cálidos en particular, a diferencia de quienes, sin sudar lo más mínimo, no tienen ninguna dificultad en llevar puesto un traje, con la corbata bien anudada, por supuesto, mientras los demás mortales nos morimos de calor enfundados en una camiseta y unos bermudas), al tiempo que intentaba seguir a duras penas la sombra de mi supuesto tío. No había dado tres pasos cuando, entre las sombras, surgió el ama de llaves (supuse inmediatamente que lo sería, por la edad imposible y el trato dispensado al “doctor“, y no su esposa), quien me arrebató la prenda como si fuera suya y yo se la hubiera robado. Literalmente, me lo arrancó de las manos. Tenía una fuerza inusitada aquel retaco inverosímil. Tras darme aquel nuevo susto terrible, avanzó delante de mí. No podía ver prácticamente nada, pero opté por seguir de cerca la figura de la dama, y gracias a Dios que lo hice, ya que, de haber continuado en línea recta, me habría tropezado con los primeros peldaños de una escalera, que, supuse, conducía al piso de arriba, con cuya barandilla, no obstante, tropezaron mis costillas flotantes del lado derecho, provocándome un súbito dolor punzante que me cogió todo el costado. ¿A santo de qué no había luz en aquella casa? Supuse que se trataría de un apagón. De una avería del todo inoportuna, por cierto.
Demasiadas suposiciones.
Demasiadas.
Cuando uno desconoce parte del sentido de su existencia sólo puede limitarse a suponer.
Parte, o todo, en fin.
A medida que avanzábamos por el pasillo y nos acercábamos a los candelabros cuyas larguísimas velas sostenían unas débiles llamas que crepitaban en una danza hipnótica, cadenciosa, pude apreciar, paulatinamente, su grotesca silueta. Mediría no más de un metro diez, aunque su cuerpo, si bien algo encorvado, no era en modo alguno desproporcionado. Era una suerte de extraña mujer pequeña, como un experimento de escaso presupuesto. La idea me hizo sonreír, aunque algo me decía que no había nada sobre lo cual hacer ningún chiste. No precisamente. Cuando llegamos a la altura de los feísimos candelabros de hierro forjado que parecía envejecido, aunque tal vez fueran realmente tan antiguos como parecían, pude corroborar mi primera y dudosa impresión que su extrema delgadez me había causado, acentuada aún más por el contraste con la oronda figura del tal A. A. Calculé, a groso modo, que pesaría unos treinta quilos, o poco más. Vestía de negro de la cabeza a los pies, y, pese a la agradable temperatura, llevaba puesta una chaquetilla minúscula, también negra, que apenas si le cubría los escuálidos hombros. Unas horripilantes y pesadísimas gafas de culo de garrafón, amén de un moño enorme, le ponían el broche a una de las visiones más pintorescas - por decir algo - con las que tendría ocasión de toparme en toda mi vida. Y eso que después vi muchas cosas, cuando menos, pintorescas, pero aquélla se llevaba la palma. Lo mejor de todo, con abrumadora diferencia, era el moño, un moño absolutamente desproporcionado en el que supuse se recogería cada día un pelo grisáceo y grasiento que, suelto, le llegaría a los pies. ¡Dios mío, qué pies! Tenía unos pies como los míos, un número 41 por lo menos, unos pies absolutamente desproporcionados, como el moño, tal vez más, unos pies de big-foot embutidos en unas terribles zapatillas de fieltro, por supuesto, de cuadros. La secretaria ideal, vamos, una auténtica belleza natural.
- Igor, quiero presentarte a Sonia, el ama de llaves.
- El desayuno a las ocho en punto, no hay una hora fija para la comida porque el doctor casi siempre come fuera, a saber lo que comerá por ahí, y la cena a las nueve en punto.
- Encantado - dije, escueto y forzadísimo comentario que intenté acompañar con una del todo estúpida sonrisa aún más forzada que el sonsonete. Su voz, si bien monótona, átona y monódica, un derroche expresivo, en fin, y aunque hacía eco de su supuesta edad milenaria, no era del todo desagradable. Era, en cierto modo... diferente. No podía estar completamente seguro, porque aún junto a los candelabros la crepitante luz producía un efecto perversamente difuso y los cristales de sus gafas enturbiaban sus ojos hasta hacerlos prácticamente irreconocibles, pero hubiera jurado que lo había recitado sin mirarme. Acto seguido había echado a andar y se había perdido de nuevo entre las sombras del pasillo con mi gabán.
- Encantadora, ¿verdad? Te sorprendería saber lo eficiente que es. Es la única que me soporta. En fin, vayamos a la cocina, querrás cenar algo.
- Sí, pero, sobre todo, tengo algunas preguntas que...
- Ahora, Igor, ahora, sígueme.
- Me llamo Álvaro, no Igor.
Curiosamente, no me respondió.
Recorrimos los metros que restaban del ancho pasillo y dejamos atrás dos puertas cerradas, ambas a nuestra derecha. Al final del corredor, de paredes granates y acolchadas en formas romboidales, sumido en la semipenumbra concedida por el único par de candelabros que parecía haber en toda la planta baja, llegamos a una puerta que se abría a la izquierda. Era la cocina.
Se trataba de una estancia amplia y sombría, débilmente iluminada por algunas velas dispersas. Parecía muy funcional: una mesa, tres sillas, una vieja cocina de butano, un descomunal frigorífico y un par de armarios metálicos, escueto mobiliario para una superficie de casi treinta metros cuadrados. Todos aquellos elementos parecían flotar en medio de aquella inmensidad sumida en las sombras.
Sobre la mesa había un plato hondo desde cuyo interior humeaba algo acuoso que, ciertamente, olía muy bien, aunque no pude descifrar a qué, exactamente.
- ¿Tú no cenas? - pregunté sin rodeos, sentándome a la mesa y presuponiendo (el hambre que tenía lo presupuso por mí) que aquel caldo era para mí.
- ¿Sabes qué hora es? - me preguntó, sonriendo afablemente.
No, no lo sabía.
- La hora de las brujas, medianoche, y aquí la cena es siempre a las...
- Ya, a las nueve en punto. - No me había gustado cómo había dicho “la hora de las brujas”, ni cómo me había mirado al decirlo, o cómo habían brillado sus ojos, a la tenue y resbaladiza luz de las velas, pero supuse que sería por efecto del cansancio -. Primera pregunta - le espeté, sin más, y sin dejar de comer (el caldo estaba delicioso) -: ¿Quién eres? Y, segunda: ¿dónde estoy y qué hago yo aquí? No, un momento, tercera: ¿por qué me llamas Igor?
Se me quedó mirando, podía notarlo aunque no lo estuviera mirando yo a él. Al de un rato que se me antojó eterno cogió una silla, se sentó a mi lado y dijo:
- Tal vez sea mejor que descanses. Has hecho un largo viaje, y mañana será un día aún más largo. El primer día del resto de tu nueva vida, en realidad. ¿Podrás esperar hasta mañana para que responda a tus preguntas?
- No - dije, sin dejar de comer. Realmente, lo necesitaba; más que saber, más que respirar, más que el agua que no pedí y sin embargo necesitaría sólo un poco después.
- Bien, puesto que así lo quieres... te contestaré a las preguntas impares. Soy tu tío, Arturo Alberto de Laurentis, Doctor en Biología, Derecho Canónico, Teología e Historia Antigua, Conde de Windsor y hermano de tu padre.
- ¿De mi padre? Nunca me dijo que tuviera un hermano. Y no os parecéis en nada.
- Eso responde en parte a tu tercera pregunta: tus padres murieron al poco tiempo de que tú nacieras.
Solté la cuchara encima de lo poco que quedaba de sopa, salpicando el mantel alrededor del plato, y la última cucharada se me atascó en la garganta. Empecé a toser. La tos venía de muy lejos, como si no fuera yo quien acabara de recibir aquella noticia terrible. La voz de mi tío, que, por cierto, no había experimentado ningún cambio, al menos algo que yo hubiera podido percibir, al sacudirme aquella tremenda bofetada, también me llegó de lejos, como si aquella situación se tratara de un ominoso sueño imposible.
- ¡Sonia, Sonia, traiga un poco de agua, por favor! - dijo, mientras me golpeaba salvajemente en la espalda.
Apareció la interpelada, me dio el agua y, cuando pude, medio tosí:
- ¿Qué? - no podía creerlo; algo dentro de mí pugnaba por revelarse ante lo evidente. Mis ojos eran sus ojos. No los de ninguno de quienes yo había considerado mis padres toda mi vida, sino los del retrovisor. Y los del hombre que tenía enfrente de mí, sumido en la penumbra de una cocina imposible.
- Tus padres, tus verdaderos padres, murieron, y yo era tu único pariente, así que solicité tu custodia. Hace ahora dieciséis años, cuatro meses y quince días, para ser exactos. Me la denegaron.
En este último comentario, curiosamente, había puesto más énfasis que al soltarme a bocajarro la increíble noticia de la muerte de mis padres.
Curiosamente.
Decenas de preguntas se agolpaban en mi cabeza, ahogándose, matándose entre ellas, y pugnaban por salir, aunque sólo fuera por respirar aire puro, aunque se quedaran sin respuesta, o no la tuvieran, en realidad.
- ¿Cómo murieron... quiénes... con quién he vivido todos estos años?
Me resultaba evidente. Sus ojos eran los míos. La apreciación era extensible al retrovisor. ¿Hermanos? ¿Otro tío, entonces? ¿Mi padre? ¿Mi padre muerto? De pronto sentí que mi vida realmente estaba a punto de comenzar, y que la vida que había tenido hasta entonces había sido un préstamo, una burla grotesca, y macabra, además, porque ellos, quienes hubieran sido, no me habían querido en absoluto, como si se hubieran hartado de mí demasiado pronto, o como si misteriosamente, Dios sabría cómo o quién, o quiénes, y por qué, les hubieran impuesto a la fuerza la despreciable carga de mi custodia. Tal vez quise que fuera cierto; tal vez deseé, desde lo más profundo de mi ser, que todo fuera cierto y que mis verdaderos padres hubieran muerto antes de que hubiera podido llegar a conocerlos, y que aquellos otros, aquellos seres distantes y despreciables con los que había vivido... pasado toda mi vida, hasta entonces, fueran en realidad unos usurpadores, unos ladrones de sueños, unos demonios crueles disfrazados de indiferencia, unos mequetrefes de tres al cuarto asalariados por un tercer demonio, infinitamente sutil y despiadado.
- Tus padres perdieron la vida en un terrible accidente, una tragedia de la que se habló durante años, en todo el mundo. Guardo esto desde entonces.
Abrió el único cajón de la mesa y extrajo de su interior una hoja de periódico. Estaba plastificada.
¿Guardaba la noticia de la muerte de mis padres en el cajón de la cocina, o sabía de algún modo que yo iba a hacerle esa misma noche ciertas incómodas preguntas, y lo tenía todo preparado de antemano?
Como es obvio, no se lo pregunté, y, por otro lado, dejó de interesarme casi inmediatamente, en cuanto leí aquel recorte, el recorte que cambiaría mi vida para siempre.

25 de agosto de 1990 El Independiente
Internacional
Más de mil muertos en el accidente aéreo más importante del siglo XX
(Agencia N.A.F.)
Asciende a más de mil el número de personas que perdieron la vida en el accidente que ha sido considerado oficialmente como la tragedia aérea más grande del siglo XX. Las últimas investigaciones, basadas en el análisis de los datos contenidos en la caja negra, corroboran las primeras suposiciones, basadas en la hipótesis de que el piloto no pudo controlar el aparato, perdió altura y éste, un Boeing 747 de la compañía Wry-Wall, con 256 pasajeros a bordo, se precipitó sobre el kilómetro 233 de la carretera estatal de Alabama, arrastrando a su paso los cientos de vehículos que se hallaban detenidos, debido al colapso provocado por la vuelta de las vacaciones de numerosas familias americanas y turistas de todo el mundo.
Se ha confirmado el fallecimiento, en el siniestro, del eminente profesor Amadeo Rubens y de su esposa, así como la desaparición de sus últimos trabajos sobre Neurocirugía. Tras la confirmación oficial de su desaparición, fuentes allegadas al científico coincidían en asegurar que “su pérdida es absolutamente irreparable para todos nosotros e indiscutiblemente para toda la comunidad científica.”
El profesor Rubens estaba trabajando sobre la posibilidad de realizar exploraciones, diagnósticos e intervenciones neurológicas a nivel subatómico, y por sus logros anteriores ya había sido considerado como el científico vivo más importante del mundo. Había sido propuesto para recibir el Premio Nobel, noticia que aún no le había sido comunicada.

Levanté los ojos del artículo. Bañados en lágrimas, preguntaron en silencio si él era mi padre.
Mi tío asintió. Y seguí leyendo.

Junto con cientos de personas que afortunadamente pudieron escapar de la tragedia, su único hijo, de tres meses, Igor Rubens, y su niñera, Clara Stevens, quien viajaba con ellos en el asiento de atrás, resultaron ilesos del accidente.
Declaraciones de ésta a nuestro periódico han confirmado el absoluto respeto que el doctor Rubens mostraba por su trabajo y la vida de su familia.
“- Oímos un estruendo ensordecedor y el doctor vio algo por el retrovisor. Nos dijo que saliéramos inmediatamente del coche y a mí me dijo que cogiera a Igor, que nos alejáramos de allí, que bajáramos al río. Yo lo hice, pero la doctora se quedó en el coche; tal vez no podía salir, no lo sé. Me volví y vi cómo el doctor salía del coche, abría el maletero y sacaba de él el ordenador portátil donde había estado trabajando todo el verano. Después vi una enorme bola de fuego, el avión en llamas, acercándose. Fue espantoso. Vi cómo trataba de ayudar a abrir la puerta de su esposa, y entonces el avión se les vino encima. Fue horrible.”

No pude seguir leyendo. Mi mente traducía en imágenes el terrible episodio, y no pude contener las lágrimas. Mi padre había sido un eminente científico, un hombre capaz de cambiar el rumbo del universo, tal vez, y yo había pasado toda mi vida en un hogar que no me pertenecía, que no me pertenecía en absoluto. Mentiras, mentiras, mentiras, ¡mentiras!
- Yo por aquel entonces estaba muy ocupado, pero te dejaron a mi cuidado cuando apenas tenías tres meses, poco después del accidente. Yo no sabía ni podía cuidarte, así que contraté a Sonia; sí, ella te cuidó, durante un tiempo, sólo unos meses. Te quería con locura, pero alguien hizo la observación de que no éramos una familia; yo pasaba demasiado tiempo fuera de casa, y Sonia no era más que una empleada de hogar encariñada de un niño que tal vez por desavenencias con el excéntrico y voluble doctor Frankenstein tendría que dejar en cualquier momento. El caso salió a la luz, había muchos intereses creados, mucha gente importante quería hacerse cargo de la educación del hijo del eminente profesor, hubo un complot, y, antes de que me diera cuenta, el juez había dictado una orden para que fueras conducido a lo que se calificó como un “verdadero hogar”.
Introdujo su mano en el bolsillo interior de la chaqueta; cuando la sacó, me estaba mostrando, dando, para mí, para siempre, lo supe, no sé cómo, pero lo supe, una fotografía de mis padres.
La miré por un instante, y no pude ver nada en absoluto hasta que volví a la realidad.
Y entonces empecé a ver cosas.
Él era como mi tío, grande, fuerte, como siempre lo había imaginado, y ella era menuda, no tanto como Sonia, más normal, pero por un estilo. Formaban una pareja terrible. Y terriblemente hermosa, porque eran mis padres.
Todo encajaba. Yo había vivido una vida que no me correspondía. Y ahora todo volvía a su cauce. Todo estaba como debía estar. Empezaba a entender el dolor. Y la soledad. Y mi amor por el silencio.
- Ellos viajaban mucho, por aquel entonces vendían lencería fina, marcas prestigiosas, organizaban desfiles, nunca estaban en casa, te dejaban al cuidado de la chica de turno, pero eran un matrimonio importante y respetable, así son las cosas, y yo era un hombre soltero con fama de loco extravagante que sólo leía, escribía y se acercaba a la facultad de vez en cuando para poner en algún aprieto al asistente de turno.
Hizo una breve pausa y me miró directamente a los ojos.
Hay algo más, pensé, eso no eso todo, ¿verdad?, aún hay algo más, algo que va a dolerme.
- Continúa, por favor - prácticamente le imploré.
- Hubo una tormenta, inesperada, granizo en julio, niebla repentina. Una veintena de camiones yacían amontonados en la carretera. A tu padre... a tu padre adoptivo, quiero decir, le gustaba correr... A ambos les encantaba la velocidad, todo el mundo lo sabía... en fin, no pudo hacer nada. Ambos murieron, y perdóname por la expresión, rodeados de bragas y de sostenes.
- ¿Entonces...?
- Ambos murieron en aquel accidente. Tú aún no habías cumplido un año.
Eso ya era demasiado. Había sentido profundamente la muerte de mis verdaderos padres, aunque no podía recordarlos, y ahora algo dentro de mí se inclinaba a afligirse hasta el desaliento por la muerte de unos desconocidos que me habían adoptado por unos meses y luego habían optado por correr.
- ¿Que le gustaba correr? ¿Dices que le gustaba correr? - grité -. ¿Tenían un bebé de meses y le gustaba correr? - las lágrimas pugnaban por aflorar a mis ojos una y otra vez, mientras yo me forzaba a retenerlas, como si se me fuera con ellas la fuerza vital -. ¡Les odio! ¡Me dejaron solo! - estallé. No sabía a ciencia cierta si estaba hablando de mis verdaderos padres o de los postizos, o de ambos, o de ninguno, de mí mismo, del mundo, o de la miserable condición humana -. ¿Entonces...?
Él guardó silencio, un silencio grave y profundo que llegué a agradecer en mi fuero interno, e hizo algo ciertamente inesperado: me puso una mano sobre los hombros, que subían y bajaban incontroladamente, en una suerte de hipidos que, en otras circunstancias, habrían resultado, cuando menos, cómicos. La apartó suavemente y comenzó a hablar.
- Entonces quise hacerme cargo de ti, pero el juez volvió a considerar que yo no tenía tiempo, que vivía solo, que Sonia, a pesar de que ya llevaba conmigo un año, era alguien eventual... Eventual, ¿puedes creerlo? Lleva conmigo toda la vida. Toda tu vida, en realidad, la contraté por ti. Toda una vida. - Esto último lo había dicho con la mirada perdida en el infinito, como si pudiera recordar en imágenes vívidas esa vida -. En fin, volvieron a adoptarte. Estaba todo previsto; eran el matrimonio perfecto: jóvenes, ricos, ambos procedían de familias importantes... de familias que alardearon largo tiempo de que eras el hijo del profesor Amadeo Rubens. Normalmente esas cosas no se saben, pero cuando hay dinero de por medio, dinero y poder, todo llega a saberse, y a controlarse.
- Pero yo jamás supe... ellos no me dijeron nunca...
- Tú eras irascible, en el parvulario te mostrabas esquivo, no hacías las fichas, ni caso a tus profesoras - esto último lo añadió con una sonrisa -. Hablabas todo el rato en extrañas lenguas que tú mismo inventabas, y hablabas solo, porque ningún otro niño alcanzaba a asomarse a tu mundo, y mucho menos ningún adulto. Llegaron a considerar que no tenías nada de tu padre, y dejaron de mostrar interés hacia ti, pero se equivocaban; dentro de ti habitaba un genio, un ser genial que hará de ti alguien de vital importancia para el mundo. - Hizo una breve pausa, y sus ojos brillaban cuando dijo -: Sí, absolutamente.
La apreciación y la expresión de sus ojos al hacerla me habían dejado perplejo, pero cambié de tercio, yo no me consideraba ningún genio, ni recordaba en modo alguno mi infancia, así que opté por cortar por lo sano, me aferré a la ironía más descarnada y dije:
- Así que, una vez más, acabé en el hogar ideal. ¿Fue éste mi definitivo hogar?
Formulé la pregunta con auténtica desesperación. Sentía que había estado dando bandazos y asesinando, de algún modo imposible, a todos mis padres, reales y postizos, eso era lo de menos, durante toda mi vida. O al menos durante una infancia extraña que no lograba recordar. La infancia terrible de un demonio que se hacía despreciar irremisiblemente, una y otra vez.
- Sí. Tus padres se instalaron en Sopelana, y poco después se mudaron a Orense...
- Sé dónde he estado viviendo todos estos años.
Y, sin hacer caso de mis palabras, continuó:
- Y, sí, sé que no lo ha sido; el hogar ideal, me refiero. Siempre quise recuperarte, te convertiste en una obsesión, te vigilaba... Edmundo estuvo contigo el verano pasado, en el campamento, en San Pantaleón de Losa. Por él supe que habías empezado a inventar lenguas, a aislarte nuevamente del mundo, y que escribías, que escribías y leías a todas horas, como tu padre. Y como yo.
- No puedo creerlo. ¿Quién es Edmundo? - dije de pronto, sin pensar, sin relacionarlo aún con el taxista chiflado que me había llevado hasta allí.
- A su debido tiempo. Anda, deja la sopa, ya está fría. En la nevera hay algo de jamón. Si quieres, Sonia puede prepararte un bocadillo.
- Lo cierto es que se me ha quitado el apetito. Prefiero descansar.
- Sea, pues - dijo de pronto, como si nos hubiéramos trasladado a otra época, y en cierto modo lo parecía, porque las velas conferían a la estancia un aspecto de irrealidad anacrónica, como si algo, aunque tal vez fuera yo, o la condición humana allí presente, no encajara entre aquellas paredes débilmente iluminadas.
Nos levantamos a la vez prácticamente y, apenas hubimos salido de la cocina y penetrado en las sombras del corredor con la intención de desandar lo andado y dirigirnos hacia las escaleras que conducían al piso de arriba, donde supuse estarían los dormitorios, y, por ende, a no ser que hubieran habilitado una suerte de lúgubre y más que probable granero para los efectos, el mío, me dijo, tal vez debido a mi cansancio, como en medio de un sueño:
- Me alegro de que estés aquí.
Si había pretendido que respondiera algo, fuera lo que fuese, se llevó un chasco terrible, porque opté, o algo tal vez imaginario que habitara en mi interior lo hizo por mí, por responderle abriendo los ojos de par en par, gesto que, además de ambiguo, incluso para mí, se mostró tan mudo como mi voz, inmersos en la impenetrable oscuridad que atravesábamos.
Él, mi alma y yo.














8
HABITACIONES


El piso superior estaba tan débilmente iluminado como el inferior, y consistía aparentemente en un largo pasillo con puertas a los lados, dispuestas al modo del cuerpo espinoso de una rosa. Tal vez fuera porque mis ojos ya se habían acostumbrado a la luz mortecina, pero ya desde el principio del pasillo, donde nos encontrábamos en aquel preciso instante, pude distinguir seis puertas.
Antes de subir, sumidos en la penumbra de la suerte de recibidor inexistente, mi anfitrión me había explicado que se había producido un corte en el suministro y, seguidamente, y sin darle mayor importancia, que la puerta que habíamos dejado a la izquierda, según volvíamos hacia las escaleras, era la de su despacho, que me mostraría al día siguiente, que éste se unía a una especie de salón biblioteca, pero que era la pequeña puerta verde escondida bajo las escaleras, en el centro del pasillo, la que guardaba tan celosa como humildemente su tesoro: una enorme biblioteca en el sótano de la casa, que también visitaríamos al día siguiente.
El día siguiente iba a resultar a todas luces agotador, y con un poco de suerte tal vez incluso tan revelador como este glorioso día; aunque, eso sí, por Dios, mejorando lo presente. ¿Podía bromear en aquellos momentos? Tal vez fuera que debía, que necesitaba hacerlo.
Me encantaban los libros, su olor, su forma, su peso, el aire que se levanta al pasar sus páginas de cierta manera, pero la imagen de verme rodeado de tal vez millares de volúmenes de todas las formas y tamaños inimaginables se fundía en otra imagen aún más fuerte que aquélla, y la eclipsaba por completo. Una luz, un destello, un fogonazo. Y después la nada. Fría, oscura, como la muerte de todos los siglos.
Pese a mi negativa, motivada por un conformismo que emanaba de mi agotamiento físico, mental y espiritual, insistió en enseñarme las cuatro que estaban libres, para que eligiera una. Todas eran iguales: desnudas e inmensas, iluminadas por velas, como si estuviera previsto que yo llegara aquella noche, o tal vez las había encendido Sonia, mientras cenaba y mi vida dejaba de serlo para convertirse en otra cosa.
En cada una de ellas había una cama, una silla, un galán, un armario ropero, una ventana y una cómoda antigua, a juego de todo lo demás, con espejo. El único detalle que variaba de una a otra eran los cuadros que pendían sobre las cabeceras de hierro forjado de las camas que, dicho sea de paso, eran bastante horribles. Me explicó que la habitación de Sonia era la segunda de la izquierda y que la suya era la primera de la derecha. Elegí la tercera de la izquierda. Era la única que tenía, en vez de un terrible cuadro de saldo, un crucifijo de madera, hermosa y sabiamente tallado, sobre el pavoroso cabecero de forja azul cobalto.
- ¿Quién lo hizo? - Era obvio que se trataba de una obra única, artesanal.
- Yo - dijo él, alzando la vista hacia la cruz y sonriendo -. Hace muchos años.
La súplica en el aire, la súplica por el mundo, por el destino último de sus propios verdugos; la agonía más lacerante y la paz interior más profunda, la serenidad absoluta y el llanto tal vez eterno de una tierra que agoniza; la confianza en Dios y la certeza absoluta de que, al final, todo iría bien, para todos, sin distinción. Todo eso se reflejaba en los ojos de la diminuta figura del Cristo.
- Me quedo en ésta.
- Bien. Mañana...
- Ya lo sé, el desayuno a las ocho en punto.
- Sonia vendrá a despertarte a las siete. Si no quieres que entre y te abra la ventana de par en par, y no te lo aconsejo, porque a esas horas aquí hace un frío de muerte, cierra con llave. Está puesta en la cerradura, por dentro.
- De acuerdo.
- Hasta mañana, entonces.
- Sí, hasta mañana... tío.
Me sonrió. Me había costado pronunciar aquella palabra. Y no porque él fuera mi tío, mi único pariente vivo en el mundo, sino porque era la primera persona que me había hablado con la sinceridad suficiente como para que mi vida dejara de serlo para convertirse en una patraña.
Los ojos se me llenaron de lágrimas y todo se volvió borroso, gris, como la cocina, como la casa; como la niebla. Como la vida. Al menos, como la vida de quien no ha existido nunca.
Él se acercó a mí y me abrazó. Fue un abrazo necesario, primario, vital, como respirar. Apenas hubo pasado aquel instante nos separamos y de mis labios brotaron dos palabras. Yo no quise decir nada en aquel momento, pero, aún así, surgieron a la penumbra:
- Estoy solo.
- Todos lo estamos, Igor, todos lo estamos.
Le miré a los ojos y vi en ellos consuelo, amor, tal vez, y volví a abrazarlo. Él de nuevo me devolvió el abrazo y literalmente me sepultó entre sus brazos de oso greezlle. Cuando nos separamos, él también lloraba. Quiso disimularlo, pero no lo consiguió. Había mantenido la entereza hasta aquel instante, pero se había derrumbado, al cabo. Entendí entonces que también habría resultado doloroso para él tener que hacerme aquellas revelaciones, pero todo había sido absolutamente necesario, en pro de la confianza.
La vida es un edificio extraño, cuyos pilares, aparentemente sólidos, no son más que una suerte de biológicos alambres asustadizos expertos en el arte del camuflaje que habitan en un universo que no les corresponde en absoluto.
- No, no estás solo - dijo, recuperando en parte la entereza que había demostrado hasta aquel abrupto instante -. Has vuelto a casa.
Eso era suficiente.
Para la primera noche, era más que suficiente.
















9
PESADILLAS Y PERIPLOS NOCTURNOS


Cerré con llave, me desnudé, apagué las velas y me tendí en la cama. Estaba agotado. No podía siquiera pensar en mis padres, ni en unos ni en otros, ni en los reales ni en los sucesivos. Era como si algo denso y pegajoso se los hubiera llevado a todos a su hediondo cubil para siempre. Los odiaba. A aquellos con quienes había convivido durante toda mi vida, porque me habían adoptado para abandonarme cuando había dejado de hacerles gracia, a los anteriores a éstos porque les gustaba correr, y a mis verdaderos padres... por su amor al trabajo, por su torpeza, por haberme dejado en manos de unos perfectos miserables.
No sentía dolor, ni pena, sólo rabia, rabia por las mentiras, por el profundo engaño que supone no saber quién eres en realidad. Quién era yo realmente fue seguramente el último pensamiento que cruzó por mi mente antes de quedarme profundamente dormido.
Y antes de empezar a soñar.

Me desperté de pronto, sobresaltado por el fragor de las amenazadoras olas rompientes. Estaba desnudo, empapado y muerto de frío, agazapado en una pequeña cueva natural abierta en un entrante de mar. Fuera llovía a cántaros, y yo estaba solo, muerto de miedo y desamparado.
Mi barco, mi hermoso barco velero, acababa de naufragar. Todos los demás tripulantes estaban muertos. O tal vez navegaba solo. Mi velero era lo único que tenía en la vida, y una ola gigantesca me lo había arrebatado, engulléndolo para siempre, y escupiéndome a mí entre sus pequeñas bastardas, olas punzantes e imposibles anegadas de peces viscosos, febriles y enloquecidos, para que unos y otras me engulleran; pero, en vez de eso, y después de morderme por todo el cuerpo, me habían expulsado de sus dominios, en una suerte de pavoroso y miserable destierro que me había llevado hasta donde ahora me encontraba.
Yo dormía en mi camarote, soñaba con un mar en calma que enloquecía sin motivo, destrozaba mi precioso velero y me tragaba, y de pronto había despertado en ese mismo mar, un mar desquiciado que pugnaba por ahogarme a toda costa.
Los enfurecidos peces imposibles que me habían rodeado por todas partes habían tirado de mis ropas hasta arrancármelas. Sangraba por los brazos y las piernas. Las heridas me escocían, pero aún peor que eso era la incertidumbre.
De pronto sentí que no estaba solo. Me volví y lo vi. En un primer momento no era más que un tenue resplandor rojizo al fondo de la caverna, pero se arrastraba hacia mí, y casi inmediatamente se mostró con claridad.
Era obeso y su piel, a la luz de la luna, era roja, viscosa y brillante. No podía estar seguro de si flotaba o de si se arrastraba, tal vez hacía ambas cosas. Unos pequeños cuernos levemente curvos le salían de la cabeza. Su aspecto podía resultar pavoroso, pero, no sé por qué, me dio lástima. Tal vez fuera porque me miraba desde unos ojos negros, insondables, cargados de una tristeza aún más profunda, tal vez...
Aaa... cu... meee...
Le entiendo. Puedo entender lo que dice. Es una lengua antigua que recuerdo remotamente. Una lengua que yo inventé hace muchos siglos. ¿Cómo puede ser?
Qué soy
Soy el ser humano más desgraciado del mundo
¿Podrá entender lo que digo? Ya no recuerdo aquel idioma como para volver a hablarlo. ¿Ha pasado tanto tiempo?
... undooo...
Tal vez no pueda entenderme, pero creo que recuerda mi idioma. ¿Por qué pienso eso? ¿Lo recuerda? ¿Lo habló hace tiempo?
¿Entiendes mi idioma?
... diooomaaa...
Sí, idioma, lengua. ¿Quién eres tú?
E... res... tuuu...
Yo soy... Álvaro... bueno, Igor. No lo sé. No tengo padres
Eso parece enfurecerle.
¡Padreeee! ¡No, no paaadrreee! ¡Mirr... aaaa... meeeee!
¿Qué te hicieron tus padres? ¿Quiénes son tus padres?
¡Noooo, padddrrreee nooooo!
¿Vives aquí... solo?
Solo
Lo ha dicho con claridad. Es un concepto que tiene muy presente. Tal vez sea el único.
¿Desde... siempre?
No contesta. ¿Conocerá el concepto “siempre”?
¿Nunca has tenido un amigo?
Aaaa... mi... go?
Una suerte de intento de inflexión interrogativa hacia el final de la frase, como queriendo imitarme.
Podemos ser amigos. Tal vez no pueda irme de aquí en mucho tiempo; y cuando pase un barco por aquí cerca, podemos irnos los dos juntos.
El escenario cambia. Es la misma cueva, pero algo es diferente. El mar sigue bramando en el exterior de la caverna, pero, no obstante, de pronto todo es diferente.
¿Estoy soñando? Recuerdo vagamente que he realizado un largo viaje, y, exhausto, me he quedado dormido. Estoy soñando, estoy seguro de que el largo viaje no ha sido en barco, precisamente, pero así es a este lado.
Un destello súbito y cegador me hace ver la escena desde otra perspectiva, como si fuera un espectador, dentro de mi vivencia onírica.
Me sitúo un poco más lejos de la escena, y observo.
Ahí estoy, empapado, hablando con un demonio obeso y estúpido.

¿Intentaba salvar mi vida? ¿Me apetecía realmente su compañía? ¿Tenía alguna otra opción?
- Paaadrrreeeeaamiiigooo...
- ¿Y después te hizo algo... algo malo? - le preguntó mi yo onírico. ¿A qué se refería ese patán? Yo no le habría preguntado nada de eso, sino, más bien, si sabía algún modo de salir de aquella patética isla, por poner un ejemplo.
- Esssss... toooo...
Y mostró sus enormes manos de cuatro dedos a mi clon onírico. Las manos eran grotescas, pero normales, así que supuse que se refería a la patética resulta de su aspecto global.

Vuelvo a mi cuerpo. Soy el clon onírico de nuevo. Esto se acaba.
Paaa... dreee... noooo...
¿Dónde estás?
Quiero haber dicho “dónde estamos”, pero - tal vez sea un lapsus - me sale eso.
Aaaa... baaaa... joooo...
Avanza hacia mí. Intenta tocarme. Sus manos regordetas se transforman en garras y de sus nuevos dedos salen una suerte de uñas largas, poderosas y retráctiles, que entran y salen una y otra vez, haciéndole sangrar. Emana de sus dedos un líquido nauseabundo que, al tenue resplandor de las fluorescencias de la roca se me antoja de color verde, o pardusco, tal vez.
Las uñas imposibles emiten chasquidos imposibles al sajar su carne.
Aaaa... miii... goooo...
Otro flash. Estoy un poco más atrás, un poco más fuera de su alcance.
Todo vuelve a cambiar.
Sutilmente.

A mí eso último me había sonado como: “Cooo... miii... daaaa...”. Tal vez su idea de la amistad consistiera en comerme e incorporarme a su monstruoso cuerpo. ¿Por qué no? Seguía avanzando hacia mí, obligándome a retroceder y, si continuaba así, a salir a la intemperie. Cuando estaba a punto de cortarme la cara sentí una fortísima bofetada donde debía haber un corte superficial, y me desperté.

Estaba desnudo, sobre las sábanas, y sudaba a mares. Una negrura inexpugnable que se me antojó de pronto muy incómoda me rodeaba. ¿Cómo podía hacer tanto calor? Topé con un cordón, tiré de él y encendí la tenue luz de la mesilla. La pequeña lámpara que hasta ese momento me había pasado inadvertida no estaba enchufada a la pared. Gracias a Dios, funcionaba a pilas. Genial. La manta y la sobrecama estaban en el suelo. Estaba completamente desvelado. Me levanté y comprobé la temperatura del radiador. ¡Estaba frío! ¿Cómo podía ser? ¿De dónde venía aquel calor tan insoportable? No recordaba haberme desnudado completamente, pero sí que había dejado mi reloj de pulsera en la mesilla, junto a la cama. También estaba en el suelo. Lo recogí y miré la hora. Había dormido un par de horas, solamente. El calor era asfixiante. ¿Dónde estaban los servicios? Necesitaba refrescarme. Casi tanto como respirar aire auténtico. Necesitaba salir de aquel horno con aspecto de inocente cuarto de huéspedes, o lo que diablos fuera.
¡Mierda!, ¿dónde estaban los puñeteros servicios? ¿Cómo es que no podía recordarlo? Era una buena pregunta, las dos, de hecho, para hacérselas uno mismo a las dos y pico de la madrugada, en la habitación de una casa extraña. ¡Qué diablos!, todas mis casas habían sido extrañas. Si había vuelto al hogar, definitivamente, no era un buen comienzo.
No había llegado a ser una pesadilla en toda regla, como tampoco había sido un sueño húmedo, aunque había tenido un poco de todo. Agua y uñas sangrantes, quiero decir.
No podía recordar dónde diablos estaban los servicios, pero no podía más, así que giré la llave, abrí la puerta de mi habitación y salí al pasillo. La puerta de la habitación de mi tío estaba abierta. No quise despertarlo, así que cerré suavemente tras de mí. La débil luz de la extraña - y práctica - lámpara de mesa a pilas se desvaneció completamente. Avancé a tientas hacia mi izquierda.
Di unos diez pasos, con la intención de encontrar un interruptor, y con la esperanza de que hubiese vuelto la luz. Imposible. No debía haberme separado tanto de mi habitación. ¿Dónde cojones estaba? Ahí no había nada. Volví sobre mis pasos, palpando la pared. Rocé una manilla y la presioné hacia abajo. ¡No se abría! ¿Me habría pasado de largo? Entonces sería la habitación de Sonia, aunque también era posible que se hubiese atascado. Hice más fuerza. Creí oír un gemido en el interior. Solté la manilla como si quemara, giré en redondo, y, sin separarme de la pared, avancé hacia mi habitación. Cuando llegué y abrí la puerta, la lámpara de la mesilla parpadeaba, como si las pilas estuvieran a punto de morir. Y murieron.
Me dirigí, en medio de la oscuridad, hacia la mesilla, abrí el único cajón y rebusqué en él. No fumaba, pero llevaba uno conmigo desde que alguien me dijera una vez que “nunca se sabe cuándo vas a tener que quemar algo, o a alguien algo, ya me entiendes”. Tal vez lo había sacado de una película de mafiosos, pero me había parecido ocurrente. Y práctico, ciertamente. Ahora lo sería, de hecho. Y mucho.
Lo encontré. Hacía mucho que no lo usaba. ¿Lo había usado alguna vez? No podía recordarlo. Funcionaba. Salí otra vez al pasillo y lo prendí. Avancé hacia mi izquierda, y esta vez, auxiliado por la débil llama del mechero, alcancé los servicios en doce pasos, más o menos. Sólo habían estado a dos pasos del punto al que había llegado mi primera incursión. Maldije mi miedo. Había sido miedo, no dudas sobre dónde estaban, sino puro y duro miedo. Un miedo infantil e irracional a la oscuridad. Me estaba meando. En el pasillo hacía frío, un frío que antes no había notado. ¿O había cambiado la temperatura? Los servicios estaban casi al fondo del pasillo, uno enfrente del otro, aunque no coincidían exactamente, como el resto de habitaciones. Entré en el de la izquierda. Era muy pequeño y estrecho, desproporcionado con respecto a las habitaciones, como si se tratara de la broma sin sentido de un arquitecto loco (aunque en ese caso lo tendría, sentido, quiero decir), o como si se hubieran olvidado de hacerlos y los hubieran hecho al final, utilizando un mísero hueco, robándole espacio a las últimas habitaciones. Era absurdo hacer seis habitaciones enormes y dos baños ridículos de apenas seis metros cuadrados, plato de ducha incluido. En un primer momento supuse que el otro sería igual, pero entonces advertí que las habitaciones del lado derecho empezaban antes, al menos las puertas, así que la tercera distaba algo más del cuarto de baño de su lado. Aguantándome las ganas, crucé el pasillo y abrí la puerta del otro servicio. Sí, efectivamente era más grande, pero al fondo había amontonados sacos y cajas, y parecía que estaba sin terminar, pero no podía más, así que llegué hasta el retrete, levanté la tapa con una mano, apagué el mechero, que dejé sobre una pequeña balda de cristal, y apunté.
La sensación de mear rodeado de una absoluta y densísima oscuridad provoca la ilusión de estar orinando en el único ojo vago del mismísimo infinito imposible. Estaba descalzo, pero apenas sentía mis pies rozando las baldosas, así que la sensación, en su peculiar rareza, era muy gratificante.
Alargué la mano hasta donde había dejado el mechero, pero donde se suponía que debía estar no estaban ni éste ni la balda. Era extraño. Estaba seguro de haberlo dejado ahí mismo. Intenté hacerme una composición de lugar: según entrabas, el inodoro estaba a la derecha, el lavabo a la izquierda, la balda de cristal bajo el espejo. Palpé, infructuosamente. Empezaba a ponerme nervioso. ¡Ahora no estaban ahí ni la balda, ni el lavabo, ni el espejo ni el mechero! Avancé un paso. Y otro. Ahí no había nada. ¡Tenían que estar ahí mismo, delante de mis narices! Pues no era así. Delante de mí no había nada. Avancé un paso más, incrédulo, y, nuevamente, muerto de miedo. ¿Estaba en el váter de una casa extraña, o me había muerto y buscaba a Caronte desesperadamente? Delante de mí no había nada. Y, ahora, detrás tampoco. Estaba en medio de nada. Sólo las baldosas del suelo, un suelo que parecía volverse más y más pegajoso, aunque tal vez fuera por efecto de mi propio sudor frío. Al menos quería creerlo. No podía ser. Era tan sencillo como eso: era imposible. Sólo había un metro entre el inodoro y el lavabo, entre donde yo me encontraba y la balda y el mechero. Entonces, ¿qué demonios...? Di un paso más y tropecé con algo blando. “No puede ser un cuerpo humano. Me volveré loco”, pensé. Estaba literalmente muerto de miedo, empapado en sudor, un sudor gélido que se escapaba por las plantas de mis pies y casi me hacía resbalar sobre las cada vez más pegajosas baldosas (¿babosas? ¿Mi mente había dicho “babosas” al pensar en las baldosas? ¿Mi mente estaba imaginando monstruosas babosas, cientos, miles de ellas, arrastrándose por el suelo y sobre mis pies, hasta una altura imposible de veinte centímetros? ¿Me estaba volviendo loco?). Tenía que encontrar el puñetero mechero. Aquella situación era del todo absurda. Haciendo acopio de valor, me agaché y toqué el cuerpo extraño con el que me había tropezado. Era blando. Un saco de tela que contenía algo dúctil, flexible, como una especie de líquido, así que supuse que estaba forrado por dentro de un material impermeable. Toqué el suelo, toqué mis pies y toqué junto al saco. Ahí no había babosas. Simplemente, en la oscuridad, me había desorientado y, aunque el espacio no pareciera tan vasto como para perderse en él, lo había subestimado, y como consecuencia, simplemente, había girado noventa grados en lugar de los ciento ochenta necesarios para darme la vuelta y avanzar hacia el lavabo, la balda y el mechero. Era extraño, pero posible, así que me giré, avancé unos pasos, y, cuando más o menos calculé que ya había llegado a la altura del lavabo, giré noventa grados a la derecha, estiré la mano y voilá!, allí estaban los desaparecidos. Pensé en tirar de la cadena, pero entre la higiene y el silencio opté por este último en pro del descanso de mis anfitriones. Encendí el mechero y salí al pasillo. La trémula llama iluminaba el tétrico corredor sólo débilmente. Y entonces tropecé con algo peludo que emitió un bufido de desconcierto y salió corriendo. Tenían un gato. Estupendo. El encendedor se me cayó de las manos y ya no fui capaz de recuperarlo. Era como si se lo hubiera llevado el gato. Después de varios intentos infructuosos me incorporé y volví a avanzar a tientas por el corredor. La aventura nocturna estaba dando mucho de sí, desde luego. Por muchas razones, no olvidaría tan fácilmente esa noche. La oscuridad era absoluta. El gato me había despistado nuevamente, pero supuse que estaba avanzando hacia las escaleras y por lo tanto hacia mi cuarto, pero no podía estar seguro. El despiste que me proporcionaba mi pésimo sentido de la orientación era superlativo. Estaba perdido en medio de la oscuridad. Como en mi sueño.
Después de lo que se me antojó una auténtica odisea, llegué a una puerta que tenía que ser la de mi habitación, pero estaba cerrada.
Me detuve, pensé, se abrió una puerta. Un chorro de luz salía de mi derecha e inundó por un instante el tramo de pasillo que se abría frente a ésta. La puerta abierta me ocultaba. Una sombra diminuta salió de la habitación. En el ínterin entre hacerlo y dejar la puerta entornada tras de sí, pude apreciar que era Sonia. Si me veía ahí, en medio de la oscuridad del pasillo, el susto podría ser morrocotudo, así que, absurdamente, porque ya había pasado de largo sin advertir mi presencia camino de los servicios, supuse, me pegué todo lo que pude a la pared y esperé hasta que calculé que había entrado en el cuarto de baño.
Estaba salvado. Inexplicablemente, había pasado de largo mi habitación y la de Sonia, así que había estado intentando abrir la otra habitación del lado izquierdo del pasillo, la más cercana a las escaleras. Sólo tenía que volver sobre mis pasos, cruzar la habitación del ama y llegar a mi oscura y sofocante habitación.
No era un plan muy divertido, así que, cuando llegué a la altura de su habitación, la curiosidad ganó de uno y no pude resistirme a echar un vistazo.
Lo que vi desencadenó todo lo que vendría después, que fue terrible.
Las paredes no existían. Enormes pósteres de bandas de música heavy y de rock duro como Iron Maiden, ACDC, Kiss, Helloween, Malice, Queen, U2, Survivor, Deep Purple, Scorpions, Pantera, Alice Cooper, ¡Marylin Manson! y un largo etcétera, además de cadenas y cientos de objetos afines imposibles, y otras tantas imágenes de Los Tres Tenores, Alfredo Kraus, Montserrat Caballé y Teresa Berganza, entre otras grandes figuras de la lírica internacional, así como recortes de prensa, entradas de conciertos y tal vez cientos de fotografías aparentemente dedicadas, pegadas unas a otras con cinta adhesiva o clavadas con chinchetas de colores, las cubrían completamente, en un desorden absoluto que confería al cuadro general una instantánea, cuando menos, caótica.
Pensé por un instante si aquella demencial escena no formaría parte de un sueño, o de una pesadilla impredecible, pero entonces me golpeé el codo con el marco de la puerta, el dolor me hizo ver las estrellas y supe que era real.
Aquella habitación era un híbrido espectral, una mezcla pavorosa a medio camino entre la habitación de un adolescente y el cuarto secreto de un melómano con problemas muy serios de diversa índole.
Debí quedarme allí de pie, pasmado, sin poder menear ni un solo músculo que no fueran los que movieron mis estupefactos ojos de un lado a otro, durante más tiempo del que podía permitirme, porque cuando fui a salir del tenebroso e irreal cuarto (mi cuerpo se había echado hacia delante y sin mi consentimiento había avanzado en medio del caótico espacio que, pese al lacerante dolor de mi codo, tenía que ser onírico a la fuerza), ella ya estaba en el pasillo, avanzando con paso firme hacia sus aposentos vilmente allanados.
Habría sido un poco embarazoso explicarle que tenía la extraña costumbre de pasearme desnudo por la noche y que estaba admirando su maravilloso y... rock-ambolesco santuario heavy-lírico, o lo que demonios fuera, así que se me ocurrió hacer algo sumamente estúpido. Me metí en su armario.
Lo que pasó a continuación no tiene nada de especial. Ella entró, cerró la puerta, echó el cerrojo, se metió en la cama y apagó la luz. Todo muy lógico. La situación era increíble, y allí estaba yo, con ella, un hombre y una mujer en una habitación, separados tan sólo por un abismo generacional, o varios, la puerta de un armario ropero cuyo interior hedía a alcanfor, un par de metros, una sobrecama, una manta, o dos, o tres, a tenor de la ridícula chaquetilla negra, una sábana y una intromisión ilícita. Todo bien.
Pasaron unos minutos que me parecieron horas, y cuando estaba empezando a dormirme y a pensar seriamente, aunque, eso sí, con soporífera indiferencia del todo indolente, en la posibilidad de una más que digna muerte por asfixia, oí una especie de ronquidos, pero no podían ser los de ella. Era un estertor de una fuerza inusitada, de eso no cabía la menor duda, pero parecía venir de lejos, aunque tal vez el extraño efecto acústico se debiera, al cincuenta por ciento, al conglomerado de la gruesa puerta del armario y al precario estado de mi conciencia anestesiada.
Entreabrí la puerta de mi ridícula prisión y, como había sospechado, quien roncaba era mi tío. O eso, o el ogro de las montañas más cercanas. Era un ruido desagradable, sin más, que se me antojó como de imposible arcada burbujeante, como si estuviera respirando sangre, en vez de aire. Ella sólo emitía un débil siseo, regular, que me era más que suficiente. Abrí del todo la puerta del armario, que emitió un débil crujido, y salí a la habitación. Estaba entumecido y mareado, pero atento, en la medida de mis posibilidades, a cualquier indicio de alarma. Ella, divina en su papel de marmota escuálida, continuaba con su respiración débil, entrecortada y maravillosa. Y ahora los problemas: me rodeaba una oscuridad absoluta, así que puse a trabajar a mi precaria y en aquellos gloriosos momentos atolondrada memoria visual, para lograr recrear una imagen mental del espacio invisible que me rodeaba. Bueno, como eso no funcionó en absoluto, puse en marcha el plan B: inspeccionar. Los niños de todo el mundo hacen lo mismo en cuanto pueden, y lo han venido haciendo desde siempre, así que no podía ser malo del todo: si no puedes pensar con claridad, o no puedes pensar en absoluto, inspecciona, muévete, anda, ve, toca, chupa si hace falta, pero vuelve con información, resuelve los terribles misterios que plantea el mundo. Mi mundo en aquel momento era de una negrura inconcebible.
Avancé lentamente, las manos por delante, hacia donde suponía que estaba la puerta de la habitación. Llegué hasta ella, pero, por supuesto, la llave no estaba puesta en la cerradura. Bien, todo bien. Odisea en el hiperespacio. Aquello no iba a resultar tan fácil. No señor.
Así que vuelvo hacia la cama, topo con ella, me tropiezo, pierdo el equilibrio, casi me caigo, la señora hace un mohín, tal vez su subconsciente haya delatado mi intromisión y esté soñando, desde hace un rato, con un intrépido corsario roquero que acaba de abordar su hermoso velero blanco... huelga hacer comentarios, creo, sobre en qué punto del sueño se encontrará en estos momentos.
Genial.
Atrapado hace un momento en un armario ropero, y ahora en una habitación cerrada con llave y en el subconsciente perverso de una secuestradora inocente que no sabe nada de todo esto.
Avanzo por un lateral, llego a la mesilla, por poco tiro la lámpara, y allí sólo hay un pañuelo. Húmedo, por supuesto. Eso es, Álvaro, Igor, señor Frías, Rubens o como mierda te llames. Si es que cuando vienen dadas... ¿Hay una mesilla al otro lado de la cama? Cierro los ojos, en un intento de concentración, un gesto doblemente absurdo, por cierto, estoy casi seguro de que no; de que no tengo ni idea al respecto, quiero decir, pero de todos modos lo intento. Rodeo la cama. Ella está en brazos de su corsario, de eso no cabe la menor duda, a juzgar por el sonsonete del ronroneo que profesa libremente. Él se dispone a cantarle al oído su mejor balada de amor, antes de penetrarla salvajemente. Ahora creo que ella está rogando que la dichosa cancioncita sea corta. Sí, mi rey, sí, hala, que cantas muy bien, pero, ¿por dónde íbamos? Vuelvo a tropezar con algo, esta vez metálico. Me agacho para comprobar de qué se trata. Tal vez haya esposas, cadenas y cachivaches varios por el suelo, pero allí no hay ninguna mesilla ni nada que se le parezca, sólo un orinal a punto de desbordarse. O eso, o el plato de agua del gato. Casi mejor no saberlo. Me sacudo la mano, me doy la vuelta y me dirijo hacia el aparador, o, al menos, hacia donde creo que está. Bingo. Así, sin énfasis. Ahí es imposible dejar nada. Revuelvo algunas cosas, recortes y más cachivaches, principalmente. Mis peores temores se van consolidando, tomando una forma que no me gusta en absoluto. No había sillas. O sí. No lo sé. Mi última oportunidad. La busco, la hallo; ahí tampoco hay nada más que una chaquetilla, la chaquetilla negra, por supuesto. Al menos sé que no duerme con ella puesta. Bien. Hemos llegado al final. Plan C, y último, ya que sólo resta una posibilidad: meterla mano. La tiene encima. La bruja se cierra con llave y se la mete en algún bolsillo... o en algún otro sitio, aún peor. Me acerco a la cama, inspiro profundamente y, aguantando la respiración, palpo con delicadeza bajo la almohada. Como ladrón no tengo precio. Ahí hay algo. Otro pañuelo, húmedo, por supuesto. Tampoco me hubiera sorprendido encontrarme un cepo. Ahí no hay nada más. Por su respiración está echada de lado. Tal vez pueda meter mi mano por un lateral hasta un posible aunque improbable bolsillo. Suelto el aire viciado, inspiro a pleno pulmón y vuelvo a la carga. Aunque creo que lo de inspirar y retener el aire es una solemne tontería.
- ¡Pero, ¿qué...?!
Salto hacia atrás. La endiablada vieja tiene el sueño más ligero del mundo. Por un instante no sé qué hacer. Sabe que hay alguien más en su habitación, alguien ha interrumpido su idilio con el corsario de hierro. Pego tres saltos desesperados y me meto en el armario. Cierro de golpe, sin contemplaciones. Va a encender la luz, va a hacerlo. Abrirá el armario, me encontrará dentro y se va a morir del susto. O va a matarme a base de histéricos arañazos. Mi muerte. Su muerte. El fin. Aún no ha encendido la luz. Contengo la respiración. Escucho. Silencio. Tal vez estuviera soñando. Tal vez el corsario se estuviera propasando, o la tuviera demasiado pequeña. Ya está, ha encendido la luz. Llega el fin. Me echo hacia atrás, apoyándome en el fondo del armario, en un intento desesperado (y absurdo) de huir. Éste cede, caigo hacia atrás. Algo me golpea en la cabeza.
Oscuridad.

Me despierto en medio de una tenue semipenumbra que me permite comprobar a duras penas que estoy en el cuarto de lavado. Lo confirmo al constatar que he aterrizado sobre un montón de ropa, seguramente sucia. El sistema es cojonudo. Salgo a la cocina y de ésta al pasillo. Voy a subir a mi habitación, pero un resplandor por debajo de la puerta verde de debajo de las escaleras me detiene.
La biblioteca.
Toda la casa está a oscuras menos la biblioteca del sótano.
La curiosidad, a pesar de todo, vuelve a ganar de uno.
De todos modos, tal vez esté soñando, o quizás no sea más que un personaje en una novela extraña. La existencia puede ser absurda, pero eso depende del autor del Libro de la Vida. ¿Qué me hace pensar estas cosas, ahora precisamente?
La puerta no está cerrada con llave. La abro. Escaleras. Bajo. Dejo la puerta entreabierta, no vaya a cerrarse. Desciendo un tramo de peldaños. Luego otro en sentido contrario, y otro más. La puerta acaba de cerrarse, allá arriba, quiero creer que a causa de una corriente de aire. O ha sido el gato. Espero que no haya sido simplemente la puerta. Continúo bajando. Llego a otra puerta, más pequeña que la anterior, también verde. Tampoco está cerrada con llave.
Demasiado fácil.
La abro del todo.
Libros.
Millones de libros.















10
LA BIBLIOTECA


Estaba ante un mar de libros o, más bien, inmerso en él. Miles de volúmenes de todos los tamaños se apilaban en interminables estanterías. Todo lo que había bajado, los cuatro tramos de nueve escalones, era la altura de la imponente y bellísima estancia, y las últimas baldas casi rozaban el altísimo techo. Era casi como estar en una iglesia sitiada por un variopinto ejército de madera, cuero, tinta y celulosa. Paseé entre lujosas encuadernaciones de clásicos. Allí estaban La Ilíada, Moby Dick, El Quijote, Madame Bovary, y un poco más allá las obras completas de Julio Verne, los Episodios nacionales de Galdós, todas las novelas de Emilio Salgari, los cuentos de Perrault, y, detrás, en otra estantería, las enciclopedias más importantes de todos los tiempos, o, al menos, reproducciones fidelísimas de las originales: la Gran Enciclopedia Francesa de Diderot, la Inglesa, la edición española de Salvat, diccionarios de lo que me parecieron todas las lenguas del mundo... Así debía de haber sido el paraíso. Pero la mejor sección se hallaba al fondo, detrás de una tercera puerta de color verde botella. Volúmenes que parecían tener más de mil años se entretejían con telarañas ancestrales, como si nadie los hubiera abierto en mucho tiempo. Todos los demás libros estaban perfectos, inmaculados, como si no hubieran sido utilizados jamás, como si fueran piezas de museo, el capricho de un coleccionista demencial o burdos trofeos de caza. Sin embargo, y a pesar de que éstos se veían usados, parecía que nadie los había consultado en mucho tiempo. Ni cuidado. Ni limpiado.
Cogí uno al azar, un pequeño volumen encuadernado en piel, y lo abrí aproximadamente por la mitad. Estaba en blanco. Lo abrí por el principio. En blanco. Hacia el final. ¡En blanco! Por un terrible momento pensé que todos aquellos libros cargados de telarañas estarían vacíos. ¿Pero cómo unos libros antiguos, con las cubiertas cuarteadas y resecas podían estar vacíos, cuando debieran estar repletos de sabiduría y de reveladores misterios ancestrales? ¿Con qué fin? Cogí otro. En blanco. Entonces vi el diván.
Invitaba a tumbarse en él y a abandonarse plácidamente a la lectura. A su alrededor había varias mesitas redondas, y en cada una de ellas había un libro. Me tumbé sobre él y pude apreciar que no era cómodo. Era la comodidad hecha diván. Reclinable, abatible, mullido, cálido y flexible, era todo un regalo para los sentidos. Un auténtico paraíso de dos metros cuadrados.
Cogí uno de los libros, de cubierta verde ópalo. Ningún título en su portada. Lo abrí por la primera página. Estaba en blanco, pero se trataba de una guarda. De dos. De tres. En la cuarta hoja había algo escrito, pero tuve que enfocar la vista para poder entenderlo. Era lo más asombroso que había leído en mi vida:

Hola, soy un libro, y me he escrito.
Podrás decir: “Sí, claro”, o pensar, tal vez, que no es posible. Eso puede deberse a que seas humano. De otro modo, no me tendrías ahora mismo entre tus manos. Si fueras un mono, podrías, pero no entenderías mis palabras. ¿Has tenido que enfocar la vista para leerme? No me extraña. Estás en la sección prohibida, así que serás un polizón nocturno, ¿o me equivoco? Apuesto a que no.
Sé muchas cosas sobre ti, sobre tu destino, pero hoy no me apetece contártelas.
Y ahora ciérrame, quiero pensar.

Nada más, eso era todo.
Iba a coger otro libro de las mesas redondas cuando se abrió la puerta verde de la sala de lectura y apareció mi tío, dándome un susto de muerte y un libro rojo.
- Prueba con éste - me dijo, sin más, y se dio la vuelta. El corazón quería salírseme del pecho. Se volvió y susurró: - Por cierto... ¿has visto arañas por aquí?
- No... aquí no hay arañas - balbuceé, con una infundada y fatuamente malograda seguridad.
- Las hay, te lo aseguro. Brillan... y muerden - y, volviéndose de nuevo, se fue por donde había venido, cerrando tras de sí la puerta verde.
La suya había sido una aparición fantasmal, pero fue un chiste comparada con lo que pasó a continuación. Apenas hube dejado de temblar, abrí el libro rojo. A modo de título, en la primera página escrita, rezaba:

Mira hacia arriba

Pero ¿era aquello el título? Como en todos los demás libros de aquella extraña sección, la portada era muda: ni autor, ni título, ni un grabado, ni tema, ni siquiera un número, tal vez de orden, o una clave para tratar de descifrar su contenido, nada de nada. De pronto, cuando iba a volver la página, algo cayó del techo. Era una arañita dorada. Movía sus ocho patas diminutas en todas direcciones de una forma muy graciosa, como si no estuviera acostumbrada a andar sobre papel. Se detuvo y me miró. ¿Me miró? Emitió un gritito, fue hacia mi mano izquierda y ¡me mordió! Un punto de sangre empezó a brotar de mi piel, y ella chupaba, chupaba y crecía. Me la sacudí y fue entonces cuando miré hacia el techo. Miles de arañas doradas de infinidad de tamaños pendían de sus hilos. Decenas de miles de ojos redondos y negros me miraban entre atónitos y enfurecidos. Y entonces descendieron. Como una sola araña. Cubrieron mi cuerpo con sus cuerpos, lisos y peludos, diminutos e imposiblemente grandes, y comenzaron a morder y a chupar, a morder y a chupar... Primero sentí dolor, un dolor atroz que al cabo se convirtió en un placer inusitado. De repente no quería que parasen. Cuando el placer amenazaba con convertirse en inconsciencia, alguien entró en el cuarto de lectura.
- ¡Alejáos de él!
Apenas pude distinguirla, entre la plácida embriaguez de la inminente inconsciencia y la suerte de chasquidos que proferían los arácnidos vampíricos, pero sin duda era la voz de mi tío.
Los imposibles parásitos le obedecieron al instante y desaparecieron escurriéndose, tal vez, por grietas que no fui capaz de distinguir en la penumbra.
Vi mi cuerpo desnudo y ensangrentado, y a medio camino entre la inconsciencia y el horror sentí cómo me alzaba y me llevaba a una estancia contigua al cuarto de lectura. Allí sumergió mi cuerpo en un líquido verde, oscuro y burbujeante.
Después, cerré los ojos.










11
LA MAÑANA SIGUIENTE


Desperté rodeado de una tibia oscuridad. La puerta se abrió de pronto. Era Sonia. Entró, subió la persiana, abrió la ventana de par en par y salió sin decir una sola palabra, como una exhalación, cerrando la puerta tras de sí. Estaba en mi habitación. Miré hacia arriba y allí estaba el crucifijo. ¿Así que todo había sido una pesadilla? Todo había sido tan real... sumamente surrealista, no obstante, pero... ¿Qué había sido sueño y qué había sido real? Tenía puesto un pijama, pero no recordaba habérmelo puesto. Había dormido desnudo. Fue entonces cuando pensé en mi maleta, en mi ropa, en el absurdo viaje. Me incorporé de un salto e instintivamente abrí el armario. Allí estaba toda mi ropa, perfectamente ordenada, pero eso era del todo imposible. Salí al pasillo y anduve hasta llegar a los servicios. Uno diminuto y el otro lleno de sacos. Anoche había estado allí, eso había sido real. Me aseé, volví a mi habitación, me puse unos vaqueros y una camisa y volví al pasillo. Supuse que Sonia estaría ya en la planta de abajo, en la cocina, preparando el desayuno, así que, discretamente, abrí la puerta de su habitación y eché un vistazo al interior. Era una habitación normal, con paredes lisas y despejadas. Un cuadro de la Virgen María pendía de la cabecera. Un impulso me hizo abrir el armario. Apestaba a alcanfor. Estaba a punto de separar la ropa para inspeccionar el fondo cuando oí la voz de mi tío, llamándome por mi nuevo nombre. La voz llegaba, distante, del piso inferior. Salí y cerré con cuidado. Me volví y me topé de bruces con Sonia.
- Esa no es su habitación. ¿Me permite? - dijo secamente. Me aparté y entró en su cuarto. ¡Joder!

El desayuno era abundante y variado. Sobre la mesa había tostadas recién hechas, media docena de tipos de mermeladas, café también recién hecho, y una tal vez exagerada variedad de fiambres, quesos y otros productos lácteos que no fui capaz de reconocer ni siquiera al probarlos.
Mi tío no estaba allí. Desayuné, no demasiado, un café y un par de tostadas untadas con mantequilla, y salí al pasillo. Tanto la puerta del salón-despacho como la pequeña y extraña puerta verde que conducía a la biblioteca permanecían cerradas. La luz se filtraba por una angosta cristalera junto a la puerta principal que no había advertido la noche anterior. Había salido el sol, eso era obvio. Salí al exterior y contemplé el más maravilloso jardín que había visto jamás. El pasillo de piedra serpenteaba suavemente y sus sinuosas y extravagantes formas se perdían a medida que iban aproximándose al muro y la verja de entrada. A ambos lados del camino, confeccionado a base de infinitas piedras que le conferían un agradable aunque sutilmente desasosegador aspecto reptiliano, se extendía un jardín de ensueño. Dos hermosísimos pavos reales se paseaban frente a mí sobre la húmeda hierba con la cadenciosa y majestuosa despreocupación que sólo conceden la inconsciencia y el olvido. Aquellas bellísimas criaturas, que parecían sacadas de un sueño, eran Adán y Eva, y aquel jardín su edén. Su sola presencia disuadía de pisar el impecable césped que alfombraba su mundo ideal, pero la curiosidad volvía a ganar de uno, no pude resistirme a la tentación, cometí el sacrilegio y rodeé la casa.
Un recio muro de piedra flanqueaba y fortificaba (de un modo que se me antojó exagerado, aunque no alcanzaba a adivinar su grosor) aquel lado del imponente caserón de dos plantas a la vista (más el sótano, según mi horrible pesadilla de otras dos plantas de profundidad), de tres, añadiendo a éstas una suerte de minúsculo desván abuhardillado, y en un alarde de lógica infundada supuse que el muro del otro lado sería exactamente igual. Me equivoqué en varios aspectos.
El muro se hacía más grueso (o más recio y desnudo, más tosco, tal vez, gris, pelado, como de hormigón armado, aunque no exactamente) hacia el final del edificio, tras las ventanas, y se ensanchaba en una suerte de semicírculo tras cuya mole se ocultaba un ala de la que mi tío no me había hablado, aunque, bien mirado, tampoco estaba obligado a hacerlo, y tampoco me había hablado del desván, por ejemplo. La cosa era que allí había algo.
Algo muy grande.
Los desvanes ocultan pequeños secretos.
Las inmensas moles redondas de hormigón armado...
Aquella mole inerte se sumía, sumisa, en la profundidad inexpugnable de otro jardín imposible.
Decenas de especies diferentes y extrañas de lo que parecían ser arbustos espinosos entretejían sus tallos retorcidos en agónicos escorzos, abrazándose unos a otros como si de esa macabra demostración de amor dependiera su supervivencia, o más aún, tal vez su esencia. Un polvo grisáceo muy parecido a la ceniza y cientos, tal vez miles de telarañas cubrían su enorme cuerpo vegetal, como si intentase ahogar, de algún modo, la vida de aquellas plantas colosales y miserables a un tiempo.
Allí, detrás de la casa, había algo, de eso no cabía la menor duda. Algo que A. A., o como demonios se llamara, pretendía ocultar a toda costa de los insidiosos ojos del mundo exterior.
De todos los ojos del mundo, excepto, claro está, de los suyos propios...
Y de los míos.

12
LA MISIÓN


Ante la imposibilidad de rodear la casa, volví sobre mis pasos y entré en el edificio por la puerta principal, que había dejado cautelosamente entornada. Nada más entrar, lo primero que vi fue que la puerta del salón estaba abierta. Me asomé, más por curiosidad que con la esperanza de encontrar allí a mi tío, pero allí estaba.
- ¡Hombre, Igor, ya era hora! - me soltó nada más verme, con una extraña mezcla de amabilidad y urgencia -. Llevo esperándote más de veinte minutos. ¿Has desayunado?
- Sí - fue todo lo que dije.
- Bien - parecía complacido, y nervioso -. No tenemos mucho tiempo. Acércate, quiero mostrarte algo.
Rodeé la espléndida mesa de caoba maciza que presidía el salón inglés y nos acercamos a las librerías acristaladas del fondo de la estancia. Accionó un dispositivo, y al instante, sin hacer el menor ruido, hasta el punto de resultar sobrecogedor el efecto, uno de los módulos de la librería giró sobre sí mismo y apareció ante mis ojos, cerrado sobre un atril de madera de sándalo exquisitamente tallado, el libro más maravilloso que había visto jamás. Se trataba de un volumen enorme, de cubiertas y lomos dorados repujados de filigranas magistralmente labradas por un sabio artesano. Y entonces lo abrió, aproximadamente hacia la mitad.
En un primer vistazo podía apreciarse que se trataba de una suerte de atlas, pero era obvio que no representaba el mundo, el planeta tierra, en cualquiera de sus fases de evolución orográfica, sino otro mundo.
Abajo, a la derecha del mapamundi, dos palabras:

Terra Beta

Los nombres que aparecían sobre los diversos lugares eran extraños, sorprendentes. Pero entonces pensé que nuestro propio mundo abundaba en lugares de nombres tan extraños como los que aparecían ante mis ojos. De todos modos, era algo impresionante, aunque no fuera real, y aunque no fuera más que una patraña, fruto de la imaginación enferma de un loco, era realmente muy hermoso.
- Terra Beta - fue lo único que dijo, y salió despavorido del salón.
Lo seguí hasta el jardín. Parecía fuera de sí. Salió del camino de piedra, se adentró en la hierba, hacia la derecha, y se sentó sobre un tronco en el que yo no había reparado antes, en mi pequeña inspección de los alrededores de la mansión. Había otro enfrente, un pequeño tocón muerto y barnizado, que ocupé instintivamente. Entre nosotros había un pequeño banco de arena.
Y entonces empezó a hacer dos cosas: a dibujar frenéticamente con el dedo índice de su mano izquierda directamente sobre la fina arena, y a hablar.
Sobre todo, a hablar.
O, más bien, a hacer preguntas.
- Primera pregunta. ¿Preparado?
- S... sí - asentí, aunque no tenía ni la más remota idea de qué iba a ir todo aquello. Yo también tenía preguntas, cientos de ellas, como por ejemplo quién me había puesto el pijama la noche anterior o cómo había llegado mi ropa hasta el armario de la habitación, pero, no sé por qué, no me parecía el momento de hacerlas.
- El universo: ¿es finito o infinito?
- Finito - dije después de pensarlo apenas un instante.
- ¿Por qué? - insistió él con avidez. ¿A dónde pretendía llegar?
- Porque si en él habitamos formas corpóreas... si hay una dimensión física... si un elemento dentro de un sistema es finito, entonces el sistema al cual pertenece también lo es. Ha de haber una relación dimensional entre el todo y la parte, a menos que...
- ¿A menos que...? - parecía intrigado, entusiasmado.
- A menos que este universo albergue, de algún modo, otras dimensiones cualitativamente distintas a las que no podemos acceder física... corpóreamente - corregí.
- ¿El cielo? ¿El infierno? ¿Tal vez la mente? ¿Los sueños?
- Sí... digamos que todo eso.
- Estoy de acuerdo. Hiciste un magnífico trabajo para la Facultad de Ciencias Exactas de...
- ¿Cómo sabía que...?
Sus ojos cambiaron. Por un momento temí que fuera a pegarme.
- Como vuelvas a tratarme de usted te destriparé con mis propias manos, y no estoy bromeando.
- Vale... tío - dije, aunque sonó vulgar y extraño, en aquellas circunstancias.
- Vale - repitió él.
Sus ojos volvieron a su febril aunque más cordial estado, y continuó.
- Bien. Entonces pongamos que esto es el universo - y trazó un intento de elipse irregular, similar a un balón de rugbi chato y alargado, si tal cosa es posible, con principios de huevos por todos lados, aunque tal vez fuera debido a la extrema finura de la arena, que no permitía un diseño mínimamente estable - y supongamos que nosotros estamos aquí - y dibujó una T mayúscula rodeada por una circunferencia. Después dibujó el Sol (o algo que hacía las veces de Sol) y lo que pretendía ser, a todas luces, la órbita terrestre. ¿No hubiese (vamos, digo yo) sido mucho más lógico hacerlo sobre una hoja de papel, o, más aún, tenerlo ya hecho? ¿No se había tomado la laboriosa (aunque sin duda gratificante) molestia de crear uno de los volúmenes (que, dicho sea de paso, no había tenido ocasión de contemplar detenidamente) más maravillosos que nadie hubiese confeccionado jamás? ¿A qué venía todo aquello? ¿De qué tipo de plan demencial formaba parte? - Todos los planetas giran alrededor de un sol - continuó -: ¿estamos de acuerdo?
- Sí, supongo que sí.
- ¡Pues no! - bramó, y empezó a dibujar con auténtica fruición sobre la arena con sus manos -. Antes de nada: ¿cómo es el universo?
- Pues... ¿qué más da cómo sea el universo?
- ¿Tiene base? - insistió.
- ¿Cómo que si tiene...? - y entonces fue cuando comprendí lo que intentaba decirme. Algo que yo jamás me había planteado.
- Tracemos una base imaginaria, a modo de línea de tierra, y dos ejes perpendiculares. ¿Me sigues? Ahora diseccionemos al universo como si fuera el cerebro de un mono. Dos mitades, idénticas, simétricas, aunque sólo aparentemente. Bien, eso ahora no importa. Hay un planeta, un solo planeta en todo el universo que no gira alrededor de ningún sol, o al menos no lo hace siempre. Su sistema, el sistema de tres soles al que ahora se acoge, agoniza. Por ciertas características sumamente especiales y únicas que le son propias, este planeta es eterno... no, es más apropiado decir “perenne”. Es un superviviente. Éste no es el primer sistema solar que abandona. Es más antiguo que el universo que conocemos, e incluso, tal vez, más antiguo que muchos universos, a cuyos repetidos colapsos ha sobrevivido, pero su suerte va a cambiar, y con la suya, la nuestra.
Yo permanecía en un estado intermedio entre la estupidez, la sospecha y el estupor. Pero escuchaba atentamente.
- Este planeta es enorme, colosal, y único en el universo, por muchas razones; cuando el sistema solar al que se acoge se enfría, se debilita y sucumbe, lo abandona y se dirige hacia la fuente de calor más próxima, cualquier fuente de energía lo suficientemente cálida como para colmar, al menos por un tiempo, sus necesidades y expectativas, que no son pocas, si tal cosa puede decirse de un planeta, y esta nueva fuente de calor se convierte en su nuevo sol, para lo cual no tiene otro remedio que destruir, a su paso, infinidad de planetas, estrellas y cuerpos celestes de menor envergadura.
Debí poner cara de incredulidad o de incomprensión, porque guardó silencio por un instante y continuó:
- Es algo increíble, lo sé, va contra las leyes que rigen el universo, pero así como existe una física cuántica, con sus propias leyes e indeterminaciones paradójicas, así existe este colosal fenómeno, que, estando en el universo, como los fotones, sigue, como éstos, sus propias leyes. Su modus operandi es sencillo: su sol, o soles, se mueren, se apagan, él los abandona, se va a buscar otra fuente de calor, otro sol, se apropia de él en exclusiva, separándolo de los demás planetas que giraban a su alrededor, cuyas formas de vida perecen en un breve lapso de tiempo, y arrastra consigo a su nueva fuente de calor, hasta que encuentra una mayor.
Guardé silencio por un instante, intentando asimilar, infructuosamente, la terrible imagen de un monstruo despiadado como él, y al cabo, dije:
- ¿Y cuál es el problema?
- El problema es que sus tres soles se mueren, y viene hacia aquí. Y el problema es que nuestro Sol es demasiado pequeño para abastecerlo de calor y de luz según sus exigencias.
- Quiere eso decir que...
- Quiere eso decir, mi querido sobrino, que colapsará con nuestro sol el 29 de febrero del año que viene. He calculado que allí los días son como veintiocho terrestres, al menos de momento, así que, en realidad, colapsará... veamos... pero, bueno, también serán más largos, aunque no tanto, por causa de la relatividad... En realidad variarán aleatoriamente a medida que nos vayamos acercando a... En fin, eso ahora no es importante.
No podía dar crédito a lo que me estaba contando aquel loco, ayudado por unos cálculos que no traía consigo y por unos estrafalarios diseños semidesdibujados en un banco de arena, como si se tratase del negativo de un oasis en medio de un jardín botánico.
Sentí que era una verdadera lástima que una mente brillante como sin duda debía ser la suya acabase estropeándose de aquel modo, pero la locura es el precio del genio. El genio no es de este mundo, y éste se le queda pequeño; ha de inventar otros mundos, otras posibilidades, tal vez no para mejorar éste, sino el suyo propio, el que día tras día accede a su enferma y bendita conciencia.
Era una lástima.
Y una posibilidad.
Pero no una certeza, en ningún sentido.
Que fuera improbable no quería decir que fuera imposible.
De cualquier modo...
- ¿Qué pinto yo en todo esto?
- Nuestra misión consistirá en llegar allí antes de que esto suceda, y advertir a su gobierno central, o dirigentes mundiales, si es que allí existe tal cosa, de lo que su planeta está a punto de hacer, ya que dudo que sepan siquiera cómo opera este demonio.
- Aceptemos, por un momento, que es todo como dices - dije, al cabo de un momento; en realidad deseaba que fuera cierto, que todo fuera absolutamente cierto -: ¿cómo vamos a hacerlo?
- Ven - dijo con una sonrisa, como si supiera que iba a hacerle exactamente esa pregunta.

















13
PUERTAS Y CÁMARAS SECRETAS


Volvimos a entrar en la casa, subimos al primer piso, cruzamos el corredor en penumbra, dejamos atrás los extraños servicios y llegamos al fondo, donde la oscuridad era impenetrable.
Entonces sacó un candil con una vela de alguna parte, la encendió con la llama de un apestoso mechero de gasolina y dijo:
- Para las grandes ocasiones. Odio la luz eléctrica. ¿No resulta así mucho más... impresionante? - y acercó la vela a la pared.
Al principio vagamente y al cabo de un instante con una nitidez abrumadora, se fue abriendo ante mis ojos la visión de una doble puerta de piedra labrada.
Ocupaba todo el ancho del pasillo, y su cenit, en forma de herradura, llegaba al techo. Cada uno de los formidables portones estaba dividido en dos cuadros simétricos entre sí. En la parte superior dos aes. En la inferior, más ancha, en la de la izquierda una calavera humana rodeada de huesos, y al otro lado una suerte de paloma en un estilo muy moderno y estilizado cuya silueta, al contacto con la llama de la vela, parecía irradiar luz.
- Las aes representan mis iniciales. Desde el mismo momento en que supe lo que iba a hacer, me planteé seriamente el propósito de mi empresa. Aquí está representado - dijo, señalando la paloma - el noble propósito de salvar el mundo y la feliz consecución de nuestra empresa. En este otro lado, el fracaso, la muerte, la destrucción total. Pero también mi ambición, el lado oscuro de esta misión suicida. Sabes tan bien como yo que muchas cosas pueden salir mal. En fin, tal vez aún sea demasiado pronto para hablar de ello, sólo quiero que sepas que, tanto si decides venir como si no, si fallamos, dará exactamente igual. Salvo por una cosa: lo habremos intentado. Entremos.
Pulsó un botón, se oyó un zumbido y las enormes puertas comenzaron a abrirse, desde el centro hacia los extremos. Odiaría la luz eléctrica, pero si aquello no funcionaba con un sistema electrónico, lo hacía por arte de magia.
Cuando se abrieron completamente, y siempre bajo la tenue y trémula luz de la minúscula llama, dieron paso a un breve corredor y a unas segundas e igualmente enormes puertas metálicas.
Un botón verde a la izquierda para cerrar las puertas de piedra, un botón rojo a la derecha para abrir las de acero. Por ese orden. Y en el ínterin, otra vez la oscuridad absoluta. Las gruesas planchas de acero se abrieron de par en par, y ante nosotros apareció una estancia fuertemente iluminada en cuyo centro se erigía majestuosa una nave fantástica que rayaba lo irreal, de unos doce metros de largo por seis metros de punta a punta de las aerodinámicas alas.
- Te presento a “El Último Fénix”. Un nombre realmente inspirado, ¿no crees?
Me había quedado sin palabras. Si quedaba algo para convencerme, estaba ante mis ojos. Desde siempre me había encantado la aviación, la aerodinámica, el aire, el espacio infinito, el universo entero y sus posibilidades inconmensurables. Era absolutamente perfecta. Una bellísima obra maestra de ingeniería. Subimos a la cabina y empezó a explicarme los componentes, accesorios, controles y materiales que habían sido utilizados en su laboriosa construcción, conocimientos fascinantes que acrecentaron, si cabe, mi interés en participar en la demencial empresa.
- Esta tarde llegará el tercer pasajero, el piloto, quien nos sacará de aquí y nos traerá de vuelta, eso si todo va bien - sonrió de un modo extraño -. Volveremos, estoy seguro, y vamos a conseguirlo. Lo presiento. Ahora bajemos a la biblioteca, quiero enseñarte algo.























14
LA BIBLIOTECA, OTRA VEZ


Definitivamente todo había sido un sueño, esta biblioteca no tenía nada que ver con la de mi terrible pesadilla. Si acaso, coincidían en tamaño. ¡Era enorme!
Ésta era una hermosa y cuidadísima biblioteca de estilo clásico inglés. Elegantes estanterías colmadas de libros perfectamente ordenados y alineados, por autores, materias, épocas y tamaños, no conferían en absoluto a la imponente estancia el aspecto caótico que reinaba en las derruidas y desconchadas paredes, en las polvorientas alacenas y en los libros imposibles de mi sueño. Tampoco había ni rastro de la habitación de atrás, la de los libros prohibidos.
- Te estarás preguntando cómo, desde cuándo y por qué sé que sucederán todas estas cosas, ¿no es cierto?
- Sí. - Yo aún estaba abotargado por la visión de “El Último Fénix” y de las bibliotecas gemelas, como si aquélla fuera una sombra de ésta, y ésta un reflejo de la idea platónica de Biblioteca Universal.
- Pues bien, todo empezó hace casi veinte años, antes de que tú nacieras. Yo, ya por aquel entonces, era un conocido coleccionista. Coleccionaba papiros, vasijas, estatuas, fósiles... de todo, prácticamente. Un día recibí esto.
Activó un nuevo mecanismo, esta vez sí que parecía ser algo solamente mecánico, y una sección de las estanterías del fondo de la estancia giraron sobre sí mismas. Por poco me da un infarto, pues creí de pronto que todo había sido cierto, que tras los falsos libros estaba la puerta verde y que miles de arañas se abalanzarían sobre mí sin compasión, aunque por fortuna apareció una mesa sobre la cual descansaba una especie de vitrina de cristal que albergaba en su interior lo que a todas luces parecía una suerte de roca volcánica.
- ¿Es lo que creo que es?
- Es un meteorito, y, en efecto, pertenece al planeta en cuestión.
- Pero... ¿cómo pudo desprenderse?
- Encontraron este pedazo de roca metido en la urna. También es de un material desconocido y aparentemente indestructible.
- Así que...
- Así que se perdió cuando presumiblemente lo transportaban, estoy seguro que hacia la Tierra, para dárselo a nuestros gobiernos, tal vez, o para que llegara, de algún modo, a manos de alguien que supiera de la existencia de Terra Beta y del peligro que acecha a nuestro mundo y que fuera capaz, a partir del minucioso estudio de unas microscópicas incisiones en su superficie, de relacionar su significado con el contenido de un papiro hallado en el desierto de Gobi, también confeccionado en un material irrompible y desconocido, aunque sabemos que además contiene algunas trazas de fibra de diamante, manufacturada, eso sí, de un modo imposible de concebir con nuestros medios actuales. Quién sabe cómo suceden las cosas. Tal vez patrullas espaciales recorren el universo para advertir a los planetas de la eminente catástrofe... No podemos saberlo. Todo lo que sé es que un ingenuo mercader turco me vendió una urna de cristal que contenía una piedra. Le di mil dólares. No tiene precio. Dos hombres contentos. ¿Hay algo más grande? Es tan antigua como el universo, tal vez más, tal vez provenga de un estado anterior de la materia, de cuando se formó originariamente Terra Beta, o tal vez de la época de las primeras guerras… ¿Cómo saberlo? Sabemos tan poco... Y a la vez tanto...
- ¿Cómo es que nadie sabe nada sobre la existencia de Terra Beta?
- Eso no es del todo cierto. Algunos servicios secretos de algunos gobiernos lo saben. Sólo que no lo saben todo. Saben que existe un planeta en el universo que anda dando tumbos, pero ignoran que pronto se precipitará en nuestro Sol. Ahora mismo es más una leyenda cósmica, una anécdota o un entretenimiento para cuatro científicos bastante excéntricos, por llamarles algo mínimamente convencional. Quienes toman las decisiones realmente importantes son demasiado orgullosos como para sopesar o plantearse siquiera una posibilidad así. Tal vez nos encontremos con el mismo problema, allí. Y puede que Terra Beta tampoco soporte impunemente las consecuencias del colapso. De hecho, es lo más probable. El Sol es demasiado pequeño para servirle, pero tal vez demasiado grande como para no causar ningún daño en la estructura química de su superficie.
- ¿No podemos avisar a nuestros gobiernos? Tal vez puedan hacer algo.
- ¿Y contarles abiertamente lo que sabemos? Necesitaríamos una audiencia con los representantes de las principales potencias mundiales, tras lo cual nos encerrarían y comentarían entre sí la necedad de haberles hecho perder un tiempo precioso. Yo sé que todo esto está a punto de ocurrir, y creo poder demostrártelo a ti, aquí, con un poco de paciencia, pero de ahí a trasladar estos conocimientos a los gobiernos del mundo... Además, francamente, no creo que puedan hacer nada. Sólo tomarían cartas en el asunto si se vieran forzados a ello, y entonces ya sería demasiado tarde. Puede que ya lo sea. Además, ¿qué crees que iban a hacer? Refugiarse en bunkers previamente diseñados para soportar otro tipo de tragedias. Pero no ésta. Ésta no, desde luego.
- ¿Y no hay nadie más en el mundo que sepa que esto está a punto de ocurrir?
- Nadie.
- Sólo nosotros.
- Sólo tú y yo. Carlo sólo sabe que vamos a realizar un viaje a un lugar muy remoto en el espacio, nada más. Piénsatelo, sé que no es una decisión fácil. Puedes volver a tu casa, con tus padres, esperando la muerte, o puedes venir conmigo. Yo iré de todos modos. Ten, éste es el papiro que fue hallado en el desierto de Gobi, junto a las ruinas de Andaháj. Léelo. Es un poema, escrito por un antiguo habitante de Terra Beta, un poeta guerrero, un profeta, tal vez inconsciente de su don. El contenido es sumamente interesante, pero sobre todo es importante el hecho de que alberga una serie de códigos, símbolos y coordenadas, algo así como una profecía que también aparece, en caracteres rúnicos, en el meteorito. Llevaremos ambos con nosotros, y tal vez podamos mostrarlo a nuestra llegada como una señal de que conocemos el misterio de su planeta. Tiene que haber alguien allí, si no su gobierno, alguien como nosotros, investigadores, sabios, locos, no lo sé, que sepan qué va a pasar. De algún modo, lo sé. Ahí te quedas. Léelo con atención. Éste es el original, en la Lengua Antigua de Terra Beta, y ésta es la adaptación. Aquí tienes también mi estudio sobre las runas del meteorito. Compara los símbolos, estudia las semejanzas, y dime algo esta noche. Suerte. Sonia te bajará un té. Contiene una sustancia muy especial. Déjate llevar por tu intuición, procura vaciar tu mente. Es el único modo de asimilar todo esto en un tiempo récord. ¿Lo harás? Yo asentí. De hecho, no le había prestado demasiada atención. Aún estaba poseído por la visión de la nave y del fabuloso atlas de Terra Beta.
Dio un portazo y salió. Me quedé solo en la biblioteca, y una extraña sensación de déjà vu se apoderó de mi espina dorsal, tiró de mi nuca y me hizo mirar al techo. Gracias a Dios, el misericordioso Dios de todos los mundos, normales o no, allí no había arañas.
Localicé una butaca, parecía cómoda, me senté y comencé a leer.

15
UN EXTRAÑO POEMA ÉPICO


Tenía ante mí un té humeante, un facsímil del supuesto poema original, bello, pero incomprensible, una copia de su presunta traducción, una microfotografía, bastante buena, por cierto, de las runas de marras halladas en el meteorito de Terra Beta, ahí queda eso, y un formidable estudio de trescientas páginas sobre todo ello, firmado por mi increíble tío, amén de un bolígrafo y una libreta para tomar notas. ¿Qué demonios quería que yo le dijera? Primero, y no antes de tomar un sorbo del - ¿burbujeante? - líquido, inspeccioné todo el material y deseché al instante el estudio de los originales. No iba a entender absolutamente nada; los aparté y me quedé con la traducción del poema y con el estudio. Al hojearlo, pude comprobar que, de sus más de trescientos folios, aproximadamente los cien primeros hacían mención exclusiva a aspectos técnicos de la misión, como componentes de “El Último Fénix” y otros detalles que ya me habían sido someramente revelados. Los siguientes ciento cincuenta compendiaban el estudio en sí sobre las coincidencias entre los símbolos rúnicos y los versos del poema, pero a todas luces estaba escrito para los habitantes de Terra Beta, porque las coincidencias me parecían del todo arbitrarias. Pero yo era un lego en caracteres rúnicos terrabéticos, o como diablos se llamasen. Yo, y seis mil millones de personas en todo el mundo.
La última parte era una declaración de fraternidad y una compilación de los motivos, en base al estudio sobre las coincidencias, por los que habríamos llegado a su errático y caprichoso planeta, claro que esto último no aparecía en el estudio.
En los últimos folios, a modo de índice, aparecían las tablas de las presuntas fechas de llegada y salida del planeta, y el convencimiento de que todo acabaría bien para los dos mundos y para el universo, en suma, y patatín y patatán, y, en fin, que Dios salve a la reina. Si se trataba de una tomadura de pelo, era desde luego una de las tomaduras de pelo más elaboradas de la historia, sin lugar a dudas.
Lejos de intentar entender las semejanzas y la simbología implícita en los preciosos documentos, dejé todo lo demás, le pegué otro sorbo a la humeante taza y cogí la traducción del poema y el bloc de notas. Me arrellané en el sofá y empecé a leer.

Oda al Sagrado Pueblo Guerrero de Ika-Bar-Lampur-Ta-Me
(In Memoriam)

Heme aquí con tal talante
Que dispuesto estoy a hacerlo
Pues hoy a la madrugada
Saldremos, mas sin refuerzos.

Sólo ciento veinte vamos
Y ellos son casi mil cientos.
Yo lo sé porque además
De ser poeta y guerrero

En el tiempo de mi infancia
Fui también aventurero
Y recorrí aquellos campos...
Ya no son más que un recuerdo.

Mientras cabalgo desnudo
De todo ruin pensamiento
Saludo a las viejas gentes
Y a los niños que en el pueblo

Lloran por sus partidas...
Lágrimas que lleva el viento.
Mujeres y hombres vamos
Juntos en el tropel.

Miro atrás y veo chicos
Que quiérense unir a él.
“¡Bienvenidos seáis todos!”
Exclama el viejo Manel,

Quien, como las mujeres,
Su edad, ni a San Gabrel,
Que ya contaría años
El abuelo del tropel.

Transcurren densas, pesadas
Las primeras horas del día
Y ya cuando el astro rey
Nos anuncia el mediodía

Resuenan en lontananza
Las alegres melodías.
Una de ellas conocía
Y creo que así decía:

“Encontraron los ladrones
Una celda húmeda y fría
Aun habiendo visto antes
Riquezas y plata fina.

Encontraron peregrinos
El tesoro de un milagro,
Tal vez por sus buenas obras
Y por sus grandes abrazos.

Así como ellos nosotros
Obtendremos el milagro.”
Se aminoró la marcha,
Aconteció ya el día

Y entre las densas sombras
Quedas tras el viejo día
Se hunden nuestros pesares
Y hondas melancolías.

Tan sólo unos cuantos pasos
Y silbó tan mala flecha
Que si alguna vez quisiera
Explicar su mal fortuna

Bien quisiera que los hados
Iluminasen mi pluma.
A parar fue la flecha
Al pecho de Manel.

Amargos fueron los llantos
Tras encuentro tan cruel.
Pero tras aquello, nada,
Salvo valentía y fe.

Amargos fueron los gritos
Y más aún la derrota
Y tras aquellos pasos de sangre
Caí tras mi propia sombra.

Ensangrentadas las manos,
Cubierta de polvo el alma,
Escribo mi última oda
A mi pueblo y a sus almas:

“Amores innocuos que pierden
Su facultad al morir:
¿De morir en estas manos
Merece la pena ir

A tal vida que es la muerte?
Ya no puedo resistir.
Yazgo, mas muero en vida,
Pues yo no quiero aún morir.

Aunque tal vez se prefiera
Morir a dejar de existir.

Tomé mis notas, me llevé el estudio y salí de allí. Pese a todo, estaba seguro de que las arañas doradas no tardarían en aparecer, reclamando a bocados su profanado hábitat.
Salí al pasillo y me dirigí al despacho de mi tío. Tal como había supuesto, estaba allí. Esperando.
- ¿Ya estás aquí? ¿Qué te ha parecido?
Un ávido interés que rayaba la locura, o a mí me lo pareció, se reflejaba en su rostro. Su expresión era la de un niño después de haber realizado alguna de sus más tempranas y terribles proezas. Tenía la intención de hacerme de rogar, pensar mejor mis conclusiones y regresar con algo un poco más tarde, pero a decir verdad tampoco me apetecía mucho, así que decidí complacerle a fuerza de improvisación.
- Pues, veamos - empecé, adoptando un cierto aire de intelectualidad que no iba conmigo en absoluto -: he basado mis apreciaciones en el poema, y más concretamente en su contenido, es decir, en su traducción. - Él me escuchaba con una extraña suerte de distraída atención, como si estuviera pensando en más cosas, o en otras o, de algún modo, más allá de mis palabras, como si de éstas él estuviera sacando sus propias conclusiones. - Me parece muy bueno lo del talante.
- ¿El talante?
- Sí, eso del primer verso, y el lenguaje épico y anacrónico: “Heme aquí con tal talante...”
- Bueno, si has leído el estudio, en el apartado de lenguaje y expresión...
- Sí, bueno, vayamos al grano - corté, en un intento desesperado de reconducir la conversación y llegar a algo interesante. Mi iniciativa pareció complacerle -. He sacado algunas conclusiones.
- Adelante.
La improvisación al poder. ¿No es mejor tomarse la vida como un juego, siempre?
- Es obvio que tanto el meteorito como el poema están relacionados, y que sólo estarán cualificados para realizar esta misión quienes tengan en su poder ambos elementos y hayan sido capaces de descifrar las runas y los símbolos del pergamino y relacionarlos adecuadamente.
- Continúa.
¿Iba por buen camino? ¿Era realmente tan intuitivo? ¿Estaba perdiendo el juicio?
- Por lo tanto, todo apunta a que somos nosotros los elegidos. Pero aún hay más. Nos hace falta una preparación exhaustiva, un tiempo de formación y adaptación a la misión que nos ha sido encomendada, y mi período de formación empieza ahora.
- Excelente.
Mis palabras comenzaban a fluir de un modo monocorde, como si hubiera memorizado con asombrosa exactitud lo que estaba diciendo. Era consciente de ello, pero me gustaba el absurdo juego y la extraña y agradable sensación de complacer a mi interlocutor, así que proseguí, contagiándole, si tal cosa era posible, mi creciente entusiasmo.
- Saldremos de madrugada. Tres palabras, tres viajeros. “Sólo ciento veinte vamos / y ellos son como mil cientos”: eso hace doce contra diez mil. Es el número de planetas que han sobrevivido a Terra Beta en su errático paso por el universo. También es el número de viajeros que han intentado antes lo que nosotros hemos de lograr ahora. Por lo tanto, cuando lleguemos hemos de actuar como letrados, haciendo referencia a los antecedentes. El problema es que no sabemos quiénes nos precedieron, e ignoramos si lo lograron en realidad. Sólo sabemos que lo intentaron doce antes de nosotros. Tampoco sabemos si se trata de doce personas o de doce expediciones, y tampoco sabemos si son o serán simultáneas ni cómo opera el tiempo allí donde vamos. En realidad, no sabemos prácticamente nada.
- Continúa.
- El tiempo de la infancia del poeta guerrero son nuestros propios sueños, que tendrán una gran importancia en nuestra misión. Todos hemos visitado Terra Beta en sueños en nuestra infancia. Es ese otro mundo al que nos evadimos cuando soñamos, ya estemos dormidos o despiertos. “Desnudo de todo ruin pensamiento”: precisaré de un período de formación y purificación, a fin de entender hasta sus últimas consecuencias la misión que nos ha sido encomendada. La canción habla del motivo noble del viaje, más allá de los peligros y de la ambición personal. Pero algo terrible va a pasar el segundo día de nuestra llegada a Terra Beta, y debemos estar preparados para seguir adelante, cueste lo que cueste. “Y ya cuando el astro rey / anunciaba el mediodía”: llegaremos a través del Sol. Este momento sin retorno representará el preámbulo de la llegada, nuestro alumbramiento en el otro mundo, pero no estaremos muertos. Sobreviviremos. Por lo demás, nuestro destino no está escrito.
Estaba cansado, confuso, como si me hubieran lavado el cerebro, pero sólo había leído un poema, hojeado un estudio descabellado y tomado una taza de té, así que tal cosa no era posible y la sensación era fruto de mi imaginación. No podía ser de otro modo.
- Estás cansado - dijo A. A., leyéndome el pensamiento -. Ve y acuéstate. Mañana empezaremos con tu formación.
- De acuerdo - creo que dije, y ya lo siguiente que recuerdo es una habitación oscura.

















16
PREPARATIVOS


Los días siguientes constituyeron mi período de formación para la misión que me había sido encomendada. Conocí a Carlo al día siguiente de su llegada a la casa, porque la combinación del efecto de la burbujeante infusión y la lectura del extraño poema me habían dejado fuera de combate. Era italiano, grande, de mentón alargado y cuadrado, tenía el pelo rizado, muy moreno, casi azulado, grandes patillas y un jersey de cuello alto del que no se desprendía jamás. Después de nuestra presentación, del todo formal, no tuve muchas ocasiones de verle, porque se pasaba todo el tiempo comprobando los sistemas de la nave y no permitía que nadie le interrumpiera en su meticuloso trabajo.
Todo era, cuado menos, peculiar, desde el excesivo ejercicio físico, que incluía carreras por el césped helado de madrugada y trepidantes duchas ráfaga matutinas hasta lo que mi tío denominaba “mi preparación espiritual”, a base de lo que se me antojaban unas anticuadas técnicas de relajación y meditación, té aromático e incienso; pero lo que más me llamó la atención fue todo lo que pude leer sobre Terra Beta, información que mi tío había recopilado durante años de estudio e investigación basados en el poema y en las runas del meteorito, llevando mucho más allá del informe preliminar sus indagaciones sobre aquel mundo imposible.
Cuando llegáramos a su superficie, Terra Beta, el planeta errante, estaría acompañado por tres pequeños soles azulados que arrastraría consigo hasta el fatídico día de la colisión con el nuestro. Después de eso, nadie podía saber lo que ocurriría con esos soles. De todos modos, estaban agonizando, hasta el punto de que ya no ejercían ningún tipo de influencia sobre el planeta que iba a abandonarlos sin mostrar el menor signo de piedad. Lo que estaba claro era lo que le iba a suceder a la Tierra. Desaparecería sin remisión. En cuanto a Terra Beta, tampoco podía saberse a ciencia cierta qué cambios iba a soportar después del choque, pero las previsiones eran catastróficas. El estudio presuponía distintas posibilidades, pero la que se llevaba la palma, con un 35%, era la muy poco halagüeña de que se salvarían el uno por ciento de los seres que habitasen Terra Beta en el momento del terrible impacto, y las especies que sobrevivirían a la hecatombe no eran precisamente las que sacarían adelante una sociedad para el porvenir. Sobre este punto, sobre las especies que íbamos a encontrarnos allí, existía una base de datos formidable que llevaríamos con nosotros en la supercomputadora instalada en “El Último Fénix”.
Pude ver cosas increíbles. Allí estaban los creps, criaturas aladas de la noche, que no eran ni aves ni mamíferos, los bamps, su comida favorita, pequeños roedores muy astutos; los temibles grolehm y los noemos de los bosques; las hagas viscosas que habitaban los plúmbeos ríos multicolores y los duendes; los igonts, gigantescos reptiles que gustaban de arrastrar sus enormes moles por los polvorientos caminos de Terra Beta, el afable elkrna, una extraña mezcla entre un paquidermo sin colmillos y un marsupial, el imprevisible kängros, una suerte de oso-dingo-canguro, y así hasta un sinfín de especies de todas las formas y tamaños. La variedad era increíble. Las vetustas e inteligentísimas arranyas, que habían habitado Terra Beta desde mucho antes de que los junanos, la especie que ahora dominaba aquel mundo, o más bien una de ellas, llegasen al planeta. La otra gran especie de Terra Beta eran los Señores del Crepúsculo, los seguidores de Moebius, el dios de la Oscuridad. Al cabo, y tal como aparecía en otros archivos que se referían al futuro del planeta, todo consistiría en un enfrentamiento entre los seguidores de la noche y los adeptos a Deus, el dios de la Luz, aunque no alcanzaba a ver qué tenía eso que ver con nuestra misión.
Pero tal vez aún más fascinantes eran algunas de las características del planeta. En Terra Beta no había agua. Llovían agujas heladas que se clavaban en la tierra y después se fundían a su contacto en una suerte de charcos multicolores que conformaban ríos y mares plúmbeos imposibles, densísimos, anegados de toda suerte de especies de peces viscosos. El paisaje era cambiante, una roca podía aparecer delante de uno, o bajo sus pies, y desaparecer en segundos para volver a reaparecer a miles de kilómetros de distancia y dejando su lugar a una mata, o a un abismo. Estas repentinas mutaciones eran la consecuencia de los sucesivos choques de Terra Beta con un número indeterminado de planetas, lo que había venido provocando un sinfín de reacciones atómicas que habían acabado por crear tales fenómenos peligrosísimos. Para entrenarme al respecto, A. A. había creado un programa de ordenador, una suerte de simulador de las condiciones físicas del planeta. En menos de una agotadora semana estaba preparado tanto física como mental y espiritualmente para el viaje.
Y cuando Carlo bajó de su torre de cristal y nos comunicó que había terminado con las últimas comprobaciones, todos supimos que había llegado el momento.
Saldríamos al día siguiente, de madrugada.
El mismo día del eclipse lunar.






17
EL GRAN DÍA


Nos levantamos a las 4:30 A. M., y veinte minutos después ya estábamos en la nave. El nerviosismo no me había dejado pegar ojo en toda la noche, pero estaba totalmente despierto, ávido de sensaciones, a punto de estallar de gozo.
Estaba todo preparado, los equipos empaquetados y la suerte echada. El viaje iba a ser relativamente breve, al menos en cuanto a lo que supondría para nuestras conciencias. Tras un breve lapso de unas horas, tiempo suficiente para que la computadora de la nave dirigiera ésta hacia el punto por el que tendríamos que atravesar el Sol, alcanzaríamos una velocidad rayana a la de la luz, atravesaríamos la estrella y nos proyectaríamos, a través de un agujero de gusano, hasta las cercanías del planeta. Así de sencillo.
Ahora sólo restaba que todo saliera según lo previsto.
Nada más subir a la nave Carlo nos explicó por quincuagésima vez cómo transcurriría todo. Salvo estas repetitivas indicaciones, era más bien parco en palabras. Nos sentamos en sendas butacas, él a los mandos, calentó motores, y aquello se puso en marcha, suavemente, como si hubiera encendido el motor de un Buick del 77, al tiempo que el techo se abría dando paso a un cielo oscuro como la boca de un lobo, sin estrellas. Era de madrugada, tal y como había vaticinado supuestamente el extraño poema, a cuyos versos, que no lograba quitarme de la cabeza, no paraba de dar vueltas y más vueltas, hasta el punto de llegar a tener la imposible sensación, en algunos momentos, de ser su autor.
Y entonces despegamos.
“El Último Fénix” se liberó de su prisión con un suave movimiento ascendente. Giró sobre sí mismo y se elevó lentamente. Una vez hubimos traspasado el techo, la nave se detuvo, Carlo accionó otros mandos y la nave comenzó a avanzar en medio de la noche. No tardaría en amanecer, pero nosotros ya no estaríamos allí para verlo.
- Bien, y ahora agarraos.
Fue decirlo y en el mismo instante nos proyectábamos hacia delante y hacia arriba a una velocidad de vértigo. Gracias a que también nos habíamos entrenado para soportar estas sensaciones, porque de no haberlo hecho habría vomitado. Cuando salimos de la atmósfera terrestre, apenas unos minutos después, la sensación de calma se apoderó de nosotros hasta el punto de que no pudimos reprimir una oronda sonrisa. De momento todo iba bien.
- De acuerdo, esto ya está - dijo Carlo -. En menos de tres horas, dos horas, cincuenta y siete minutos y treinta y dos segundos, para ser exactos, la nave entrará en la segunda fase. Hasta ese momento podemos permanecer en cabina. A partir de entonces, si no estamos en las cámaras de criogenización, moriremos, así de claro. La computadora de la nave hará el resto. Y lo hará bien, siempre y cuando los cálculos de tu tío sean correctos, claro está - me guiñó un ojo al decirlo, como si todo aquello, nuestras vidas incluidas, fueran un mero juego -. ¿Alguna pregunta? Pues bien, caballeros, me voy al sobre. Buen viaje.
- Yo también me voy. ¿Vas a quedarte, Igor?
- Sí, aún quedan tres horas, ¿no? Esto es alucinante.
- Bien, pero controla el tiempo. De hecho, voy a programar la computadora para que te avise dentro de dos horas.
- Que sean dos horas y media.
- De acuerdo, dos y media, pero recuerda que debes entrar en la cámara pasado ese tiempo. ¿Recuerdas cómo debes hacerlo?
- Me meto, cruzo los brazos, presiono el botón rojo con la mano izquierda y la cámara se sella herméticamente.
- Excelente. Entonces, nada más, nos vemos en Terra Beta.
- Eso espero.
- Confía en mí.
- Sí, claro.
Carlo ya se estaba metiendo en la cámara y el proceso de criogenización concluyó con un chasquido y un chorro de aire helado. Mi tío hizo lo propio y me quedé solo en la cabina, extasiado ante la maravilla que se desplegaba ante mis ojos.
El plan era dirigirnos hacia la Luna, soslayarla y dirigirnos hacia el Sol. El espectáculo era soberbio. La oscuridad del amanecer se iba convirtiendo en un tenue resplandor que iba dando paso paulatinamente a un arco de luz cuyo fulgor en breve se tornaría insoportable. Cuando no pude soportar el brillo del astro, cerré el visor y le pedí a la computadora de la nave que volviera a mostrarme el archivo de las especies que nos encontraríamos en Terra Beta. Hice un recorrido exhaustivo pero rápido, porque ya había visto varias veces el archivo, pero, por uno u otro motivo, nunca había llegado al final. Allí había una celdilla negra, un icono en el que no había reparado en mis anteriores revisiones del increíble documento. Lo cliqué con el ratón inalámbrico y accedí a un texto, cuando menos, intrigante:

Hasta aquí las principales especies que habitan Terra Beta. Los habitantes de las Terras Negras son, principalmente, mutantes. Debido al extraño funcionamiento de este errático planeta, es imposible concretar qué especies podremos encontrarnos, o siquiera si tal cosa - la vida - será posible más allá de las Terras Acrisoladas.

Mi tío no me había hablado de las Terras Negras y tampoco había mencionado en ningún momento las Terras Acrisoladas. Me había explicado, o eso había entendido, que todo el planeta era un crisol multicolor y cambiante en el que todo era posible, el paisaje cambiaba ante tus ojos y habría que andarse con mucho ojo para no salir malparados, pero nada sobre seres mutantes imprevisibles. En fin, se lo comentaría a nuestra llegada. Eso si tal cosa tenía lugar. ¿Qué más cosas me habría ocultado? ¿Era por mi propia seguridad? ¿La ignorancia es más segura que el conocimiento?
El ordenador me dio el aviso acústico de que habían pasado las dos horas y media. Me metí en la cámara de criogenización e inicié el protocolo: crucé los brazos sobre el pecho, presioné el botón rojo con la mano izquierda, la cámara se cerró, y por un instante no pasó nada. Temí que algo había fallado, o que yo había hecho algo mal, y sentí angustia, porque moverse era contraproducente y podía llegar a ser peligroso, si comenzaba el proceso de criogenización en aquel preciso momento, pero por otro lado necesitaba intentar abrir la tapa de cristal de mi prematuro sarcófago. El frío sobrevino cuando ya no podía más e iba a moverme bruscamente. Al principio fue un leve chorro de aire helado, pero de pronto la sensación térmica se hizo insoportable, justo un segundo antes de que sobreviniera la oscuridad.

Abrí los ojos. Intenté respirar, y pude constatar con consternación que no podía hacerlo. Aún estaba dentro de la cámara de criogenización. Estaba aturdido y no podía menear la cabeza, pero un fuerte resplandor rojizo venía desde mi derecha, donde estaba la cabina. La angustia era insoportable. Cuando creía que no iba a poder aguantar más, que todo había acabado, oí en la lejanía el ruido de un chorro de aire a mucha presión, la cámara se abrió y pude respirar. Salí de allí de un salto y caí de rodillas. Aspiré a grandes bocanadas un aire rancio y requemado. Cuando me hube recuperado un poco, volví a tener visión y pude hacerlo, girando noventa grados un cuello, más que dolorido, agarrotado, miré hacia mi diestra.
Carlo estaba intentando sofocar un fuego en cabina y mi tío, quien parecía tener la frente ensangrentada, yacía a su lado, inerme. No parecía haberse percatado de mi presencia consciente. Un humo color cobalto inundaba toda la cabina en volutas, cuando menos, amenazantes. El problema, fuera el que fuese, parecía grave.
- ¿Qué ha pasado? - dije como pude, entre preocupantes toses, estertores y un insoportable escozor de ojos.
- ¡Coge el otro extintor, vamos!
Lo hice y lo dirigí directamente hacia el cuadro de mandos, del que no paraban de salir chispas. Cuando hubimos sofocado el fuego, le espeté de nuevo:
- ¿Se puede saber qué demonios ha pasado aquí?
- Algo ha fallado. Mira.
Pulsó el botón del visor. Parecía funcionar correctamente, porque ante mis ojos se desplegó un paisaje demencial. La nave se dirigía a una velocidad de vértigo y desde una altura de unos quinientos kilómetros, tal como aparecía en la trepidante pantalla central, hacia un planeta colosal cuya oscura superficie parecía cambiar a cada instante.
- ¿Eso es...?
La computadora parecía haber enloquecido de repente. Decenas de pitidos y de luces de todos los colores pugnaban por imponer su estética en una suerte de demencial cacofonía lumínica, cromática y acústica a un tiempo.
- Me temo que sí, las coordenadas son correctas - dijo Carlo tratando de superar con su voz el volumen creciente de los chirriantes pitidos -. La computadora nos ha sacado de las cámaras de criogenización y nos ha comunicado que no podía seguir manejando la nave por más tiempo.
- El planeta... - era la débil voz de mi tío, quien, desde el suelo, intentaba balbucir algunas palabras que resultaban ininteligibles -... es el planeta. Nos arrastra.
- ¿Esto estaba previsto? - dije, aterrado, sin atreverme a moverme de donde estaba siquiera para ayudarle a incorporarse.
- No, previsto no, pero era una posibilidad - dijo, incorporándose por sí mismo. Lo de la frente era sólo un rasguño superficial.
- ¿Qué va a pasar? - le pregunté, alzando la voz, mientras se arrastraba hacia nosotros.
- Francamente, no lo sé. Nos está arrastrando, pero no sé si es debido a la masa del planeta o a la conciencia del planeta. Había previsto que nos arrastrara, pero el choque primigenio ha sido demasiado brusco. Tendría que haber sido mucho más suave y paulatino. Si esto es así ahora, no sé cómo acabará. Espero que el planeta quiera admitirnos.
- ¿Qué? ¿Qué quieres decir con “espero que el planeta quiera admitirnos”? ¿Qué es eso de “la conciencia del planeta” o lo de “el choque primigenio”? - dije, literalmente deshecho en un manojo de nervios. El planeta, Dios quisiera que fuese hospitalario, se acercaba a velocidad de vértigo. Sentí náuseas. Si el golpe iba a ser así, ahí acababa todo. Esto no podía estar pasando. Sencillamente, era una situación increíble.
- Como sabéis, está vivo, se nutre de los soles de otros sistemas que agosta a su paso...
- ¿Y naves? ¿Se nutre de naves? - dije, irritado hasta la extenuación.
- ¿Tiempo para la colisión? - dijo A. A., eludiendo mi comentario.
- ¿Colisión? ¿Cómo que colisión? Dime que es una broma, que está todo controlado. Dime que...
- Cincuenta y seis segundos - dijo Carlo. Parecía imposiblemente sereno, como si pretendiera dominar la situación hasta el último segundo.
- Cuando estemos a diez mil metros se producirá un efecto colchón. El choque será brusco, pero el colchón atmosférico detendrá nuestra caída. Estaba previsto que estuviéramos aún en las cámaras cuando esto sucediera, y que el choque con el colchón abriera las compuertas de seguridad, pero parece que o bien el planeta es mayor de lo que había calculado, o bien...
- ¿O bien qué, joder, qué? - Había perdido los estribos.
- O bien ha crecido.
Me quedé mudo por un instante. Al cabo, cuando sentí que las palabras volvían a aflorar a mi resequísima boca, pregunté:
- ¿Cómo es posible?
- El planeta se nutre de sistemas solares. Cada uno le aportará nuevos nutrientes que actúan a modo de proteínas que incorpora a su masa descomunal.
- Treinta y siete segundos.
- En quince segundos se producirá el choque. Agarraos a lo que podáis, las cámaras están inservibles.
- Veinticinco segundos.
- Esto no puede estar pasando.
- Agarraos y confiad, confiad...
- Veintitrés, veintidós...
- ¡Oh, Dios mío!
- No...
- No pasa nada.
- ¡No pasa nada, no pasa nad...!














SEGUNDA PARTE
TERRA BETA




El camino se extiende entre las colinas verdes y suaves
Y la brisa disipa la mirada distante del cielo protector
Que dibuja palomas y manos de agua sobre los campos
Desiertos de un mundo nuevo en ciernes...

El silencio se apelmaza y se abre al eco
De los tiempos por venir.
La brisa existe antes del tiempo,
Antes de que exista alguien que lo acate,
Que lo intuya, lo presienta, lo asuma, lo nombre.

El mundo bulle en silencio de actividad vigorosa
Y en breve todo se poblará con el llanto de la tierra.
Lo Que Es observa todos sus mundos con los ojos cerrados
Y su sonrisa le recuerda que nada aún, en realidad, ha tenido comienzo.

Génesis
Del Libro de las Sombras



Entonces se despertó e intentó entreabrir los ojos.
La débil luz de tres soles azulados le hirió como si le hubieran clavado las puntas incandescentes de sendas agujas gemelas imposiblemente finas y certeras en cada uno de sus irises inmaculados.
Los cerró con fuerza y tardó un buen rato en atreverse a abrirlos de nuevo.
Una descarga eléctrica que había desaparecido tan súbitamente como había llegado había recorrido su espina dorsal, pero ningún sonido había salido de sus labios en ciernes.
Aún no podía mover sus ateridos y aletargados miembros, así que se limitó a quedarse quieto, escuchando, esperando.
Pudo oír el leve contacto de la suave brisa sobre la alta hierba e incluso el rumoroso siseo de diminutos animales que pasaban junto a él o sobre él, pero aún no podía saber qué cosa era “ojo”, o “luz”, o “dolor”, o “aguja incandescente”, “brisa”, “hierba”, “animales”, siquiera si era “él”, “ella” o “ello”.
Por el momento era sólo una masa informe, viscosa, que paulatina, dolorosa y lentamente iba tomando un aspecto humano asexuado, de figura alargada y esbelta, calva y retorcida.
Cuando pudo hacerlo, arañó débilmente la tierra con sus dedos aún informes.
Se abrió la viscosa piel y fue entonces cuando pudo sentir que yacía sobre una superficie fría y dura.
Y sintió la perentoria necesidad de poner nombre a estas sensaciones.
Al tenue dolor en la espalda provocado por el a cada momento más abrupto contacto con el frío suelo lo llamó mentalmente Aga, y al punzante dolor en el iris, que parecía remitir por momentos, Agan, de tal forma que Ag era dolor, y a y an eran categorías de graduación de la sensación.
Su cerebro en ciernes aún no podía discernir si tales denominaciones tenían alguna relación con alguna suerte de lengua olvidada o si se trataba de designaciones completamente originales, pero débiles destellos, ráfagas de imágenes que aún se le antojaban incomprensibles le hacían equilibrar la balanza hacia el oscuro y tal vez doloroso lado de los recuerdos.
Cuando pudo, y aún sin abrir los ojos, se giró con torpeza sobre un costado e intentó incorporarse apoyando sus manos en el suelo, pero no pudo hacerlo y se desplomó de nuevo, exhausto.
O exhausta.
No tenía cabello, ni cejas ni pestañas, vello ni uñas.
Tumbado boca abajo, encogido, parecía un extraño recién nacido de diminuta cabeza, absolutamente desproporcionado para poder serlo.
Abrió los ojos. La punzante claridad se había difuminado en una mezcolanza de suaves ocres y malvas. Se sentía más fuerte. Apoyó los dos brazos sobre el suelo, delante de sí, e irguió la parte superior de su cuerpo. Sus orificios nasales se abrieron y el aire helado penetró con fuerza en su interior, vigorizando un mecanismo que había permanecido aletargado hasta entonces. Inspiró de nuevo y una fuerza inusitada invadió su organismo aún incompleto. Se echó hacia atrás, hincó la rodilla izquierda en el suelo y se incorporó lentamente. Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero no quería sentir más aga, así que se esforzó en permanecer de pie. Y lo logró. Tenía los ojos abiertos y ante sí un mundo completamente desconocido, cambiante, gris, acrisolado. La hierba que lo rodeaba tenía prácticamente su altura, un metro ochenta, tal vez algo menos, pero más allá podía ver las lejanas montañas y, sobre su cabeza, un cielo desconocido e inmenso que comenzaba a desaparecer. En unos minutos estaría rodeado por la oscuridad más absoluta, y por alguna desconocida razón no se sentía con fuerzas de recibirla en descampado, así que, haciendo un supremo esfuerzo, echó a andar trastabillando en busca de un refugio.






















CAPÍTULO XVIII
TRES VIAJEROS


El primero en despertarse fue Carlo. La nave había quedado destrozada, pero ellos no parecían haber resultado heridos de gravedad. Al menos él, pero tuvo la sensación de que el viejo y el chico no habían corrido peor suerte que la suya. Yacían semiinconscientes, pero pronto se despertarían, no cabía duda. Y si no, le daba exactamente igual. Sólo le preocupaba una cosa: cómo iba a regresar. La computadora había quedado inutilizable y todos los sistemas se habían desactivado para siempre. Un rápido vistazo a su alrededor fue más que suficiente para darse cuenta de que, si lograban escapar con vida de aquel mundo, no sería en esa nave. El viejo loco se había gastado millones en un suicidio colectivo, y eso era algo por lo que no estaba dispuesto a pasar.
Cuando desperté, vi a Carlo zarandeando a mi tío. Me zumbaban los oídos, así que no podía oír con nitidez lo que le decía, pero no parecía ser nada agradable. Poco a poco, fueron llegando las palabras.
- ¡Viejo chiflado! ¡Esto no entraba en el contrato! ¿Se da cuenta de que ha podido matarnos? Ocultar información no es...
- ¡Carlo, por el amor de Dios, déjele! - le increpé, abalanzándome sobre él -. Él no tiene la culpa de este desastre. Lo importante es que estamos vivos.
- Carlo... Carlo tiene razón, me temo - balbució A. A. Carlo le soltó, arrojándole al suelo de un empujón.
- Explícate - dijimos ambos al unísono.
- Sabía que esto ocurriría, ¿no es cierto? - le increpó Carlo.
- Sí, así es - comenzó a decir, acomodándose los diminutos anteojos -. No saldremos de aquí en esta nave. Tal cosa es imposible, ya que no se pueden invertir las coordenadas. Hemos quemado las naves. Ya sólo podemos ganar.
Carlo se abalanzó de nuevo hacia él, cogiéndole por las maltrechas solapas.
- ¡Está loco, está como una cabra! ¡Viejo chiflado, vamos a morir!
- Si no lo logramos, desde luego - dijo A. A. tranquilamente.
Por un momento pareció que Carlo iba a pegarle, pero entonces se calmó, se separó de él y guardó silencio. Entonces supe que Carlo, o bien aún confiaba en mi tío, o bien era tan sumamente racional como para darse cuenta de que aquel anciano obeso era nuestra única esperanza de salir con vida de aquel mundo que ni siquiera habíamos visto aún.
Se suponía que Carlo no sabía nada de la misión que teníamos entre manos, que se iba a limitar a llevarnos y a traernos, y se suponía que esto cambiaba radicalmente el planteamiento de la situación, pero no le pidió explicaciones a mi tío, al menos no en aquel momento, y casi me vi obligado a participarle mis sesgados conocimientos, pero así como su actitud me pareció un tanto extraña, del mismo modo no me consideraba el más idóneo para explicarle los rudimentos de nuestra presencia en aquel mundo. Además, desconocía lo que sabía, y, más aún, desconocía lo que mi tío le pagaba, y para qué, así que guardé silencio y esperé. Las explicaciones llegarían para ambos paulatinamente, salteadas aquí y allí entre retahílas ora interesantes, sobre las características físicas del planeta, detalles de nuestra misión e hipótesis sobre hacia dónde debíamos dirigirnos, ora intrascendentes, sobre prácticamente todo lo demás. En aquel momento todos estábamos demasiado aturdidos como para mantener una conversación mínimamente productiva.
El visor central estaba cegado y los sistemas electrónicos no funcionaban, así que no tendríamos más remedio que abrir la compuerta manualmente si queríamos verlo con nuestros propios ojos, y yo lo estaba deseando. Dieciséis años son demasiado pocos para preocuparse por la propia seguridad, siempre que estés en un mundo errático, a la deriva, en medio del universo... La reflexión no era tan mala y tal vez el momento era idóneo para la filosofía, pero la curiosidad, alimentada a golpe de datos asombrosos, ganaba de uno, así que me adelanté.
- Salgamos de aquí.

Mis palabras sin duda habían sonado grandilocuentes y fuera de lugar, como si hubieran sido pronunciadas por mis labios pero no por mi mente, sino por la de alguien con más experiencia en imposibles viajes intergalácticos, y tal vez prueba de ello había sido el extraño silencio de mis compañeros de viaje. El caso es que, sin necesidad de mediar ni media palabra, si la redundancia es admisible, y tras recuperar una reducidísima parte de nuestros equipos de supervivencia, además del papiro y la urna irrompibles, que absurdamente guardamos con sumo cuidado en una de las mochilas, salimos al exterior.
El espectáculo que se desplegaba ante nuestros ojos era abrumador. La luz de tres soles azulados estaba remitiendo y confería al crisol de aquel mundo un aspecto mitad fantasmagórico, crepuscular, mitad fantástico, onírico, como salido de una pesadilla a punto de empezar. Y sin duda algo de eso estaría esperándonos tal vez sólo un poco más allá de donde nos encontrábamos.
Tomé aire tímidamente. Aunque mi tío nos había asegurado que sería perfectamente respirable, y, de hecho, no tuviéramos dispositivo alguno de respiración asistida, yo no las tenía todas conmigo, más aún después del inexplicable accidente de bienvenida, por llamarle de algún modo.
El aire era rico en oxígeno, tal vez ligeramente dulzón y cálido, aunque invisibles volutas de brisa helada empezaban a horadarlo sin piedad.
El cielo, una mezcolanza de tonos ocres y malvas sobre un tul verde pardusco de fondo, enmarcaba un mundo cambiante, dinámico, cuajado de colosales e impresionantes accidentes geográficos.
La nave, o lo que quedaba de ella, se había detenido milagrosa y providencialmente a escasos metros del borde de un precipicio de unos dos kilómetros de altura, y allí abajo o bien había manadas de imposibles animales de enormes dimensiones o, aunque resultase aún más improbable si cabe, era el propio paisaje el que cambiaba, se retorcía y bullía, como si una mano invisible estuviera cociendo a fuego muy lento un enorme y surrealista plato en una sartén de millones de hectáreas de superficie.
- He de deciros algo importante - dijo mi tío de repente, arrancándonos a Carlo y a mí de aquella ensoñación casi apenas hubo salido del amasijo de hierros retorcidos a los que había quedado reducida la nave, sin detenerse a contemplar el mundo que con tanta dedicación había estudiado durante años, como si supiera exactamente lo que íbamos a ver -. A partir de este momento vamos a soñar mucho más de lo que podríamos soñar en la Tierra. El planeta nos ha admitido, así que ahora se introducirá en nuestras mentes. Lo notaréis también durante la vigilia, pero sobre todo es importante que me contéis vuestros sueños.
- Yo no he soñado jamás - espetó secamente Carlo.
- Eso no es del todo cierto, todos lo hacemos, y es posible que sólo se trate de que no puedas recordarlos. Tal vez también te pase lo mismo en Terra Beta. De todos modos, si tienes cualquier sensación, por vaga que sea, debes participárnosla, es de vital importancia. ¿Lo harás?
Carlo no contestó. Mi tío me lanzó lo que interpreté como una extraña y terrible mirada, y yo asentí. Sin embargo, les oculté sin ningún motivo un sueño que había tenido en la cámara de criogenización.
Se trataba de un sueño recurrente que había tenido en repetidas ocasiones, casi siempre en las vísperas de mis exámenes. En él, simplemente paseaba por un camino en curva que bordeaba una iglesia basílica cercana a mi casa, aunque transformada por el sueño, y un cementerio, también el homónimo onírico del camposanto cercano a la casa de mis padres. De mis padrastros. Estaban al corriente de todo. No estaban al corriente de nada, cómo iban a estarlo. Mi tío podía haberles hablado de un viaje, pero desde luego no habría entrado en detalles. O tal vez sí, pero ellos no le habrían escuchado, como siempre hacían. “He asesinado a la vecina del quinto. Sí, tesoro, sí, lo que quieras, adiós, adiós, que te diviertas, cielo.” Me traía sin cuidado que estuvieran preocupados, sería la primera vez. Además, dudaba que se enterasen de mi ausencia hasta pasados varios días, o tal vez hasta que llegara el fin del mundo, cosa que, si no teníamos éxito en nuestra disparatada misión, no tardaría en tener lugar, tal vez para muchos mundos. El sueño tenía de tétrico la tenue luminosidad crepuscular y la propia deformación de lo real, pero no acababa ahí. El paseo silencioso y vespertino también incluía una visita nocturna a mi colegio de toda la vida, transformado esta vez en una fortaleza colosal y megalítica de acero y hormigón armado de un color gris ceniza absolutamente descorazonador, como si fuera un edificio vivo y muerto a un tiempo, un zombi del todo imposible que me atraía hacia sí de un modo inexorable.
Después de entrar por el hueco de una de las puertas de hierro, sortear varias trampas, rampas, escaleras de huecos diminutos de obligado y asfixiante paso y toda suerte de oscuros pasadizos, además de unos servicios habitados por zombis de inexpresivos ojos rojos, había llegado una vez más a una estancia de dimensiones imposibles que albergaba una colosal piscina en cuyo fondo habitaban monstruos abisales cuyas gigantescas sombras deslizantes podían adivinarse desde la superficie. Al fondo, unas abruptas gradas de piedra de varios metros de altura proyectaban su sombra fantasmal sobre la negra superficie del agua. Miles de especies distintas de algas y peces viscosos y frenéticos poblaban su superficie, y mi mayor temor era caerme dentro.
La tercera parte del sueño transcurría en la fría celda de un monasterio, réplica prácticamente exacta, aunque muy diferente, no obstante, de la habitación donde había pasado las noches de los veranos de mi infancia. En este sueño, también recurrente, yo ocupaba un camastro y otro monje, pues yo lo era también en esta escena, ocupaba el otro. Entre nosotros una mesilla de madera y frente a nosotros un armario.
Prácticamente, el terror implícito en estas escenas, como yo las llamaba, consistía precisamente en su recuerdo como tales, es decir, como sueños reconocidos, como lugares deformados por el hálito onírico, como si se tratase de un velo de tul sobre las distintas situaciones las cuales, al ser recordadas, volvían a la realidad vestidas de tal grado de deformación que las volvía terribles y absurdamente peligrosas.
Pero no les participé nada entonces. Abandonamos la loma y el amasijo de hierros a que había quedado reducida la nave y echamos a andar colina abajo.
Supuestamente, hacia el mar.





CAPÍTULO XIX
LEHA


En medio de la confusión que había provocado la repentina tormenta, Leha había conseguido zafarse de la estrecha vigilancia de sus captores. Los mercaderes de esclavos eran especialmente despreciables, los había de casi todas las razas. La habían capturado unos horripilantes grumbils, pero había muchos otros mercaderes de aspecto incluso agradable que tal vez fueran peores anfitriones.
Leha consiguió escabullirse sin ser descubierta, pero muchos otros no corrieron tanta suerte. Corrió cuanto le permitieron sus delgadas piernas, y cuando la torrencial lluvia de finísimas agujas no le permitió seguir avanzando se refugió en unas enormes madrigueras.
Pasada la fulgurante tormenta, sus captores no habían tardado demasiado en hacer un recuento de quienes habían escapado, y se habían puesto rápidamente manos a la obra. Los grumbils eran unos excelentes rastreadores, así que no tardarían en dar con ella. Descansó un instante, respiró hondo y se adentró en la madriguera. Allí podía haber seres monstruosos, pero no había nacido para ser vendida como esclava. Prefería morir en las fauces de una bestia a acabar desnuda en el patíbulo de esclavos del Gran Mercado del Nuret. No había avanzado mucho en medio de la tenue oscuridad que confería la fosforescencia de unas piedras incrustadas en la roca y en la tierra cuando oyó pasos precipitados y gruñidos a su espalda. Echó a correr, desesperada, tropezando con rocas y arañándose las piernas con las raíces que sobresalían de las paredes, a cada paso menos luminiscentes. Estaba sumida en la oscuridad más profunda cuando se dio de bruces con un muro. Aturdida, aún sin levantarse del duro, húmedo y frío suelo, palpó las paredes, por si el pasadizo continuaba a izquierda o a derecha, pero no era así. Estaba atrapada. Sus captores estaban cerca, creía poder oír sus respiraciones, el resuello de su furia. Estaba segura de que la destrozarían allí mismo, ya no les interesaría recuperarla para venderla como esclava. Entonces perdió el sentido, y se desvaneció suavemente en medio de un sopor que la llevó al lado en el que los sueños nos hacen libres, y no le importó morir en aquel mismo instante y llegar al mundo de los sueños para instalarse allí definitivamente. Cuando despertó, apenas unos minutos después, aunque ella no podía saberlo, la rodeaba la oscuridad y el silencio. Por un instante pensó que lo había logrado, que había llegado al otro lado sin recordar su horrible muerte. Pero las madrigueras eran húmedas y frías, y dudaba de que el otro lado, el mundo de los sueños, lo fuera, así que supuso que las enormes madrigueras de aquel mundo tenían muchos túneles, y cientos de fortísimos olores podrían haber despistado a sus perseguidores, a no ser que algo más grande y hambriento que ellos hubiese dado buena cuenta de ellos. No quiso pensar más en esa terrible posibilidad: de todos modos, estaba momentáneamente a salvo. Cerró los ojos en medio de la oscuridad, se acurrucó contra el muro y se quedó profundamente dormida.


Cuando la despertaron unos lejanos gruñidos, amortiguados por el eco mate de las galerías, apenas dos horas después, un hilo de luz penetraba por un resquicio minúsculo abierto en la imposible pared de piedra. El reflejo nimbaba una delgada línea sobre sus ojos cansados, cuyas retinas disminuyeron súbitamente al breve e insostenible contacto con el milagro lumínico. Cuando volvió a abrirlos, la luz había desaparecido. Aguzó el oído en uno y otro sentido, y pudo constatar que sus furiosos y al parecer incansables perseguidores no andaban lejos, y que al otro lado del muro había alguien. O algo. Continuó escuchando. Fuera quien fuese, o lo que fuese, estaba apoyado de espaldas contra el muro, y no había reparado en su presencia. Estaba prácticamente segura de que se trataría de un junano, como ella, y, por malo que fuese, no podía ser tan malo como otras criaturas con las que se las había tenido que ver a lo largo de su corta pero intensa vida. Sintió que sus infatigables e inevitablemente irritados perseguidores acortaban las distancias, así que, viéndose acorralada, golpeó con fuerza la fría y húmeda pared con sus diminutos puños, pero no hubo respuesta alguna desde el otro lado. Sus perseguidores tampoco parecieron alterarse. De hecho, casi no había hecho ningún ruido. Volvió a golpear la pared, aún con menor efecto, y esta vez se hizo daño. El hilo de luz volvió a aparecer por la rendija, oyó unos pasos que se alejaban en uno y otro sentido, así que tanto el junano como sus perseguidores se alejaban. Moriría de hambre. Sabía de buena tinta que sus perseguidores no descansarían hasta que saliera por el otro lado. Claro que podría intentar avanzar por cualquiera de los infinitos túneles que se abrían por doquier, plagados de peligrosas raíces invisibles, pero también podía encontrarse con sus captores, o morir perdida y sola en aquel laberinto habitado por enormes seres ciegos y viscosos. Pensó que tal vez fuera mejor morir allí. Tenía la débil pero hermosa compañía de aquel rayo de luz, y abrigaba la esperanza de que donde se encontraba estaría a salvo para siempre de sus horribles captores. Si, tal vez fuera mejor así. Moriría y en paz. Después de todo, todo debía tener un final. Estaba agotada, así que se durmió de nuevo antes de darse cuenta de que al hacerlo tal vez moriría de frío. Las noches eran muy frías en aquella época del año, y su guarida no era precisamente cálida ni acogedora.
Estaba soñando que nadaba plácidamente en las oleaginosas aguas de un río anegado de peces viscosos de vivos colores cuando la sacaron de su extraño baño unas manos fuertes que tiraban de ella hacia atrás, por los hombros. En realidad, alguien estaba derribando el muro contra el que estaba apoyada. Se separó, asustada, podía haber muerto bajo la fuerza de cualquiera de aquellos golpes, aunque había decidido morir, de todos modos. La luz de tres Soles entró con toda su fuerza, y ella quedó cegada. Se cubrió el rostro con los brazos y escuchó lo que le parecieron cientos de voces: estaba salvada. Aquellos gruñidos eran de sorpresa, y eran más graves que las voces chillonas de los horribles mercaderes de esclavos, así que, al menos, había escapado de sus garras. Pero... ¿quiénes eran aquellas criaturas? Despedían un olor muy fuerte, pero no era nauseabundo, más bien todo lo contrario, como el que acaban emanando muchos seres juntos durante un tiempo, como de hermandad, tal vez, se dijo, dudando al instante de sus impresiones. Nadie se acercaba a ella, y cuando se le hizo más soportable la luz, entreabrió los ojos y se vio rodeada por cientos de criaturas horribles. Deseó seguir soñando, nadar entre los enormes peces de su sueño, pero ya era demasiado tarde. Tal vez estuviera soñando, al fin y al cabo, la visión resultaba demasiado pavorosa para ser real, así que se mordió suavemente el labio inferior, y sangró. Los extraños seres se rieron, o algo parecido, casi al unísono. ¿Qué clase de criaturas podían reírse de algo así, una chica indefensa mordiéndose el labio para comprobar si está soñando? Ahora sí, unas poderosas manos la agarraron por detrás de los hombros y la levantaron del suelo, la zarandearon y la depositaron, sin ninguna delicadeza, sobre el suelo de tierra, yerta y chamuscada, al otro lado de la caverna recién abierta.
Se había hecho daño al caer, y gimió de dolor, rabia, ira y miedo, en una mezcolanza de sentimientos que jamás antes había experimentado. Ahora que estaba más cerca de ellos, percibió que aquellos horribles seres hedían. Hablaban entre ellos por medio de una especie de gruñidos estentóreos, y temió por un momento que perder la razón era mil veces peor que morir joven. Entonces apareció un junano entre ellos, y se abrió paso hasta donde estaba ella. Su aspecto no era mejor que el de ellos. Las pieles que cubrían su cuerpo despedían un olor nauseabundo, y la horrible sonrisa sardónica que amarilleaba la curtida piel de su barbuda cara le confería un deplorable aspecto de ogro de las montañas. Era enorme. Tal vez lo fuera. Había oído cosas horribles sobre los ogros de las montañas.
- ¡Vaya, vaya!, pero ¿qué tenemos aquí? ¿De dónde vienes, junana? - dijo él, no sin cierto simulado desprecio.
Era un junano, como ella, no había duda, hecho que la tranquilizó un poco, pero había empleado el nombre genérico de su especie delante de aquellos monstruos. Lo había hecho por algo, aunque Leha no podía siquiera intuirlo. Su subconsciente le decía que era su cabecilla, pero que, aún así, los temía, o tal vez fueran peligrosos si procedía de otro modo, pero no podía barajar tales posibilidades, aunque ya estaban allí, pujando por establecerse y comenzar a emitir juicios para defenderse. Tenía los brazos en jarras, estaba inclinado hacia ella con el ceño fruncido y era obvio que esperaba una respuesta, pero a Leha no le salían las palabras. La situación actual y los últimos acontecimientos la habían desbordado.
- Soy de Kimston - pronunció, cuando pudo hacerlo y al junano se le acababa visiblemente la paciencia.
- De Kimston - repitió, ceremonioso y aparentemente complacido, irguiéndose cuan largo era -. ¿Y qué hace una junana joven y bella, sola, tan lejos de... Kimston?
Había adoptado una actitud tan sumamente arrogante que el cumplido, si acaso había pretendido serlo, le había pasado totalmente inadvertido. De otro modo, en otras circunstancias, si él no hubiese parecido estar sobreactuando bajo la atenta mirada de aquellas criaturas, sin duda ella se habría ruborizado.
- Mi hogar ya no existe, señor. - Estaba empezando a recuperar su orgullo, y eso la reconfortaba -. Me temo que vuestras “tropas” - escupió, mirando en rededor - lo arrasaron.
- Me temo que os equivocáis, princesa. Mis... “tropas” - dijo con sorna, trazando un círculo con sus manos -, como vos las llamáis, son las que veis - los seres que se arracimaban a su alrededor se echaron a reír, y el gutural estruendo de sus toscas voces incomodó a Leha casi hasta la náusea -, y, para hablar con propiedad, no son tropas, sino humildes bandidos - e hizo una reverencia -: los más fuertes, fieros y leales valientes que se pueda imaginar. Pero perdonad mi rudeza, princesa, no me he presentado: soy Lehar, Príncipe de los Bandidos. Seréis mi invitada. Y permitidme deciros que lamento profundamente que arrasaran vuestro hogar. Ninguno de nosotros lo tenemos. Miento: nuestro hogar es el bosque; la bóveda del cielo es el techo que nos protege de las inclemencias de un destino incierto; dormimos en cavernas o bajo los árboles, si lo permite el tiempo, incluso dentro de ellos, si es posible, o en sus copas, si sus habitantes nos lo permiten; durante el día descansamos en los lechos secos de los antiguos ríos y, a nuestro modo, claro está, somos tremendamente felices. No nos falta nada, ciertamente. ¿Alguna pregunta? - Leha estaba tan sorprendida de su verborrea que no pudo articular palabra -. De acuerdo, como queráis. Entonces, en pié. ¿Podéis hacerlo sola? No, ya veo que no. Permitidme ayudaros.
Leha tendió su mano hacia la que él le ofrecía, y éste la incorporó delicadamente, como si temiera hacerle daño. Cuando estuvo de pié frente a él ya no le pareció tan alto. Ella le llegaba casi por los hombros.
- Salvo el amor.
- ¿Cómo decís?
- No os falta nada, salvo el amor.
Aquellas palabras habían brotado de su boca como si quisiera haberlas pronunciado mucho tiempo atrás, en alguna ocasión irrecuperable. Por un momento olvidó que estaba rodeada de extraños seres nauseabundos.
- Bueno... para eso están los burdeles de...
- Me refiero al amor, señor.
Lehar, el gran Príncipe de los Bandidos, estaba desarmado. Turbado con sus inocentes palabras, intentó defenderse, contraatacar, pero tuvo que hacerlo a tumba abierta, porque se veía derrotado antes incluso de haber empezado a pelear. Recurrió, tal vez sin advertirlo, a la huída.
- Un bandido no tiene tiempo para el amor.
- Un bandido no se puede permitir el lujo de saber qué es el amor, ¿me equivoco?
Totalmente vencido, desnudo ante ella, de rodillas ya el alma, enhiesto como una torre negra (ser colosal mitad torre mitad gigante que defiende los castillos de los nobles (N.d.A.)), bramó, apartándose de ella:
- ¡Por Moebius! ¡Eres uno de esos estúpidos “buscadores de la verdad” que se dirigen al Nur! - Ella guardó silencio -. Te perdonaré la vida si me dices qué has averiguado y qué es lo que vas a aportar en ese estúpido Congreso, si es que tienes la absurda intención de participar en él.
- ¡Lo que ya os he dicho, y me lo habéis hecho saber vos, ahora, en este instante! Nada sabía hasta nuestro encuentro. Y la tradición dice que vos sois también, por tanto, y sin saberlo, un buscador de la verdad.
- ¡No me hagas reír! ¡La verdad no existe!
- ¿Queréis decir que la verdad es mentira?
- ¿Cómo podría serlo, si no existe?
- ¿Las mentiras existen?
Uno a uno, los monstruos se fueron retirando, aburridos del cariz que estaba tomando la escena.
- ¡Esto es absurdo!
- Contestadme: ¿existen?
- ¡Pues claro que existen! ¡Esto es mentira, todo es mentira!
- ¿A qué os referís?
- Venid conmigo - dijo Lehar, cambiando el trato de nuevo, sin darse cuenta de que lo hacía, y se dio la vuelta.
Leha se levantó e intentó seguirlo, pero lo perdió de vista detrás de una alta tienda de campaña de piel curtida y temió por un momento quedarse a merced de aquellas abominables criaturas, pero entonces lo vio entrar en otra mayor, y lo siguió.
El interior de la tienda estaba oscuro, pero no olía mal del todo, y las débiles llamas de dos velas le conferían un aspecto casi acogedor. Lehar estaba sentado, al fondo, sobre unos sacos recubiertos de una especie de fundas de terciopelo granate, de espaldas a ella.
- Siéntate - le dijo, sin volverse. Al parecer, la trataba de distinto modo cuando estaba enfadado.
Leha lo hizo sobre un pequeño saco forrado, y, apenas oyó el leve crujido de su acomodo, Lehar empezó a hablar, sin moverse un ápice, aún dándole la espalda.
- Soy Frederich Fon Lehar, Conde de Güymkazterl. Quienes arrasaron tu aldea acabaron con la vida de mis padres y de mis seis hermanos: Jans, Christian, Sehn, Kyra, Frirmoll y Bramba. Sus asesinos van a asistir a ese Congreso. He de ir y vengar su muerte.
Leha guardó silencio y sostuvo el de él, hasta que dijo:
- Te equivocas si piensas que tus motivos son los míos. Yo sólo quiero hallar la verdad.
- ¿La verdad? - bramó él, sin dar importancia a su indiscreción, dándose la vuelta, y ella pudo ver sus ojos cuajados de densas lágrimas que parecían negras en la brumosa penumbra de la tienda -: ¡Ésta es la única verdad! - gimió, señalándoselos con ambas manos.
- ¿Que ya no están junto a vos? Así que vos ya habéis alcanzado ese grado de sabiduría...
- Eso no es sabiduría. ¡Eso, es un hecho!
- Cerrad los ojos.
- ¿Qué...?
Leha posó el dedo corazón de su diestra sobre su frente y Lehar sintió la acuciante necesidad de hacer lo que le pedía. Cerró los ojos y sintió que se caía hacia atrás, hacia el fondo de un abismo insondable.
De pronto todo era luz. Había pasado de la oscuridad absoluta a la luz absoluta. Era extraña la sensación de no poder ver nada, habiendo tanta luz a su alrededor. Entonces empezó a soplar una suave y tibia brisa y sus ojos, anegados en lágrimas de dolor, se secaron, y, a medida que esto pasaba, empezó a ver a través de la luz.
Primero vislumbró tenues formas que no lograba reconocer, pero pronto se vio a sí mismo jugando con sus seis hermanos. Estaban en el castillo de sus padres, y éstos aún eran muy jóvenes, casi adolescentes.
Los contemplaban extasiados, sentados en dos sillones de madera bellamente tallados. La escena era imposible. Aquellos niños tenían entre dos y cinco años, pero él se llevaba casi veinte con Jans, dieciocho con Christian, doce con Kyra... y allí estaban todos ellos, juntos, jugando.
Sintió de nuevo que las lágrimas llegaban a sus ojos, pero éstas eran lágrimas de profunda felicidad. La visión se fue emborronando hasta que la oscuridad absoluta volvió a anegarlo todo, y se sintió caer pesadamente sobre un saco cubierto de terciopelo. Le temblaba la mandíbula inferior y no quería abrir los ojos. Quería recuperar como fuera la bendita visión. Intentó dejar de llorar, secar sus ojos, hacer que volviera la brisa, pero no sabía cómo hacerlo. Abatido, los abrió. Los bellos ojos de Leha se clavaron en los suyos con toda la ternura del mundo, y no necesitó decir nada para hacerle saber que ésa era la verdad.
- ¿Por qué me ciega el dolor? - logró articular, cuando pudo sobreponerse a la visión.
- ¿Recuerdas que también lloraste al ver a tus hermanos?
- Sí.
- También nos ciega la felicidad. La verdad, en cambio, no nos ciega jamás. La verdad no es dolor ni felicidad, sino la vivencia profunda de ambos. Vuestros padres os miraban embelesados, con ojos colmados de felicidad, pero en ellos no había lágrimas. Cuando lloramos de felicidad, ésta nos desborda, y corremos el riesgo de cegarnos. La verdad es ese constante fluir en el que pasan cosas. No se puede analizar la verdad. Sólo se puede vivirla en cada uno de sus momentos, únicos e irrepetibles. No habéis vivido una escena del pasado, habéis presenciado vuestra verdad. Eso que habéis visto es para vos la verdad, lo que tenía que haber sido, y así es, vos lo habéis visto. Y sabéis, en lo más profundo de vuestro ser, que no ha sido una ilusión. ¿Vengaros os devolverá vuestra verdad?
- Yo no soy un buscador de la verdad.
- Todos lo somos. Incluso esas criaturas de ahí afuera.
- Necesito vengar sus muertes.
- Ya habéis visto que no están muertos.
- Yo los vi muertos. No puedo olvidar eso.
- Decidme qué habéis visto exactamente.
- Mis hermanos y yo jugábamos en el salón del castillo y nuestros padres nos contemplaban cogidos de la mano.
- ¿Qué habéis sentido?
- Supongo que... felicidad.
- ¿No podéis sentir eso ahora?
- Me puede el odio.
- El odio ciega. La felicidad también. Si fuerais capaz de admitir la verdad de la escena que habéis presenciado siquiera como remotamente posible, habríais permanecido en ese estado mucho tiempo, pero vuestro odio os ha impedido admitir lo que habéis visto como real, era demasiada felicidad, así que habéis vuelto a vuestro odio casi tan pronto como habéis sido capaz de presenciarlo. Nombrad un segundo, dejad vuestras tropas y venid conmigo al Nur, no como vengador, sino como buscador de la verdad. Sólo así vuestro corazón alcanzará la paz que anda buscando desde hace tanto tiempo.
Lehar guardó silencio. Los ojos de Leha eran de una profundidad indescriptible. Admiraba la paz de su rostro, pero sobre todo agradecía lo que le había hecho vivir.
- Está anocheciendo. Podéis pasar aquí esta noche. Os contestaré por la mañana - dijo él, por toda respuesta a su invitación, y salió de la tienda.
Las paredes de tela de la tienda eran tan finas que Leha podía ver que había luna llena. Se echó por encima una suerte de manta con flecos, se arropó y, sonriendo, se quedó profundamente dormida.






















CAPÍTULO XX
FRÁGOR


Por primera vez en sesenta largos y vacíos años subió a la azotea y dejó que sus ojos cansados se perdieran en la inmensidad de la noche. Sin pensar lo que hacía, se encaramó a una de las almenas. Se sentó con sus otrora fuertes piernas pendiendo sobre el abismo, como si fuera un extraño muchacho imposible de cien años.
Sus pensamientos viajaron hacia atrás en el tiempo, sumidos en el vertiginoso silencio y la trémula paz a los que invitaban, en su eterno titilar, las frías y lejanas estrellas.
Tras sesenta años recluido en el C. R. E. G., la Casa para el Reposo del Guerrero, denominación cuando menos eufemística con que se conocía al mayor y más prestigioso centro psiquiátrico de todo el Soros al que iban a parar los guerreros que habían enloquecido en el campo de batalla, era la primera vez que subía a la azotea almenada de la fortaleza.
Era la primera vez en todo el tiempo que llevaba allí que había dado un solo paso por sí mismo.
Su historia era especialmente cruenta y demencial, aunque en realidad todas lo eran, en mayor o menor medida.
Básicamente, estaba en el C. R. E. G. porque había enloquecido y masacrado a los doce hombres de su propia compañía.
También se le adjudicaba un breve episodio de canibalismo.
Todo había ocurrido hacía sesenta largos y vacíos años, más allá de aquellos muros a los que después de tanto tiempo podía asomarse por primera y última vez.
Durante su estancia en la Casa del Reposo del Guerrero no había tenido sueños y sus recuerdos parecían haber desaparecido para siempre como por arte de magia, sumidos en un vacío abismal, profundamente negro, insondable.
En realidad habían permanecido aletargados en lo más profundo de su subconsciente, hasta aquel día, en que aquel otro, separado por un abismo de más de medio siglo, volvía a su mente para recordarle quién era y cuál había de ser su destino insoslayable.
Aquella misma noche abandonaría los fríos muros de piedra que habían sido su prisión y su refugio durante más de la mitad de su extraña existencia, porque aquella noche había soñado con el mar. Y, simple y llanamente, no podía morir sin verlo. Sencillamente, tenía que salir de allí y llegar hasta el mar. Después, podría morir en paz. Allí, junto al mar, debía reconciliarse con sus compañeros muertos, con los excelentes hombres que él mismo había entrenado, con los jóvenes muchachos y hombres formidables que habían formado su compañía y a cuyas valiosas vidas él mismo había dado cruel término.
Bajó de la almena, cruzó la azotea y la impenetrable oscuridad de los corredores interiores y, sin hacer el menor ruido, salió al patio.
El altísimo muro que circundaba la fortaleza parecía ser la materialización de la mismísima negación de la libertad. Lo hubiera sido para cualquier hombre, pero él no era cualquier hombre. Él era Frágor, Comandante en Jefe de las Tropas de Asalto del Extinto Rey de Leya’n’Imahr. El extraño sobrenombre estaba más que justificado. El ocurrente monarca había dejado órdenes expresas de que, cuando muriese, nadie subiría al poder durante treinta años. Las Leyes Ancestrales permitían tales extravagancias. Dejó todo escrito. Se encargaría de todo su “incompetente Consejo personal”, en palabras textuales del chistoso monarca. Si hubiese que tomar “cualquier decisión grave que atañese gravemente a la supervivencia del reino”, tal era la capacidad de redacción del insigne, el gusto, la chanza o el cachondeo, tal vez, sería invocado hasta un máximo de tres veces y él personalmente, desde el reino de los espíritus, dictaría sentencia al respecto, y su decisión sería inapelable. Se había tenido que someter a complicadísimos rituales para poder hacerlo así, pero su férrea voluntad había prevalecido sobre las reiteradas tentativas de los sumos sacerdotes, quienes habían intentado disuadirle de su decisión hasta el último momento, incluso cuando en realidad ya no había vuelta atrás, porque ansiaban el poder. Pero éste permaneció en manos de su indeciso Consejo, cuyos miembros hicieron uso de sus dudosas facultades durante el primer año, consultaron por tres veces al monarca en el transcurso del siguiente y llevaron al reino al caos apenas comenzado el tercer año del cuando menos peculiar no reinado del Extinto. Fue entonces cuando hombres como Frágor tomaron cartas en el asunto, haciéndose con el poder y haciendo caso omiso de las terribles maldiciones y amenazas que el Extinto había proferido para quienes osasen destituir a su Real Consejo. Cuando el ejército subió al poder, Frágor delegó en Thurquum, General de los Ejércitos del Rey Extinto, quien gobernó con sabiduría y justicia hasta que fue derrocado por Krumah, El Usurpador. Fue él quien, benevolente con los viejos militares que habían acabado con el veto del Extinto, le recluyó en la Casa del Reposo del Guerrero, en vez de condenarle a una muerte segura.
Los pensamientos de Frágor volaron más allá de las lejanas estrellas azuladas y volvieron a él con la fuerza y la forma del más vívido de los recuerdos.
En un instante ya no estaba en el antiguo patio de armas del C. R. E. G., sino a miles de kilómetros de distancia, en las campiñas del Soros, al Nur de Dirgam.
Él y doce de sus mejores hombres habían ocupado la aldea de Greihm, el último reducto rebelde, sitiado por bandidos de las montañas. Habían hecho pocos prisioneros entre los bandidos, pero los oriundos habitantes de la aldea temían tanto a éstos como a los feroces soldados que se habían atrevido a derrocar al Extinto, de quienes se decía que, después de tres años de complicadas incursiones en las intrincadas montañas del macizo montañoso del Soros, tenían los ánimos a flor de piel, y sus reacciones tenían fama de desproporcionadas e imprevisibles.
Un chiquillo moreno de unos diez años se separó de un grupo de asustados ancianos y niños y echó a correr hacia uno de los hombres de la compañía de Frágor. Era el hijo del jefe de los bandidos. Pretendía agredir al que había herido gravemente a su padre en el costado. Tenía los puños cerrados, las manos desnudas. Un solemne acto de valor, sin duda, aunque desesperado e inútil. O tal vez no.
Todo sucedió en menos de un minuto.
El sargento Kwblav desenvainó su espada y ante los atónitos ojos de sus compañeros y de los demás supervivientes rebanó limpiamente la cabeza del muchacho cuando éste se encontraba aún a metro y medio de su objetivo.
La locura sobrevino entonces como un suspiro, como una sombra, como acaece la muerte si lo hace sin previo aviso ni asomo de sospecha.
La cabeza del sargento cayó a sus pies apenas un segundo después de que la del valiente muchacho rebotara en el duro suelo polvoriento. Una mueca sardónica atrapaba su boca en un rictus horrible, los ojos desorbitados, había enloquecido. El semblante del muchacho decapitado continuaba enfadado, como si no hubiera pasado nada.
Los demás hombres de la compañía dejaron de custodiar los grupos de prisioneros que habían hecho y se acercaron para tratar de evitar lo inevitable.
Craso error.
De no haberlo hecho, las cosas tal vez habrían acabado ahí, pero estaba escrito, tal vez por causa de la maldición del Extinto, aunque nadie redactara un informe al respecto, otro final, aún más terrible.
El primero en caer fue Graiyahm, el más joven, quien se acercó a su comandante por detrás con el propósito de tranquilizarlo y tratar de sujetarlo por la espalda. Los entrenados sentidos del nuevo Frágor enloquecido previeron sus movimientos, los transformaron en amenaza, y ésta en muerte.
El joven teniente cayó de bruces, atravesado por una rápida finta de espada, trazada de espaldas con marcial destreza.
Los demás se acercaron corriendo tratando de detener su irrefrenable locura.
Nueve de sus hombres cayeron apenas llegaron a su lado.
El último cortó limpiamente su brazo a la altura del codo y Frágor lo estranguló con la mano izquierda.
Después de ver aquello las supersticiosas gentes de la aldea huyeron hacia las montañas sin la menor intención de regresar a aquel lugar de muerte.
El padre del muchacho pidió a sus hombres que lo acercasen al cuerpo caído de Frágor. Pidió una daga para rematar al jefe del asesino de su hijo, pero entonces Frágor abrió los ojos, unos ojos colmados de vacía locura, y Taarahm, el jefe de los bandidos, le perdonó la vida. Sus hombres no se opusieron a su decisión, tal vez porque dejarle morir desangrado era aún mayor venganza que matarlo, y huyeron hacia las montañas.
Frágor se desmayó. Cuando volvió a despertarse había perdido mucha sangre. Hacía frío y tenía hambre. Había dejado de ser un hombre para ser un abismo insondable. Y un abismo insondable no sabe de límites. Se arrastró hasta el cuerpo de uno de sus hombres, el que le había cortado el brazo, apartó de un manotazo a un par de buitres y les arrebató un pedazo de su carne.
Las tropas del general Krumah le encontraron días después, en medio de la masacre. Los expertos dictaminaron las causas de las muertes de los doce hombres, de los bandidos y del muchacho, y algunas sofisticadas pruebas acabaron de determinar lo que pasó. El propio general se interesó en su caso y ordenó su ingreso inmediato en el C. R. E. G.
Y desde aquel día habían pasado sesenta años. Ahora tenía cien y, simplemente, tenía que llegar hasta el mar.
Estaba en un antiguo patio de armas, sabía quién era y cómo salir de allí, e iba a hacerlo. Sus ojos ya no eran los vacíos azabaches de un pobre orate, sino que volvían a ser los entrenados ojos de un gran guerrero. Apoyada sobre uno de los muros de la fortaleza había una pequeña y tosca escala confeccionada con cuerdas y aparentemente endebles travesaños de madera. Serviría. Sólo necesitaba cuerda y dos piedras.
En cuestión de minutos tenía en su poder una escala en uno de cuyos extremos había atado dos resistentes cabos de cáñamo y a éstos dos grandes piedras cuadrangulares que se habían desprendido de los muros hacía ya varios años.
Fabricó una doble catapulta con un carro largo de los que se utilizaban antiguamente para abastecer la Casa de toda suerte de suministros, uno de los cuales habían dejado abandonado en una de las alas del enorme patio. Había un pequeño foso por la parte de atrás. Desplazó hasta allí el carro, apenas unos metros, y ató unas cuerdas a los extremos del carro y a unas argollas de hierro que emergían del fondo del foso. Ya sólo necesitaba cortar ambas cuerdas a un tiempo. En lugar de su brazo le habían implantado uno biónico que con el tiempo se había adaptado perfectamente a su cuerpo, pero que su mente se había negado a utilizar. Ahora tendría que hacerlo. Se concentró en el extremo de sus dedos, cerró los ojos y de un solo gesto segó de un tajo ambos cabos. El resultado fue tan fulminante que tuvo que correr tras la improvisada escala voladora para que no pasase al otro lado del muro. Lo consiguió, tiró de ella, comprobó su firmeza y empezó a escalar.























CAPÍTULO XXI
LEHAR, PRÍNCIPE DE LOS LADRONES


En el silencio de la noche todo duerme. Todo, menos los habitantes del crepúsculo, quienes, con la llegada de la oscuridad, despliegan sus alas membranosas y abren sus ojos, rojos como centellas, atisbando desde el primer instante el más mínimo movimiento sobre la hierba.
Los lemus suelen ser los últimos en llegar a sus madrigueras, ya porque son lentos, ya porque se muestran muy torpes a la hora de encontrar el camino de vuelta a casa, y se convierten en sus presas más fáciles, y sabrosas. Un crep puede sobrevivir alimentándose de dos docenas de pequeños lemus cada noche, y no les resulta difícil superar con creces esa media.
Pero Lehar, el Príncipe de los Ladrones, no estaba por la labor de hacer las veces de observador de la naturaleza nocturna. Sus ojos estaban clavados en una de las piras que parecían flotar en medio de la nada; su mente y su corazón en la misma nada, ensimismados, como muertos.
Las otras hogueras crepitaban al raso de la gélida tierra. Los grolehm hacían todo tipo de comentarios sobre su melancolía, pero él estaba demasiado lejos de allí como para molestarse lo más mínimo por sus chanzas.
El último grupo de grolehm habían apagado su hoguera, se habían retirado y roncaban recostados contra las rocas que perfilaban por doquier el escarpado altiplano desnudo, y Lehar se quedó solo, sentado frente al último rescoldo, sin intención de alimentar el fuego, soñando, como un caballero que fuera a velar sus armas durante toda la noche.
Había vuelto a su mente una y otra vez con clarividente nitidez la entrañable y bellísima escena que Leha había invocado para él desde el abismo imposible de una nostalgia fantástica y vivificante. “Si eso es brujería”, pensó, “ella es sin duda una maga blanca.” Era tan hermosa... ¿Cómo podía ser una bruja? De un modo u otro, lo había hechizado, aunque tal vez su magia no fuera en realidad tan poderosa. Lo había llevado a su terreno por un tiempo, pero él podía engañarla. Podía hacerse pasar por un buscador de la verdad, podía engatusarla con cientos de preguntas sin respuesta, y podía servirse de ella para sus propios fines. Era un proscrito, un perseguido de la justicia. No podía presentarse en las Terras de Nur ni en ningún otro lugar fortificado y protegido con sus “tropas”, como su dulce e inocente voz los había llamado. No, tenía que ir de incógnito. Y qué mejor que ir con ella. Podían hacerse pasar por esposos, hermanos, tal vez por un padre amante de la verdad, que lleva a su hija a conocer la opinión y el testimonio de sabios doctores, teólogos e iluminados de toda Terra Beta. Podía hacerse pasar casi por cualquier cosa, excepto por sí mismo. No podía ser el Conde de Güymkazterl, así como tampoco podía ser Lehar, el Príncipe proscrito de los bandidos, título que le habían otorgado las gentes a las que había ayudado con los peculiares ingresos que obtenía en sus saqueos, y que se le antojaba a todas luces desproporcionado. Ni era un príncipe ni se consideraba un bandido. Se había presentado como tal ante ella porque había creído que se derretiría ante él al conocer personalmente al auténtico e inigualable Príncipe de los Bosques, pero sólo con mirarla a los ojos se había dado cuenta de que ella era diferente del resto del mundo. No se trataba sólo de su rara belleza, ni siquiera de su voz de cervatillo con el imposible aplomo del ronco acento de un ogro de las montañas, ni era especialmente distinta de cualquier otro ser del mundo conocido por su larga melena rubia, sus profundos ojos verdes insondables o su levísima sonrisa; ni lo era tampoco por su cuerpo menudo y blanco. Había conocido a jóvenes mujeres con su aspecto en los burdeles más concurridos de las ciudades más populosas. No, no se trataba de nada de eso, y era todo eso. Pero, por encima de todo, lo que la hacía diferente a cualquier otra criatura del mundo conocido, era su don celestial de hacerle ver lo que necesitaba ver en aquel preciso momento. Tal vez eso era algo muy cercano a la verdad. Pero, un momento: ¿Estaba pensando acerca de la verdad? ¿Él, el Príncipe de los Bandidos, pensando en la verdad de las cosas, de la vida, de la existencia, del... amor, tal vez? Lo había hechizado, de eso no había ninguna duda, pero la beatífica visión era un bálsamo embriagador que lo meció durante horas frente a las ínfimas lenguas de fuego que acabaron por desaparecer, sin saber de su muerte, dada su condición de inermes y ciegos guardianes, chisporroteando entre el recuerdo intangible de unos niños que jugaban sin saber tampoco que estaban muertos, y el lienzo impenetrable de la noche, fría y serena, cuajado de miríadas de diminutas estrellas inconscientes, como las llamas, como los niños muertos, tanto de todo lo circundante, próximo y lejano, como de sí mismas y de su inusitada belleza.










CAPÍTULO XXII
NOEMU, EL NIÑO SABIO


Una luz en medio de la nada
La nada inconmensurable e imposible
Un mundo en la luz en medio de la nada
Vida en ese mundo
Jovial, vibrante
Bullendo de plenitud
La nada blanca absorbe sus sonrisas
Sangre
Muerte
Nada
La Nada de nuevo
La Nada inconmensurable, imposible
En medio de una oscuridad sin fisuras
La Nada lo es todo

- ¿Qué significa mi sueño, Maestro?
- Bien sabes que sólo tú tienes la respuesta. ¿Por qué, entonces, me lo preguntas? No intentes evadir ni tu propio destino ni tus tareas.
- Con los otros sueños no tengo ningún problema en identificar su significado, en ocasiones me es revelado en el propio sueño, pero con éste es distinto.
- ¿Por qué lo es?
- No lo sé. Es como muchos de los otros sueños, se parece un poco a algunos, pero a ninguno en particular. Es muy extraño. Como si fuera el sueño de otra persona.
- ¿Quieres que lo analicemos juntos?
- Por favor, Maestro.
- ¿Qué te asusta del sueño?
- La Nada. Es fría. Y oscura.
- ¿Como la noche?
- No. Conozco la noche. Sobreviene cuando acaba el día. Es tersa, como de terciopelo negro, y está llena, cuajada de bellísimos astros rutilantes y silenciosos. La Nada es distinta. Sólo es... Nada.
- Si sólo es Nada, no es, ¿no es cierto?
- Eso es precisamente lo que me asusta: que es, que lo es todo. Y en ella todo está muerto. Cuando recuerdo este punto del sueño tiembla todo mi cuerpo.
El anciano monje guardó silencio antes de hablar.
- Debes hacer un gran viaje para compartir tu sueño con los demás habitantes de tu mundo.
- ¿Creéis que nuestro mundo está en peligro, Maestro?
El anciano lo miró a los ojos y, tras un profundo silencio, se sentó. Mirando por la angosta ventana de piedra, empezó a hablar con voz monótona, cansada, como si hubiera envejecido ante los ojos del niño.
- Hasta donde me alcanza la memoria jamás has dicho, ni siquiera cuando aún eras muy pequeño, ninguna tontería. Se revelará en tus sueños lo que permanezca oscuro a tus ojos, no lo olvides.
- No lo haré.
- Y ahora he de ponerte un nombre.
- ¿Por qué he de tener un nombre, Maestro? ¿Vos lo tenéis?
- No, porque jamás abandoné este templo. Pero tú debes hacerlo.
- No quiero dejaros. ¿Otro ocupará mi lugar?
El venerable anciano sonrió y cerró los ojos, aunque sin apartarlos de la ventana, apenas una ranura por la que parecían empezar a entrar, retorciéndose, traviesas, densas, finísimas, imposibles volutas de azabache. En cualquier caso, fuera como fuese, el viejo profesor las veía en su mente.
- Tal vez dentro de cien años, si tienes éxito en tu misión.
- ¿Mi misión?
- Lo sabrás a su debido tiempo.
- ¿Podré volver?
- Volver, sí. Entrar, no, ya lo sabes.
- ¿Cuándo parto?
- Ahora mismo. Ve.
- Fuera hace frío.
- Tendrás que abrir y cerrar la puerta tras de ti.
- No volveré a veros.
- Lo harás. Estarás en mi mente en todo momento. Sólo lo inevitable te hará mella.
- ¿Puedo coger mi manto?
- Sí.
El niño abandonó la estancia, subió las escaleras de piedra hasta el piso superior, entró en su celda y cogió su manto, un austero y pesado pedazo de áspera estopa. Allí estaban sus libros, su vela de estudio, su camastro, su escritorio, su pluma, su silla y sus botas nuevas. Habían aparecido aquella mañana en su celda, pero había decidido no decir nada al respecto. Se las calzó y comprobó que eran de su talla, y en aquel instante supo que su Maestro sabía de su sueño y que tendría que partir esa misma noche. Y también supo que el Maestro miraba por la ventana porque él no lo viera llorar. Y ya no pudo contener sus propias lágrimas por más tiempo.
Lo había encontrado en el bosque cuando estaba a punto de perecer congelado, lo había acogido y sin haberle dado un nombre lo había cuidado, protegido, criado y educado mejor que cualquier padre. Le había enseñado la lengua de los junanos y la Sagrada Lengua de los Dioses Ancestrales, la tosca lengua de los grolehm y la dulce y melodiosa lengua de las hagas viscosas, la aflautada lengua de los duendes y noemos de los bosques helados y más de mil dialectos que podía descifrar por una serie de pautas que el Maestro le había enseñado a manejar con soltura. Sabía nombrar casi todas las cosas, reales o no, en una infinidad de lenguas, bárbaras o sagradas, antiguas e incluso futuras, pero no podía nombrarse a sí mismo. El Maestro había dicho que iba a darle un nombre. El precio era abandonar su hogar. Un hogar o un nombre, pero no ambas cosas. Sin duda, no había nacido (o quizá sobrevivido) para ser uno más en aquel mundo que sólo había conocido a través de sus libros y de las enseñanzas de su Maestro. Pronto lo vería con sus propios ojos. Por un lado sentía miedo. Por otro, curiosidad, la curiosidad que puede tener un niño de diez años antes de descubrir un nuevo mundo, como si estuviera a punto de nacer de nuevo.
Se enjugó las lágrimas y salió de su celda cerrando la puerta tras de sí.
Al llegar al piso inferior y segundos antes de volver a entrar en la estancia principal tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llorar de nuevo. Su querido Maestro seguía de espaldas a él, mirando por la ventana. La débil luz de las antorchas proyectaba sombras alargadas sobre su figura, y por un fugaz instante le pareció que ya no estaba allí. Su ronca voz lo despertó de su ensoñación.
- Noemu, ven aquí - dijo sin volverse, aunque era imposible que le hubiera oído entrar en la enorme estancia de piedra.
Quiso preguntarle si ése era su nombre, pero era demasiado evidente, así que se limitó a acercarse al anciano. Cuando hubo llegado a su lado, éste se volvió, lo miró, se incorporó, lo abrazó largamente, se separó de él y rodeó su cuello con una cadena de cuyo extremo pendía la silueta de un nombre escrito en una extraña lengua desconocida para el muchacho.
- Noemu, ése es tu nombre. En el Idioma Sagrado de los Dioses Primigenios significa Vida. Este medallón fue fundido en el principio de los tiempos. Lleva tu nombre, así que supongo que es tuyo - dijo, intentando esbozar una media sonrisa, pero el niño no captó la emotiva ironía que encerraba el delicado comentario - y debo dártelo en este momento. Noemu, has tenido tu sueño justo antes de que mi mente empezara a flaquear. Sé que muchas preguntas se agolpan en tu cabeza. Puedo oírlas pugnando por salir. No, no vendrá nadie después de ti, y no, tampoco volveremos a vernos en este mundo. Mi mente comenzará a desvanecerse muy pronto y mi cuerpo dejará de moverse, ésa es la Ley. Pero tu nueva vida empieza esta noche. Te he preparado para ella lo mejor que he sabido, pero a partir de este momento estarás solo. Vivirás tu propia vida, y cumplirás tu destino. Cerrarás el círculo. Ésa es la Ley.
El niño no entendió del todo sus palabras, pero no preguntó nada. Nunca antes le había hablado de la Ley.
- No le dejaré morir, Maestro - dijo, en cambio, con los ojos cuajados de lágrimas, lanzándosele al cuello y abrazándolo con fuerza. Aquel anciano había sido su padre, hermano, abuelo y único amigo. Amaba a los demás monjes, pero sentía auténtica devoción por aquel santón venerable -. ¡Le cuidaré, puedo hacerlo, me quedaré a su lado!
- Bien sabes que eso no es posible. Y no eres tú quien me deja morir, sino Deus, el Hijo Predilecto de los Dioses Primigenios. Todo está bien, entonces.
- No lo entiendo - dijo el niño, separándose un poco del anciano.
- ¿Qué es lo que no entiendes?
- ¡Todo! ¡Nada! ¡Nada está bien! ¡Que tenga que irme, que os quedéis aquí, solo, que vayáis a moriros y que prefiráis hacerlo solo a que yo os cuide!
Él era la única persona que había visitado al anciano monje en los últimos años, porque las estrictas normas de la congregación estipulaban que si un monje recogía a una criatura en el bosque y decidía hacerse cargo de su educación y crianza, podía hacerlo y permanecer en el monasterio, pero con la condición de que no podría volver a ver a sus antiguos compañeros y alumnos. Eran las crueles, irracionales e injustificables leyes de los monjes, pero la Ley parecía serlo aún más. Ellos dos, aunque separados por un abismo generacional, habían disfrutado muchísimo de su mutua compañía, y el niño podía estar con los demás monjes una vez cada dos lunas, y los más jóvenes, los que habían sido alumnos del anciano maestro, rompían en secreto su voto de silencio y le preguntaban toda suerte de cosas sobre él, y él se inventaba anécdotas terribles y descabelladas sobre juegos y chanzas que hacían las delicias de todos.
- Así debe ser.
- ¿Quién lo dice?
- Las estrellas.
- ¡Las estrellas son mudas!
- Algún día lograrás escuchar su hermoso canto.
- ¡No es hermoso un canto que os obliga a vos a morir y a mí a dejaros!
- Oh, sí que lo es.
- ¡No, no lo es!
- Escúchame atentamente, Noemu: la vida es hermosa, pero eso no significa que no deban existir el dolor y la muerte. Sin el dolor y la muerte, ¿cómo podríamos apreciar el gozo y el milagro de la efímera existencia?
Se sabía todas esas enseñanzas filosóficas de memoria, e incluso las había meditado y asimilado en su inexperto corazón infantil, pero en aquel momento todo parecía distinto, como si no hubiera servido de nada estudiar el pensamiento de tantas personalidades del conocimiento. Al final todo era siempre lo que había de ser, daba igual el nombre o la perspectiva que se le diera. Un adiós era un adiós, un frío y duro adiós.
- No quiero dejaros.
Densas lágrimas saladas corrían por sus mejillas.
- Pero debes irte. Y sé que lo sabes, de algún modo.
- Lo sé - dijo, e inclinó levemente su rostro, porque no quería que el anciano lo viera llorar de nuevo.
Cuando lo estimó prudente, llevó su enjuta mano hasta la barbilla del chiquillo y le levantó el mentón con suavidad. Cuando sus ojos se encontraron, un brillo que reconfortó al anciano cruzó los del muchacho, aún cuajados de densas lágrimas. Sin poder contenerse por más tiempo, abrazó al anciano con tal ímpetu que estuvo a punto de derribarlo.
- Podrás llamarme, pero tal vez no te sea de gran ayuda - empezó éste a decirle, con los ojos cerrados, sin poder separarse de su pupilo -. Mi mente comienza a declinar, y bien sabes lo que eso significa - y separándose un poco, apoyando sus huesudas manos en sus estrechos hombros y mirándole a los ojos, concluyó -: sí, moriré demente. Me apareceré en tus sueños, pero debido al estado de mi mente tal vez me aparezca como alguien distinto. Tendrás que estar muy atento, ¿lo harás?
Noemu asintió con la cabeza. Las palabras no salían de su a cada momento más trémula boca. Al anciano se le partía el corazón al verlo llorar, pero sabía que aquello era inevitable.
- Por otro lado - continuó, conteniendo las lágrimas -, tú mismo tendrás que averiguar qué consejos son los buenos y cuáles los que te ofrecerá el caos que se me avecina. Sé prudente. Y ahora, ve.
El niño quiso abrazarlo y decirle que lo amaba, que lo echaría de menos, que se fueran juntos, que podían hacerlo, que unidos serían más fuertes que cualquier ley, pero en aquel momento sobraban las palabras tanto como los abrazos.
El anciano retiró sus manos de los hombros del muchacho, que parecían haber cobrado vida propia y no paraban de subir y bajar frenéticamente. Se volvió, se dirigió hacia la pesada puerta, que nunca antes había franqueado, descorrió solo el travesaño de madera que la trababa, que cayó al suelo de piedra con un estrépito que con toda seguridad habrían oído al otro lado del monasterio, la abrió y, sin volverse, tal como había prometido, salió al exterior, cerrando tras de sí.
Avanzó unos pasos y cuando se volvió el templo había desaparecido. Tal vez se debiera a que la noche era cerrada, o tal vez el monasterio era invisible desde el exterior. Había podido jugar con los demás monjes jóvenes en los extensos jardines interiores del colosal complejo, pero nunca había salido al exterior, ni siquiera a las aldeas cercanas.
Todo su mundo se había derrumbado en cuestión de minutos y tras tener un sueño. El acogedor calor del monasterio era ahora el gélido abrazo de la noche. Aguzó el oído. No muy lejos de allí, en alguna parte, llovía a cántaros, pero salvo el rumoroso ruido del abbha acercándose todo era silencio. Noemu pensó en la muerte, en la Nada de su sueño, y se asustó; pero cerró los ojos, tal y como le había enseñado su maestro, inspiró y el frescor del bosque cercano e invisible colmó sus pulmones. Hundió los pies en el barro y se sintió uno con la naturaleza, su nuevo hogar, su nueva vida.
Apenas unos minutos antes no tenía nombre. Ahora era Noemu, la Vida, y él era todo cuanto le rodeaba, aunque no pudiera verlo. Era la húmeda hierba empapada por la gélida escarcha de la noche, los altivos y orgullosos pingus, el viento que aullaba y cortaba el aliento; era su cuerpo y sus ateridas manos, el suelo que pisaba y la extraña sonrisa que empezaba a despuntar en el albor de su nuevo rostro. Se había transfigurado. Era un ser nuevo, diferente del niño que había sido hasta entonces. Tal vez, porque hasta aquel día no había tenido nombre.
Con los ojos aún cerrados dio el primer paso de su nueva vida. Después el segundo, y el tercero, y sin abrirlos, porque estaba tan oscuro que tampoco le habrían servido abiertos, viendo sin ver, como le había enseñado su maestro, con el ojo espiritual de su mente, echó a correr colina abajo, en dirección al bosque cercano, guiándose sólo por su olfato, alejándose de la tormenta, que alcanzaría en breve el ala sor del monasterio invisible que había sido su hogar.








CAPÍTULO XXIII
PRIMER DÍA


Amaneció acurrucado en una cueva labrada en la roca. Se había librado de la lluvia por segundos. Si una sola gota hubiese alcanzado su cuerpo habría experimentado un dolor mucho más punzante del que había sentido al arañarse la piel con la fría tierra.
Tal vez hubiese muerto, pero su destino iba a ser bien distinto. Sus instintos en ciernes le habían protegido aún sin haberse formado del todo. Los recuerdos llegaban a su mente de forma paulatina, pero los primeros sueños habían sido de vital importancia en todo el proceso. Había soñado cosas incomprensibles, pero ahora, al recordarlas, le daban pistas, si bien difusas y posiblemente engañosas, sobre muchas otras.
Salió de la cueva. Apenas había amanecido, pero la intensa luz ambarina de los tres soles que había herido sus irises era ahora un cálido resplandor del todo admisible que reconfortaba su cuerpo, que había estado rehaciéndose durante la noche. Cruzó un grupo de árboles y se acercó hasta un arroyo que corría varios metros más abajo, entre rugientes paredes de piedra y al cual no podía acceder. Siguió su curso y llegó a una especie de remanso en cuyas quietas aguas se refrescaban varios animales formidables. Al verle, huyeron corriendo, salpicando por doquier densas gotas acrisoladas y perdiéndose en la espesura.
Inclinándose sobre el agua, pudo ver su rostro reflejado en la tersa superficie.
En un primer momento no supo que era él, siquiera qué era, pero un testigo presencial hubiera apostado todo a que era un varón joven, de unos treinta años, de largo pelo rubio, liso pero apelmazado, sin barba, aunque ésta empezaba a despuntar tímidamente.
El agua no era precisamente transparente en aquel mundo. De algún modo, había presentido y más tarde recordado las letales agujas que, una vez licuadas, formaban pantanos y bolsas multicolores de aspecto plúmbeo. No era potable, excepto para algunos raros especimenes que habitaban en lo más profundo de los bosques, pero no lograba recordar ese pequeño detalle. Además, aquel remanso no estaba precisamente lejos de los lindes del bosque.
Recordaba los bosques de su infancia, o tal vez los escenarios de algún pasado muy lejano. Cerró los ojos e intentó recordar. Su mente viajó hacia atrás en el tiempo, más y más atrás, como si fuera a perderse para siempre en los abismos insondables de otras eras, de otro mundo muy diferente a éste en el que estaba y reconfortaba su cuerpo, a cada instante más completo, más realizado, como si estuviera llegando al final de un proceso milagroso, y recordó en imágenes mudas fragmentos de una vida que no recordaba como propia, aunque el recuerdo gritaba en silencio que así era. Era un chiquillo rubio, de unos ocho años. Cabalgaba a lomos de un pequeño caballo de aspecto extraño, con la cabeza y los ojos desmesuradamente grandes. Huía, huía hacia las montañas, pero no lograba ver qué o quién le perseguía. Tenía miedo. Había visto caballos enormes, y guerreros, cientos, miles de feroces guerreros preparándose para la batalla. Tenía que avisar a los jefes de su aldea, pero entonces recordó que éstos se hallaban fuera, lejos, más allá de las montañas. Los hombres de su aldea no se habían ido de viaje y tampoco habían abandonado la aldea. Se habían ido a prepararse para una guerra que iba a anticiparse. Habían ido a las montañas para entrenarse y reunirse con sus vecinos, y sus contendientes lo habían sabido, de algún modo, tal vez, no, seguramente habían enviado espías, y se estaban preparando para acabar con todos ellos. ¿Cómo podía avisarles? En su aldea sólo se habían quedado las mujeres, los ancianos y los niños. Tenía que llegar a las montañas y avisar a los jefes, pero su cabalgadura era lenta y sus patas demasiado pequeñas, siquiera, tal vez, para salvar su propia vida. Porque le habían visto.
Abrió los ojos de golpe. Sudaba a mares y ya no lograba recordar nada más, pero estaba seguro de que él había sido aquel niño, en aquel otro mundo que no lograba recordar sino fragmentado, roto, sesgado y sutilmente barnizado por una más que preocupante sensación de dejà vu.
Los habitantes de aquel mundo conocían perfectamente las características del agua y sólo tomaban el jugo de las bayas que pendían de casi todas las especies de árboles, pero el nuevo visitante aún no lo sabía. Hizo un cuenco con sus manos, las hundió en el líquido elemento y estaba a punto de beber cuando sus propias manos no se lo permitieron y se mojó la cara y el pelo. Asustado, se miró en el agua, que empezó a moverse por efecto de las gotas derramadas. Cuando la oleaginosa superficie se detuvo de nuevo se asustó aún más, porque de algún modo supo que él era la imagen reflejada que le devolvía el embalse, y tuvo miedo de sí mismo, de lo que iba descubriendo por momentos, casi a cada instante. ¿Qué sería lo siguiente? Sabía que su imagen, la imagen de su rostro, era la que le devolvía el pantano. Sabía, de algún modo, que no podía beber su denso contenido, y sabía, incluso, que tenía sed, pero saber que su aspecto era el que veía ante sí no le decía absolutamente nada respecto de sí mismo, nada de quién era realmente. No lograba recordar cómo había llegado a aquel mundo extraño y conocido a un tiempo, como si hubiese regresado a él después de mucho tiempo. Pero sus recuerdos, fragmentados, no eran más que destellos, tal vez no más que falsas remembranzas de un pasado inexistente, o tal vez sólo vago, momentáneamente. Esta segunda opción le daba vértigo.
Elucubraba en varios cientos de direcciones a la vez, y tuvo que hacer un supremo esfuerzo para centrarse en una sola línea de pensamiento y elaborar una compilación medianamente ordenada de los corolarios a los que había llegado.
Primero: era un home, en los dos sentidos de la palabra, de raza y de sexo. Alto, de complexión fuerte, musculoso y delgado. Tenía el pelo largo y rubio. Recordaba todos esos conceptos, como empezaba a recordar otros de otra índole, tales como “dolor”, aunque prefería, por el momento, seguir llamándolo por su nuevo nombre, “ag”, el que se le había impuesto categóricamente apenas había llegado a aquel mundo desconocido que, empero, le resultaba más familiar a cada paso.
Segundo, y mezclado con una interminable infinidad de conceptos tanto afines como inconexos que se solapaban en su mente con imágenes relámpago que no lograba ubicar, entender, relacionar ni identificar: había llegado allí. Era un recién llegado. Su cuerpo había terminado de hacerse, literalmente, esa misma noche. “Noche”: otro concepto entrañable y maravilloso. Así como ambos epítetos. Así como esta palabra, o como ésta, incluso como “esta, esa o aquella”.
Tercero: todo concepto le llevaba a otro, y la combinación de ambos a otros tantos, que se fundían y relacionaban con los primeros hasta configurar una red tan enmarañada y rica como cautivadora.
Podía entender el mundo que pisaba, podía ponerle nombres a las cosas que veía, a las sensaciones que iban llegando, prácticamente a cualquier pensamiento, imagen o contingencia. Pero no podía saber quién era en realidad ni qué hacía allí, por qué estaba allí o simplemente dónde estaba. Pero tal vez todas esas preguntas sin respuesta eran ya de otra índole.
Tal vez.
Se pasó horas recordando, sintiendo, relacionando ideas, conceptos, destellos, y sólo llegó a la conclusión de que debía averiguarlo. Postergó incluso su sed. Por encima de todo tenía que saber quién era o, tal vez lo que acabaría siendo lo mismo, qué había ido a hacer a aquel mundo, tan extraño que le era desconocido y familiar a un tiempo.
“Quién soy” y “qué hago aquí” habían sido sus últimas preguntas antes de dejarse mecer por la acogedora inconsciencia de un necesario descanso.
Había nacido un filósofo en Terra Beta.
Y, como buen hijo de Deus, había nacido del barro.
Y aunque no podía saberlo, al menos por el momento, de la sangre.


1

Había conseguido encaramarse a la parte más alta del muro, pero sus cien años y sesenta de inactividad física y mental habían terminado por pasarle factura, se había desvanecido y caído al abismo. Hubiera jurado dos cosas: que había caído del lado equivocado, de espaldas sobre las frías piedras del patio y que se había matado.
La tenue luz azulada de las primeras estrellas llamadas del alba no porque la precedieran, sino porque eran las primeras en despuntar le había abierto los ojos por partida triple. Milagrosamente, no se había roto nada. Además, se había despertado varios metros más allá de donde debiera haber caído, con lo que o bien él mismo había avanzado hasta desmayarse un poco más allá y no lograba recordarlo, o bien alguna criatura nocturna había arrastrado su cuerpo hasta allí, sin hacerle el menor daño. Cualquiera de las opciones era igual de improbable, así que se había limitado a incorporarse y trastabillando se había adentrado en el inexpugnable bosque que se extendía por doquier allende los muros de la Casa del Reposo del Guerrero.
El bosque era frío, peligrosamente silencioso y oscuro como la boca de un lobo. Anduvo durante toda la noche, y aún no había amanecido del todo cuando vislumbró una suerte de ojo negro, como si estuviera viendo el final de un túnel. Dejó atrás el tupido bosque y salió a un llano cubierto de hierba. Aún sólo se distinguía un inmenso campo de ondulante y altísima hierba y una oscura forma retorcida. Sin embargo, le resultó familiar. Miró al cielo. Estaba a punto de empezar a llover.
Y por un instante supo que aquella forma oscura y retorcida en medio del claro era su única esperanza de seguir con vida.
Como pudo, echó a correr hacia allí. Apenas había descendido la pequeña pendiente y llegado al llano se dio cuenta de que la hierba era más alta de lo que había supuesto en un primer momento, y supo que tendría que orientarse a ciegas hasta alcanzar aquel ser, fortaleza o lo que fuera.
Media hora después llegó hasta una zona en que la hierba desaparecía, formando un círculo desnudo en cuyo centro se erigía el enorme tronco hueco de lo que antaño había sido un árbol formidable. Pero no era un árbol cualquiera.
Justo cuando las primeras agujas empezaban a hender la esponjosa tierra, Frágor penetró en el acogedor regazo de su viejo amigo.
Aquél había sido su compañero de juegos durante su infancia. Su único compañero, su único amigo. A él había acudido cuando los niños de su edad se metían con él porque era el más pequeño de la clase. Sólo en la academia militar había crecido y se había transformado en un imponente líder de dos metros de altura.
Pero su viejo amigo lo había aceptado entonces y volvía a aceptarlo ahora, casi cien años después. No habían vuelto a verse en todo ese tiempo, y el reencuentro no podía haber sido más oportuno.
Una vez más, le había salvado la vida. Los árboles eran sagrados, y cuando él huía de sus perseguidores y se refugiaba en el seno de su cuerpo sabía que estaba a salvo, al menos así había sido hasta entonces. Pero tal vez las cosas habían cambiado.
Allí había llorado, crecido y confiado sus más íntimos secretos. Aquel árbol formaba parte de su alma.
Todo tenía un sentido.
Y un momento.
Absolutamente todo.
Estaba agotado. Sonriendo como un niño se quedó profundamente dormido.


2

Habíamos andado durante horas en la oscuridad, el accidente nos había desviado varios kilómetros de nuestro primer objetivo, siempre según las indicaciones de mi tío, en función del en sus palabras y para nuestra sorpresa “providencial punto” por el que supuestamente nos había dejado entrar el planeta, y al cabo nos habíamos detenido en una suerte de cuevas excavadas en roca. Con las primeras luces del amanecer, reanudamos la marcha.
Nos dirigíamos a Lendeirlín, una pintoresca aldea de pescadores. Según los estudios de mi tío, basados en los caracteres rúnicos que aparecían, según él, tanto en el papiro, en clave, como en el meteorito, en una suerte de incisiones microscópicas, allí estaba el castillo del duque de Güerlinton, en cuya capilla, o cripta, eso no pudo descifrarlo con seguridad, se hallaba la tumba del poeta que debíamos visitar. Según sus investigaciones, Dios sabría qué sentido tenían cualquiera de sus conclusiones, el mausoleo de piedra albergaba los restos mortales del autor del poema hallado en el desierto de Gobi, junto a las ruinas de Andajáh. Era el primer paso: ratificar sus hipótesis, confirmar sus sospechas y pedir consejo al duque, quien aparecía mencionado en ambos soportes. Para Carlo y para mí, el mero hecho de que allí hubiese una cripta diría mucho a su favor.
Todo resultaba fantástico, pero no menos que el hecho de encontrarnos en un extraño mundo cambiante y acrisolado, tal vez a varios años luz del nuestro. El planeta entero se colaría por un enorme agujero de gusano y colapsaría con la Tierra en veintiocho días “terrabéticos”, claro que en Terra Beta el tiempo transcurría de un modo imprevisible, con lo que no podíamos saber exactamente cuánto tiempo nos quedaba en realidad. Lo que estaba claro es que cuando los tres soles que acompañaban a aquel planeta errante despuntaran por levante veintiocho veces, la suerte estaría echada, siempre y cuando los cálculos de mi tío fuesen correctos. Habría días que nos parecerían de cien horas sin serlo en realidad, y jornadas de cerca de mil reales, tal vez, pero en cualquier caso los días en aquel mundo iban a ser muy largos, como en algunos lugares de nuestro mundo en los que los días duran seis meses y las noches otros seis, como si entre ellos hubiesen llegado a un acuerdo equitativo. Sin embargo, en este planeta las noches eran mucho más breves que las horas de luz, debido a que sus tres soles, colosales seres vivos que cumplían una función muy concreta, como si fueran torpes funcionarios ciegos que tuvieran un solo cometido en su vida, eran capaces de discernir entre la vida y la muerte sobre la superficie, de tal modo que sólo una parte del planeta estaba habitada, y ellos movían el culo para volver a su trabajo. Mi tío no sabía qué había más allá del mundo habitado, si es que había algo, y tampoco sabía por qué unos días iban a durar más y otros menos. Sólo sabía que aún pasarían muchas cosas antes de que pudiéramos abandonar aquel mundo, si es que tal cosa fuera a ser posible.
Todo eran incógnitas. La aventura estaba servida, y, por lo que parecía, el sabor predominante iba a ser el salado.
Aún teníamos unas horas por delante antes de que avistásemos la aldea, y por la actividad que empezaba a desplegarse a nuestro alrededor todo apuntaba a que la excursión iba a resultar, cuando menos, interesante.
La superficie de Terra Beta era cambiante. Nuestro erudito anfitrión ya nos había avisado del incómodo peligro que podía suponer que una enorme roca surgiera delante de uno, o bajo sus pies, pero no nos había dicho nada sobre el fantástico crisol de la ondulante hierba, que cambiaba de color casi a cada paso que dábamos, como si nuestra propia marcha causara la imposible ilusión. Pero cuando nos deteníamos el cambio era inexorable, y era entonces cuando uno podía apreciar la verdadera magnitud del hermoso fenómeno.


3

En el C. R. E. G. dieron la voz de alarma de madrugada. Apenas había amanecido cuando el celador que se ocupaba casi personalmente de Frágor desde hacía varios años entró en su celda y advirtió, primero con esperanza, pues pensó que su ilustre paciente, el más antiguo de la Casa del Reposo Espiritual del Guerrero, había despertado por fin de su letargo y después con consternación, que Frágor no estaba en su celda. En un primer momento comunicó a los demás que el viejo comandante estaba curado y que le buscasen por todo el edificio y en el patio. Pero él mismo encontró la escala y entonces supo dos cosas: que su recuperación había sido abrumadora, milagrosa, y que iban a poner precio a su cabeza. Uno podía recuperarse, pero no irse de allí sin haber pasado antes por el ilustre consejo médico.
Mientras salían las primeras partidas y los emisarios enviaban las primeras palomas mensajeras con el mensaje de que había un loco peligroso suelto por aquellos lindes y de que se ofrecía una sustanciosa recompensa por su captura, vivo o muerto, porque las libertades acababan más allá de los muros de la fortaleza, Jansehn, con la rudimentaria escala entre las manos, supo una tercera cosa: jamás atraparían al viejo loco. Era demasiado inteligente, pero ésa no era la razón. Sólo le había tratado a través de su silencio, pero un día, hacía ya varios años, casi al principio de conocerlo, el viejo comandante lo había mirado a los ojos, directamente, y sin mover los labios le había sonreído con ellos; tal vez lo había imaginado, pero en aquel gesto, que tal vez hubiera resultado inapreciable para cualquier otro ser del universo, y tal vez no había sido tal cosa siquiera, pero en aquel gesto el joven Jansehn había vislumbrado libertad, fuerza, poder, un destino que pugnaba con el mismísimo destino de todo el universo, y aquel viejo loco había de cumplir con su destino. Aquel día Jansehn supo que Frágor, antiguo comandante en jefe de las tropas del Extinto rey de Lehar, había despertado de un letargo de más de medio siglo, nada más y nada menos que para cumplir su destino. Bajó a los sótanos de la fortaleza, escondió la escala, subió a las almenas y le deseó suerte, aunque sabía que no la necesitaba.
Él siempre sería un empleado del C. R. E. G., era lo único que sabía hacer. Él no tenía otro destino que ocultar la escala con la que había escapado un héroe de guerra, un guerrero con un destino superior, un hombre como él que se había pasado más de la mitad de su vida recluido entre aquellas frías y gruesas paredes de piedra.
Hubiera dado su vida por poder estar a su lado en aquel momento, en medio del bosque, muerto de miedo, perseguido por la muerte.


4

Las primeras palomas habían llegado a las aldeas cercanas, y los hombres de las montañas se habían organizado en partidas para dar caza al ilustre fugitivo, a juzgar por la recompensa que ofrecían a quien entregase su cabeza. Ni siquiera se planteaban la posibilidad de devolverlo con vida. El juego había comenzado. Un anciano solo, desamparado, en el bosque, iba a ser una presa muy fácil. En aquellos tiempos no había muchas diversiones, así que se armaron hasta los dientes, se organizaron para batir toda la ladera de la montaña y comenzaron a descender hacia el valle donde se encontraba su presa.


5

Lehar se había quedado dormido apenas una hora antes del alba, y el ruidoso despertar de sus huestes lo arrancó de un beatífico sueño como si le hubieran arrojado un cubo de agua helada. Por un terrible instante no supo quién era ni dónde estaba, tan breve había sido su sueño, pero todo le vino a la mente de repente cuando vio venir hacia él a quien ya había decidido nombrar su lugarteniente. Sentía frío y tuvo que abrazarse con fuerza, tensando y destensando varias veces sus entumecidos músculos, para reanimar sus doloridos y ateridos miembros.
- Lehar, hoy llega el comendador al castillo del Duque de Greimohn, y ya debiéramos estar de camino a los bosques de Shyrim si queremos llegar a tiempo para...
- De eso mismo quería hablarte, mi fiel Gürerl.
El grohle frunció el ceño.
- ¿A qué te refieres?
- Lo has de hacer tú solo.
- No te entiendo.
- Quiero que seas tú quien lo organice todo.
- ¿Se trata de una broma? ¿De una prueba, tal vez?
- No, amigo mío. Vas a tener que hacerlo de hoy en adelante. Sé que lo harás bien. Me voy al Nur.
- ¿Con esa estúpida bruja? - bramó el enorme ser.
- Sí, he de vengar a los míos.
- Iré contigo. Y los demás también.
- Sabes tan bien como yo que eso es imposible. Vuelve con ellos y hazles saber mi decisión. Te respetan. Te aceptarán. Espera a que nos hayamos alejado, ¿de acuerdo?
- Creo que estás loco, junano.
- ¿Y quién no lo está?
- Ve con Deus.
- Vos también - en cierto modo amaneró inconscientemente Lehar, recordando por un fugaz instante los tiempos en que había sido Conde de Güymkazterl, Señor de las Terras del Nuret -. Cumple con tu deber, protégeles y repartid lo que os sobre. ¿Lo harás?
- ¿Tú qué crees?
Lehar sonrió. Gürerl era el grohle más parecido a un junano con el que se había topado jamás. Pero eso tal vez no dijera mucho a su favor.
- Volveré.
- Y yo te estaré esperando.
- Y entonces tal vez tenga que matarte.
Lehar sonrió y el grohle puso cara de extrañeza. Esa última parte no la había entendido, y no porque fuera estúpido, sino porque los grohlem y los junanos tenían un sentido del humor un tanto distante, situación a la que ninguno de los dos se había acostumbrado, sin darle, por otro lado, mayor importancia.
El grohle sonrió a su vez sin poder interpretar en absoluto las palabras del junano y éste no se molestó en aclararle su comentario, porque sabía que una broma dialéctica de un junano no tenía significado alguno para un grohle, así como para un junano las pesadas bromas de aquéllos no tenían ninguna gracia en absoluto. El recién ascendido lugarteniente dio media vuelta y empezó a llamar y a organizar a los demás, hecho que a ninguno de ellos les pareció especial, ya que lo hacía siempre. Lehar se dirigió a su vez a la tienda en la que Leha había pasado la noche, y al entrar se sorprendió de que ella ya estuviera preparada, lista para partir. Su cabello estaba húmedo.
- El agua del arroyo estaba fría.
- ¿Te has... - empezó, y enseguida rectificó - os habéis bañado?
- Sí.
- ¿Delante de mis... de ellos?
- Aún dormían. Y vos también. Podía haberos degollado. ¿En tan poco estimáis vuestra vida? Por cierto: ¿no es ciertamente incómodo dormir sentado frente a una hoguera apagada, con la cabeza metida entre las piernas y la espalda arqueada?
- Nos vamos al Nur.
Ella dudó por un momento si había decidido ir con todos aquellos seres al encuentro de una muerte nada incierta. Él pareció advertirlo y concluyó, antes de que ella dijera nada:
- Vos y yo. Solos. Partimos ahora mismo.
- ¿Por venganza? - dijo ella, escéptica.
- Como buscador de la verdad.
- ¡Bien dicho!
Sería maga, pero por Deus que también era sólo una chiquilla que se entusiasmaba con el vuelo de una mariposa. Él iba al Nur para vengarse. La fugaz visión había pasado y el recuerdo imborrable de la oscura y fría muerte había anegado de nuevo todo su ser.
Salieron del campamento a hurtadillas, por la parte de atrás de la improvisada tienda, y rápidamente se internaron en el bosque.
A su espalda, ya en la lejanía, oyeron los gritos de desaprobación de los grohlem menos conformistas, y por un instante Leha temió que algunos de los más intolerantes fueran tras ellos, considerándolos desertores de una causa que ella no alcanzaba a comprender. Pero Lehar sabía que su fiel Gürerl los mantendría a raya, e incluso doblegaría a los más insurrectos sin demasiado esfuerzo.
- ¿Es bueno? - dijo al rato Leha.
- ¿Quién?
- Ése al que habéis designado vuestro lugarteniente.
- ¿Cómo sabéis...? - miró en sus ojos profundos y desistió de inmediato -. Mejor que yo. Pero si volvemos a verle prometedme que no se lo diréis.
Lo había dicho en tono de chanza, sin tener en cuenta el aguzado y perspicaz sexto sentido de su enigmática acompañante, que reaccionó de inmediato ante sus palabras.
- ¿Por qué no íbamos a volver a verle? ¿Es que habéis pensado en cambiar de vida? ¿O es que estáis pensando en vengaros?
- Es una forma de hablar, mujer - espetó él, intentando cambiar de actitud al darse cuenta de que no podría hablar a la ligera ni más de la cuenta delante de ella -. Me refería a si volvemos a verle... juntos. Era un chiste, nada más. Ese sentido del humor tan suspicaz y ausente que os caracteriza está muy cerca del de los grohlem, ¿lo sabíais?
Ella no las tenía todas consigo, pero optó por hacer caso omiso de todos sus comentarios. Tampoco pretendía agobiarle. Comprendía su odio, ella misma había podido sentirlo, y no lo culpaba en absoluto. Pero ése era un camino que tendría que recorrer él solo. Y ella no podía exigirle nada al respecto. Todo vendría solo. Siempre había sido así.
- Por cierto - dijo ella, deteniéndose -: ¿no tenéis cabalgadura?
- Vendrá luego, y seguid caminando, el bosque no es lugar seguro para una dama.
- Pero estoy con vos.
- Peor aún - ella hizo un mohín -. “Por cierto” - amaneró él, deteniéndose a su vez y haciéndola tropezar con su fornido cuerpo -, habéis dicho bien: “tengo” cabalgadura. Vos iréis a pié.
Ella guardó silencio, gesto que él interpretó como un signo de sumisión. Silbó y en cuestión de segundos apareció, bufando entre la espesura, Güelshrym, su magífico erkus albino de vientre verdoso. Éste se acercó a Leha, quien lo acarició en el humeante hocico y entre las fuertes ijadas.
- ¡Güelshrym, ven aquí! - le espetó su amo.
La formidable bestia hizo caso omiso y se sentó en el suelo junto a Leha, invitándola claramente a subir a su grupa.
- Creo que me prefiere. Es más caballero que vos. O acaso más listo. ¿Cuánto pesáis? ¿Doscientas kumas, tal vez? - dijo, no sin cierto atisbo de sorna y en absoluto escondida ironía, y se encaramó a la cruz del noble bruto, el cual se irguió ante los atónitos ojos de un príncipe recién destronado. Elegantemente destronado.
Aquella ninfa era sin duda un ser muy especial. Definitivamente, no sabía si odiarla o amarla intensamente en lo más profundo de su ser.
El erkus no había llevado riendas jamás, pero eso no parecía suponer ningún problema para Leha, quien parecía cabalgar sin ninguna dificultad, e incluso parecía sujetar de algún modo los potentes pasos de Güelshrym para que Lehar pudiera caminar junto a ellos.


6

Al otro lado del bosque, un centenar de enfurecidos grohlem se preparaban para el asalto a la comitiva del comendador.
Ante la inminencia del botín, apenas si se habían dado cuenta de la partida de su líder, a quien no todos respetaban de igual modo. Había un grupo de ellos, liderado por Jaynspher, que estaban con los demás por el atractivo del oro y el pillaje, y no compartían los deseos de su jefecillo junano de repartir con los lugareños los excedentes de sus conquistas.
- ¡Mataré a ese junano! Pero no antes de despellejar con mis propias manos a ese comendador.
El que había hablado era precisamente Jaynspher, el otro cabecilla del grupo, quien lideraba su propio grupo de grohlem.
- No harás nada de eso, Jay. No habrá muertos si no es necesario. Las cosas siguen como siempre. Lehar volverá.
- Ya lo veremos.
Gürerl no pudo decidir si hablaba en un sentido, en otro o en ambos, pero tampoco le importaba demasiado. Haría lo que tuviera que hacer, y no dudaría en hacerlo. Las cosas seguirían como cuando Lehar estaba con ellos, de eso no tenía la menor duda. Al menos, mientras él continuase con vida. Y entonces temió que si así fuera, si él perdiera la vida antes que Jaynspher, éste tomaría el mando y sus atrocidades jugarían en contra de la ya más que desprestigiada fama de su amigo junano. Si él estuviera en peligro de muerte, Jay tendría que morir con él. Así estaban las cosas. Cuando el primer sol empezaba a despuntar sobre las lejanas montañas azules, se pusieron en marcha hacia los intrincados bosques de Shyrim, las tierras del Duque de Greimohn, conocido por el sobrenombre de “El Sanguinario”, detalle que no los tenía ni siquiera mínimamente preocupados, primero, porque el Duque estaría esperando tranquilamente al lameculos del comendador en su pomposo castillo, y segundo porque, aunque así fuera, aunque se topasen con las huestes del mismísimo “Sanguinario”, estaban acostumbrados a matar y a morir. Las heridas de los grohlem curaban rápido, y el dolor era considerado una prueba de valor para su raza, una de las más antiguas y temidas de Terra Beta.
Gürerl miró hacia el horizonte y en el silencio de su mente, centrada en la inminente batalla, resonó una sola palabra:
“Suerte.”


7

- Habladme de vos.
- ¿Por qué habría de hacerlo?
- Bueno, teniendo en cuenta que mi cabalgadura os prefiere a vos, que nos queda un largo camino por recorrer, que vamos a compartir unos cuantos días de nuestras vidas y que vos sabéis más sobre mí que yo sobre vos, creo que estoy en clara desventaja.
- Está bien, me habéis convencido: ¿qué queréis saber?
- ¿Quién sois, de dónde habéis salido, qué hacíais en las montañas, cómo llegasteis hasta las paredes de tierra de las madrigueras de Yearl, por qué...?
- Está bien, está bien, no sigáis, por favor. Comenzaré por el principio, creo que será lo mejor.
Los primeros rayos de los tres soles de aquel mundo insólito y maravilloso empezaban a colarse a través de las ramas más altas de los árboles menos frondosos, mientras los otros aún resguardaban entre sus tupidas sombras el frescor de la noche cuya esencia parecían pugnar por salvaguardar a toda costa.
- Soy Leha, hija de Lehim y de Layra, descendiente directa de los Ancestros de las Montañas del Alma, terreno sagrado que ha sido arrasado por las huestes del Hombre Oscuro. La Sagrada Profecía dice que cuando la última descendiente de los Ancestros de las Montañas del Alma cumpla la mayoría de edad deberá viajar hacia el Nur y asistir al Gran Congreso para dar testimonio sobre la existencia y preeminencia de Deus sobre Moebius, y es lo que hice. Salí de mi aldea en las montañas hace tres lunas, sola, como manda la profecía, y ayer fui asaltada por unos mercaderes de esclavos. Hubo una tormenta, en la confusión logré escapar y me adentré en las madrigueras. Mis captores me siguieron, pero creo que algo enorme y resbaladizo acabó con sus vidas. Después, me encontrasteis vos. El resto ya lo sabéis, aunque, si os tengo que ser sincera, no sabéis nada de mí, y empero os habéis lanzado a un viaje tal vez de varios días conmigo hasta el Nur. ¿Lo habéis meditado bien, porque...
Lehar, a medida que el tono de ella se convertía en una bellísima monodia, dejaba volar sus recuerdos y empezaba a tener dudas sobre el verdadero propósito que le llevaba al Nur. Adoraba su vida de proscrito, las fiestas tras la batalla, una existencia de nómada sin ninguna suerte de arraigo. Tal vez por eso se había decidido a emprender este viaje. Tal vez la sola idea de viajar hacia el Nur era más que suficiente para él, tal vez más aún que la idea de vengar la muerte de sus seres queridos.
O tal vez había otra razón, una hermosa excusa que su corazón aún no había revelado a su conciencia; un bellísimo motivo monocorde montado en un formidable y raro ejemplar de erkus blanco de vientre verdoso.


8

Los tres soles estaban en el cenit del firmamento cuando avistamos la aldea de pescadores. Desde donde nos encontrábamos, en lo alto de una loma acrisolada y multicolor que parecía, no obstante, bastante estable, o al menos no demasiado peligrosa, no se divisaba ningún castillo, pero mi tío nos aseguró que allí estaba, detrás de unos árboles altísimos que se erigían entre la pequeña población y la presunta fortaleza.
Descendimos con cuidado la escarpada pendiente y llegamos a un arco de piedra. La aldea parecía más pequeña desde lejos. Lo cruzamos y entramos en otro mundo. Decenas de pescadores, no podía precisar si se trataba de homes o de junanos, de aspecto totalmente humano, se afanaban en sus labores, cosiendo redes, pintando y reparado sus barcas en chamizos y talleres de madera y paja y separando las capturas de la noche anterior, seguramente para venderlas en las aldeas cercanas que se hallaban en el interior, o tal vez para canjearlas por caza, también fresca.
La escena era, cuando menos, pintoresca, y seguramente nuestro aspecto también lo sería para ellos, pero ninguno dio la menor muestra de extrañeza o desdén, aunque tampoco nos ofrecieron su mercancía. Continuaron con su labor, como si fuéramos invisibles fantasmas. Por un momento pensé que lo éramos.
Sus ropas eran también acrisoladas, de vivos colores que parecían cambiar a nuestro paso, pero tal vez se tratase de una ilusión óptica provocada por el cansancio, el hambre y los recientes, geniales y terribles acontecimientos. Cruzamos la aldea, y más allá sólo se vislumbraban los altísimos árboles. Mi tío se separó de nosotros, se acercó a uno de los pescadores y le preguntó algo. ¿Podía entenderse con aquellos hombres? Al parecer, así era, porque el hombre, home o junano o lo que demonios fuera, un tipo rechoncho y bonachón con aspecto de borrachín le hizo señales que indicaban que íbamos por el buen camino, que detrás de los árboles estaba el castillo. Pronunció algunas palabras que se me antojaron guturales e incomprensibles, pero estaba claro que A. A. le había entendido.
- Es por aquí, por este camino, a un kilómetro más o menos - se limitó a decirnos cuando hubo regresado a nuestro lado, como si fuera un turista y hubiese interpelado a un alegre lugareño de un pueblecito de la Costa del Sol.
- ¿Cómo es que...? - empecé, pero me cortó de inmediato.
- Poneos esto, así.
Había sacado de su bolsa una especie de diminutos auriculares que se colocaban sobre la oreja.
- Comprobaréis que se ajustan perfectamente. Por más que os mováis no se os caerán. Entenderéis prácticamente todas las lenguas que se hablan en este mundo. No me miréis así, es sólo un conversor de señales acústicas. Si tienen algún significado, el decodificador lo traducirá. Su espectro alcanza a vuestros interlocutores, sean quienes sean, así que espero que lo que digáis a partir de ahora tenga algún sentido. No he podido estudiar el sentido del humor de los habitantes de este mundo, no aparecía el dato ni en las runas ni en el papiro, ni siquiera indirectamente, así que andaos con cuidado a partir de este momento. Vamos a entrevistarnos con un noble, así que os ruego que me dejéis hablar a mí. ¿Alguna pregunta? Me lo imaginaba. Andando.


9

No muy lejos de allí, y a menos de un kilómetro de donde se encontraba Frágor, aún acurrucado en el seno de su viejo amigo, un joven se acercaba al galope a lomos de un erkus a otro anciano.
- ¡Padre, padre, le están buscando!
El anciano, que estaba recogiendo hongos entre las altas hierbas, se incorporó cuan largo era y lo miró a los ojos. El erkus se detuvo a escasos metros de donde se encontraba. Estaba a punto de preguntarle a quién estaban buscando cuando recordó su sueño, un extraño sueño recurrente que había anegado sus treinta últimas noches. Y como si se tratase de una premonición imposible, allí estaba por fin, en medio de sus días, además de en sus noches. En su sueño, un anciano yacía acurrucado en el interior de un tronco hueco hendido por el rayo, y cientos de hombres lo buscaban para matarlo. Conocía ese lugar. No sabía quién era el anciano, pero tenía que ir a su encuentro. Tal vez para entregarlo. Al menos ésa era la esperanza de su hijo, cuando se enteró de la recompensa. Lo sabría cuando lo viera, si es que allí, en el viejo árbol en cuyo cuerpo se había guarecido de más de una tormenta, se hallaba, vivo o inerme, el de un anciano enjuto cuyo rostro no lograba ver en el sueño. Su hijo sabía de su sueño, como sabía de su pasado como bandido y de su hermanastro muerto hacía sesenta años, en las montañas, pero había acudido a él antes de entregar él mismo a aquel hombre, sin duda un fugitivo del C. R. E. G., qué si no, y por lo tanto un viejo guerrero.
Un viejo guerrero.
Sus recuerdos volaron atrás, en el tiempo. No podía ser. Sencillamente, era imposible. Aquel hombre tendría cien años, y, de haber estado recluido en la Casa del Reposo Espiritual del Guerrero, no habría sido capaz de huir de sus inexpugnables muros. ¿O tal vez sí?
- Dame tu erkus.
- Pero, padre... ¿vais a capturarlo vos solo? - dijo, contrariado, aunque ya estaba descabalgando para cederle la montura.
- ¿Te acuerdas de tu hermano, el que murió en las montañas cuando yo era un bandido?
- Sí, claro.
El anciano se subió ágilmente a la grupa del formidable bruto.
- Pues si es quien creo que es, éste es el hombre que lideraba la compañía que acabó con su vida.
- ¿Entonces lo entregarás?
El anciano guardó silencio un instante. El recuerdo era lejano y tremendamente vívido a un tiempo, como si se tratase de una antigua cicatriz grabada a fuego.
- También vengó su muerte - dijo, al cabo -, allí mismo, ante mis ojos. Entonces quise matarlo, pero no pude. Veremos.
Espoleando al erkus, salió al galope.


10

El castillo era formidable. Las altísimas almenas se erguían majestuosas y relumbraban y lanzaban destellos sobre la exuberante floresta que lo circundaba. El puente levadizo estaba abierto, desplegado sobre un arroyo de oleaginosas aguas turbulentas anegadas de peces viscosos que se retorcían unos sobre otros en frenéticas danzas siseantes. Francamente, no me hubiese gustado caerme allí dentro.
Cruzamos el puente y entramos en un patio cuadrangular. Más allá, al otro lado, cruzando éste, un enorme portón de madera abierto de par en par invitaba a continuar avanzando. Me disponía a hacerlo cuando me detuvo mi tío.
- Debemos esperar aquí. Sería descortés por nuestra parte allanar la morada de nuestro anfitrión.
Resignado a esperar allí de pié, en medio de aquel patio, muerto de hambre y de cansancio, pues apenas había podido pegar ojo y sólo había ingerido una de las escasas e insípidas cápsulas de alimentación que no se habían dañado en el accidente, hasta que un mayordomo con joroba y ojo de cristal saliera a recibirnos, imaginé absurdamente que nuestro anfitrión sería enorme, regio, un hombre de la edad de mi tío y anchas espaldas vestido con suntuosas galas medievales que nos esperaría sentado, de espaldas, por supuesto, en un gran sillón de madera labrada de un modo exquisito.
No acerté. Ni un poco.
Entró a caballo por donde nosotros lo habíamos hecho hacía apenas un instante, cruzando el puente levadizo junto a otros tres hombres jóvenes, también montados. Uno de ellos iba también a caballo, un ejemplar de pelo rojizo, aunque no tan brillante ni lustrado como el de su patrón, otro sobre un formidable erkus percherón gris moteado y el tercero a lomos de un hermoso erkus blanco que lucía un formidable y robusto cuerno en el entrecejo. No podía dar crédito a lo que estaba viendo ante mí, y algo me decía que todas estas fantásticas visiones no habían hecho más que empezar.
Encabezando la comitiva estaba el presunto duque, un hombre calvo, de baja estatura, perilla recortada, ojos ágiles y mirada nerviosa, bastante mayor que mi tío, aunque tan orondo como él, de estrechos hombros que movía arriba y abajo en una suerte de tic que, no obstante, no resultaba nada gracioso. Vestía un traje anacrónico de terciopelo grana polvoriento. Al parecer, volvía de un largo viaje. Habían abierto las puertas para él, no para nosotros, pero ¿cómo saberlo?
- ¿Quiénes sois, de dónde venís, qué hacéis en el patio de mi castillo y qué queréis? - dijo, con voz chillona y nerviosa, sin andarse por las ramas. Los otros tres hombres habían desenvainado sus espadas y nos miraban en silencio con gesto expectante y amenazador. Tuve la impresión de que les hubiese gustado que nos hubiésemos movido siquiera un ápice, pero, al menos en mi caso, tal cosa era del todo improbable.
- Salve, Gregorym, Duque de Güerlinton, somos tres humildes viajeros, venimos de muy lejos, traemos un mensaje de paz y de esperanza y solicitamos vuestra hospitalidad - dijo A. A., haciendo una suerte de rácana reverencia, tan escueta que se parecía más a un mal tropiezo que a un saludo cortés.
Carlo, a mi diestra, devolvía desafiante la mirada a uno de los hombres, que pugnaba por sostener las riendas de su cabalgadura, una bestia formidable que según los archivos de mi tío se trataba de un erkus unicornio, y yo continuaba petrificado, con la agobiante sensación de que todo iba a acabar allí mismo y en aquel mismo instante. La tensión se palpaba en el aire. Era evidente que aquellos hombres estaban dispuestos a dar la vida por su patrón, y Carlo no habría dudado un instante en arremeter e intentar acabar con la vida del primero que hubiese osado retarle. No podía saber si aquel hombre había entendido a mi tío, siquiera si había hablado en mi propio idioma o si había sido obra del traductor, pero ya sólo cabía esperar su respuesta.
Ésta consistió en un ambiguo gesto de su diestra a sus tres acompañantes y en una sola palabra que, gracias al decodificador, entendí con evidente desahogo liberador:
- Seguidme.
Descabalgó y así lo hicimos. Los tres hombres envainaron sus espadas y se llevaron a los cuatro animales, supuestamente a los establos, que parecían estar al otro lado del castillo.
Cruzamos el portón de entrada y accedimos a un angosto pasillo que se me antojó fuera de lugar. Al fondo del estrecho y oscuro corredor se abría una estancia hermosísima y colosal. De unos diez metros de altura, estaba maravillosamente iluminada, como si de las paredes emanara una suave fosforescencia, pero ninguna lámpara pendía de su techo que, en un artesonado impresionante, describía cientos de escenas, posiblemente de la historia reciente de aquellos lares, o tal vez de la Historia Sagrada de aquel mundo, si es que la tenía. Mi tío había especulado en su estudio con algunos elementos sagrados, pero en este punto se mostraba más bien parco: había leído algo sobre sus dos divinidades principales, Deus y Moebius, aunque había muchas más, y de un libro, especialmente, el enigmático Libro de las Sombras. Según el mensaje del meteorito y las coincidencias en clave del poema épico, el libro se había extraviado hacía muchos años. Mi tío ansiaba encontrarlo, porque en sus páginas se hallaba, supuestamente, el misterio del origen de Terra Beta, así como el de su destino irrevocable. Si el dichoso libro aparecía cuanto antes y él era capaz de descifrarlo, tal vez íbamos a ahorrarnos un largo viaje, aunque una parte de mí estaba deseando que no apareciese, siquiera que existiera.
En el centro de la estancia había una mesa de más de diez metros de larga, y nuestro anfitrión nos hizo un gesto para que nos sentásemos. Así lo hicimos, y mi tío se iba a disponer a hablar cuando, a un nuevo gesto, y como si todo estuviera preparado de antemano, los mismos hombres que lo acompañaban al entrar en el patio de piedra entraron en la estancia portando sendas bandejas repletas de manjares. Comimos sin mediar palabra, como si en aquel mundo fuera un ritual sagrado, primero comer y después hablar, por más que nuestro anfitrión estuviera tan intrigado o más que nosotros por nuestra presencia allí, y después del ágape el duque nos condujo a otra estancia, más recogida, en una de cuyas esquinas crepitaba una hoguera. Nos sirvieron un licor bastante fuerte, y sólo después instó a mi tío a que le relatase el motivo de nuestra intromisión y la razón por la que nos encontrábamos aquí. Mi tío le explicó que veníamos de otro mundo, le dijo cómo habíamos llegado hasta allí y cómo nos había admitido el planeta. El duque parecía entender perfectamente lo que pasaba, sin asombrase ni mirarnos como si estuviéramos locos, como si nos hubiera estado esperando desde hacía mucho tiempo, como si él fuera un erudito en aquel mundo y hubiese estudiado las mismas profecías que mi tío. Cuando le mostró la urna y el papiro, el duque los cogió en sus manos y los estudió con suma atención, con una especie de lupa que extrajo de un cajón en el que no había reparado en ningún momento. Le habló de sus conclusiones y de nuestra misión en aquel mundo, y cuando hubo terminado el duque pronunció la misma palabra de antes, aunque ahora su voz parecía más grave. No había dicho nada más en todo el tiempo.
Nos levantamos, salimos de la acogedora estancia, cuyo hogar y penumbra conseguían un efecto soporífero y embriagador, cruzamos algunas estancias más conectadas entre sí por pasillos demasiado estrechos y descendimos por unas empinadas escaleras de caracol débilmente iluminadas por excrecencias verdes pegadas a las paredes y cubiertas de resbaladizo moho, por lo que pudimos comprobar que nadie había puesto un solo pie en ellas en mucho tiempo. Una vez llegamos abajo, después de un descenso que se me antojó interminable, resonaron en la penumbra otras dos palabras, aún más graves, que suscitaron una sonrisa en los trémulos y ávidos labios de mi tío y a Carlo y a mí nos provocaron un escalofrío:
- La cripta.


11

Descabalgó y se detuvo un instante frente al árbol. En sus sueños el hombre que había procurado y vengado inmediatamente la muerte de su hijo hacía sesenta años yacía acurrucado como un niño indefenso. Pero su sueño siempre acababa ahí, y no podía saber lo que sentiría al verlo de nuevo. No podía olvidar que había sido uno de sus hombres quien había acabado con la vida de su pequeño cuando éste aún no había cumplido once años. El dolor había muerto hacía mucho tiempo. De otro modo no habría podido soportarlo. El frío y extraño deseo de venganza había permanecido inalterable, aunque ésta estaba orientada en realidad hacia el asesino de su hijo, un ser despreciable que había muerto hacía ya muchos años, a manos de aquel desconocido que aparecía en sus sueños y ahora tenía ante sí, de eso estaba seguro, más a cada instante, aunque no podía verlo aún. Entró en la oscura oquedad labrada en el enorme tronco. La luz desaparecía apenas hubo dado unos pasos, pero sus ojos, entrenados durante muchos años en las montañas, de noche, sobre todo de noche, pero también en las fatídicas y engañosas horas en que el día se transformaba en noche y viceversa, cuando la caza se convertía en cazador, y todos los gatos parecían peligrosamente pardos, sus afilados ojos, verdes e imposiblemente rasgados vislumbraron en la acogedora penumbra, más allá de donde llegaba la luz, una forma acurrucada en el suelo. Se acercó hasta ella y pudo comprobar que dormía plácidamente, aunque su respiración era entrecortada. Cubierto por unas raíces, hojas secas y tierra, tenía más el aspecto de una alimaña que el de un hombre. Fue la primera vez en su vida que no sabía qué hacer. Hacía sesenta años había salvado a aquel hombre por dos razones. La primera era que había vengado la muerte de su hijo. La segunda, y tal vez más importante, era que en sus ojos había visto locura. Sin embargo, le había perdonado la vida, pero lo había abandonado a su suerte, si bien en el convencimiento de que sobreviviría, y no sólo eso, sino con la seguridad de que volverían a verse las caras algún día. Aún no había llegado ese momento, pero estaba seguro de que era él. Entonces oyó cascos de caballos fuera del tronco, y a hombres que hablaban en las toscas lenguas de las montañas y descabalgaban. Se dio la vuelta y se dirigió a la entrada.
- ¿Estás ahí, vejestorio? Sal, no queremos hacerte daño - dijo uno de los hombres, empezando a asomarse al hueco del árbol.
Un anciano pero aún fornido Taarahm salió, derribándolo de un empujón, y dijo:
- Debería matarte por tratarme con tan poco respeto.
- Perdona, Taarahm, no sabíamos que estabas ahí.
- Pues sí, estaba ahí, y todos sabéis que aquí cultivo los mejores hongos de toda la región, así que no me digas que ibas a poner tus sucios pies aquí dentro, porque si eso es cierto voy a cortártelos ahora mismo.
Taarahm sacó su daga del cinturón y el asustado cazador retrocedió arrastrándose por el suelo.
Los demás hombres prorrumpieron en una sonora carcajada, todos menos uno, que, suspicaz, se atrevió a preguntar:
- ¿Llevas mucho tiempo por aquí?
- ¿Quién lo pregunta?
- Carlehm, de la Gruta del Perro - contestó con indisimulado desprecio.
Taarahm guardó silencio un instante y dijo:
- Oídme bien: sé que estáis buscando a un hombre y que ofrecen una gran recompensa por su captura, vivo o muerto, pero si de algo estoy seguro es de que si ponéis un pie en mi árbol y estropeáis uno solo de mis hongos, dejaréis de respirar hoy mismo. Si pensáis que ahí dentro hay un hombre y podéis sacarlo sin ensuciaros las botas con mis hongos, entrad - concluyó, apartándose de la entrada.
Los hombres guardaron silencio, y al cabo uno de ellos dijo:
- Vámonos de aquí. Si de algo estoy seguro yo es de que este viejo está tan chiflado como ese fugitivo del C. R. E. G.
- Yo le he visto decapitar panteras con sus propias manos - dijo otro, que en realidad sólo lo había oído hacía algunos años.
- Los locos no entran en lugares sagrados, porque están endemoniados - sentenció otro.
- No, los locos los cultivan - dijo otro, riéndose y espoleando su caballo.
Uno tras otro, todos los jinetes fueron abandonando aquel lugar sagrado. Todos menos uno. El único que permaneció allí, de pie, con gesto desafiante, fue el que había preguntado cuánto tiempo llevaba allí.
- Aún no has contestado mi pregunta.
- El suficiente. Sí, está ahí dentro, es mío y voy a entregarlo.
- Lo sabía. Me parece bien. Es justo. Después de todo, has llegado primero. Que te aproveche la recompensa, viejo - concluyó, escupió en el suelo e hizo que su montura se volviera.
No debería haberlo hecho. No debería haberle dicho nada. Tal vez, incluso, en contra de sus principios, tenía que haber mentido a aquel bastardo. Se giró para volver a entrar en el interior del tronco cuando oyó un horrible grito a sus espaldas. Se volvió y vio que el enorme erkus se acercaba a él a gran velocidad. Hubo de hacerse a un lado y sus aún increíbles reflejos hicieron que erkus y jinete irrumpieran estrepitosamente en la caverna alfombrada de durísimas raíces y esponjosa hojarasca. Apenas hubo dado dos largos pasos, el erkus resbaló en una gran superficie plagada de hongos viscosos, un malogrado manjar, por cierto, se dijo un divertido Taarahm, trastabilló y cayó cuan largo era. El jinete salió despedido y fue a dar con sus narices en el cogote del ansiado huésped.
- Está... aquí... está... está... aquí...
- Ya te lo había dicho - dijo el anciano con voz grave, cavernosa, rota, cansada. Su silueta empezaba a cubrir toda la entrada -. Ahora tendré que cumplir mi promesa. Jamás he dejado de cumplir una promesa.


12

En el interior de la cripta hacía frío. El duque nos había regalado con sus mejores manjares, y durante nuestro descenso le había dado tiempo para contarnos que vivía con sus tres hijos, los hombres que lo acompañaban y que más tarde nos habían preparado y servido personalmente las delicias que habíamos devorado con auténtica fruición. Hubiera matado por poder dormir, una hora solamente, pero no teníamos tiempo. Cuando el duque Gregorym abrió la pesada puerta, una ráfaga de aire helado estuvo a punto de cortarme la pesada digestión, y cuando entramos en la oscura estancia la sensación se multiplicó peligrosamente. El propio duque había encendido una tea y, débilmente iluminado por la trémula llama, pudimos ver el sarcófago.
Representaba la imagen yacente de un hombre alto de largos cabellos, con los ojos cerrados y tumbado de espaldas, vestido con una larga túnica y tocado con un gorro guerrero. Sus manos descansaban sobre su cuerpo de piedra, cruzadas. En la zurda portaba una larga espada cuya punta llegaba a sus enormes pies, mientras su diestra sujetaba con delicadeza una pluma de ave.
- Aquí yace Ik-Ahn, poeta guerrero - comenzó a explicar el duque como si de un guía se tratara, rasgando el gélido silencio con una voz tan potente que retumbó por toda la estancia de tal forma que parecía hacerlo dentro de nuestras cabezas -. La tumba fue levantada en el mismo lugar donde murió en honor a su valor en la épica y sagrada batalla de Ika-Bar-Lampur-Ta-Me, llamada así en honor al pueblo que sucumbió en ella. Cuentan las crónicas que el rey Grhahm perdonó la vida de los habitantes de la aldea, que desde entonces fue considerada terreno sagrado. Hoy es sólo un terruño pelado, más allá de las montañas que tenemos en frente, pero aún hay descendientes de Ika-Bar-Lampur-Ta-Me. Algunos de los pescadores de la aldea cercana lo son, incluso yo mismo lo soy.
Yo había perdido mi capacidad del habla casi desde el mismo instante en que nuestro sorprendente anfitrión había empezado a hablar, y a juzgar por la expresión de Carlo, él se había llevado la misma impresión. Todo era cierto. Mi tío no podía dejar de sonreír, de un modo que podría suponerse inapropiado, pero, por lo que yo sabía, su extraño gesto estaba más que justificado. Así que era cierto. Ya no había vuelta atrás. Habíamos quemado las naves, y ya sólo quedaba una opción: vencer o morir.
Tal vez ambas cosas.


13

Había decidido volver a abandonarlo a su suerte una vez más, pero esta vez de un modo completamente distinto. Había noqueado, desnudado y atado al energúmeno, pero, faltando a su palabra, no le había despojado de sus hediondos y horribles pies de nutria calva. Se había contentado con su expresión tras sus palabras. Después había comprobado que el fugitivo sólo estaba exhausto; en un momento determinado había abierto los ojos en la oscuridad y se había topado con los suyos. No podía saber si le había visto realmente, pero él sí había podido verlos, y hubiese jurado que también le había visto sonreír. Sólo había musitado dos palabras, pero habían sido suficientes.
- Eres... tú - y había vuelto a dormirse. O tal vez lo había dicho en sueños. Entonces supo dos cosas: que aquel hombre ya no estaba loco y que le había confundido con su hijo, quien había tenido sus mismos ojos, verdes e imposiblemente rasgados. De algún modo, aunque no hubiese podido verle, le había intuido, lo había incorporado a sus sueños y lo había confundido con su hijo, el mismo ser maravilloso, valiente y malogradamente imprescindible cuya vida aquel hombre había honrando vengando su muerte al precio de una vida de locura y reclusión. Le preparó unos hongos. Los aderezó con hierbas aromáticas y los cocinó a fuego lento, en unas brasas que encendió en la embocadura del árbol, después de pedirle permiso, por supuesto. Se lo dejó en el punto en que la luz daba paso a la oscuridad y se alejó de allí. También le dejó una hermosa daga, su zamarra de cuero y, tras medir sus pies, sus propias botas. Él se puso las ropas del energúmeno, lo cargó totalmente desnudo a la grupa de su montura, que había resultado indemne del tremendo topetazo, lo sujetó a la cintura del animal, al que dio un sonoro cachete en los cuartos traseros y el noble bruto salió corriendo hacia las Montañas Extensas, un territorio inhóspito y salvaje en el que con toda seguridad había nacido. Calculó que tardarían un par de días en encontrarlo, si es que no lo devoraban las alimañas nocturnas, y, francamente, no le importaba en absoluto que lo acusara de haber ayudado a un fugitivo, siquiera de haberlo agredido, porque la codicia de aquel hombre sólo le permitiría ver una partida perdida y la evidencia una agresión forzada por aquélla. Herido en su orgullo, y si sobrevivía, tal vez volvería a tener noticias de aquel hombre, incluso intentaría o mandaría matarlo, pero volvería a humillarlo, porque hacía mucho tiempo que había renunciado a matar a sus semejantes, incluso a los indeseables. Los tiempos de pillaje y muerte habían pasado para siempre. Y, en cierto modo, el propio pasado también. Sin volver la vista atrás, salió del árbol y se internó en la alta hierba.
El círculo se había cerrado.


14

Habíamos vuelto a subir a la estancia donde habíamos comido, el duque nos había puesto al corriente de sus propias conclusiones, fruto de sus investigaciones durante los últimos veinte años, y para Carlo y para mí, aunque más para él, los acontecimientos y las explicaciones se habían precipitado hasta atraparnos sin posibilidad de escape. Éramos los elegidos, los emisarios de la paz, los tres viajeros que estaba esperando desde hacía muchos años.
- Debéis ir hacia el Nur, a Kindergaard, la ciudad en donde tendrá lugar el Gran Congreso. Sólo desde allí será posible cambiar el rumbo de los acontecimientos. No hay tiempo que perder. Os han preparado víveres para varias jornadas, y según mis cálculos preveo serán largas. Tomaréis tres erkus y cogeréis el sendero de las montañas, cruzaréis el valle rocoso, atravesaréis las Montañas de las Meraldas y llegaréis al puerto de Cobas. Tomad estas monedas. No os será difícil convencer al patrón de una pequeña embarcación para que os lleve hasta el puerto de Brahmah. Enviaré ahora mismo aves mensajeras a Kindergaard para que sepan de vuestra llegada al Gran Congreso del Nur.
- No sabemos cómo agradeceros... - comenzó mi tío, pero el duque le cortó con un gesto universal.
- Nada habéis de agradecerme. Yo mismo iría con vosotros, pero me siento viejo y cansado. El fin de los tiempos llega cuando uno está menos preparado para asumir su destino. El mío tal vez haya sido, ojalá, ayudaros en vuestra sagrada misión. Si dentro de veintisiete lunas contemplo un nuevo amanecer desde las almenas de mi castillo sabré que habéis tenido éxito. Os deseo suerte. Id con Deus.
Ya en el recibidor de piedra de la planta baja el duque nos puso uno a uno las manos sobre los hombros y pronunció unas palabras que nuestro decodificador no pudo traducir.
En el soleado patio de piedra nos estaban esperando tres erkus de aspecto formidable cargados con grandes alforjas supuestamente llenas de sabrosos y providenciales víveres. Montamos sin demasiada dificultad y cuando nos volvimos el duque había desaparecido. Un tipo peculiar, sin duda. Resultaba un tanto incómodo colocar las piernas sobre las abultadas alforjas, pero la sensación merecería la pena sin duda unas horas más tarde. Además, montar aquellas formidables bestias era toda una experiencia. Sin volver la vista atrás, salimos del patio de piedra y tras pasar bajo un breve túnel de ramas cargadas de extrañas y enormes flores rojas nos internamos en el pasadizo de rocas que nos llevaría hasta el valle.


15

Se despertó apenas una hora después de que su mente le hubiese mecido en una reparadora inconsciencia, y lo hizo con un fuerte dolor de cabeza y una sensación de sed que tiró de su paladar con tal fuerza que le hizo daño detrás de las orejas. Se incorporó lentamente, aún aturdido, porque su mente se había empeñado en no descansar ni un instante, relacionando más y más conceptos, sensaciones y nombres, sobre todo nombres de lugares y de personas, pero también de cosas de cuya existencia real dudaba casi a medida que iban aflorando a su mente, un encantador parásito que amenazaba con instalarse en su alma hasta volverlo completamente loco, anduvo un breve trecho y a pocos metros del plúmbeo remanso halló unas bayas. Colgaban a poca altura del suelo, suspendidas de las ramas de unos arbustos. Su vertiginosa mente tardó unas décimas de segundo en aceptarlas como no venenosas, así que arrancó un racimo, se lo llevó a los labios, ya perfectamente definidos, y chupó con perentoria avidez su tibio contenido líquido. Y entonces le vino el nombre: eran acuabayas, la bebida de aquel mundo, de su mundo. Sí, él pertenecía a aquel mundo, pero había pertenecido a él hacía mucho tiempo. Había regresado, pero no podía saber por qué, o para qué. Arrancó más racimos y sació su sed. Ante sus ojos, los racimos uno a uno se fueron regenerando y ante la visión del fenómeno recordó que las acuabayas eran la bebida de aquel mundo, de su mundo, y la base de todas las demás bebidas elaboradas que podría encontrar en las tabernas de... Las tabernas. Las recordaba como si la noche anterior hubiera estado en una de ellas, pero eso era del todo imposible. Recordaba su bullicio, sus risas, la tenue penumbra que escondía intenciones y sueños, el embriagador aroma de las bebidas alcohólicas hechas a base de acuabayas, hierbas aromáticas y lúpulo principalmente, la neblina que procuraban tanto éstas como el humo procedente de una suerte de tabaco aromático, muy fuerte. Se preguntó si aún sería todo así. Y entonces pensó en su aldea, su vieja aldea, y sintió la perentoria necesidad de encontrarla, o lo que quedara de ella, tal vez no más que vestigios irreconocibles, pero tenía que llegar hasta allí, tenía que llegar a la aldea de Ika-Bar-Lampur-Ta-Me.
Y fue entonces cuando le asaltó, con toda su fuerza, con una inusitada potencia que estuvo a punto de derribarlo, que él pertenecía a otro tiempo muy lejano, remoto si así podía hablarse de un tiempo antes del tiempo.
Abrumado por el vértigo de la perspectiva temporal, salió corriendo del claro en que se encontraba y se precipitó por una senda abierta entre los arbustos, cargados de miles, tal vez millones de acuabayas de todas las formas, tamaños y colores imaginables.


16

Se despertó junto a un arroyo oleaginoso y multicolor de frías y vertiginosas aguas anegadas de peces viscosos que serpeaba hasta perderse detrás de las montañas cercanas. Se había guarecido durante la noche bajo la protectora sombra de una roca que sobresalía de un césped de un verde tan encendido que parecía artificial y tan uniforme que se diría cortado con una de las máquinas que para tal efecto se venían utilizando en el monasterio desde que él las diseñara.
El monasterio. Ahora parecía ser no más que un recuerdo, y había sido su hogar durante doce maravillosos años. Su anciano maestro le había enseñado todo lo que se podía enseñar, y los otros monjes lo habían mimado todo lo que se puede mimar a un pequeño home. Allí había vivido experiencias maravillosas, increíbles e irrepetibles, pero ahora, a una noche de aquellos benditos dominios, todo eso no era más que una nebulosa informe, un sueño, una vaga sensación de dejà vu, como si lo hubiera vivido en una vida anterior, o de algún modo sesgado que no acertaba a ubicar ni en el espacio ni en el tiempo.
Tenía una misión: debía viajar hacia el Nur, hasta la Terra del Gran Congreso, defender su postura y la preeminencia de Deus y salvar al mundo, tal vez a todo el universo, pero no podía vislumbrar el modo en que todo eso iba a tener lugar. De momento, tenía por delante un gran viaje. El Gran Congreso tendría lugar dentro de ocho lunas, y para entonces él tenía que estar allí. Su maestro le había instruido en las lenguas de la mayoría de las especies que habitaban Terra Beta, Abhatthamé, en la Antigua y Sagrada Lengua de los Homes Ancestrales, o Ther Beth, cuya traducción era Terra Beta, o Segunda Tierra, para casi todas las razas que habían proliferado tras las Guerras Sagradas, después de las cuales todo había cambiado drásticamente. Tal vez el detalle más importante fuera que después de que las Guerras Sagradas asolaran el planeta, un nuevo credo se fue instaurando entre las pequeñas comunidades dispersas que quedaron, de las cuales surgieron las razas y especies que ahora poblaban el planeta. Unas se convirtieron en seguidores de Deus, el dios del orden, de la bondad y del amor, y otros lo hicieron de Moebius, el temible dios del caos, la maldad y el odio. Con el tiempo las posturas se habían ido atemperando, y si bien Deus era el dios de la luz y Moebius el dios de la oscuridad, como si uno gobernara el día y el otro la noche, ya no estaban tan claras las posturas primigenias, de modo que ni uno era homónimo de la bondad, del orden y del amor, ni el otro lo era de todo lo contrario. Si bien era cierto que Moebius era más imprevisible en sus designios, también lo era el hecho de que Deus se hubiera venido comunicando cada vez menos con quienes lo adoraban, como si incluso eso le sobrase. Sin embargo, y aunque muy pocos privilegiados podían saberlo de primera mano, Moebius se comunicaba con sus adeptos casi a diario, si bien a veces a través de acertijos macabros y vericuetos, cuando menos, caprichosos, si no ilógicos o desproporcionados.
De cualquier modo, mirar hacia atrás significaba volver a un pasado que debía permanecer sólo en el recuerdo, sin anegar con su pesada carga los instantes de su nueva vida. Tenía una nueva vida, completamente distinta de aquélla que había llevado hasta el mismo día anterior, y su nueva vida era una misión solitaria que hacía aguas por todos lados. Hundió sus manos en el arroyo que burbujeaba y parecía bullir tanto por la presión y la velocidad del agua como por la insistente, a un tiempo cansina y conmovedora y bellísima presencia de miles de peces viscosos que anegaban el imposible regato. Nunca había visto una cosa así, salvo en los libros del maestro, pero aquella visión superaba con creces todas las lecciones del viejo sabio. Sacó las manos del agua para refrescarse el rostro y cuál fue su sorpresa al extraer del plúmbeo líquido un pequeño pez que lo miró, sonrió, o eso le pareció a Noemu, le escupió entre los ojos y saltó de nuevo al arroyo, todo en un instante. Noemu se asustó, pero se armó de valor y volvió a hundir sus manos en el arroyo. Esta vez tuvo más cuidado, y las extrajo, en forma de cuenco, vacías de peces y colmadas del suave frescor del oleaginoso líquido, que se derramó por la cabeza rapada con la consiguiente sensación de bienestar y de paz que eran capaces de conferir aquellas aguas.
Se puso en pie, miró el cielo, la posición de los soles, oteó el horizonte, cerró los ojos, se concentró un instante e inmediatamente supo a dónde debía ir.
El cielo y los tres soles azulados le decían dónde estaban los puntos cardinales de aquel mundo, el Nur, hacia donde debía dirigir sus pasos, el Sor, donde estaban el monasterio y su pasado, el Et, por donde salían los soles y el Os, por donde se ocultarían, nadie podía saber cuántas furbas más tarde. Una furba eran aproximadamente dieciocho mil segos, o parpadeos rápidos. El horizonte emitía leves resplandores que Noemu sabía identificar como provenientes de núcleos de población, bosques, lagos, montañas invisibles o extraños y súbitos desiertos, ciénagas y otros terrenos peligrosos; cada uno emitía un resplandor distinto que se reflejaba en el cielo, y en su mente se encontraban todos los nombres que había estudiado con su maestro. Se dirigía a Timberteer, la Villa del Cambalache, y a juzgar por el resplandor que emitía, a aquellas furbas estaba en plena ebullición de actividad. Había salido del templo con las manos vacías, sin monedas ni comida, pero había sido educado en las enseñanzas de la providencia de Deus, quien proveería, y de hecho lo había venido haciendo desde tiempos inmemoriales al dotar a aquel mundo de las acuabayas que proliferaban por doquier y se regeneraban una y otra vez. Claro que los seguidores de Moebius sostenían que había sido éste quien había dotado a aquel mundo de las acuabayas, y nadie podía saber cuántas veces era capaz de regenerarse un racimo de aquéllas, pues aunque no había podido comprobarse jamás, había testimonios de quienes habían presenciado la destrucción definitiva de algunos racimos. Uno podía alimentarse de su jugo, de tantas clases como tipos de acuabayas existían en Terra Beta, hasta saciarse, pero para hacer un viaje tan largo necesitaría también el aporte proteínico de otras especies animales, y él nunca había tenido que cazar.
Deus proveería, de un modo u otro, pero tendría que hacerlo de camino hacia Timberteer, la peligrosa Villa del Cambalache. El único camino hacia el Nur la atravesaba antes de llegar hasta el mar. Fuera como fuese, tendría que atravesarla. Y su sexto sentido le decía que allí iba a tener lugar un encuentro muy importante para su misión.





17

Salió del bosque y se internó, sin parar de correr, por una senda que había sido abierta mucho tiempo atrás por los primeros mercaderes que se habían instalado en aquellos dominios. El camino era polvoriento y tenía la anchura de cuatro espaldas, justo para que pasara un carro de pequeñas dimensiones. Siguió su curso. Se estaba dejando guiar por una suerte de instinto que lo iba conduciendo a un lugar en el que había tabernas, bullicio, gente por doquier. Podía ver el lugar en su mente, pero no podía saber cuánto tardaría en llegar allí. Sus músculos empezaban a definirse, y se sentía bien corriendo. El camino confluía en una senda mayor, tal vez el doble de ancha, que se extendía a izquierda y derecha. Salió a la intersección y miró en ambas direcciones. Hacia la izquierda el camino hacía una cerrada curva y se perdía en el bosque. Hacia la derecha un cambio de rasante impedía ver hacia dónde conducía en aquella dirección. Iba a tomar ésta cuando oyó a sus espaldas, por el camino por el que había llegado hasta allí, un carruaje que se acercaba a toda velocidad. Se hizo a un lado de un salto y, oculto tras unos matorrales espinosos, vio pasar a un junano obeso, montado en un pequeño carro de madera tirado por un extraño espécimen de erkus percherón bastante escuálido y cargado con dos grandes barriles de una madera oscura que despedían un fuerte olor. Se asomó al camino tras el pequeño carruaje y a través de una densa nube de polvo pudo constatar un pequeño detalle que le había pasado inadvertido hasta entonces. Aquel junano, otra de las denominaciones que había ido recordando, llevaba ropa. Y él estaba desnudo. Contempló su desnudez y le pareció hermosa, pero algo dentro de él lo hizo ser consciente de ella y supo que si iba a ir a un lugar poblado, él no podía aparecer allí de esa guisa, si bien no alcanzaba a comprender el verdadero motivo. Su oído se había estado aguzando por momentos, y antes de ser visto, oyó a su espalda otro carruaje, mayor que el anterior, que se precipitaba hacia él, también a gran velocidad, seguido por otros. Desde los arbustos pudo ver que aquellos junanos iban todos vestidos, la mayoría con pieles de animales. Cuando pasaron las últimas carretas, volvió a internarse en el bosque.


18

Los grolehm, capitaneados por Grürerl, habían llegado temprano a las cercanías de los Bosques de Shyrim, supuestamente propiedad de “El Sanguinario”, aunque en realidad pertenecieran al pueblo por derecho, detalle que, por descontado, el pueblo ignoraba con supuesta indiferencia, que en realidad no era supuesta, sino impuesta, por supuesto. Se dispusieron como tantas otras veces, a lo largo de uno de los caminos principales, por el que a buen seguro pasaría el comendador, ocultos tras el follaje que se extendía por doquier a ambos lados del sendero de tierra. Algunos, los más hábiles, se habían subido a los árboles más altos. Sobre todo para estos solitarios la espera se estaba haciendo interminable.
Gürerl había quedado al mando, pero ante su aparente indiferencia, o paciencia, o cautela, o lo que fuera, Jaynspher se estaba empezando a impacientar. Estaba previsto que el comendador pasase por allí mucho antes. Apenas hubo llegado el espía, Jaynspher se adelantó a Gürerl y, cogiéndole por las solapas, le interrogó sobre las nuevas. El pequeño grohle aseguró haber visto a la comitiva del comendador descendiendo lentamente por la colina cercana. “Tiene que estar al caer.” Apenas hubo pronunciado estas fatídicas palabras, una certera y mortífera flecha surcó el silencio del bosque y uno de los vigías más avanzados cayó de uno de los árboles más altos. La lluvia de flechas no se hizo esperar.
- ¡Emboscada! - gritó Jaynspher, y, sin ningún motivo, dirigió una mirada fulminante a Gürerl, como haciéndole responsable tanto de la partida de Lehar, que él entendía como traición y deserción como de la emboscada.
Antes de que Gürerl pudiera organizar a su pequeño pero temible ejército, éste, confundido por el giro de los acontecimientos, comenzó a dispersarse sin orden ni concierto. El resultado fue la muerte de muchos grohlem, nada habituados a que las cosas se torcieran. Cuando Gürerl vio lo que estaba pasando se dijo que Lehar hubiera solucionado o al menos arreglado la situación, mientras él se limitaba a observar cómo su ejército se desvanecía, completamente desprotegido, bajo una incesante lluvia de flechas. El espía. Los había traicionado. ¿Dónde estaba ese rufián? Lo vio escondido tras un tocón hendido por el rayo. Si sobrevivían, lo degollaría con sus propias manos. Armándose de valor, saltó de su escondite e intentó reorganizar al disminuido ejército de grohlem, tarea que Jaynspher ya intentaba apropiarse desde hacía un par de minutos, lo que venía durando la masacre indiscriminada. La lluvia de flechas cesó de pronto y por un momento el diezmado ejército pensó que todo había acabado. Pero apenas unos segos después las tropas de infantería del Sanguinario se abalanzaron sobre ellos. Los grohlem, curtidos en mil batallas, abatieron a algunos, pero eran demasiados, y casi de inmediato tuvieron que retroceder. Algunos arqueros se habían dispuesto a ambos lados de la trifulca, y Gürerl fue herido en uno de sus hombros por una flecha envenenada. Al instante cayó como muerto y le dieron por muerto. Jaynspher huyó hacia los acantilados cercanos, junto con un reducido grupo de grohlem que le eran leales. Desde allí, protegidos por las abruptas rocas del que desde entonces sería conocido como el pasillo de la vergüenza y el deshonor, pudieron oír las risotadas del Sanguinario y de su ejército y Jaynspher, enfermo de cólera, juró venganza eterna sobre Lehar, a quien hizo responsable de la imperdonable traición.
Al otro lado, el espía, que se había retirado de la batalla sin ser visto, salió de su escondite, se acercó al Sanguinario y le pidió su recompensa.
- La recompensa a la traición es la traición.
Tras decir estas palabras, que dejaron helado al grohle, las tropas de asalto se hicieron a ambos lados, por lo cual la orden estaba clara, y dieciséis arqueros dispararon sus flechas envenenadas sobre el infortunado, que murió retorciéndose entre espasmos que rayaban lo grotesco. Algunos soldados incluso torcieron el gesto. El efecto del veneno, empero, era fulminante, y la horrible escena apenas si duró una decena de angustiosos segos.
A pesar de la terrible muerte de la extraña criatura, que muchos de los soldados, algunos apenas unos adolescentes, jamás habían visto, muchos, quizá en un intento desproporcionado de contrarrestar el efecto devastador de la escena, prorrumpieron en sonoras risotadas, cuyos ecos llegaron, deformados y amplificados, a oídos de Jaynspher y su reducido grupo de acólitos.
- ¿Les damos muerte, mi señor? - le preguntó al Sanguinario su capitán.
- Dejadlos con su vergüenza - espetó prácticamente escupiendo cada una de sus palabras con indisimulado desdén -. Su raza es como todas. ¿Lealtad? Nadie, ningún ser viviente ha conocido jamás el significado de esa palabra.
Uno de los soldados fue a preguntarle “¿Y acaso vos la conocéis?”, pero se limitó a mirarle a los ojos y a formular la pregunta en su mente.
El Sanguinario desvió la vista y se encontró con sus ojos. Se lo quedó mirando fijamente. El muchacho empalideció.
- Una sencilla prueba - dijo de pronto -; veamos, ¿qué es la lealtad?
Había dirigido su pregunta al joven soldado que aún le sostenía la mirada. El silencio podía palparse en el aire que mediaba entre ellos. A más de uno se le pasó por la cabeza sacar un cuchillo de la cintura y cortarlo, literalmente, o al menos para hacer la prueba, o gastar la broma, pero nadie osó moverse un ápice, no fuera que el Sanguinario cambiara de objetivo. Ninguno de los presentes podía saber cómo iba a reaccionar el Sanguinario, pero casi todos lo veían muerto por su insolencia, si bien quienes le conocían y sabían de su ingenio, y a pesar de que era tan astuto como osado y orgulloso, con todo, albergaban una tenue esperanza. Fuera como fuere, lo que estaba claro era que el espectáculo estaba servido. Una vez más. Y la inmensa mayoría no estaban muy seguros de querer presenciarlo.
- ¿Y bien, qué me dices, soldado, qué es la lealtad?
Si el Sanguinario había esperado recibir silencio no aparentó llevarse ninguna sorpresa al escuchar de los labios del muchacho toda una declaración de principios:
- Lo que siento por vos, señor.
El Sanguinario guardó silencio por un instante, y tras unos angustiosos segundos de sepulcral incertidumbre irrumpió en una sonora carcajada, que esta vez no fue secundada por ninguno de los presentes.
- ¡Bien dicho! Vaya, parece que yo estaba equivocado. Bien, demuéstramelo. Mata al que tienes a tu lado.
Ibanho, que así se llamaba el muchacho, miró a su diestra. Apoyado en su escudo, temblando de pies a cabeza, estaba uno de sus amigos y compañeros. Había sido herido en el costado y en una pierna, y apenas si se tenía en pie.
- No lo haré, señor.
El Sanguinario, una vez más, no se inmutó, como si supiera que aquélla iba a ser su respuesta.
- ¿Es eso lealtad? - dijo, sin mudar un ápice la dura expresión de su rostro.
- Es sentido común, señor.
- ¿Cómo dices?
- Sus heridas no son profundas. Sanará y podrá volver a serviros y a luchar por vos.
- Tu nombre.
Jamás había llamado a ninguno de los hombres que estaban a su servicio por su nombre.
- Ibanho, señor.
- Te llamaré Práctico, ¿qué te parece?
- Mi nombre es Ibanho, señor.
- Práctico e... Insolente. Me gusta: te llamaré Peí. Cabalgarás a mi lado.
- No tengo cabalgadura.
- Eso tiene fácil arreglo. ¡Capitán!
Un orondo y sudoroso personaje apareció cabalgando, abriéndose paso a duras penas entre las extenuadas tropas de infantería.
- ¿Señor?
- Desmontad y dadle vuestro erkus al chico.
- Pero, señor...
- ¡Silencio, bola de sebo inmunda! Desde este mismo momento quedáis relevado del mando... Siempre y cuando nuestro joven... Peí, acepte el puesto. ¿Lo... aceptáis, verdad? - amaneró.
Lo estaba poniendo a prueba. Cuando aceptase se reiría de él a la cara y mandaría matar a los heridos si se le antojase. Era un ser despreciable. Hacía algunos años, cuando sólo era un mocoso, se había visto obligado a abandonar su hogar y a dejar sola a su hermana Sigurn al cuidado de su padre, anciano y enfermo. Él le había prometido volver, pero era del todo inconcebible desertar del ejército del Sanguinario. El capitán era un ser no menos despreciable, asustadizo y rencoroso que lo mandaría matar aquella misma noche si aceptaba, y aunque Ibanho no temía a la muerte sabía que no se sentiría a gusto en el puesto de capitán, en todo momento a la defensiva.
Cuando habló, tenía la boca seca. No sabía cómo iba a reaccionar el Sanguinario, pero tenía que hacerlo.
- Con todos mis respetos, prefiero continuar en mi puesto, con los míos, señor.
Como había esperado, este último comentario no pareció gustarle mucho al Sanguinario, quien, entrecerrando los ojos, repitió, arrastrando las palabras:
- Prefiero... continuar... con los míos. - Guardó unos segundos de tenso silencio, y explotó -: ¡Así que esa calaña de andrajosos son mejores que yo! ¡Así que ésa es la lealtad que me profesas! ¡Capitán, detenedlo y detened a todos los heridos! Quien se haya dejado herir en esta broma de batalla bien merece un castigo. ¡En marcha!
El capitán, satisfecho por el inesperado giro de los acontecimientos, ya había ordenado a algunos soldados que detuvieran a Ibanho y a los heridos.
El Sanguinario volvió grupas y le dijo al insolente muchacho:
- Ya nos veremos.
“Desde luego que sí”, pensó Ibanho, mientras dos soldados, miembros de la guardia privada del Sanguinario, le cogían por detrás y, como al resto de heridos, le fueron empujando hacia el castillo, donde ya estaba esperando el comendador, quien, nada más llegar, le puso al corriente de los últimos acontecimientos: el Gran Congreso tendría lugar en Grankegaard dentro de ocho lunas y esperaban la confirmación de su asistencia como representante de Habgah; por otro lado, había rumores de que tres viajeros de otro mundo asistirían al congreso. Si esto era cierto, eso sólo podía significar una cosa: eran los extranjeros que mencionaban las antiguas profecías. El Sanguinario lo dispuso todo para partir al amanecer.


19

Ik-Ahn llegó a las puertas de Timberteer cuando los tres soles ocupaban ya prácticamente el cenit del firmamento. Había pensado matar un ursus para hacerse un atuendo con sus pieles, pero la providencial caída de unas telas de un carro le ahorró el mal trago. Se hizo una suerte de extravagante túnica multicolor y unas toscas sandalias con un trozo de cuero que halló envuelto en una de las telas. Tal vez las habían robado, porque el carro en el que las transportaban iba demasiado rápido como para ser el vehículo de un mercader al uso.
Hacía calor cuando traspasó los portones abiertos y los anchos muros de piedra que protegían la ciudad. Apenas hubo entrado, los ojos se le llenaron de color y de bullicio.
El mercado - todo el pueblo era en realidad un gran mercado - bullía de actividad. Cientos de variopintos y escandalosos personajes intercambiaban cosas usadas por alimentos, breja o zumo de lúpulo de acuabayas, y toda suerte de cachivaches por tantos otros. Algunos de los cambios eran del todo fortuitos, pero en otros casos el cambalache tomaba el cariz de la necesidad más perentoria. Músicos de aspecto estrambótico ponían su nota de color en los puestos más vistosos, cuyos dueños los contrataban para que atrayesen a los posibles cambalanchistas, pues así llamaban a quienes acudían a Timberteer, la villa del cambalache, los días de mercado.
Ik-Ahn, aturdido por el bullicio, atravesó el más que concurrido pasillo central, alejándose del epicentro del mercadillo y se internó en la parte más oscura y menos concurrida de la ciudad, en cuyos recovecos se escondían tanto seres lisiados como hermosas mujeres.
Una de estas damas le llamó poderosamente la atención. Medio escondida en la penumbra de un callejón, mostraba sus piernas y la parte superior de sus grandes pechos, ocultando en la oscuridad del callejón el resto de su anatomía. Cuando pasó por su lado, ella se adelantó un poco, saliendo a la luz y pudo verla en todo su esplendor. Era muy hermosa. Vestía una especie de atuendo etéreo, una suerte de deliciosa combinación de tenues gasas y vaporosos tules que permitían adivinar un cuerpo esculpido por los mismísimos dioses. Pero su rostro seguía sumido en las sombras. Le hizo un gesto para que se aproximara e Ik-Ahn no se pudo resistir. Avanzó hacia el callejón sin pensar en otra cosa que no fuera poder estar a su lado.
- ¿Un descanso, guerrero?
Apenas hubo escuchado su voz, se quedó petrificado, se detuvo y su mente se colapsó. Estaba a su merced. Y no podía desear otra cosa que hacer lo que ella le pidiese.
- Ven, acércate, no tengas miedo, no voy a comerte. ¿Quién te viste, guerrero? Me gusta. ¿De dónde eres? ¿No sabes hablar? Mejor. Me gustan los hombres discretos. Apuesto a que vienes de muy lejos, ¿me equivoco? No, creo que no. ¿Te apetece un... trueque?
Ik-Ahn se había quedado paralizado, incapaz de dar un paso hacia el callejón, desde el mismo momento en que había oído su voz, pero desde el reducto de su mente había creído escuchar de sus labios que se acercara, y así lo hizo.
- Así me gusta, guerrero. Apuesto a que quieres un beso... sí, te gustaría que te diera un beso, ¿me equivoco? ¿O tal vez quieres... otra cosa?
Un beso. Podía recordar qué era un beso. Podía recordar a su madre dándole un beso de buenas noches. Era un recuerdo vago y nítido a un tiempo, como si lo estuviera imaginando simplemente, como si nunca hubiera sido real, y como si lo hubiera sido, a un tiempo, algo imposible, hermoso, doliente, irreal, mágico. Podía recordar su habitación en la pequeña pero confortable cabaña que había construido su padre para ellos. Un beso. Podía recordar, a través de esa palabra, a partir de la sola mención de esa hermosa palabra, a sus hermanos, y también a Jélehm, su primer y único amor. Después de eso, no podía recordar nada más. Un beso. Sí, quería un beso. Podía entender las palabras de aquel maravilloso ser, y al contemplar con creciente atención sus hipnóticos ojos verdes, le vino a la mente qué era: una mujer, una hermosa mujer que le ofrecía un beso.
- Sí, tus ojos me dicen que quieres un beso. ¿Me darás algo a cambio, guerrero?
Ik-Ahn había entendido la pregunta, pero se sentía incapaz de responder.
- Bien, a cambio sólo te pediré un recuerdo, encanto, una señal de que has pasado por aquí. ¿Sabes firmar?
Firmar. Escribir. Sí, él sabía escribir. Sabía poner sus sentimientos y apreciaciones por escrito en un pergamino, con tinta y punzones especialmente diseñados para hacerlo correctamente. Caligrafía, destreza, armonía, precisión. Belleza. Paz. Sí, sabía firmar. La bella joven le señaló una mesa en la penumbra, siquiera un pequeño taburete sumido en las sombras. Sobre ella, un pergamino, y a su lado un tintero y una bella y majestuosa pluma de ave. Era hermoso. Todo le traía recuerdos. Un olor penetrante que procedía de una de las callejuelas contiguas le trajo el trémulo recuerdo de un hogar perdido en el tiempo, un hogar que tenía que encontrar fuera como fuese. Aspiró el penetrante aroma y cerró los ojos. Ella lo advirtió.
- Te daré también dos dramas por tu firma, guerrero, podrás ir a comprar tu pescado.
Pescado. Mar. Había vivido junto al mar. Podía oler el salitre y el yodo del mar, el penetrante aroma de las marismas, la cadenciosa plenitud de los días inmensos y extraños como sueños imposibles. Él había escrito eso acerca de su hogar, en algún tiempo, en alguna parte. Había vivido junto al mar, un mar enorme y montaraz, si tal cosa era aplicable a un mar, pero su mar desde luego lo era, y lo era porque él había decidido que lo fuera. ¿Qué otra razón podía haber para que las cosas fueran como eran? Él había llegado a aquel mundo extraño para hallar un hogar perdido, un origen roto, una suerte distante, ajena, tal vez muerta. Tenía un propósito: reencontrarse de nuevo con su mar, con su hogar, con sus recuerdos rotos, hechos pedazos por la muerte. Debía encontrar la cabaña donde había nacido por primera vez. Debía...
- Se hace tarde, guerrero, necesito muchas más firmas; vivo de ello, ¿sabes? No sabes cómo se cotizan por aquí. Hay quien las compra a precios increíbles, y algo me dice que la tuya valdrá mucho. Acércate, guerrero, no te arrepentirás. Te lo aseguro...
Se adelantó. Sólo tuvo que dar un paso, y firmó. Fue un garabato, aún la destreza no había alcanzado sus dedos, pero la mujer sonrió complacida. Se acercó a él, lo rodeó con sus brazos y lo besó en los labios.
Ik-Ahn sintió un contacto húmedo, frío y viscoso cuando los labios de la mujer apenas habían rozado los suyos, cuya sensibilidad sí había alcanzado la plenitud de su capacidad. Un aliento fétido salió de las profundidades de la boca de la mujer, de las que empezaba a salir un eco helado y gutural. El hombre trató de zafarse de su abrazo, pero pudo constatar, consternado, que era del todo imposible.
- ¡Apártate de él, xanah!
El guerrero, a punto de sumirse en las tinieblas de la inconsciencia, reconoció de inmediato la palabra: significaba “bruja” en la Lengua llamada Antigua, la que utilizaban los Homes Ancestrales, de cuya raza procedía.
La bruja se apartó del guerrero, más por la fuerza de la Lengua que por curiosidad, aunque en realidad por ambas cosas, ya que la voz que la había proferido era la de un niño, un pequeño home, sin duda, por raro que pudiera ser, ya que un junano no podía tener conocimiento de la Lengua.
Y fue entonces cuando el guerrero pudo verla como era en realidad, una vieja semidesnuda de doscientos imposibles años cuya verdosa piel cubierta de llagas putrefactas se estaba cayendo a pedazos ante sus ojos. Su horrible rostro estaba plagado de verrugas que reventaban haciendo una suerte de chapoteo inenarrable.
- Demasiado tarde - dijo el engendro mostrando tres dientes largos y picudos en una sardónica sonrisa y blandiendo a un tiempo el papiro con la firma del guerrero.
- ¡Quítaselo! - gritó el niño.
El hombre se abalanzó hacia la bruja, pero ésta hizo un mohín y desapareció llevándose consigo su taburete y sus papiros mágicos, esfumándose todo ello en medio de una pestilente nube verdosa.
- ¿Has firmado?
- S... sí - contestó el guerrero torpemente. De repente se sintió mal. Todo daba vueltas a su alrededor, y sintió náuseas.
- ¡Oh, Deus, se ha llevado tu alma! Ven, salgamos de aquí, no nos queda mucho tiempo.


20

Salimos del escarpado, insufrible e interminable desfiladero, que a todas luces debía su (por llamarlo de algún modo casi coherente) pintoresco apodo, “sendero de las montañas”, a las innumerables subidas y bajadas que iban dando forma a un cuerpo grotesco y demencial, si tal cosa puede decirse del contorno de un camino, y, tal y como nos había vaticinado el extraño duque, salimos a una suerte de campiña verde, el valle rocoso. La hierba allí tenía la altura de un hombre, y con los caballos apenas si podíamos ver un poco más allá a cada paso, por lo que supuso un gran alivio llegar a una zona despejada, en medio de una nada verde, onírica. Apenas nos hubimos apeado de nuestros erkus, un penetrante olor a lo que se me antojaron de inmediato deliciosos hongos cocinados sabiamente con finas hierbas se nos clavó a todos en lo más profundo de nuestro ser. El agradable aroma salía del enorme hueco que el rayo, con toda seguridad, si tales cosas existían en aquel mundo, había horadado en el viejo tronco seco de un árbol desnudo, ancho y acogedor. Sin decir nada descabalgamos y entramos en la fragante cueva natural. Habíamos dado sólo dos pasos y ya no podíamos ver nada, y aunque creo que los tres temíamos que allí dentro hubiese alguna terrible alimaña que hubiera hecho del acogedor tronco su guarida, nos había subyugado el penetrante aroma de tal modo que nos adentramos cada vez más, como hipnotizados. En medio de la más completa oscuridad tropecé con algo blando, y por un terrible momento pensé que me había topado con la bestia.
- Aquí... aquí hay algo - susurré, muerto de miedo. Imaginaba sus fauces abiertas, devorándonos en la oscuridad. Desde donde yo me encontraba apenas se veía la salida, desde donde llegaba una luz cada vez más mortecina, como si desde que habíamos entrado hubiese empezado a oscurecer más rápidamente.
- ¡Silencio!
Era la voz de mi tío. A juzgar por el sonido se encontraba a unos tres metros a mi izquierda, pero no podía verle; tampoco podía ver a Carlo, y suponía que tampoco ellos podían verme ni mucho menos ver qué especie de criatura tenía bajo mis pies.
Guardamos silencio por unos segundos y al cabo de aquel calvario volvió a hablar mi tío, esta vez más calmado. El primer “silencio” había sonado como si quisiera haber dicho: “O nos callamos, o aquí morimos todos, aquí se acaba la misión, el ser con el que te has tropezado es un dragón asesino...”
Lo que dijo fue más tranquilizador, dentro del pánico que sentía con aquella cosa blanda bajo mi pie, que ahora flotaba en el aire, en medio de una densísima oscuridad que pugnaba por atraparnos para siempre, o ésa era la sensación que yo tenía en aquel momento, algo así como que la oscuridad de las entrañas de aquel árbol era su alma, y nosotros habíamos penetrado en un sitio sagrado.
- Bien, tranquilo, si hubiera sido cualquier alimaña viva nos habría despedazado. Todos los seres que habitan en el interior de los troncos huecos de este planeta son extremadamente peligrosos, suspicaces y voraces, así que no habríamos tenido ninguna oportunidad. Mi escáner ya había detectado una forma de vida, pero las ondas de radiación no eran las de un organismo alerta. Despacio, agáchate y palpa, para ver qué es.
No tenía otra cosa que hacer. Que viniera él y que se agachara y que comprobase por sí mismo con qué cosa me había tropezado. Pero, ese olor... Por ese olor, por descubrir el secreto de su origen, de su autor, de su sabor, hubiera sido capaz de matar, capaz de demostrarme a mí mismo que era capaz de averiguar qué había bajo mis botas. Después de todo, no parecía tan difícil. El olor, el olor me obligaba a atreverme a hacerlo. Me agaché y palpé alrededor de mi pie. Topé con lo que en la oscuridad me pareció un brazo humano, un hombro; si estaba en lo cierto, allí tenía que haber una cabeza, a no ser... Subí un poco más la mano y comprobé, en cierto modo con alivio, que efectivamente había una cabeza. Tenía pelo en la cara y una nariz ganchuda.
- Es... creo que es un hombre. Y creo que está muerto.
- No, no lo está, el escáner muestra una fuerte actividad. Voy hacia ti, no te muevas de donde estás. Carlo, ayúdanos.
Carlo no dijo nada, pero en medio de la oscuridad y del silencio, que conferían a aquel extraño lugar un halo sagrado, pude oír con total claridad los pasos de ambos, acercándose. Por un momento pensé que no eran ellos, que los había devorado la criatura que en realidad habitaba aquel agujero, y que aquel ser se había adueñado de sus voces, de sus conocimientos y de sus mentes, pero cuando llegaron a mi lado me ayudaron a levantarlo y entre los tres lo arrastramos fuera, donde pudiéramos verlo. Me detuve un instante y estuve tentado de buscar el delicioso plato, pero el vehemente deseo había pasado y sentí que aquel olor sólo me había atrapado a mí, como si hubiera sido una llamada, como si tuviéramos que recoger a aquel hombre, como si este encuentro fuera a ser importante para nuestra misión. Pesaba mucho. Era un gigante. Ya en el exterior, a la tenue luz de los soles que agonizaban en el firmamento, aún altos, cubiertos por densas nubes cargadas de lluvia, con toda seguridad, pudimos comprobar que se trataba de un hombre mayor, un hombre que en la tierra podría tener sesenta años, pero que en este planeta podría andar, en base a los datos que había recopilado mi tío, por los cien, teniendo en cuenta que la duración de éstos era irregular. Tenía ropajes que mi tío identificó como de presidiario, tal vez un huido de una suerte de psiquiátrico. Eran asombrosos los conocimientos que tenía sobre las vicisitudes de un mundo en el que nos encontrábamos por primera vez. Había basado sus estudios en el análisis minucioso de las runas halladas en el meteorito que había comprado a un mercader turco. Todo eso había resultado apasionante, pero aún más lo era el hecho de estar allí, en medio de todos aquellos conocimientos, viviendo en nuestras carnes la aventura más grande de todos los tiempos. De pronto quise saber todo sobre aquel hombre: quién era, de dónde había escapado, por qué, qué había hecho, si estaba psíquicamente enfermo, hacia dónde huía, todo. Cuando le acercamos a los agrietados labios el viscoso pero sabroso zumo de unas acuabayas de aroma casi tan penetrante como el de los hongos y abrió los ojos, ora casi transparentes, ora oscuros como la oscuridad que lo había estado meciendo las últimas horas, no sé por qué, me identifiqué con su dolor, con su miedo, con su angustia.
- Dios mío - dijo mi tío en voz baja, como si lo hubiera reconocido -. Es Frágor.
Frágor. Había leído algo sobre él en el extenso estudio de mi tío, aunque sólo alcanzaba a recordar detalles: militar, condecorado, se había vuelto loco tras asesinar a su pelotón. Capitanearía las tropas blancas en la batalla final. Debíamos llevarlo con nosotros al Gran Congreso del Nur. Un momento, yo no había leído nada de eso en el informe de mi tío. Yo no podía saber que aquel hombre...
- No te asustes. Esto será muy común a partir de ahora: cuando nos encontremos con personas o seres significativos para nuestra misión, sabremos cosas de ellos, de su papel en la misma, de un modo clarividente, intuitivo, es algo que no os había dicho, pero estaba en el programa que hemos venido escuchando durante el viaje. Es un código que está en nuestro subconsciente, y no es peligroso, os lo aseguro. Más bien al contrario, nos será de gran ayuda, a la hora de...
- ¡Maldito loco, veo su locura, su dolor, su miedo! ¿Qué nos has hecho? - explotó Carlo, abalanzándose hacia mi tío y cogiéndole por el cuello. Éste se deshizo de él con un leve movimiento de su diestra.
- ¡Compórtese! - le espetó con severidad. Carlo perdió el equilibrio y cayó al suelo, desde donde le miró con una mezcla de odio y desprecio -. Le he prometido que les sacaré de aquí - dijo señalándonos a ambos con rudeza -, pero sólo hay un camino, y este hombre ha de recorrerlo con nosotros. ¡Y no se hable más! Partimos de inmediato. Antes de que anochezca tenemos que estar en el puerto de Pasos. Montará conmigo. Ayudadme a atarlo al cuello de mi erkus. ¡Andando!


21

Las xanahs, o brujas, cambiaban las almas que lograban atrapar a los Servidores del Crepúsculo por otros tantos favores especiales que éstos podían otorgarles, y sobre todo licencias para ejercer su profesión de adivinas y hechiceras con total libertad, pero Noemu sabía que no era fácil hallar a uno de ellos, menos aún en un día de mercado, cuando estos escurridizos y taimados seres aprovechaban para desaparecer y replegarse en sus guaridas habituales. Seguramente, la xanah que se había llevado el alma del incauto guerrero tendría que desplazarse hasta la ciudad de Járlehm, a varios días de camino. Pero una bruja podía salvar esa distancia en pocos minutos.
Salieron de la villa y se internaron en el bosque. El guerrero pesaba mucho, y el hecho de que no tuviera alma no ayudaba en absoluto. El niño recostó como pudo al guerrero sin alma sobre las raíces y la base del tronco de un gran árbol, uno de los primeros que se hallaban nada más salir de Timberteer, a un lado del camino que partía del otro lado y se internaba, un poco más allá, en las montañas.
- Escúchame bien, guerrero, porque no tenemos mucho tiempo. Sé que puedes oírme, y también sé que puedes hacer lo que voy a pedirte que hagas. Despierta, despierta ¡ahora!
Noemu dio una palmada frente a sus ojos y el guerrero los entreabrió, aunque no podía ver nada.
- Debes hacerlo tú, yo no puedo tocarte, o todo habrá sido en vano. Sé que no puedes verme, pero escucha mi voz y trata de hacer lo que te diga.
Ik-Ahn oía la voz del niño en la distancia, como si cada palabra se alejase más y más. Pero aunque no podía entender todas sus palabras, podía adivinar la importancia, la vehemencia, el deseo de salvarle. “Sí”, musitó su mente, y el niño lo sintió, “adelante, ¿qué he de hacer?”
Noemu cerró los ojos y se concentró en sus pensamientos. Se lo diría todo en silencio, desde su mente. Ciegos los dos, sentados uno frente al otro, sin tocarse pero tan próximos que podían sentir sus alientos respectivos, el niño concentró todas sus fuerzas en las que quizá fueran las palabras más importantes que fueran a salir nunca de su mente. En el monasterio los simulacros poco o nada tenían que ver con aquella situación, porque ahora estaba en juego no sólo la vida, sino la eternidad de un alma. Sabía que podía hacerlo, pero no estaba tan seguro de las fuerzas del guerrero. Éste era raro, como si en realidad fuera un extraño en aquel mundo, un recién llegado. Si así era, nunca antes había simulado este supuesto. Temió por su propia integridad. Temió que, si fracasaba, este contratiempo podía acabar con su misión, con su mundo, tal vez con todo el universo. Pero no, no podía abandonarlo, aunque muriese en el empeño. Cerró los ojos y se concentró en el ritual.
Escúchame, la eternidad de tu alma depende de ello. Sé que puedes entenderme, mejor así, directamente en tu mente. Escucha sólo las palabras que conducirán a tu sanación, serán las únicas que entenderás. Descúbrete el pecho.
Noemu no abrió los ojos, pero sabía que el guerrero lo escuchaba y lo estaba haciendo. Sacó una daga, que guardaba junto al corazón, y se la acercó, ofreciéndosela por el mango. El guerrero, antes de que el niño se lo indicara, aún ciego, la cogió e instintivamente la giró y dirigió el filo hacia su pecho desnudo, que empezaba a palidecer a ojos vista y a tomar un peligroso tono azulado, efecto que Noemu conocía sin necesidad de mirarlo.
Toma esta daga. Debes hacerte dos cortes en forma de V de arriba abajo y de abajo arriba, de izquierda a derecha, hasta la boca del estómago, con decisión, sin profundizar demasiado. No lo pienses, hazlo, ahora.
El guerrero lo hizo y una finísima V roja brotó de su pecho, pálido como la faz de la Luna. El niño, siempre sin abrir los ojos, tomó mientras tanto entre sus manos una oruga, un grule, y se la dio al guerrero.
Tómala, es un grule, debes aplastarla en tu mano diestra y restregar el fluido lechoso que emanará de su cuerpo lentamente sobre la herida. Ésta se cerrará y cicatrizará de inmediato, pero va a dolerte. Este líquido pestilente cauteriza instantáneamente. Hazlo, ¡ahora!, no temas.
Apenas rozó la herida con el fluido una densa nube ocre salió del tramo de piel que había recorrido. El dolor era insoportable.
No te detengas. Lo estás haciendo bien. Continúa, despacio. Pronto pasará.
El guerrero apenas si pudo resistir todo el recorrido del fétido fluido sobre su herida. El último centímetro había sido el más difícil, casi al borde de la inconsciencia, a la que arribó en el último instante. El guerrero tenía el cuerpo bañado en sudor y el desvanecimiento había liberado una tensión inconmensurable. El niño sintió que todo había ido bien. Su alma había regresado.
Tranquilo, guerrero, descansa, hemos llegado a tiempo.
- Estúpida xanah... - dijo Noemu, para sí, visiblemente agotado pero entero. Había hecho lo que debía. Su maestro se sentiría orgulloso.


22

La xanah, entretanto, y exactamente como había supuesto Noemu, había llegado a Járlehm y había pedido audiencia con Xátrapahm, el Gran Señor del Crepúsculo. Su vanidad iba a ser su perdición. Había perdido un tiempo precioso. De haber sido de otro modo, Ik-Ahn tal vez habría perdido su alma para siempre. Pero la bruja había insistido en que quería ver personalmente al más grande de los Señores del Crepúsculo, al menos de los que aún hacían apariciones públicas, y eso, aunque había hecho alarde de la importancia de su mensaje, tenía un precio, el precio del tiempo. Xátrapahm la recibió en unos minutos, y cuando la bruja entró en las lujosas dependencias del caudillo éste no pudo ocultar su repugnancia. Pero el tráfico de almas era una de las pocas cosas que aún les estaban permitidas a los servidores del crepúsculo. Las cosas iban a cambiar muy pronto. Pronto tendrían poder sobre todas las criaturas, y el orden se restablecería para toda la eternidad, pero eso sería después del Gran Congreso, una vez demostrada, por la fuerza del terror y de las armas, la preeminencia de Moebius. De momento casi todo les estaba vetado y, salvo honrosas excepciones, no podían matar ni mutilar, y eso era un atraso. Sólo podían entrar en las mentes ajenas, convencer, persuadir, poseer, y eso no funcionaba siempre, y el proceso era muy lento. Pero, si tenían un alma, entonces las posibilidades eran infinitas, sobre todo si el alma había pertenecido a alguien fuerte o importante.
La bruja, nerviosa, sonriendo, como poseída por su propia hazaña, le mostró el papiro. Un sirviente fue a cogérselo, pero ella lo rechazó y avanzó hacia el caudillo. Éste hizo un gesto al sirviente y éste salió de la estancia, dejándolos solos. Aquello tenía que ser importante, y la bruja debía saberlo. Tomó el papiro entre sus manos y lo escrutó en silencio.
Era un formulario convencional de un documento “atrapa-almas”.
Vacío.
- ¿Y la firma?
El rostro de la bruja cambió de pronto, como si por un terrible momento no supiera de qué le estaba hablando. El ser le dio la vuelta al documento y se lo mostró. Ella lo cogió y lo miró, horrorizada. La firma había desaparecido. Alzó sus ojos lechosos y en los del ser halló algo parecido a “¿A qué estamos jugando, bruja? No tengo ninguna intención de perder mi valioso tiempo con un ser inmundo y andrajoso como tú, ni con estúpidos juegos de brujas.”
- Es... es imposible... el... el guerrero me firmó el documento. Su firma estaba aquí, junto al círculo, dentro del círculo, yo misma vi cómo se desmoronaba, yo...
- ¡Y yo mismo veo que no hay nada en ese documento! ¡Guardias!
Dos seres tan nauseabundos como la bruja, de aspecto muy diferente al del hasta cierto punto apuesto y altivo Xátrapahm, aparecieron de inmediato y la prendieron por detrás.
- Matadla - dijo el ser secamente. La bruja estalló en cólera, miedo e indignación.
- ¡No podéis hacerme esto! No podéis... ¿Cuántas almas os he vendido? - El ser frunció aún más el ceño, contrariado, en la vida había visto a esa bruja, aunque había oído hablar de ella -. Bueno, tal vez precisamente a vos no, pero ¿cuándo habéis oído decir que la xanah de Timberteer os haya traído a ninguno de los vuestros un papiro vacío? Yo os lo diré: ¡jamás!
La fuerza de la anciana era inusitada, aunque tal vez estuviera haciendo uso de su magia, a tal efecto. El caso es que los guardias, dos fornidos especimenes de alguna raza híbrida bastante extraña, por cierto, apenas si podían contenerla. Xátrapham, el Gran Señor del Crepúsculo, advirtiéndolo, hizo un gesto que anuló su magia y dijo:
- Lleváosla de aquí, me pone enfermo.
- ¡No, no, os diré su nombre!
El imponente ser, que ya se había vuelto de espaldas a la cansina escena, levantó una mano. El gesto fue advertido por uno de los guardias, que se detuvo en seco y dejó de arrastrar a la bruja. El otro, obcecado por obedecer a su amo, siguió arrastrándola del otro brazo, y la anciana gritó de dolor. Recuperada su magia, lanzó al torpe esbirro hasta el otro extremo de la estancia. El otro guardia, que aún la sujetaba, se quedó perplejo, sin saber qué hacer. El Gran Señor les hizo un gesto y ambos, uno contrariado, el otro maltrecho, salieron de la estancia murmurando y maldiciendo entre dientes.
- ¿Y bien?
- Prometedme que me dejaréis ir.
El ser asintió, sin mucho entusiasmo. La xanah había hablado de un guerrero. Sí, podía ser. La astuta bruja se dio cuenta de que el ser estaba mucho más interesado en el nombre que en el trato posterior, así que insistió:
- Juradlo.
- No me hagas perder la paciencia, bruja, no te conviene.
- ¿Me dejaréis libre?
- ¡Dilo de una vez!
- Antes...
- ¡Te dejaré libre! ¡Dime su nombre!
- Ordena a tus guardias que me dejen salir libre, por mi propio pie.
El ser, agobiado y asqueado, llamó a sus guardias y repitió las órdenes de la bruja. Podía sentir cómo la vieja disfrutaba con todo ello. No tenía importancia. La venganza sería más dulce, más lenta, más atroz.
- ¿Y bien, hermosa dama? - dijo el ser, con afectación exagerada.
- Esto está mejor. Haré algo más por vos. Yo también he reconocido el nombre. Os propongo un trato.


23

Trece sombras y una informe estela cruzaban la tarde de los bosques del Soroset. Pasaron sobre los muertos de la batalla de los bosques de Shyrim como sombras, como ánimas errantes. Los Trece Señores Oscuros y sus acólitos no tenían tiempo ni interés en los muertos de otras batallas, ni siquiera en los caídos en las suyas propias. En su avance inexorable hacia el Nur, arrasaban con todo aquello que encontraban a su paso, y matarían y robarían para vadear el mar. Eran la raza maldita, los sirvientes directos de Moebius, e incluso despreciaban a los Señores del Crepúsculo, aunque éstos los venerasen por el que suponían excelso grado de perfección de su devoción por Moebius. Eran la raza maldita y sagrada a un tiempo, la raza oscura, la sombra del mundo, los únicos capaces de hacer frente a los últimos cambios, que dictaminaban la necesidad del Gran Congreso para la preeminencia de uno de los dos grandes dioses de Terra Beta. Moebius les había hablado en sueños y les había dicho que llegado el momento habrían de unirse a sus hermanos menores, pero en el fondo de sus oscuros corazones albergaban el secreto de una profunda venganza, como si tampoco estuvieran dispuestos a acatar las órdenes de un dios que se había vuelto un mojigato de un tiempo a esta parte. El que más claro lo tenía era Ujim-Kahl, a quienes todos conocían como El Señor Oscuro, pero éste sabía que contaba, al menos, con Guaerhj, su segundo, y el astuto Dyrjiahm. Pero si no estaban con él cuando hiciera falta, los mataría, y así a todos los demás, y a todos los habitantes de Terra Beta, si hiciera falta, y se enfrentaría al mismísimo Moebius, porque si se había vuelto un ser blando y despreciable él ocuparía su lugar. Se imaginó derrotando a Moebius, a Deus, a todo ser viviente que se opusiese a su criterio, y sonrió maliciosamente, absorto en su triunfo sin precedentes.


24

Anochecía en Terra Beta cuando llegamos al puerto de Pasos. El viejo guerrero se había despertado y se había vuelto a dormir, así que Carlo, en contra de su voluntad, se quedó con él en la puerta. Nos habíamos dirigido directamente a una de las posadas en cuya taberna sin duda se reunirían los marinos y harían sus negocios y sus tratos, la Taberna del Perro Viejo, muy original, como su dueño, un enorme personaje que me recordaba vagamente a un tal “Señor Oso” que se encontraba muy lejos de allí, seguramente discutiendo con Mihail, su cocinero rococó. Sobre el cartel de “Taberna del Perro Viejo, la Mejor Taberna de Pasos”, en la lengua común, con lo cual yo mismo pude saber lo que ponía, no era difícil, había otro cartel, ya en la planta superior, que traduje como “La Posada del Errante”.
En la penumbra del interior apenas si se podía ver nada, a través de los vapores de las cocinas y el humo de los cigarros, las viejas e insanas costumbres universales no fallaban en ninguna parte, pero cerca de la tenue y bailarina llama de algunas velas, que daban una luz mortecina y conferían un aspecto onírico al interior, había grabados y leyendas talladas en madera que hacían mención, según pude apreciar, al Errante, un personaje que llegó allí hacía mucho tiempo, a juzgar por los textos y algunas imágenes desdibujadas. A plena luz del día, y si alguna vez abrían las ventanas de aquel antro, cosa dudosa, debido al olor reinante, parecería más un museo abandonado que una taberna. Aquellas gentes veneraban al tal Errante. No fue difícil dar con el capitán Hansohg, un viejo lobo de mar, orondo y sonrosado, con aspecto de pirata, bastó preguntar al tabernero, tarea de la que, por supuesto, se encargó mi tío.
La conversación con el viejo lobo de mar fue breve. Mi tío quería partir de inmediato, él nos dijo que estábamos locos si queríamos salir esa misma noche, que la noche era muy traicionera en el mar, y nos intentó persuadir de que esperásemos un par de días, porque se estaba preparando una gran tormenta. Mi tío le mostró dos de las monedas del Duque, al hombre se le abrieron mucho los ojos, tomó las monedas, dijo algo así como: “¡Por todos los demonios del mar, con esto puedo retirarme de por vida!” y después: “De acuerdo, al amanecer. Mi barco es “El Viejo Lobo de Mar”, el velero más hermoso del puerto, no os será difícil hallarlo. Partiremos antes de que el primer Sol despunte sobre el horizonte. Que duerman bien.” Se levantó y se fue.
Pedimos unas habitaciones. Nos dieron cuatro. Eran inmundas y pequeñas, pero dormir sobre un jergón era más de lo que podíamos soñar, en aquellas circunstancias.
Soñar. Soñé mucho aquella noche, pero no pude recordar nada a la mañana siguiente. Según mi tío el contenido de mis sueños era muy importante, pero por alguna extraña razón me rebelaba contra la idea de contárselos, y me resistía a sus deseos, aunque no podía saber por qué actuaba de aquel extraño modo. De todas formas, el contenido de los sueños de aquella noche estaba vetado incluso a mi conciencia, así que no me sentí culpable en absoluto. Preocupado sí, pero no culpable.


25

Leha y Lehar habían llegado al Valle de los Grandes Árboles y habían decidido pasar la noche en el hueco de uno de estos gigantes. A pesar de que había espacio de sobra, y tal vez sólo porque hacía frío incluso dentro del árbol, se echaron acurrucados, uno junto al otro. Cuando el sueño les estaba atrapando a ambos, sintieron el leve rumor de una gran tormenta que se dirigía hacia el Sor.


26

Apenas había pasado una hora cuando abrió los ojos. Había estado consciente todo el tiempo, aunque mecido por una suerte de letargo que había engañado a aquel extraño aparato. Se levantó, se acercó a la puerta, pero antes de rozar el pomo ya supo que estaba cerrada. Podía echarla abajo, pero habría hecho mucho ruido, así que, en medio de la oscuridad, se volvió, se subió al jergón y abrió con suavidad la contraventana de madera. La mortecina luz de las farolas de gas bañó su rostro, y aspiró el profundo aroma de la libertad. El aire penetró fresco, hermoso, lleno de amor.
El mar. Había llegado al mar. Ya podía morir. Se introdujo por la ventana y salió al exterior, con un gran esfuerzo, porque el hueco era muy estrecho para un hombre tan corpulento. Se hirió en el costado, pero no le importó desgarrar su carne para hallar la tan ansiada libertad. Aunque había mantenido la consciencia todo el tiempo, había estado en un estado distinto a la vigilia, y no recordaba cómo había llegado hasta allí. Una sola cosa llenaba su mente: la libertad y la muerte. Una sola cosa, un solo camino: el mar, el profundo y misterioso mar.


27

El guerrero aún no se había recuperado cuando el niño advirtió que una gran tormenta se acercaba hacia ellos. Si les alcanzaba en descampado podían darse por muertos. Las agujas acabarían con sus vidas de una forma horrible. El niño tiró con fuerza del guerrero y consiguió que se incorporase, pero le fallaban las piernas y tuvo que recurrir a las enseñanzas de sus maestros del templo, quienes le habían instruido sobre las artes de la fuerza y la concentración. Acompañaba cada traspiés del guerrero con un leve movimiento antagónico de sus propios músculos, y así pudieron llegar a lo que a través de la oscuridad se antojaba como una especie de granero abandonado en medio del bosque, a las afueras de Timberteer. Justo antes de entrar las primeras gotas cayeron sobre ellos. Noemu pudo constatar, aliviado y agradecido, que no se trataba de una típica tormenta de agujas, sino una rara tormenta-presagio, una rareza de la naturaleza, un fenómeno que se producía una vez cada mil años. Llovía abbha, un delicioso líquido inodoro, fresco y vivificante. No obstante, debían refugiarse, porque la humedad podía ser muy peligrosa en combinación con las frías temperaturas que alcanzaba Terra Beta en descampado.

























CAPÍTULO XXIV
SEGUNDO DÍA
LA GRAN TORMENTA


Antes de bajar a la taberna a dar cuenta de una mugrienta cena que nos supo a gloria bendita, habíamos dejado a Frágor en una diminuta estancia, y seguía en la misma posición cuando subimos, así que supusimos, craso error, que dormiría toda la noche. Mi tío había comprobado con su escáner que se encontraba bien, aunque terriblemente cansado, así que supusimos, craso error, que sería lo mejor. Además, no había opción. Cerramos su puerta y nos retiramos a descansar.
Nunca debimos habernos fiado de un guerrero.
Había sangre en el marco de la ventana, y un rastro que se perdía en los muelles. Supusimos que no andaría muy lejos, pero mi tío se encargó de recordarnos que debíamos continuar. Si había sido capaz de escaparse por sus propios medios, encontraría su propio camino, si así había de ser. La lógica y la seguridad de mi tío eran aplastantes. Antes de irnos le entregó una moneda al posadero, éste nos bendijo en varias lenguas, salimos y nos dirigimos a los muelles. No preguntó por el viejo guerrero, por descontado.
Descendimos por una empinada pendiente empedrada y llegamos a los muelles. Apenas doblamos el último recodo de las últimas casas, se abrió ante nosotros una marina triste y hermosa a un tiempo. El primer Sol aún no había despuntado, y una tenue bruma lo envolvía todo, confiriendo al embarcadero un aspecto onírico, fantástico. Por un terrible momento pensé que estaba soñando, que saldría de aquel líquido oleaginoso que hacía las veces de agua un ser monstruoso que nos devoraría, no sin antes despedazarnos; pensé que podría recordar ese sueño, que no revelaría a mi tío, aunque no supiera por qué, pero en ese momento Carlo me dio un pisotón y supe que no estaba soñando. Los ligamentos tienen estas pequeñas cosas: te dicen cuándo sueñas y cuándo no, que no es poco.
El líquido oleaginoso. Era multicolor, acrisolado. La suave superficie del agua, o lo que demonios fuera, era como un bálsamo, como de aceite. Hacía formas caprichosas que se deshacían en sí mismas para regenerarse inmediatamente en otros seres imposibles que se devoraban a sí mismos sin dolor, en una sinuosa danza que invitaba al abandono de los sentidos.
- No mires la superficie del abbha durante mucho tiempo - me dijo mi tío, advirtiendo mi incipiente y al parecer peligroso ensueño -, tiene un efecto hipnótico.
No había naves de grandes dimensiones en el Puerto de Pasos, seguramente todas estaban en alta mar, faenando, aquellas gentes vivían de la pesca, así que no nos fue difícil dar con nuestro barco, pero no precisamente por las señas que nos había facilitado el capitán.
“El Viejo Lobo de Mar” era un viejo galeón que se caía a pedazos. Tal vez había sido un barco hermoso, pero de eso hacía mucho tiempo. No obstante, era obvio que el capitán Hansohg no opinaba lo mismo. Aún no podíamos ver el barco, a través de la niebla, cuando reconocimos el gravísimo, roto y cascado timbre de la voz del viejo marino. Le oímos gritar a pleno pulmón a su tripulación, en una jerga que se me antojó ininteligible. No obstante, casi podía palparse el placer con el que daba cada orden y cada patada. Para él, su barco había sido su vida, y su sueño era instalarse en el muelle y morir en él. Después de acercarnos al Puerto de Cobas podría cumplir su sueño, así que se le veía feliz, pletórico en su vejez, aunque una sombra cubría sus ojos, como si en el fondo no las tuviera todas consigo.
Todas estas cosas arribaron mi mente en un solo instante, eran parte de esas extrañas intuiciones de las que nos había hablado mi tío, así que supuse, por un lado, que aquel personaje, del que no se hacía mención alguna en ningún informe, archivo o apunte que pudiera haber recopilado mi tío, era importante para nuestra misión, y, por otro, que iba a pasar algo.
- ¡Buenos días, caballeros! - exclamó nada más vernos -. Pasen y acomódense, mi barco es su barco, cuidado con los pies, resbala - apuntó, refiriéndose a la pasarela, una suerte de diminuto puente levadizo de madera húmeda y enmohecida lleno de agujeros, para continuar con su retahíla de incomprensibles improperios, una mezcolanza informe de órdenes y de insultos -: ¡Arriad la mayor! ¡No me toquéis los cuernos, moveos, u os echo a los calamares gigantes! ¡Kryxo, vete a criar lambas al burdel de tu hermana! ¡Templad el gablete! ¿Me has oído, cara de salaman...! ¡Karmas, sube al caporete! ¡No sois más que un atajo de salamandras malcriadas! ¡Soltad amarras de una vez, nos vamos!


1

Entretanto, una sombra alargada y estática contemplaba el mar desde los acantilados de Losen-Kapak, a varias millas al Nuret del puerto de Pasos. El primer Sol despuntaba tímidamente en el horizonte, y con su tenue resplandor anunciaba el momento de una catarsis sagrada.
Había logrado su objetivo. Por fin era libre, y pensaba disfrutar de su libertad eternamente. Después de años de nada oscura, fría, como la muerte en vida, el tan ansiado momento había llegado. La sombra cerró sus ojos, cuajados de lágrimas, sonrió y se precipitó al vacío.


2

El frío y la rabia no habían permitido que el sueño reparador llegara en ningún momento. Había pensado en muchas cosas, en su vida, en la muerte, en la soledad, en sus seres queridos, en su infancia, pero sobre todo en la forma que tomaría su venganza. Su espíritu, aún joven y valeroso, libre del miedo a la muerte, no podía comprender cómo el mundo podía albergar personas de la calaña del Sanguinario. Sus mayores le habían enseñado los antiguos preceptos, entre los que se encontraba “No matarás”, pero todos ellos habían muerto a manos de quienes desdeñaban de aquellas sagradas leyes. Pensó que tal vez había llegado el momento de atenerse a unas leyes aún más antiguas.
Aún no había amanecido cuando oyó unos pasos que descendían hacia las mazmorras. Estaba cargado de cadenas, así que las aferró con fuerza, dándose varias vueltas alrededor de las manos, y se dispuso a atacar a su opresor. Se imaginó, o tal vez deseó, que sería su propio anfitrión, que vendría con otra de sus aburridas y penosas chanzas. Sería la última, aunque le costara la vida.
Corrieron el cerrojo de la puerta, y ésta se abrió con un chirrido. Estaba dispuesto a saltar cuando se percató de que un solo hombre, que no era el Sanguinario, venía a buscarlo, tal vez para acabar con él. Si así iba a ser, dejaría que aquel hombre, pequeño y robusto, atacara primero. No fue así.
- Arriba, el señor quiere verte.
Palabras mágicas, sin duda, premonitorias. Le arrancaría los ojos. Con sus propias manos. Sin decir nada, se incorporó y siguió al carcelero. No había visto antes a aquel hombre. Le habían conducido hasta allí hombres del capitán, y pensó por un momento que era una trampa. Si le conducía a su presencia, no haría nada hasta el momento oportuno. Si le traicionaba, acabaría con él sin dudarlo.
Habían cambiado mucho las cosas en una sola noche. Podía sentir cómo su alma se estaba curtiendo, cicatrizando por momentos, como si cientos de heridas se estuvieran cerrando en su interior, forjando una coraza impenetrable. Odiaba las injusticias, los malos tratos, el abuso de poder, el hambre y la miseria que venían oprimiendo a los más desfavorecidos desde el principio de los tiempos. Pero, sobre todo, odiaba a su señor.
Ascendieron hasta la planta superior y dejaron atrás las gélidas mazmorras. Pensó en las decenas de prisioneros que agonizarían y morirían allí sin remedio, y en todos los que antes que él habían pasado por las apestosas celdas, y en sus propios compañeros. Si conseguía sus propósitos, se hizo prometer a sí mismo que volvería a liberarlos. Por muy terribles que fueran sus crímenes, no merecían aquella suerte, no cuando el mayor criminal de todos los tiempos estaba en libertad, gozando de unos favores que no le pertenecían en absoluto.
Pasaron por interminables corredores, pasadizos y escaleras y llegaron a las dependencias del Sanguinario, una suntuosa estancia de piedra recubierta de ricos tapices de motivos bélicos y cinegéticos.
El carcelero hizo una reverencia y salió, cerrando las puertas tras de sí.
Ibanho se quedó en medio de la estancia, en silencio, expectante, apretando los puños. Estaba solo con el tirano, pero éste estaba demasiado lejos, vestido para viajar, con una gran espada ceñida a la cintura. No había contemplado esta absurda posibilidad. Había imaginado que le arrojarían a sus pies, y que un señor en su castillo no iría armado. El Sanguinario lo escrutó con sus ojos de serpiente, guardó silencio unos segundos, se volvió, dándole la espalda, y al cabo dijo:
- Sé que quieres matarme, puedo verlo en tus ojos, y eso me gusta - dijo, volviéndose -. ¿Has matado a alguien alguna vez? ¿Te sorprende mi pregunta? Te he observado en la batalla. Observo todo lo que ocurre en mis batallas. No luchas mal, pero eres incapaz de matar, algo extremadamente difícil en una batalla, por cierto. ¿Me equivoco?
- Sí.
La rabia contenida era tal que las manos empezaron a sangrarle, goteando sobre la alfombra de piel de ursus.
- ¡Bien, pues entonces hazlo, mátame! - dijo el Sanguinario, despojándose de su espada y lanzándosela a los pies del muchacho -. ¡Por Moebius, me estás dejando todo perdido!
La situación había cambiado. La imaginación volaba alto, pero a veces la realidad superaba a los sueños. Ahí estaba su oportunidad. Tenía delante de sí al hombre que había acabado con la vida de sus padres y los padres de sus amigos y a él le había dado la oportunidad de servirle para salvar la vida. Se había aferrado a esa terrible opción con la firme y fría esperaza de encontrar el momento de su venganza, y el momento había llegado, aunque se lo hubiera imaginado de otras mil formas diferentes. Y entonces se dio cuenta de algo. Con las cadenas apenas si podría levantar la espada, mucho menos atacar a su oponente, así que, advirtiendo la nueva trampa, se quedó quieto, desafiante.
- Está bien, lo haré yo.
El Sanguinario salió de detrás de la mesa y se abalanzó hacia la espada. La apartó de un puntapié y sacó una daga de su cinto, con la que con toda seguridad le habría matado si hubiera osado recoger la espada del suelo, siquiera agacharse para hacerlo.
Llegó hasta el muchacho y le puso la daga en el cuello.
- Has perdido tu oportunidad, muchacho. Mal hecho.
Una vez más lo estaba retando.
- No es una oportunidad ofrecer un arma a un home encadenado.
La palabra “home” hizo que le hirviera la sangre.
- ¿Te crees superior por pertenecer a esa absurda y patética raza? ¡Os estáis muriendo, estáis cayendo como moscas! Yo mismo podría acabar con tu vida en este mismo instante.
- ¿Y qué os lo impide?
- Arrogante, estúpido, temerario... - dijo, separándose un poco del muchacho -. He de viajar al Nur, al Gran Congreso. Quiero que me acompañes. No confío en nadie más.
- ¿Confiáis en un home que desea vuestra muerte?
- Sí.
- Debéis ser muy desgraciado.
- Eres el único ser vivo sobre la terra que osaría decirme algo así, por eso quiero que me acompañes. ¿Qué dices?
- ¿Puedo elegir?
- O eso, o las mazmorras para siempre.
- Como cuando me reclutasteis para vuestras tropas; aún recuerdo lo que nos dijisteis, después de asesinar a nuestros padres - las lágrimas fluían de sus ojos y corrían por sus mejillas -: “Servidme o morid.”
- Lo recuerdo. Una hermosa sentencia. ¿No habla así vuestro amado Deus?: ¿Servidme o morid para siempre? Muchos decidieron morir, pero tú decidiste vivir. Había coraje en tus ojos, habría lamentado tu pérdida.
- Como lamentáis la muerte de aquellos que os sirven.
- La muerte es la otra cara de la moneda de la vida. No temo la muerte y no le tengo ningún respeto, por eso puedo matar. Te haría falta perderle el respeto a la muerte. ¿Qué decides, vendrás?
- Sí.
- Ya lo sabía. Nada ha cambiado en tu interior, pero cambiará, te lo aseguro. Partimos de inmediato.
Dio una palmada y en ese momento entraron dos soldados, le soltaron las cadenas y le condujeron a la sala de armas, una cámara contigua a los aposentos del Sanguinario, donde le esperaba una armadura nueva y armas relucientes. El odioso tirano sabía que aceptaría. Tal vez le conocía mejor que él a sí mismo.
- Una cosa más - dijo, entrando en la sala de armas -: quiero que reclutes a los hombres que a ti te parezca, merecedores a tu juicio de acompañarme al Gran Congreso del Nur, hombres valerosos, amigos tuyos, “tu gente”, ya me entiendes, quiero que te sientas arropado por los tuyos. Tienes media furba. Os espero en el patio.
Ibanho no dijo nada, pero ya tenía esos nombres en la cabeza. Si iba a matarlo, mejor si sus compañeros estaban con él. Tal vez podía matarlo y seguir con vida. ¿Por qué morir matando a un tirano, aunque ésa fuera a ser su última injusticia? Por otro lado, sentía unos deseos enormes de conocer en profundidad a aquel ser nacido del mismísimo averno de Moebius, como un hijo maldito, errante, solitario como la muerte que tanto despreciaba y amaba a un tiempo, paradójicamente.


3

Noemu soñaba que se reía con las historias que le contaba su viejo maestro cuando le despertó un gran estruendo. Una gran tromba de abbha viscosa y anegada de peces y troncos, barro y rocas, irrumpió en el granero, arrastrándole consigo. Ik-Ahn se despertó, aturdido y empapado, e intentando comprender lo que pasaba, trató de agarrar al niño, pero se le escapó. La gran tromba de abbha y la fuerza de la corriente arrastraron sus cuerpos fuera del granero. Aún llovía torrencialmente. El río Sigrid se bifurcaba en dos muy cerca del granero, y quiso el destino que cada uno se fuera por uno de los brazos del río. Casi inmediatamente Ik-Ahn se golpeó en la cabeza con un gran tronco que se precipitó hacia él y perdió la conciencia. El río bajaba con una fuerza inusitada, arrastrando grandes y pesados objetos, además de millares de peces enloquecidos por las impredecibles fuerzas de la naturaleza. Noemu cerró sus ojos e intentó concentrarse, fundiéndose con el río, siendo uno con el río, dejándose llevar por su furia, rodeado de viscosos peces gigantescos y furibundos, que parecían obviarle, deseando que el guerrero estuviera a salvo.





4

Para cuando Leha y Lehar llegaron a la playa de Rash, antes del mediodía, ya otros viajeros y buscadores de la verdad se estaban preparando para ir hacia el Nur. Se montaron con una docena de ellos en una pequeña embarcación que se dirigía al puerto de Brahmah. Ya estaban en alta mar cuando, a lo lejos, sintieron el rumor de una gran tormenta.
El dueño de la embarcación les dijo que no se preocuparan, que la tormenta no les tocaría, que llevaba muchos años haciendo ese recorrido, pero ellos, junto a los demás viajeros, no las tenían todas consigo.
Empezaba a cambiar el viento, y Leha se arrebujó entre un montón de maromas y redes. Lehar fue atrapado por un turbulento sueño, justo cuando se preguntaba qué habría sido de la batalla en los bosques de Shyrim. Si no había habido traición alguna, todo habría ido bien, como siempre, pero tenía un amargo y oscuro presentimiento, y pensaba con total certeza que él había causado la catástrofe.
Soñó que todos los grolehm morían en los bosques de Shyrim bajo una lluvia de flechas. Cuando se despertó, sobresaltado, cubierto de un sudor frío, una gélida neblina lo cubría todo alrededor.
- Tápate, viajero - le dijo el dueño de la barcaza -, la niebla es traicionera, te lo digo yo.
Así lo hizo. Contempló a Leha y ya no pudo volver a conciliar el sueño. ¿Qué había hecho? Había decidido abandonar a sus compañeros para partir en busca de una venganza, engañando a una princesa. No estaba mal, nada mal, para el príncipe de los bandidos, claro, para un príncipe que había dejado morir a sus compañeros, con quienes había vivido los años más intensos de toda su vida, junto a quienes se había vengado de tantos usurpadores mojigatos, de tantos aprovechados sin escrúpulos, de tantos ladrones a quienes habían quitado las ganas de robar a las pobres gentes de sus dominios para siempre. Y ahora iba en un barco, si podía llamársele así a aquella especie de balsa flotante, solo, o, bueno, peor aún, acompañado de una princesa desterrada, la última de su aldea, representante obligada al Gran Congreso del Nur, descendiente de grandes dinastías y defensora de grandes principios, acompañado de una chiquilla malcriada a la que había engañado para valerse de su compañía y así llegar hasta los asesinos de su familia. Bien, Lehar, bien, en tu línea, como siempre has hecho; primero la venganza y la muerte, después la vida, si es el caso. Sólo si es el caso. Envidió por un instante el plácido sueño que parecía mecer en una dulce inconsciencia a la princesa; envidió su dulzura y el modo en que ella había sido capaz de soportar y encarar la muerte; envidió, sobre todo, su verdad, su transparencia, su coraje, y se sintió un embustero y un vil cobarde que tenía que valerse de artimañas para lograr sus propósitos. Qué diablos, se dijo, la vida trae estas cosas; cada uno es como es. Si soy un vil tramposo, así ha de ser.
Así ha de ser.
Se arrebujó bajo su capa e intentó descansar. El viaje iba a ser largo, y tenía que tener sus fuerzas intactas para cuando llegara la hora de su venganza.


5

Envuelto en un torbellino de rocas, barro, peces viscosos de todos los tamaños imaginables y la propia abbha, que se había vuelto terrible y violenta a su ingente contacto con la superficie de Terra Beta, se había visto inmerso en una agradable semiinconsciencia. Esto también se lo habían enseñado los monjes del Templo de la Luz. Si os caéis a un río debéis dejaros mecer por él y ser uno con los peces y la turbulencia, con las rocas y los troncos, con todo aquello que se encuentre con vosotros en el lecho del río. No luchéis, sed uno con el río. Las palabras del viejo maestro resonaban en su cabeza mientras trataba de dejarse llevar por su mensaje. Ser uno con el río, ser... uno... con... ser... con el río... ser... Se fue meciendo en una suave semiinconsciencia, haciéndose uno con el río, con los grandes y asustados peces que le rozaban y se iban de su lado en un instante, con las rocas y los troncos que empezaron a dejar de rozar su cuerpo, y fue uno con el río, y entendió la rabia del abbha, de un líquido inerme que había tardado más de mil años en desatar su furia, una furia contenida durante siglos.


6

En aquel mismo instante, Ik-Ahn ya se encontraba a varios kilómetros de distancia, suspendido en el aire, a varios metros sobre las turbulentas abbhas. Un aura tenuemente azulada con brillos dorados lo rodeaba y lo mecía suavemente. Una mujer joven, rubia, ataviada con una túnica blanca, había alzado al poeta guerrero en vilo con la fuerza de su mente y depositó su cuerpo sobre la húmeda hierba. Había tragado mucha abbha, pero aún no estaba muerto. Colocó sus manos sobre su pecho y las retiró de inmediato. Aquel ser no era un simple home, sino un ser sumamente especial, predestinado a escribir páginas sagradas en la historia de Abbah-Tamé, como Layra, la Solitaria Princesa de los Bosques, conocía a Terra Beta. Entonces supo que debía cuidarle, porque temía que sus poderes curativos pudieran dañar a un ser tan especial. Una profunda curiosidad se apoderó de ella, y desde aquel mismo instante empezó a transformarse en la mujer que su corazón pensaba que él podría desear para pasar el resto de su vida con ella. Era hermoso. Había estado sola demasiado tiempo, curando cervatillos heridos y contemplando el ir y venir de las aves. Cerró sus ojos y se concentró en el interior del ser al que no podía catalogar. Trató de ver en su corazón, pero no pudo ver nada. Se estaba muriendo. Volvió a colocar sus manos sobre su pecho. Temía por su vida y por su soledad, pero aún era mayor su temor de dañar a un ser tan precioso. No podía ver el origen de su mal, porque no era como los demás seres. Era especial. Con un profundo temor posó sus manos sobre el pecho del ser. Una ola de negrura impenetrable inundó su alma y creyó morir, pero se decía a sí misma que debía continuar, a ciegas, aunque no supiera lo que iba a pasar. Debía salvarlo, aún a costa de su propia vida. Los demás seres del bosque, todos los seres nacidos de un modo natural, eran como libros abiertos para ella. Antes incluso de posar sus manos sobre sus cuerpos podía penetrar en sus mentes, hablar con ellos a distancia, amarlos sin medida, y todos ellos, sin distinción, desde un tímido cervatillo hasta un feroz lunghus podían experimentar su amor hacia ellos, podían sentirlo y podían abrirse y decirle aún más sobre sus vidas, sus necesidades, sus miedos. Pero aquel ser era distinto a todos ellos. Había curado junanos y homes en contadas ocasiones. De todos ellos había aprendido y de todos ellos se había despedido con gran alegría, y todos ellos eran como cervatillos o lunghus, comprensibles, hijos de la misma tierra, de la naturaleza, del dolor y de la sangre. A todos ellos los amaba y los compadecía, pero este ser era radicalmente distinto. Podía sentir, por primera vez, el dolor y la muerte acechando al hermoso ser que había rescatado de las aguas. Un gemido le hizo abrir los ojos y mirar a un lado. Un pequeño grumno, un lagarto de apenas unos días de vida, agonizaba a su lado. El profundo amor que sentía por todas las criaturas le hizo dudar sobre si debía abandonar al ser, puesto que el dolor era insoportable, y tampoco podía saber si le estaba ayudando, pero cuando trató de hacerlo se dio cuenta con estupor de que no podía hacerlo. Era como si sus manos se estuvieran fundiendo con el pecho del extraño home imposible. Entonces éste abrió los ojos, sonrió y dijo:
- Ve.
Sus manos se separaron de inmediato y Layra se dirigió hacia el pequeño reptil. Apenas lo tocó con un dedo cuando el grumno, apenas un recién nacido, recobró su color verde intenso y se fue corriendo.
Ella estaba agotada.
Cuando pudo, se volvió hacia el extraño ser y, con su mente, en la Lengua Sagrada, le dijo:

Quién eres. Y cómo sabías...
Puedo oírte. Entiendo tus palabras. Soy Ik-Ahn, poeta guerrero de otros tiempos. Y no lo sabía, lo vi en tus ojos al abrir los míos, vi tu miedo, tu preocupación y también al pequeño grumno.

Ella estaba atónita. Por primera vez en su larga vida un ser la había desbordado. Algo había cambiado en ella. Necesitaba saber más de aquel poeta guerrero, y también se dio cuenta de que podía pensar sin ser escuchada. Sólo los pensamientos dirigidos harían eco en la mente del guerrero. Sus intenciones eran persuadirle de que se quedara con ella en el bosque para siempre. Lo amaba. No como amaba al resto de criaturas, sino de otro modo, mucho más intenso. Pero debía ser cauta. Había visto su preocupación por el pequeño grumno sin que ella hubiera tratado de compartirla con él. ¿O sí lo había hecho? Tal vez no conscientemente, pero estaba allí. Silenció su mente e intentó borrar los recuerdos presentes, recientes y remotos de la vida del recién llegado, que intuía extrañamente corta, y a medida que notaba que lo lograba se fue enamorando más y más del poeta guerrero, con quien deseaba pasar el resto de la eternidad.
Ik-Ahn, agotado, cayó en un profundo y reparador sueño.
Ella, que ya había alcanzado su mente, intentaría por todos los medios alcanzar su alma y persuadirla de que se quedara con ella para siempre, olvidándose de sus páginas sagradas.
Nunca más estaría sola.


7

- ¡Debemos volver, la tormenta se nos echará encima en menos de una furba!
El ruido del mar ya era atronador; las viscosas olas se alzaban con furia y en algunos de sus embates dejaban peces aún más viscosos sobre la cubierta. La tripulación intentaba dar cuenta de todos ellos, seleccionando los comestibles entre los venenosos y los inservibles, pero el mar estaba ya demasiado revuelto como para hacer la tarea siquiera viable, así que pronto se limitaron a dejar en cubierta los menos peligrosos y en echar al mar a los carniceros, que no eran pocos.
- ¡Imposible! - le respondió A. A. - ¡Tenemos que llegar al puerto de Cobas hoy mismo!
- ¡Si continuamos vamos a hundirnos, créame, debemos volver!
- ¡Lo conseguiremos, siga adelante!
- ¡Lo siento, señor, pero incluso creo que ya es demasiado tarde para eso, mire!
A. A. se volvió y vio cómo una ola gigantesca se abalanzaba sobre nuestras cabezas. Sólo tuvimos tiempo de cubrirnos con los brazos.
Después, sobrevino la oscuridad.


8

Los grolehm capitaneados por Jayspher se habían visto obligados a volver sobre sus pasos por el desfiladero de la vergüenza. El otro extremo del paso estaba cortado por los efectos devastadores de la tormenta, que ellos habían sentido como un lejano rumor.
Temían que el Sanguinario hubiese apostado a algunos de sus hombres a la salida del desfiladero, pero era del todo improbable que hubiera sabido que la tormenta había cerrado el paso del Nur con rocas y troncos, haciendo esa vía de escape impracticable. Las urras graznaban sobre sus cabezas, y el eco de sus horrísonos chillidos se asemejaba a risas salvajes que hablaban de vergüenza y de deshonor.
Juró venganza sobre Lehar el traidor. No descansaría hasta verle muerto, aunque fuera la última cosa que hiciera. Los había traicionado, aquel odioso y miserable junano los había vendido como si fueran carne para alimañas. Moriría. Pronto. Y se juró a sí mismo que lo haría bajo sus manos.



9

Noemu ya no era Noemu cuando unas delicadas manos relucientes y tenuemente azuladas lo sacaron del río. Era una gota más del río, debido al efecto combinado de su ejercicio mental y al propio efecto soporífero y embriagador del abbha pura caída del cielo.
A este efecto, hipnótico y embriagador a un tiempo, contribuyeron sus nuevas compañeras.
Las hagas viscosas, curiosas, inquietas, mudas y menudas, nunca habían visto, en sus más de mil años de existencia, a ningún pequeño home, a quien pusieron este nombre: “Abbathamé-Ku-Ahn, Nuestro pequeño home”. Reconocieron de inmediato sus nobles y bellos rasgos, pero era del todo imposible que un pequeño home deambulase por aquellas latitudes, y aún menos en aquellos extraños tiempos, en que viajeros de toda Terra Beta se dirigían al Nur, a no ser que la tormenta-prodigio hubiera realizado el milagro.
Seis de estos prodigiosos seres lo alzaron en vilo y lo condujeron ante la presencia de su reina, un haga anciana y sumamente viscosa que pronto cedería su lugar a una de las jóvenes. Contempló al extraño ser con una complicada mezcla de curiosidad, miedo, respeto y asco, y aunque por un momento pensó en quedárselo para ella, de pronto se sintió muy débil, sintió cerca su hora, e hizo un gesto de desdén que las más jóvenes acogieron con un nada disimulado júbilo.
Se lo llevaron y lo recostaron a las lindes del río, que ahora discurría plácido, aunque, como siempre, anegado de peces viscosos, cuya piel escamosa y reluciente se parecía mucho a la de las hagas.
Lo contemplaron largamente y le cantaron sus cantos hipnóticos; podían sentir que el abbha prodigiosa ya había hecho su parte, pero aún así lo querían para ellas para siempre. Era su “Pequeño home”, e iba a serlo para siempre. Ellas lo cuidarían y alimentarían, y se regocijarían con su sola presencia. Cuando despertase de su sueño lo contemplarían, y, si además era capaz de hacer cosas, se divertirían mucho jugando con él. Había pocas distracciones en el seno de un bosque, junto al lecho de un río. Los peces eran divertidos hasta cierto punto, pero un pequeño junano podía colmar horas, días, meses, años de diversión. Lo miraban extasiadas y lo contemplaban con dulzura mientras cada una de ellas le decía en su canto lo hermoso que era. Todas cantaban a un tiempo su propia canción, y el resultado era una suerte de fresca brisa que entró por la ventana de la madriguera real cuando la reina exhaló su último aliento.
En ese momento todas se callaron y, abandonando el cuerpo inerme del pequeño, se dirigieron a la madriguera real. La reina no había designado a ninguna de ellas para que fuera su sucesora, así que podía serlo cualquiera de ellas. De pronto, todas a un tiempo, sintieron el irrefrenable deseo de serlo, para poder quedarse en propiedad al pequeño. Primero fueron las miradas encontradas entre las posibles rivales, pero pronto se enzarzaron en una pelea a muerte.
Noemu, ajeno a todo ello, yacía inconsciente en espera de su destino. Apenas habían comenzado los cantos hipnóticos, pero prácticamente ya habían conseguido que olvidara quién era y cuál era su misión en este mundo, si es que tenía alguna. Su cometido sería satisfacer a la nueva reina. La más fuerte, la más osada, lo poseería en propiedad. Lo que hiciera con él sería cosa suya exclusivamente, y las demás tendrían que acatarlo. Así había venido siendo, con todos los demás “elementos discordantes”, como los llamaban las más sabias, desde el origen de los tiempos.
Éstas, las más sabias, esperaban en la retaguardia, esperando que las más jóvenes se destruyesen entre ellas, para rematar a las más débiles y empezar la disputa final o los acuerdos pertinentes.
Así había sido desde el origen de los tiempos.


10

Se despertó en una playa desierta. Tenía la boca seca y sus sienes parecían estallarle. Aún así, se incorporó y miró a su alrededor. Estaba en una isla, de eso no había duda, pero no lograba recordar cómo había llegado hasta allí.
Anduvo por la orilla y vio a lo lejos una mochila roja, semienterrada en la arena, oscura, verdosa, extraña. No se encontraba lejos de ella cuando sonó un timbrazo. Era el sonido de una vieja cabina de teléfono, uno de esos teléfonos de las carreteras interestatales. Procedía del interior de la mochila. Corrió, trastabillando, pero para cuando llegó hasta ella el sonido ya había cesado. Observó que había llegado hacía tiempo, porque los tres Soles que llenaban el cielo habían secado incluso su interior, y el mar la había dejado allí y se había retirado, respetuoso o temeroso, a no ser, claro, que aquella mochila ya estuviera en la playa desde hacía mucho tiempo. La abrió soltando unas cinchas y un cordón y escrutó su contenido: un libro rojo, una extraña suerte de teléfono y algunas cosas de supervivencia, una navaja, un cazo, fósforos y algunas cosas más.
Abrió el libro, un extraño volumen sin título encuadernado en piel de veinte por diez por un centímetro. Estaba en blanco. Tuvo una extraña sensación de dejà vu a la que no dio importancia, lo cerró e inspeccionó el teléfono, una suerte de híbrido entre un walky-talky y un teléfono móvil de grandes dimensiones, un aparato que, desde luego, no había visto en toda su vida.
El extraño teléfono volvió a sonar, esta vez con una fuerza inusitada que lo sobresaltó hasta el punto de dar un respingo y caerse hacia atrás.
Lo cogió y pulsó el botón para coger la llamada. Se acercó el auricular a la oreja izquierda.
- Igor, Igor, gracias a Dios. ¿Puedes oírme? Soy tu tío, ¿estás bien? ¿Me oyes?
- Te... te oigo, pero... pero yo no soy Igor. Me llamo Al, soy... soy Al, he... creo que he naufragado. Estoy en una isla... creo que es una isla... ¿Quién... con quién hablo?
Escuchó unas palabras ininteligibles al otro lado, como si su interlocutor estuviera hablando con otras personas. Por fin volvió a hablar con él.
- Igor... Al... ¿qué es lo último que recuerdas?
- Yo... no lo sé, estoy confuso, me duele la cabeza, yo... voy a... dormir un poco... estoy cansado, yo...
- ¡No, espera, aguanta un poco más! Debes decirnos dónde estás, qué ves a tu alrededor, para que podamos ir a buscarte.
- ¿A... buscarme? Pero, ¿quiénes... sois...? Yo... no...
Todo le daba vueltas. No podía recordar cómo había llegado hasta allí. De nuevo la negrura más absoluta se estaba apoderando de su mente. Eso sí podía recordarlo: la negrura, la nada, el miedo.
- Escucha - siguió diciendo la voz al otro lado, o tal vez lo estaba soñando, mientras se sumía en la inconsciencia -, no tenemos mucho tiempo. Nos separamos en la tormenta. ¿Recuerdas la tormenta?
- No... yo...
- Te caíste por la borda, no pudimos volver a rescatarte, sólo pude tirar tu mochila al mar.
- Mar... la mochila está... está aquí, sola...
- Igor, Al, quien seas, debes escuchar mis palabras, es importante, concéntrate, trata de respirar pausadamente, estás agotado, eso es todo, cierra los ojos, respira despacio y relájate. Puede que estés en estado de shock.
Así lo hizo y recuperó un poco de su consciencia. Al menos, las palabras de aquel extraño empezaron a llegar más nítidas.
- ... te diste un golpe muy fuerte en la cabeza antes de caer al agua. Soy tu tío, A. A. ¿Me recuerdas?
- No.
Jamás había oído ese extraño y absurdo nombre.
- Bueno, tranquilo, ya irás recordando todo. Tal vez debas dormir ahora. Sólo una cosa más: hubo una tormenta, ¿recuerdas la tormenta? Igor, ¿recuerdas la tormenta? Dime si recuerdas...
- No, yo...
Cuando volvió en sí, apenas unos minutos después, aunque él no podía saberlo, estaba tendido de lado, el rostro cubierto de arena, mirando hacia el extraño aparato, que estaba semienterrado en la arena, parloteando sin parar. Haciendo un supremo esfuerzo, estiró el brazo y se lo acercó al oído.
- Igor, Igor, ¿estás ahí?
- Sí, sí, me he desmayado. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy?
- Aún no lo sabemos. Debes de estar en un punto intermedio entre el puerto de Pasos y la península de Taya, hacia donde nos dirigíamos. Tal vez estés en una pequeña isla, al Et de la península, si es así creo que podremos vernos pronto.
- ¿Y si no?
- Bien, no pensemos en eso ahora. ¿Recuerdas algo más? ¿Qué ves a tu alrededor?
- Mire, no sé quién es usted, no sé qué hago aquí, me llamo Al y estoy confuso, agotado y a mi alrededor sólo hay agua y arena. La arena es muy oscura y el agua es como oleaginosa, como acrisolada, cambiante, extraña, como si hubieran derramado muchos millones de litros de aceite sobre su superficie. Además de eso, hay conmigo una mochila. En su interior hay un libro en blanco, una especie de cuaderno con cubierta de cuero, más bien... no, espere, está escrito. Un momento. “Historia de Chole”. Este título antes no estaba aquí. Está... está escrito, pero eso es imposible - dijo, consternado, pasando las hojas con tal rapidez que se le cayó el libro de las manos. Lo recogió, lo abrió y vio que estaba en blanco, otra vez -. Ahora está en blanco. ¿Qué está pasando?
- Trata de tranquilizarte. ¿Qué más hay en tu bolsa?
- Una navaja, una especie de... cazo, algunas cosas más, como un kit de supervivencia... y este teléfono, por llamarle de alguna forma.
- ¿Nada más?
- No.
- Bien, tendremos que ceñirnos a eso. La mochila la preparaste tú. ¿Recuerdas si cogiste algún libro de la biblioteca? No recuerdo ningún libro así.
- ¿Biblioteca?
- Háblame de ti, ¿quién eres, qué recuerdas?
- Soy Al, hijo de... un momento, no recuerdo a mis padres. ¿Qué me está pasando? ¿Quién es usted? ¿Dónde estoy? Esto es de locos.
- Trata de tranquilizarte y de recordar. Sólo tus recuerdos te sacarán de ahí, estés donde estés.
- No recuerdo nada.
- Pero sí recuerdas que te llamas Al. ¿Quién te llamaba así?
- Jon, recuerdo a Jon, recuerdo el curso en la universidad de Lyôn, recuerdo a Iadira, a la señora Commanderie, a... recuerdo a Edmundo, recuerdo el nauseabundo y empalagoso olor de la tapicería de su viejo taxi... Es lo último que recuerdo.
- Bien, muy bien, ahora escúchame, vamos a sacarte de ahí, estaremos en contacto. El teléfono lleva unas baterías especiales de plutonio, no se acabarán. Camina hacia el interior de la isla. Creemos que debes cruzarla y dirigirte al extremo del Nuros.
- ¿Cómo?
- Del noroeste. Ya te lo explicaré. Allí debería haber un tubo transparente, un conducto submarino que une la isla con la península. Deberás cruzarlo. Suerte. Volveré a llamarte en unas furbas... horas, quiero decir. Confía en mí. Ah, y una cosa más, vigila el libro. Seguro que lo cogiste sin darte cuenta de la biblioteca. Intenta recordar la biblioteca, y si duermes y sueñas registra tus sueños en el libro, es importante. Adiós.
El muchacho guardó el extraño aparato y el libro en la mochila, la cerró, se la echó sobre el hombro y empezó a andar hacia el interior de la isla.
Después de dejar atrás las dunas de arena verde se internó en una suerte de extraño bosque. De miles de especies de árboles pendían otras tantas de lo que parecían bayas de todas las formas y colores. Le parecieron sabrosas, pero jamás había visto frutos así, así que dudó antes de decidirse por unas pequeñas bayas rojas que pendían de un extraño árbol, una especie de sauce llorón de hojas violáceas y sumamente lánguidas. El fruto rojo hacía de él un ejemplar bellísimo. Probaría una, del tamaño de una cereza, sólo un pedazo, y se dejaría llevar por su instinto. Deseaba con todas sus fuerzas que no fueran venenosas, porque estaba hambriento. Mordió el fruto y un agradable frescor inundó su boca, se deslizó por sus labios y se hundió en su paladar. No podía saber si eran venenosas, pero eran deliciosas. Cogió un puñado y se las metió todas en la boca, estaban buenísimas, frescas, y sintió que rehidrataban su organismo en cuestión de segundos. Se dirigió hacia otro árbol cercano y probó otras, negruzcas, que desprendían un fuerte aroma muy parecido al del melocotón. Estaban igualmente deliciosas, y se dio un festín. Pensó que podía vivir allí para siempre. Uno sólo necesita comida y tiempo, después de todo. Eso, y un libro mágico, uno que a veces sea un cuaderno en blanco para escribir y otras un libro escrito para leerlo eternamente. De pronto algo en la mochila empezó a moverse, como si el teléfono hubiera sustituido el desagradable timbrazo por una suerte de vibrador convulsivo. Se quitó la mochila de la espalda y la abrió. Era el libro. Se movía y al cogerlo entre sus manos sintió cómo un título, en relieve, emergía de su portada: “Abbatham”. No aparecía así exactamente, sino en caracteres semirúnicos de alguna lengua antigua, pero podía entenderlo: “Reflejo”.
Abrió la cubierta y a medida que iba pasando las páginas éstas se iban cubriendo de letras. Se sentó a la sombra del extraño sauce y empezó a leer.
Estaba en una extraña lengua, pero podía entenderlo. La traducción de la segunda cubierta era más o menos así:

Reflejo, por Ik-Ahn

En aquel momento sonó el teléfono, rompiendo la paz del momento.
- ¿Igor? ¿Cómo estás?
- Sigo siendo Al, no Igor, y estaba intentando leer.
- ¿Leer?
- Este extraño libro.
- Lo he estado pensando y no sé nada del libro. Tal vez sea un reflejo de tu mente.
- ¿Qué?
- Escúchame con atención, esto no es ningún juego y no estás en ninguna excursión ni te has extraviado y te has golpeado la cabeza con algo contundente, no es tan simple.
- Te escucho.
- Bien, así lo espero.
A. A. le relató cómo habían salido del puerto de Pasos, cómo les había sorprendido la tormenta y cómo una ola descomunal lo había barrido de la cubierta; le contó que se habían visto obligados a regresar a puerto sin él, dejándolo a su suerte a la deriva. Él no recordaba nada de todo aquello.
- Todas las embarcaciones han quedado inutilizadas, y pasarán varios días antes de que podamos avanzar hacia el Nur.
- El norte, querrás decir.
- En este mundo se llama Nur.
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Qué ves a tu alrededor? ¿Recuerdas la playa, el mar? ¿Te parecían normales? - El chico guardó silencio -. Estamos en Terra Beta, un planeta que se precipita hacia la Tierra de modo inexorable. Debemos viajar hasta el Gran Congreso del Nur para persuadir a las autoridades competentes del inminente cataclismo tal vez definitivo y confiar en que nos crean y sepan cómo impedirlo. Bien, ahora hablemos del libro: me decías que ora está escrito, ora en blanco, y que tienes un lápiz que aparece y desaparece con el que escribes tus impresiones, es como una especie de cuaderno de bitácora mágico.
- No, lo del lápiz no... - entonces miró en el interior de la mochila y encontró un extraño pedazo de lápiz que brillaba tenuemente -. ¿Cómo sabías...?
- Estas cosas pasan en Terra Beta, aunque no he podido saber por qué ocurren. Hubo un tiempo en que estas cosas, la magia, me refiero, estaban a la orden del día en Terra Beta, tal vez la tormenta de abbha haya traído consigo ciertos... cambios, por decirlo así. Me dices que en su portada, contraportada y lomo, de cuero rojo, no hay nada, ¿es así?
- Sí, así es, en la primera página aparece, aunque sólo a veces, una sola palabra: “Reflejo”.
- ¿El nombre del autor?
- Ik-Ahn, pero ya ha desaparecido.
- El poeta guerrero. ¿Recuerdas la cripta?
- No.
- Creo que el libro es un reflejo de tu subconsciente. No le tengas miedo. No es real, pero sí lo es.
- ¿Cómo?
- Es complicado... ¿Dónde estás?
- En una especie de bosque plagado de árboles cargados de bayas de todos los tamaños y colores.
- Acuabayas, gracias a Dios. Puedes comer cuantas quieras, todas menos unas negruzcas, son venenosas.
El chico se miró las manos.
- Yo... yo he comido...
- Bien, no te preocupes, sólo provocan un profundo sopor. Debería haberte advertido. Pronto te quedarás profundamente dormido. Soñarás, con toda seguridad. Después hablaremos de tu sueño.
- Yo...
- ¿Igor? ¿Sigues ahí? Bien, escucha, descansa, sueña, recuerda. Todo irá bien. Tranquilo, Igor...
La voz siguió hablando durante algunos minutos, pero el muchacho ya estaba sumido en una semiinconsciencia que le llevaba, como flotando, de un extremo al otro del universo.
Soñó, y se vio a sí mismo leyendo un libro.

Pronto descubre el soñador que no necesita abrirlo para leerlo. Es un libro que sólo puede leerse en sueños; un libro que ha leído siempre que ha soñado, sin siquiera llegar a intuirlo, y aunque ahora lo sabe, no puede creerlo, un libro que transforma en imágenes vívidas lo que puede leerse en sus páginas. Un libro sagrado y maldito a un tiempo, el mismo libro de la mochila, pero que ahora está en su mente, aunque puede verse a sí mismo leyéndolo, absorto en su contenido, siempre la misma historia, el mismo libro, la misma niña.
Soledad, Chole, una niña huérfana en busca de sus verdaderos padres, cuya única amiga es el curioso fantasma de una monja muerta hace trescientos años...

Al poco de despertar y de adentrarse en la isla, volvió a sonar el teléfono. Le relató su sueño, al menos la parte que recordaba, y pasó a describir lo que había a su alrededor.
- Estoy en un camino que bordea una iglesia basílica y un cementerio con un gran mausoleo circular de piedra en su centro, un osario gigantesco. Parecen inexpugnables, creo que voy a pasar de largo. Tengo un vago recuerdo, como si hubiera soñado con estos lugares, en otra vida, tal vez. ¿No es extraño?
- No, no lo es, continúa, ¿qué ves ahora?
- Espera un momento, creo que puedo entrar en el recinto del templo, aquí hay un boquete, en la parte baja del muro. ¿Debo hacerlo?
- Si crees que has soñado con ello, sí. Necesitarás entrar ahí para salir de la isla. Creemos saber dónde te encuentras. No temas. Hay un pasaje subacuático, un pasadizo, aunque no sabemos en qué estado estará. Te tenemos localizado en uno de los mapas del capitán. Debes entrar en el templo y allí, en alguna parte, encontrarás una llave.
Un fuerte zumbido interrumpió la comunicación por unos instantes.
- Vale. Os dejo, creo que aquí dentro hay radiaciones, o algo así. Llamadme en diez minutos.
El muchacho entró en el templo. La puerta estaba entreabierta. Los goznes oxidados emitieron un fuerte quejido, como si no les hiciera mucha gracia tener visitas. Dentro hacía frío. El interior estaba bastante oscuro, así que pensó en encender algunas velas, en una especie de mesa que se hallaba a la entrada del templo. Sacó una yesca de la mochila y encendió una. Inmediatamente, las demás se encendieron, primero una a una, lentamente, y al final todas de golpe, un total de trece velas cuyas trémulas llamas jugaban con el entorno, confiriéndole un aspecto aún más tenebroso que la oscuridad. Miró a su alrededor. Se encontraba en la embocadura de un gran templo de piedra, una colosal estructura de unos cincuenta metros de altura. Cuatro columnas de unos cinco metros de diámetro sostenían las bóvedas, majestuosas e imponentes, que empezaron a moverse de un lado a otro, retorciéndose sobre sí mismas, junto con el entablamento, los arquitrabes, ábsides, pues había varios presbiterios, nervios, volutas, hojas de acanto y demás elementos arquitectónicos y decorativos, en una suerte de danza fantasmal, onírica, como si el templo estuviera vivo y quisiera echar de allí al intruso... por su propio bien.
Qué buscas
La voz había sonado en todo el templo.
Una llave
Su voz sonaba igual.
Para qué
Para salir de aquí
La voz cavernosa guardó silencio.
Por qué quieres salir de aquí
Tengo una misión que cumplir
Qué misión
Salvar el universo
La voz volvió a enmudecer.
No es aquí donde debes buscar. Dobla el recodo. A la izquierda hallarás una estructura de piedra aún más grande que yo. Allí se encuentra lo que buscas. Vete en paz
Gracias
La voz no volvió a hablar.
El muchacho salió y las velas se apagaron, todas excepto una, la que él mismo había encendido, como si todo lo demás, a partir de ese momento, sólo hubiera ocurrido en su imaginación.
Salió del recinto por el mismo hueco abierto en el muro, dobló hacia la derecha, subió una pendiente y cuando llegó al punto más alto vio la colosal estructura. Enseguida supo que se trataba de un colegio abandonado. Descendió una suave pendiente y llegó a las puertas del monstruo. Estaban abiertas. Entró en una gran estancia cuadrangular, aún más fría que el templo. La cruzó y llegó a una puerta. No supo por qué, pero temió abrirla. Sin pensárselo más de lo necesario, la abrió. El espectáculo que se abría ante sus ojos era impresionante. La puerta estaba en una de las colosales gradas de piedra cubiertas por enredaderas carnívoras, que acechaban como muertas a sus incautas presas. Abajo, en el abismo, una suerte de demencial piscina natural en cuyo negro cuerpo se deslizaban formas aún más oscuras, criaturas monstruosas y colosales. Cuatro grandes antorchas que pendían de cada una de las esquinas del imposible pabellón lo iluminaban débilmente, hasta donde alcanzaba su fulgor.
En aquel momento el teléfono sonó de un modo más fantasmagórico que de costumbre, en medio del vacío de la colosal estancia, cuyo techo se perdía en la oscuridad. Las monstruosas criaturas del pantano no parecieron mutar su lento deslizarse, pero las plantas carnívoras se movieron y se desperezaron.
Más con la intención de que se callara que de coger la llamada, el muchacho cogió el aparato.
- No es el mejor momento.
- ¿Dónde estás? ¿Tienes la llave?
Dos de las temibles plantas se estaban acercando peligrosamente.
- En la piscina. Y no, el templo me ha enviado aquí. ¿No ibas a llamar en diez minutos?
- La tormenta está dando problemas. ¿Cómo, qué, dónde... que el templo qué?
- Estoy en el interior de una especie de colegio megalítico muy extraño. Ahora mismo estoy en una de las gradas de piedra del pabellón que alberga la piscina. Por cierto, aquí hay unas enredaderas con cara de pocos amigos.
- Ya lo tenemos, estás en el Centro de Abgah, un colegio abandonado hace siglos. Debes descender.
- Estás de broma, claro.
- No he hablado tan en serio en toda mi vida.
- Estas gradas... un momento.
Sacó una daga y, con la mayor naturalidad, como si estuviera acostumbrado a hacer cosas así, rebanó de un certero tajo lo que hacía las veces de cuello de la enredadera, cuya cabeza, una especie de melón abierto con dientes, cayó hacia el abismo. La otra, la que se le estaba acercando por la derecha, retrocedió, pero se mantuvo al acecho, expectante, estudiando al intruso con una curiosidad que podía apreciarse en su modo de moverse de un lado a otro, balanceándose suavemente, como en trance, como esperando su momento para atacar.
Sin quitarle ojo, volvió a hablar por el extraño teléfono rojo.
- Decía que estas gradas tienen varios metros de altura, es imposible bajar por aquí.
- Tendrás que hallar el modo.
- Genial.
- Esto es importante: ¿has soñado con este colegio alguna vez?
- Puede ser, aunque no lo recuerdo. Es extraño. Tengo una extraña sensación de dejà vu, pero no he podido estar aquí antes. O sí...
- Se trata de tus sueños, no de la realidad. Cuando recuerdes si has soñado con lo que estás viviendo tal vez sea demasiado tarde. Debes tratar de recordar qué pasa después.
- ¿Cómo quieres que sepa qué va a pasar si aún no ha pasado?
- Tal vez sí haya pasado, en tus sueños. Trata de recordar. Tal vez debas soñar.
- ¿Quieres decir dormir? Ni lo sueñes, no con estas plantas acechándome.
- Sal de ahí, busca un sitio seguro y procura dormir. Si estás en uno de los lugares en los que has estado antes en alguno de tus sueños, éstos no tardarán en llegar. Cuando esto ocurra, observa lo que pasa, y trata de recordar.
- Ahora que lo dices, estoy cansado. Lo haré. Y tú quieta ahí - dijo, dirigiéndose a la planta, que parecía haber perdido el interés en su hablador bocado potencial. Colgó y cerró la puerta tras de sí.


11

Un callamarrum gigantis, una rara especie de calamar gigante, había observado, con su único ojo, desde las profundidades del mar viscoso, la sombra que se había precipitado hacia el mar. Más por curiosidad que por hambre, se había acercado y había olido su tibia inconsciencia, su profunda calma, su vitalidad desvaneciéndose, y había decidido llevarlo entre sus fauces hasta su guarida para degustarlo con calma, o tal vez para continuar estudiando su alma, su plácida calma al lanzarse al aggha, al mar.
En su longeva vida había devorado a más de un marinero que, muerto de miedo, había luchado contra su irremediable destino, pero aquel ser era distinto. Podía sentir que se había arrojado al aggha con la tranquilidad con la que él mismo, el indiscutible rey del aggha, había surcado los mares de prácticmente toda Terra Beta. Aquel extraño ser había elegido morir en las gélidas entrañas de su reino.
Pero no había sido el único testigo del suicidio. Fjert y Tyhm, dos cazarrecompensas del mar, una especie de piratas comerciantes que se dedicaban a la pesca furtiva, habían salido esa mañana temprano para tratar de pescar un callamarrum gigantis, una rara especie de monstruo muy cotizada por algunos ricos y excéntricos coleccionistas que vivían sólo un poco más al Nur de allí, extraños seres huraños que pujarían encarnizada y generosamente por un botín tan precioso. Vieron a Frágor saltar de los acantilados, pero desde la distancia a la que se encontraban no podían saber si se había tratado de un animal o de otra criatura, y cuál fue su sorpresa cuando, al acercarse a la zona por la que había caído el cuerpo, se toparon de frente con el monstruo. Se olvidaron de inmediato del fardo caído en las agghas, en parte por el miedo que les produjo la terrible visión, en parte por la codicia que había hecho presa en sus almas: si conseguían atraparlo podrían retirarse para siempre. Tyhm había perdido cuatro dedos de su mano izquierda durante la última captura, y Fjert se sentía viejo y cansado para continuar pescando monstruos, así que tenían ante ellos la oportunidad de sus vidas, tal vez la última, y no la podían dejar escapar.
Cuando los vio, el monstruo se abalanzó sobre ellos. El extraño ser era una delicia para su mente, pero aquellos insignificantes seres eran un bocado apetitoso. Fue entonces cuando separó sus tentáculos, abrió sus fauces y dejó que Frágor resbalara entre violentas olas de espuma. Los hombres se quedaron atónitos. Lo habían visto apenas un sego, pero era un home, sin duda. En una fracción de sego se miraron de soslayo, lo que fue suficiente como para estar de acuerdo: un home era una rara especie, una especie sagrada en extinción; si conseguían atraparlo, sus ganancias se triplicarían. Ambos conocían a quien pujaría muy alto por tener en propiedad el cuerpo del home, aunque no estuviera en muy buenas condiciones. Los cementerios de homes estaban celosamente custodiados, las tumbas que albergaban sus sagrados cuerpos eran como templos, y su profanación estaba penada con una muerte horrible, así que encontrar un ejemplar era como ver al mismísimo Deus caminar sobre las agghas.
El calamar arremetió con fuerza, pero la codicia de los hombres pudo más. Arponearon al monstruo y lo mataron, sin contemplaciones, sin ceremonias: querían al home, que empezaba a hundirse en las profundidades. Apenas el monstruo empezó a dar coletazos de angustia, ambos se lanzaron al aggha por el otro lado, y alcanzaron a Frágor cuando éste iba a hundirse para siempre. El calamar empezó a alejarse, y con él arrastraba su escuálida barca, pero era algo que no les importaba. Tenían algo mucho más valioso.
Con un supremo esfuerzo llevaron a Frágor hasta la arena de la playa, que se encontraba a varios cientos de metros de allí, pasando los acantilados.
Cuando lo depositaron en la playa vieron que era el mayor tesoro que habían pescado jamás: el cuerpo de un home de unos cien años, bien conservado, que haría las delicias de Lord Benjamín, el coleccionista de almas, como se hacía llamar, para el que todo, absolutamente todo lo que tenía en su ingente colección, tenía alma, una fuerza etérea que él atrapaba, separaba y disfrutaba a su antojo. Todo parecía valerle, pero aquel extraordinario ser sería el rey de su colección.
Entonces Frágor volvió de las profundidades de la inconsciencia, tosió con fuerza, vomitando una gran cantidad de abbha, y abrió sus ojos.
- ¡Que me aspen - exclamó Thym -, está vivo!
Por un momento temieron que sus esperanzas se desvanecían, un home vivo era aún en aquellos tiempos algo sagrado, precioso, muy valioso, pero nadie nunca se había atrevido a secuestrar a uno. Las leyes eran muy estrictas al respecto. Por otro lado, las leyes del mar hacían suyo todo cuanto atraparan entre sus agghas, siempre y cuando no reclamara su libertad. Las leyes eran confusas a este respecto. Si hubiera sido un junano u otra especie habría sido su esclavo, si así lo hubieran dispuesto, pero tratándose de un home no las tenían todas consigo.
De pronto el home habló. Su voz sonó cascada, rota, como si fuera el propio mar el que hablaba a través de él. Les formuló una pregunta:
- ¿Estoy... en el mundo... de... los sueños?
- Sí... - empezó Thym, dudando de cada una de sus palabras - sí, estás... en el mundo de los sueños, venerable anciano, somos... somos tus ángeles custodios, y... y te guiaremos hasta el mismísimo Deus, si así lo deseas...
- Sí, lo... deseo.
De pronto vieron multiplicadas por cien, tal vez por mil sus ganancias: habían capturado a un home vivo, un anciano indefenso que no opondría resistencia, un suicida al que nadie echaría en falta, un loco solitario que había decidido darse un garbeo por el mundo de los sueños. Pues así habría de ser: serían sus guías en el nuevo mundo.


12

Aquella mañana Shelfgahm no tuvo que insistir demasiado para que su esposo, Helfehm, un orondo nohemo chapado a la antigua, saliera a dar un paseo con ella por el bosque. Lo cierto es que hacía un día precioso. Ya era mediodía cuando salieron del tronco que era su hogar, dispuestos a recorrer juntos los hermosos parajes y recovecos de los bosques de Shyrim, que habían sido su hogar durante más de mil años. No habían caminado mucho cuando reconocieron, en la lejanía, los agónicos gritos de algunos grolehm. Sin pensárselo dos veces, corrieron hacia allí. Cuando se asomaron detrás de una suave colina, el paisaje era desolador. Cientos de cuerpos mutilados de junanos y de grolehm yacían por doquier. Vencedores y vencidos habían dejado allí a sus muertos, sin distinción, para que dieran cuenta de sus cuerpos mutilados las alimañas, algunas de las cuales, las carroñeras, ya estaban sobre algunos cuerpos. Temerosas y taimadas, se escabulleron en cuanto vieron a los dos nohemos.
- ¡Deus mío, qué ha pasado aquí? - dijo Shelfgam, llevándose las diminutas manos al enjuto y compungido rostro.
Amante de la paz del bosque y de la hermandad de todas las criaturas de Terra Beta, Helfehm no podía dar crédito a lo que se extendía ante sus ojos.
Rápidamente, sin pensar en la desproporción de sus pequeños cuerpos con respecto a la tarea, se dedicaron a socorrer a los heridos. Lamentablemente, eran muy pocos, apenas cuatro o cinco, muy separados entre sí, y nada pudieron hacer por salvar la vida de ninguno de ellos. Les dieron zumo de acuabayas, les confortaron, estuvieron con ellos y atendieron sus súplicas y delirios, pero todo había sido en vano. Rezaron sus oraciones y se abrazaron. Tras más de mil años de paz no podían pensar en qué había podido llevar a aquel desastre.
Cuando ya se iban a ir escucharon un lamento, apenas un quejido. Se dirigieron hacia el lugar en cuestión, detrás de unos matorrales, y hallaron a un groleh malherido. Cuando Helfehm llegó a su lado dejó de emitir el extraño y quejumbroso quejido. El nohemo se acercó a él y gritó a su esposa, que se hallaba un poco más lejos:
- ¡Está vivo! Vamos a llevárnoslo.
- Pero... ¿cómo?
- Algo tendremos que ingeniarnos... Vamos a hacer una camilla con hojas y ramas. También había lianas, por esa parte del bosque, ¿recuerdas? - dijo a su esposa, señalando el lugar por el que habían llegado a la terrible escena.
- Sí, lo recuerdo.
- Pues manos a la obra, este ser necesita nuestra ayuda.
- Puede que sea malo y que nos mate cuando se recupere.
- Y puede que tú acabes conmigo antes, anda, vete a recoger algunas lianas, yo traeré ramas y hojas grandes y fuertes. Creo que necesitaremos muchas, es muy grande.
- Como tu cabeza.
- No empecemos... no empecemos.


13

Al cruzó varios pasillos y se acurrucó en el rincón más oscuro de una estancia amplia de aristas vivas y suelo y paredes de cemento liso y desnudo. El suelo estaba frío, pero el sueño no tardó en llegar: las bayas negras empezaron a hacer efecto.

Pronto se encuentra en una residencia monástica. Él es un monje más. Está en una pequeña y lúgubre estancia, compartiendo su lecho con otro monje y la habitación con otro u otros dos, que en ese momento no se hallan presentes. Uno de ellos, al que llaman “El Cocinero”, viene a hacerles la cena, pero en realidad lo único que prepara es un brebaje, para él. Los demás ya se lo habían preparado ellos mismos, y tal vez bebido, aunque este punto es confuso. El color de sus pociones era blanquecino, no las ha visto pero lo sabe; la suya es transparente, pero “El Cocinero” la convierte en blanquecina al añadirle un terrón de azúcar avinagrada. El muchacho, apenas un novicio, le va a preguntar si está muy avinagrada, pero al final no lo hace. Se la toma y se queda profundamente dormido, y sueña que sueña dentro de su sueño.

Cuando el lejano sonido de un teléfono de carretera tiró de él hacia el mundo de los vivos, el sueño que recordaba era bien distinto.
Cogió el aparato y la voz del tal A. A. sonó de nuevo en su cabeza, llenando toda su existencia por un instante.
- ¿Has soñado?
- Sí.
- ¿Qué recuerdas? - parecía ansioso.
- Recuerdo... recuerdo que era un tuno, pero yo jamás... están en las universidades, ¿no? Son estudiantes que se costean sus estudios con el dinero que sacan cantando y tocando sus instrumentos en posadas y...
- Limítate a relatarme tu sueño; los sueños son así, puedes ser alguien muy distinto a ti, incluso aunque jamás lo hayas sido. Continúa.
- Bien, pues estaba con mi tuna en un mundo extraño. Yo... yo llegaba tarde, creo, al lugar en el que habíamos quedado, y al llegar allí vi a los novatos cortando troncos, en camiseta de tirantes, como se hace en el País Vasco.
- Sigue, por favor.
- Iban vestidos de blanco y rojo, creo, aunque no sé si esto es importante.
- Todo lo que recuerdes lo es.
- Vale, sigo: yo les preguntaba a los veteranos qué hacían, y me decían que mirase qué chicos tan estupendos, qué novatos teníamos en nuestra tuna; estaban orgullosos. Yo, por llegar tarde, creo, tuve que ir hacia una estructura de madera, algo parecido a una de esas instalaciones ambulantes, portátiles, para ambos sexos, que ponen en algunas romerías. Yo estaba de pie, mirando hacia la extraña estructura de madera, tal vez esperando, cuando alguien me dijo que mirase a uno de los tunos, un tal Canario; estaba en el mar, a unos cien metros de la orilla, con un tío muy grande, moreno, que podía ser cualquiera o un chico que conocí hace algunos años en La Bohème, un pub de Bilbao, un tal Josetxu. Sus cuerpos sobresalían totalmente del agua, estarían sobre una roca o algo así. No se lanzaban desde ella, permanecían quietos, mirando hacia el horizonte.
- Interesante.
- ¿En serio? Yo no le encuentro ni pies ni cabeza.
- Pues en él está la clave para que puedas salir de ahí, continúa, confía en mí.
- ¿Por dónde iba? Ah, sí, entonces Mortimer, otro tuno, me dijo que... no, no me dijo nada, algunos novatos...
- Concéntrate, por favor, es muy importante.
- Lo intento, pero no me interrumpas, ya es bastante difícil acordarse de todo, si...
- Está bien, está bien, perdona, continúa, por favor.
- Algunos novatos corrían a cámara realmente rápida en unas pistas que controlaban algunos tunos, entre ellos el tal Mortimer, creo, pero estaba lejos de mí, no me dijo nada. Esta escena acaba aquí, de pronto todo cambia y me encuentro en un autobús, con otros profesores de la universidad de Deusto. No podía ver, desde donde me encontraba, al fondo del autobús, quién conducía. Éramos trece.
- ¿Estás seguro de eso?
- Sí, creo que sí, ¿por qué?
- Por nada, continúa.
- Yo estaba convencido de que no tendríamos que pagar nada por el viaje, pero me pidieron el equivalente a 9000 de las antiguas pesetas, aunque en una moneda desconocida para mí. Yo me iba a bajar enseguida, aunque el viaje continuaba hasta las montañas, cuyas cumbres estaban nevadas. Yo tenía 10000 pesetas en un extraño billete, y me parecía un abuso. Llevaba ropa ligera, no iba preparado para ir hasta la alta montaña, pero no podía hacer nada, me llevaban.
- Interesante, muy interesante...
- Uno de los profesores cambió de cara sin que yo viera la transformación. Era exactamente igual que Iñaki, un amigo mío, pero su perfil era totalmente distinto, desconocido, como su voz; se lo dije, le dije que su rostro había cambiado, y él se mostró moderadamente indiferente, como si dijera: “Sí, ¿y qué?” Era un ser enclenque, pequeño, coitado, indiferente, indolente y extraño. A su lado se sentaba una profesora con gafas y pelo corto, quizá con traje de chaqueta y falda, roja, quizá... no lo sé.
- Está bien, continúa.
- De pronto estábamos los tres andando por la carretera. Yo les comentaba lo raro de la situación, pero ellos parecían no entender mi confusión, como si todo fuera muy normal. Aparecieron tres carteles publicitarios. Me reí al verlos, aunque no recuerdo qué anunciaban. Los miré a ellos, para decirles que los mirasen, y cuando volví a mirar el cartel del medio había cambiado. Se lo dije y ellos se mostraron indiferentes e irónicamente interesados, maliciosamente, incluso... Sí, recuerdo que en el cartel aparecía un pozo, creo, pero no recuerdo qué anunciaba. Presentí entonces la maldad allí, algo diabólico, algo tremendamente malo, fatal, dañino, doloroso, cruel, amargo, satánico. Entonces sentí una tremenda bofetada y de repente estaba en la oscuridad de mi habitación de Bilbao. Fue entonces cuando sonó el teléfono. Eso es todo.
- Debes salir de ahí inmediatamente, ¿me has oído? Nos hemos equivocado. No debías haber soñado con nada diabólico, eso es fruto de las radiaciones de ese maldito lugar. ¡Huye!, ¿me oyes?, ¡huye tan rápido como puedas! Ese lugar está habitado por criaturas terribles que no entienden de dolor ni de compasión, ¡huye antes de que sea demasiado tarde!
- Si te refieres a esas horribles plantas, está controlado, no son tan peligrosas.
- Las plantas son sólo los guardianes. Sal pitando.
- Oído cocina, pero no creo que sea para tanto.
- Escúchame bien, eso no es todo.
- Ah, pero ¿aún hay más, más que radiaciones diabólicas? Eso quiere decir que el templo me engañó, ¿no es cierto?
- Sí, bueno, es más complicado que todo eso, escúchame bien mientras sales de ahí.
Al salió de la estancia y se adentró en el laberinto de pasillos con el extraño y chillón aparato pegado a la oreja.
- Dirígete a la puerta principal. Ese colegio maldito tiene infinidad de salidas, pero están custodiadas por monstruos.
- Genial.
- Yo no me lo tomaría a broma.
- Los pasillos han cambiado. No he pasado por aquí antes.
- Eso es imposible. ¿Estás seguro de que has rehecho el camino?
- Sí, lo estoy, pero éste no era el pasillo por el que he llegado a la estancia en la que me he quedado dormido.
- ¿Estás seguro? ¿Por qué?
- Todos los pasillos que he tenido que atravesar para llegar a la sala del sueño, por llamarla de alguna forma, eran grises, de paredes frías, desnudas y lisas, de algo parecido al cemento desnudo. Estoy en un pasillo de paredes aterciopeladas color rojo sangre. Esto no me gusta nada.
- Está bien, tranquilo. Crúzalo, el colegio está despertando a sus demás guardianes. Crúzalo tan rápido como puedas y dirígete siempre hacia la derecha, siempre que sea una opción. No te detengas. Voy a recapitular los elementos de tu sueño y trataré de discernir los elementos latentes, aquellos con los que has soñado pero no recuerdas. En el primer sueño eras un tuno en un mundo extraño. Llegabas tarde. Había novatos cortando troncos; los veteranos estaban orgullosos. Como llegabas tarde, debes dirigirte... ¡Desciende! En cuanto veas una escalera, desciende, la entrada principal se está cerrando. Sólo queda una salida: los servicios.
- ¡Ya la veo! ¿Tengo que bajar por ahí? Está muy oscuro.
- No tienes elección.
- ¡Maldito templo, me ha engañado!
- Ya hablaremos de ello más tarde. ¿Estás bajando?
- ¿Tú qué crees?
- Está bien. Me has hablado de un tal Canario, en el mar, cerca de la orilla. Es un buen presagio, saldrás de ahí y te dirigirás hacia la costa, te llevará el rumor del mar. El otro elemento, el tal Mortimer, nos servirá entonces.
- ¿Y qué hay del último sueño, en el que soy un profesor?
- Todo a su debido tiempo.
- ¡Ooops!
- ¿Qué ocurre?
- Estoy abajo. Aquí sólo hay una puerta. Hay un letrero sobre ella. Pone: “Uuruum”.
- Sí, son los urinarios.
- Huele que apesta.
- Abre la puerta. Cruza tan rápido como puedas e intenta romper la ventana del fondo... ¿Igor, Igor... me oye...?
- ¡Yo no soy Igor! ¡Yo... mierda!
La comunicación se había cortado.
Abrió la puerta y un insoportable hedor pugnó por adueñarse de todo su aliento. Una corriente helada hizo lo propio para atrapar sus huesos en un abrazo paralizador, fuerzas que venció como pudo, y entró en la estancia. Quiso correr, pero una suerte de lodo viscoso se lo impidió, y tuvo que resignarse a pasar con pies de plomo. A medida que avanzaba dejó los sucísimos lavabos a su derecha, cubiertos de un moho viscoso y parduzco que despedía un olor nauseabundo. Los dejó atrás y se dirigió hacia la tenue luz del fondo. A su izquierda había excusados y lo que habían sido duchas, algunos con puertas y otros no, y más adelante estaban los urinarios. Al fondo de la larga estancia, ya cerca de la luz, creyó ver una figura de pie, de perfil, que parecía estar orinando. Pidió a lo más sagrado que fueran imaginaciones suyas.
No fue así.
- Sed bienvenido, viajerosssshhhhhh... ¿qué os trae por aquíssshhhh....?
La criatura, fuera lo que fuese, ni siquiera se había dignado mirarle, gesto que agradeció, por otro lado. Su amabilidad contrastaba con su aspecto y el siseo de su voz, que se arrastraba en un horrísono eco a través del silencio, como si se tratara de una serpiente venenosa.
- Oh, permitidme que me presentessshhh...: soy Hhherrrmenghshhhhh, pero todossshh aquí me llaman “El Cocinero”, porque preparo deliciosossshhh manjaressshh con las incautassshh presasshh que entran en mis dominiossshhh... La comida no habla... ¿tenéissh voz, viajerossshhh?
- Soy... soy Al, tengo... tengo que salir de aquí.
- Oh, esshh descortéssshh no quedarse a cenarsshhhh... o a comerssshhh... ¿Qué hora essshhhh? Bueno, esshhh lo mismossshhh... Os dignaréissshhh acompañarnossshhh, ¿no essshhh ciertossshhhh? Oh, mira, lossshh demássshh ya están aquí, ssshhhí...
Al se dio la vuelta y vio cómo de la negrura que era el hueco por el que había entrado en los demenciales servicios, surgían formas que trastabillaban espasmódicamente.
El terrible engendro sonrió y dejó entrever unos dientes horribles, cubiertos por el mismo moho nauseabundo que anegaba los lavabos. Las otras criaturas parecían salir de todos lados, de los diminutos cuartos de los retretes, de la puerta del fondo, e incluso de los lavabos y las paredes. La escena era demencial, empezó a hacer frío y el hedor era insoportable, todos ellos sonreían, e incluso algunos reían a mandíbula batiente.
- ¡Bueno, ya está bien! - gritó una voz desde dentro de Al. Él estaba paralizado por el terror, así que su propio valor, recién adquirido, había hablado por él. Las criaturas parecían confusas, se detuvieron y las que habían empezado a reírse dejaron de hacerlo -. Voy a salir de aquí, y voy a hacerlo aunque tenga que pasar sobre vuestros cadáveres.
Las criaturas rompieron el tenso silencio en una demencial carcajada que pareció hacer temblar los cimientos de aquel mausoleo.
- ¿No te parece que llegasssssshhn un poco tardessshhhh? Ya essshhhtamossshhh muertos, preciossssho míossshhhhhh... - dijo “El Cocinero”.
Las criaturas empezaron a deslizarse de nuevo hacia él. En segundos estarían cubriendo su cuerpo con la viscosidad de los suyos. Entre él y la libertad sólo había uno de esos seres. Le daba asco tener que hacerlo, pero sin pensárselo se abalanzó sobre él y, apartándolo de un empujón, se precipitó como pudo hacia las vidrieras del fondo. Se tropezó con algo y cayó de bruces, cubriéndose completamente con el lodo del suelo.
- No huyasssshhhh, essshhhh peor, te lo asssheguro, oh, ssshhhí, mucho peorssshhhhh...
En ese momento sonó el teléfono. Las criaturas se detuvieron. Al lo cogió.
- ¡Sácame de aquí!
- Has mencionado el número trece, otras cantidades como 9000 o 10000... El viaje a las Montañas de cumbres nevadas... has mencionado a un tal Iñaki, estáis andando por una carretera con otra compañera, veis tres carteles, en uno de ellos hay un pozo... y entonces el mal, la bofetada y la oscuridad, ¿no es eso?
- ¡Déjate de sueños, me persiguen varias docenas de zombis putrefactos!
Los nauseabundos seres, confundidos, habían empezado a avanzar hacia Al, que se arrastraba sobre el lodo lentamente hacia el ventanal del fondo.
- Tranquilo, el sueño que has tenido sugiere que sales de ésta. ¿Qué hay delante de ti?
- Una vidriera.
- Bien, atraviésala, con decisión, puedes hacerlo. Accederás a un canal subterráneo que te sacará de ahí. Las radiaciones del teléfono los mantendrán a distancia. El...
- ¿Eh, qué? ¡Oh, Dios, se ha cortado!
Las criaturas empezaron a avanzar más rápido. El Cocinero le cogió por la solapa.
- Essshhhh dessshhhcortéssshh irssshhhe ssshhin cenar...
El nuevo Al se volvió y dijo, con una aplastante seguridad:
- Soy descortés - y, volviéndose, le hundió el puño derecho en el rostro. Cuando sacó la mano, ésta se había arañado con los huesos putrefactos del engendro.
Se dio la vuelta, se incorporó como pudo y se lanzó contra los cristales. Éstos parecían muy sólidos, pero cedieron, reventando en mil pedazos y, tal como había predicho su tío, o quien demonios fuera, cayó en una suerte de turbulenta corriente subterránea que lo arrastró durante varios kilómetros, en medio de la más absoluta oscuridad, hasta que lo escupió en unas marismas cuajadas de juncos, cuando la única Luna de aquel a cada paso más extraño y peligroso mundo brillaba en el cenit del firmamento.















CAPÍTULO XXV
TERCER DÍA


No había amanecido aún cuando Helgahm, una de las hagas más ancianas, horriblemente viscosa, se había hecho proclamar reina, después de que las más jóvenes habían sucumbido entre ellas o bien estaban demasiado cansadas como para seguir combatiendo por la posesión del pequeño home. Helgahm esperó pacientemente a que las más jóvenes acabasen de pelear, y cuando la situación estuvo clara, se dirigió a las otras y les recordó simplemente que ella era la mayor, y que según la ley ancestral de las hagas viscosas tenía derecho a ser reina, a lo que las demás no se opusieron; se sentían demasiado ancianas para disfrutar del pequeño junano; la mayoría no sabrían qué hacer con él. Pero las jóvenes habían olvidado las leyes ancestrales, y las más mayores no habían sido capaces de inculcarles los viejos principios. La vieja y astuta Helgahm sabía que debía esperar, y el triunfo estaba asegurado.
Cientos de jóvenes hagas viscosas yacían por doquier, ora exhaustas, ora muertas, si bien estas últimas renacerían como hagas recién nacidas apenas unas horas después, sin memoria, aún más rebeldes que sus capullos, como crisálidas incontenibles. La vieja Helgahm sabía cómo parar el ciclo, recuperaría las leyes antiguas, y todo volvería a ser como cuando ella había sido joven, cuando el respeto a los mayores lo era todo. Ella era la más anciana, así que todas la respetarían como su reina. Había esperado demasiado este momento.
Al final de la batalla sólo había quedado un haga en pie, además de la docena más o menos de hagas ancianas que la observaban con una extraña mezcla de acritud y respeto; una joven haga cubierta con la sangre azul verdosa de sus amigas y compañeras de juegos. Había intentado mantenerse al margen, pero al final se había visto involucrada hasta los tuétanos, hasta tal punto que tuvo que defenderse acabando con la vida de algunas de las que hasta aquel día terrible habían sido sus iguales. Las hagas viscosas no piensan normalmente, sólo actúan, juegan, ríen, cantan, de un modo no premeditado, pero aquella noche había sido una noche muy especial. Se incorporó y miró a su alrededor. Todas las demás yacían a sus pies. Era la vencedora, la nueva reina. Sonrió. Cuidaría de su pequeño home, sería feliz a su lado, y ella sería una buena reina. Cuando las nuevas crisálidas renacieran, las instruiría en las nuevas tendencias, lejos de los absurdos e incomprensibles principios ancestrales, y basaría sus enseñanzas en el amor hacia todas las criaturas, y su pequeño home la ayudaría y sería su rey...
La vieja Helgahm se le acercó por detrás y le dio un terrible empujón a traición que la hizo caer sobre el suelo, una alfombra viscosísima de sangre de haga viscosa y lodo.
Addha intentó incorporarse, pero sus alas estaban cubiertas de sangre y lodo, así que tuvo que apoyarse en sus débiles brazos para poder volverse y decir con los ojos, como hablan las hagas viscosas: “Quién... y por qué.” Los ojos de Helgahm contestaron sus preguntas de inmediato: “Yo, Helgahm, tu reina.” El porqué estaba implícito en la primera y única afirmación de sus afilados ojos: “Su pequeño junano.”




1

Cuando se despertó tres soles azulados brillaban con intensidad en el cenit de una bóveda celeste limpia y despejada. Hacía un calor insoportable. Estaba magullado y tenía todo el cuerpo dolorido, pero había sobrevivido al ataque de una horda de zombis putrefactos. No estaba mal. Se sentó sobre la arena y miró a su alrededor. Estaba rodeado por juncos. Sólo un poco más allá corría la suerte de ría que lo había depositado en la marisma. No podía recordar cómo había salido del agua, pero lo cierto era que se encontraba a varios metros, encaramado a una pequeña duna de arena, como si el cauce de la ría hubiese retrocedido durante la noche, depositándolo en tierra más o menos firme. Sus ropas, hechas jirones, estaban secas, por lo que supuso que llevaría allí, expuesto a aquellos tres terribles soles de justicia, más tiempo del que hubiera deseado. Se iba a quemar, siempre le pasaba lo mismo. ¿Cómo podía pensar en quemarse cuando había escapado de la muerte? Se sintió afortunado, y una carcajada brotó de su maltrecha y sequísima garganta, por lo absurdo del pensamiento: afortunado en un mundo inhóspito, desconocido, embarcado en una locura en la que la muerte estaba a la vuelta de la esquina. Un zumbido monótono y extraño se mezcló con su risa y con el débil murmullo de la brisa marina. Venía de su diestra, cerca del agua. Se incorporó y vio que le costaba andar. Se arrastró duna abajo hacia el zumbido y entonces, aún sin verlo, recordó el extraño teléfono. ¿Sería posible que no lo hubiera perdido, que lo hubiera llevado consigo? Empezó a escarbar con sus manos. El extraño zumbido se hacía cada vez más fuerte, y al fin pudo desenterrarlo y pulsó el botón de recepción de llamada. La boca se le llenó de arena, pero en aquel momento eso era infinitamente mejor que encontrarse solo en medio de una playa inhóspita e infinita.
Nadie contestó al otro lado. Miró el teléfono, incrédulo, lo golpeó, pero fue en vano: no había nadie al otro lado. Esperó un minuto, mirando fijamente el aparato, con una extraña mezcla de esperanzada expectación y miedo a morirse en aquel mismo instante, al cabo del cual no pasó nada de lo que esperaba. Volvió a zumbar, y la tosca imagen de un sobre se imprimió en la pantalla. Tenía un mensaje escrito. Fue a pulsar el botón para leerlo, pero tras limpiar los restos de arena constató con estupor que no tenía dicha tecla. Un pitido horrible acabó de arreglar la escena: el móvil se estaba quedando sin batería. Pero eso era imposible. Su tío le había dicho que las baterías no se agotaban nunca, que eran nucleares... ¿No había dicho eso? Buscó a su alrededor, nervioso, y halló un palito. Con nerviosa y perentoria maestría, si la suerte de triangular matrimonio es admisible, introdujo uno de los extremos del palito en el fondo del hueco que había dejado la tecla desertora y presionó. Sonó un pitido, esta vez más suave, y un escueto mensaje apareció en la pantalla:

Problemas con los teléfonos. Intentaré arreglarlo desde aquí. Dirígete a la playa. Creemos que estás cerca del tubo. Suerte.

Era un consuelo. Al se levantó y, sin pensárselo dos veces, avanzó hacia ninguna parte. A su alrededor sólo había arena y juncos. Un poco más abajo de donde se encontraba, la ría que lo había llevado hasta la marisma parecía continuar en varias direcciones, pero parecía estática, y era imposible saber por dónde había llegado. Subió a lo alto de la duna y creyó ver, cerca del horizonte, el reflejo de un gran espejo. Supuso que era la playa, así que se dirigió hacia allí.


2

Thym y Fjert no las tenían todas consigo. Vieron su gozo en un pozo cuando se toparon con Jak Hjityomh y sus piratas.
- Vaya, vaya, pero si son nuestros amigos Thym y Fjert. ¿Qué tenéis para nosotros, muchachos?
- Jak, viejo amigo... - empezó a decir Fjert, delatando su miedo y su nerviosismo, más por la inminente pérdida que por el miedo a perder la vida. Jak y sus secuaces robaban, pero si les entregaban al home no les harían daño. Mala suerte, eso era todo. Ahora ya sólo se trataba de negociar -. Sí, tenemos algo para ti, un esclavo, un... un junano anciano que se ha arrojado al mar.
El pirata miró de hito en hito al junano que sostenían los dos furtivos; éste sonreía de un modo demencial.
- ¿Dices que él mismo se arrojó al mar? ¿Y es esto lo que me ofreces, un despojo? Es vuestro día de suerte. He visto la batalla con el callamarrum, mis hombres han ido a por él, no será difícil atraparlo. ¡Se ha llevado vuestra barca consigo!
Prorrumpió una horrísona risotada, y cuando se hubo despachado a gusto se dirigió al anciano y le preguntó su nombre, a lo que el anciano respondió con el silencio de su beatífica sonrisa de orate desquiciado.
- ¡Lleváoslo de aquí! No creo que os den ni una uma por él en el mercado de esclavos.
Cuando Thym y Fjert creían que se iban a salir con la suya, se acercó por detrás del pirata Hjzzcshim, El Sibilino, el astuto ayudante personal del palurdo pirata, el odioso Hjzzcshim, el astuto Hjzzcshim, el aguafiestas. Le susurró algo al oído y el pirata sonrió complacido.
- Vaya, vaya, así que no es un junano, ¿no es cierto? Es un home. Y está vivo.
- ¡La ley del mar dice que es nuestro!
- ¡Yo soy la ley del mar! Coged al home - dijo a sus hombres, quienes obedecieron la orden de inmediato -. En cuanto a vosotros...
- ¡Acaba con nosotros! - explotó Fjert, sin poder contenerse por más tiempo. En toda su miserable vida habían sido muchas las veces en las que Jak y sus secuaces les habían robado, expoliado y vapuleado, y ya no podía más -. ¡Nos hemos quedado sin nada! Te has quedado con nuestro pasaje a mejor vida: ¡Acaba con nosotros!
A Fjert le hervía la sangre. En las contadas ocasiones en que habían conseguido algo medianamente valioso, Jak y sus secuaces se lo habían llevado. Estaba dispuesto a llegar al final. Echó mano a una daga que llevaba en la bota, pero sólo topó con el viejo cuero roído: se le debía haber perdido en el mar.
Jak se rió por el estúpido gesto, gesto que secundaron sus secuaces y soltó un seco: “¡Vámonos!” Estaba claro que iba a abandonarlos en el islote.
El barco pirata se alejó rápidamente. No era precisamente la intención de Thym y Fjert quedarse allí quietos, esperando a que pasara un barco por aquellas abbhas. Tenían en mente la misma idea, así que cuando el barco dobló el recodo del Infierno nadaron hasta lo que el rey del mar había dejado de su maltrecha barca cuando los piratas se la arrancaron de las fauces antes de llevárselo y fueron a visitar a El Coleccionista.
No vivía lejos de allí. En menos de una furba estaban atando su barca al puerto privado del excéntrico archimillonario. Sus sirvientes vieron con indisimulado asco cómo ataban sus cuatro tablas al embarcadero y pidieron audiencia inmediata, a lo que el chambelán accedió no sin antes darles ropa limpia, como acostumbraba a hacer siempre que unos pordioseros llegaban a la casa de su señor. Sus excentricidades hacían necesarias este tipo de desagradables intromisiones, ya que normalmente eran los de peor calaña los que le traían las piezas más suculentas, como él solía llamarlas; no en vano, “suculento” era una de sus palabras favoritas, casi una muletilla que hacía tiempo que, para su desgracia, no utilizaba.
Subieron las escaleras de piedra que conducían al fastuoso palacio del excéntrico anticuario, cruzaron la fabulosa puerta de entrada, traída desde el lejano oriente en un galeón construido a tal efecto, así como el imponente recibidor y entraron en el salón central, donde especies de todo el mundo poblaban miles de metros cuadrados de pared.
- Sed bienvenidos - les dijo cuando aún se hallaban lejos del fondo de la impresionante estancia, de cuyas interminables paredes colgaban miles de especies de todo el mundo conocido. Enormes tapices y lujosos jarrones jalonaban el paso hasta el cuerpo central de la gran sala, pero nada de todo aquello impresionó ni a Thym ni a Fjert. Sólo tenían una cosa en mente: llevar a término el mayor negocio de su vida. Sólo tenían una información, pero sabían que eso era más que suficiente para “El Coleccionista”, apelativo por el que todo el mundo lo conocía -. ¿Y bien?
Los dos buscadores de tesoros le contaron cómo tenían un home vivo y desquiciado para él y cómo se lo había quitado Jak el Pirata. “El Coleccionista” los escuchó con atención. Era evidente que estaba más que interesado. Era sumamente rico y sólo le faltaba un home en su inmensa colección. Fletaron un barco y en cuestión de poco más de un par de furbas ya estaban en el mar, tras el pirata Jak y su trofeo. Thym y Fjert iban con él. Esperaban una recompensa, pero “El Coleccionista” no soltaba prenda. Sólo pensaba en su trofeo. Todo lo demás era absolutamente secundario, si puede decirse así. Incluso la vida de sus más leales informadores, quienes, a su vez, sólo pensaban en la recompensa y en que, por supuesto, habían hecho lo correcto. Lo que no sabían era que “El Coleccionista” sólo hacía tratos con iguales. Tendrían que ganarse su confianza. Lo vería más claro cuando se enfrentaran a Jak y a sus despreciables piratas. Debían de haber pensado en él. Sin duda había sido obra del “Astuto”, ese despreciable ser que lo vendería a otro postor. Hacía mucho tiempo se habían enfrentado por una mujer, y sabía que “El Sibilino” no lo había perdonado. Ella había muerto, pero eso no cambiaba las cosas, ¿verdad, capullo? Se tragaría todo su orgullo, oh, sí, sí que lo haría. Iba a disfrutar de su venganza. Dio un par de órdenes a su tripulación y bajó a su camarote. Pidió a su contramaestre que lo avisara cuando avistaran el barco pirata.
Thym no las tenía todas consigo. Había algo en “El Coleccionista” que no le gustaba en absoluto. Lo observaría cuidadosamente. Fjert, sin embargo, disfrutaba del viaje como un niño, y en su mente sólo cabía lo que iba a hacer en la isla del placer cuando cobrara su parte.


3

Al tenía un hambre atroz cuando llegó a la inmensa orilla. Encontró cientos, miles de cangrejos que atrapó y devoró con fruición hasta saciarse. En el mismo instante en que dio con sus posaderas en la fría arena, un enorme cangrejo salió del mar y se dirigió hacia donde él estaba con la más que evidente intención de devorarlo, como si hubiera estado esperando a que hubiera estado cebado para hacerlo, como si, por si fuera poco, además el horrible bicho fuera inteligente. Era como los cangrejos que había comido, pero un millón de veces mayor. Chasqueaba sus tenazas con la fuerza de un martillo neumático. La sola visión del monstruo acercándose a toda velocidad era aterradora. Aún no había tenido tiempo de incorporarse cuando la terrible visión se le echó encima. Al sólo pudo echarse hacia atrás y arrojar la mochila a las viscosas fauces del monstruo, que la destrozó como si fuera de papel. Sin embargo, el extraño libro rojo salió despedido, intacto, hacia Al, quien lo cogió, al tiempo que, instintivamente, sin pensarlo en absoluto, sacaba de entre sus ropajes el teléfono, que no dejaba de vibrar. A partir de ese momento hizo varias cosas sin pensar, como si algo lo instara a hacerlo, aunque no tuviera ningún sentido. Le mostró ambos objetos al monstruo, y éste, al verlos, retrocedió; parecía confuso, pero el extraño gesto apenas duró unos segundos, y volvió a abalanzarse sobre su presa. Al le tiró ambas cosas y el monstruo las engulló enteras, con lo que pudo ver las letales dimensiones de sus horribles fauces. Entonces el monstruo carraspeó levemente, como si ésa fuera su manera de eructar, momento que Al aprovechó para incorporarse, voltearse y huir. Apenas lo hubo hecho, de la maleza, frente a él, surgió un enorme saurio que pasó sobre su figura acurrucada contra la arena y arremetió con una furia tremenda contra el desgraciado carramarro, al que descuartizó sin problemas en una cruenta y sanguinaria batalla sin cuartel. El enorme ser arrastró varios metros el cuerpo sin vida del cangrejo por la playa, un poco más allá mordisqueó los despojos del crustáceo y los abandonó en cuestión de segundos. Al se había escondido en la espesura cercana y había rezado por que el vencedor no se hubiera percatado de su presencia. Así fue al parecer, porque el gigantesco saurio desapareció en la espesura, pasando al lado de Al como una exhalación. Toda la escena había tenido lugar en cuestión de un par de minutos, por lo que el corazón del náufrago pugnaba por salírsele del pecho cuando el teléfono, aún en las entrañas destrozadas de la bestia, comenzó a zumbar. Se acercó a la carnicería, que yacía desparramada junto al agua, o lo que diantres fuera aquel oleaginoso líquido habitado por terribles monstruos; el hedor era insoportable; se acercó un poco más y pudo ver ambas cosas, el libro y el teléfono, que recogió, asqueado. Una voz salía, entre incómodas interferencias, del aparato, mientras continuaba zumbando, con lo que la recepción era pésima, pero pese a todo ello pudo discernir algunas palabras.

Al otro lado... de la playa... hacia el Nuros... Oculta bajo unas ramas... una trampilla... Debes... hallar el modo... abrirla y... pasadizo... submarino... península de Taya... No... tiempo... no... hay...

Se cortó la comunicación, pero aquello parecía suficiente. Miró a su alrededor. Cientos de kilómetros de playa se desplegaban en ambas direcciones y hacia el interior. Miró al cielo. Los tres soles azulados empezaban a declinar y debía darse prisa. No lo sabía a ciencia cierta, pero el Nuros debía estar hacia su derecha, dejando el mar a su izquierda, hacia donde se dirigían los tres soles, que le acompañarían, al menos un rato, en su búsqueda de una trampilla en medio de la nada.
Genial. Sencillamente, genial.


4

Lo habían cargado de cadenas y metido en la bodega. En breve, en cuanto se despertara, “El Capitán” iba a bajar para hablar con él. Sentía cierta curiosidad. Al fin y al cabo, los dos eran guerreros, y no había tantas diferencias, ni siquiera físicas, entre ambos. Cierto que el anciano era más alto y corpulento que él, que todos ellos, diablos, pero por lo demás no había diferencias. Medía treinta centímetros más que cualquier junano, eso era todo.
Cuando el esbirro que lo custodiaba notó cierto movimiento en la bodega, y sin entrar a comprobarlo, pues tenía miedo del gigante, una mezcla de respeto hacia un ser sagrado y de temor hacia lo desconocido, subió a comunicárselo al “Capitán”, quien bajó de inmediato, pues estaba ansioso por el encuentro. Insistió en bajar solo.
El ser estaba encadenado, “pero aunque no lo estuviera bajaría solo igualmente”, dijo. Los pocos que habían oído hablar de la raza sagrada de los Homes Ancestrales se sobrecogieron al oír sus palabras. Desde tiempos inmemoriales las leyendas habían podido al conocimiento, pero la bendita ignorancia de la mayoría les hizo obviar la evidente bravuconada de su jefe.
“El Capitán” bajó solo y abrió él mismo la puerta de la bodega. Se esperaba una brava embestida, así que lo hizo con cautela, con la otra mano en la empuñadura de la espada. Podía ser muy valioso, pero si también era peligroso, no dudaría en matarlo allí mismo, más por miedo que por salvar su vida, claro estaba, pero a sus secuaces les diría entonces que le había contestado mal, o lo primero que se le viniera a la cabeza.
La escena que contempló no pudo ser más distinta.
El anciano yacía en el suelo, recostado contra la pared del fondo de la apestosa estancia, entre cajas llenas de una suerte de ron amargo, erúmrum, hecho a base de aquabayas amargas, al que se le atribuían propiedades curativas, entre otras muchas maravillas; se lo solían dar a tomar a los que iban a morir, pero también se abrían toneles para celebrar las batallas ganadas, los botines conseguidos y olvidar las derrotas, si es que había quedado alguien para olvidarlas. Normalmente, así era. Sus ojos estaban clavados en el techo y “El Capitán” comprobó que miraba hacia la luz que entraba por una abertura en forma de cruz que daba a la cubierta. Los piratas pasaban por encima y sobre la faz del home bailaba una fantasmal hoguera de luces y de sombras.
Iba a hablar “El Capitán” cuando el anciano le robó la intención y la iniciativa.
- ¿No es hermoso? - dijo.
- ¿Qué... qué es hermoso? - acertó a balbucear “El Capitán”. Se habría esperado cualquier reacción excepto aquellas palabras.
- El cielo. La luz del cielo - dijo inmediatamente el anciano, con avidez, como si hubiera estado esperando precisamente aquella pregunta. Levantó las cadenas como si estuviesen huecas y señaló hacia el resquicio de luz que crepitaba en el techo de la apestosa estancia. “El Capitán” saltó hacia atrás, agarrándose con fuerza a la empuñadura de su melladísima espada. Fue entonces cuando lo miró a los ojos. “El Capitán” se sintió traspasado por la nobleza de un alma sagrada y ancestral y a la vez conmovido por la locura que vio en ellos, una niebla densa, fría y oscura que pugnaba por apoderarse de todo el rostro. Tal vez había sido su imaginación, pero en medio de la penumbra y del juego de luces y sombras creía haber visto delante de sus ojos la locura en forma de nebulosa, habitando el fondo de unos ojos injunanos, sagrados y locos a un tiempo.
- Vos debéis ser “El Capitán”.
“El Capitán” se quedó estupefacto. ¡Había oído hablar de él! ¡Un home, un ser sagrado había oído hablar de él, y no sólo eso, sino que lo había reconocido nada más verlo! Una densa oleada, pegajosa mezcla de soberbia e irracional temor, se apoderó de la boca de su estómago.
- En efecto - sentenció, orgulloso, envainando su espada.
- ¡Loados sean los dioses! ¡Así es como debe ser! ¡Las creencias ancestrales no mentían! ¡Vos sois “El Capitán”, el arcángel que conduce a los muertos al Sagrado Reino del Más Allá! Pero, decidme: ¿cuándo perderé la memoria? Aún sé quién soy. Debo diluirme en la Conciencia de todos los Guerreros Ancestrales... y aún... aún sé... quién soy...
- Y... ¿quién sois?
- ¿Cómo, no lo sabéis? Ah, ya veo, queréis ponerme a prueba. Ahora intentaré decirlo y será en vano. ¿Es así?
- Probad - dijo el pirata, intrigado.
Era obvio que se había vuelto loco, se creía muerto, pero si le decía quién era aumentaban las posibilidades de vendérselo al mejor postor.
- Soy... soy... - por un momento temió que no podría decirlo, que efectivamente estaba muerto y que su alma inmortal había empezado a diluirse en la Conciencia Sagrada de los Guerreros de Abbha-Tah-Meh, pero entonces dijo -: soy Frágor, Capitán en Jefe de las Fuerzas de Ataque del Extinto Rey de Lehar. A sus órdenes. Sí, recuerdo quién soy... ¿por qué? - dijo, casi en un tono de súplica. Debían estar diluyéndose, su alma y su memoria, en la Conciencia Sagrada. Algo muy extraño le estaba sucediendo. Algo no había salido bien.
A “El Capitán” se le pasaron dos cosas por la cabeza: de un lado, si no consultaba inmediatamente lo que acababa de oír, lo olvidaría para siempre, y, de otro, no sabía qué más decir, así que, a riesgo de desbaratar su breve aunque ya de por sí precario y lastimoso papel de arcángel, dijo:
- Esperad aquí un momento - y se dio la vuelta, cerrando la pesada puerta de la bodega tras de sí.
Subió a cubierta y le relató a “El Sibilino” lo que había pasado, quien le dijo que sabía quién era, había leído sobre sus hazañas y había oído las historias que sobre su triste suerte aún contaban por toda aquella parte del mundo los viajeros que venían de las lejanas terras del Soroset, pero obvió el pequeño detalle de que era mucho más valioso de lo que había supuesto en un primer momento, antes de saber que se trataba del guerrero más importante de todos los tiempos. Su posterior locura había sido todo un desafío a las Leyes de los Guerreros Ancestrales. Su preparación era tan exhaustiva, tan metódica y tan exigente que quienes llegaban al grado de “Jefe” de tropa eran considerados homes sagrados, seres divinos dotados de todos los recursos necesarios para no enloquecer jamás, vieran lo que vieran, pasase lo que pasase. Su caso había sido un enigma y lo seguía siendo.
- Es de vital importancia que le sigamos la corriente - le dijo a “El Capitán” -. Si piensa que está muerto y que se halla en la nave que le llevará al Reino de los Muertos, entonces tenemos un aliado muy poderoso. Nadie, ni homes ni junanos, podemos saber a ciencia cierta qué nos está esperando en el otro lado, así que nos podemos aprovechar de su confusión, podremos hacer que haga lo que dispongamos.
Apenas unos minutos después, cuando bajaron a la bodega media docena de tipos harapientos vestidos, por decir algo, con una suerte de imposibles túnicas, entre ellos “El Sibilino” y “El Capitán”, las cadenas yacían en el suelo, reventadas, y el gigante estaba de pie, en un rincón, mirando desde la penumbra el caótico juego sin fin de reflejos y de sombras. Habían dejado sus armas en cubierta, a petición de “El Sibilino”, quien advirtiendo su temor les tranquilizó con un gesto de su diestra y dijo, con voz firme y sonora que pretendía sonar cavernosa y solemne, sin lograrlo:
- Salve, Frágor, Capitán en Jefe de las Tropas de Asalto del Extinto Rey de Lehar. Yo, Arcángel del Destino, te saludo.
Frágor bajó lentamente la mirada y vio el lamentable espectáculo que se desplegaba ante sus viejos y cansados ojos. Estaba muerto, de eso no tenía la menor duda, pero los demonios le estaban jugando una mala pasada. Unos demonios imbéciles, si vamos a eso, pero el tal “Arcángel del Destino” parecía un diablo menos estúpido que el resto. Decidió seguirles la corriente hasta que el verdadero Capitán fuera a buscarlo. Había sido un buen guerrero, y cuando había tomado la decisión de quitarse la vida, puesto que un guerrero, si no moría en el campo de batalla, debía quitarse la vida lanzándose al abismo y aún mejor al mar antes de morir de viejo, cuando sintiera que había llegado su hora, había sabido que todo estaba en orden y que había llegado su hora, pero algo estaba pasando, algo imprevisto y extraño.
- Salve, Arcángel del Destino, gracias por venir. Tengo una pregunta que haceros.
- Hablad, pues - dijo “El Sibilino”, ceremonioso.
- ¿Quién sois en realidad?
- ¿Cómo decís? -. Por un momento “El Sibilino” temió por su vida, creyéndolo cuerdo. ¿Cómo no había contemplado esa posibilidad?
- Es obvio que sois un arcángel, pero no es menos cierto que quienes os rodean son demonios, así que, decidme: ¿qué hacen ellos aquí?
- ¿Estos apestosos? - dijo el interpelado, viéndose salvado, volviéndose hacia la insigne cuadrilla de truculentos espectros -. Decís bien, son demonios, siempre revolotean a mi alrededor, tratando de que los bendiga con mis palabras, aún sienten nostalgia de lo que una vez fueron y albergan la absurda esperanza de recuperar lo que una día les fue concedido y despreciaron con sus viles acciones. Pero tenéis razón, sólo molestan en nuestro encuentro: ¡Idos! ¡Largáos de mi vista! - les gritó, y al ver que no se movían continuó con más fuerza aún, dándoles empujones para que se marcharan -: ¡Idos, idos os digo! ¡Malditos seáis, venid a mí en otro momento! ¡Este instante es sagrado! ¡He aquí a Frágor - vociferó, aunque ya no hubiera demonios a su alrededor, al tiempo que agarraba a “El Capitán” para que se quedara a su lado -, Capitán en Jefe de las Tropas de Asalto del Extinto Rey de Lehar, muerto en feroz combate...
- Me lancé a las aguas.
- ... con un terrible monstruo marino! - concluyó hábilmente “El Sibilino”. No podía saber qué recordaba y qué no, o hasta qué punto llegaba la locura del legendario guerrero, así que tendría que andarse con mucho tiento, si quería conservar su calva cabeza sobre los hombros y además quería sacar partido de la situación. Detrás de la locura, podía sentir la fuerza y la sabiduría ancestral de aquel ser formidable -. ¿No lo recordáis? Le disteis muerte en el mar - prosiguió, intentando sonsacar información sobre lo que sabía, pensaba, creía... su mente empezó a trabajar a una velocidad vertiginosa. Tenía que anticiparse a sus reacciones, a sus respuestas, incluso a sus sospechas. Lo había hecho muchas veces, no iba a ser diferente con un home, por muy sagrada que fuera su raza.
Así que se trataba de eso. No había muerto por su propia acción, sino matando a otro ser inferior para defender su vida, cuando había decidido quitársela. Si un guerrero moría en combate cuerpo a cuerpo con otro guerrero iba directo al Más Allá. Si se quitaba la vida habría de viajar hasta el Reino Sagrado en la Nave del Olvido de “El Capitán”, pero si moría matando a un ursus o a cualquier otra bestia, por terrible y poderosa que ésta fuese, el deshonor de haber perdido la vida en una acción menor le llevaría a vagar por los reinos de los demonios hasta que “El Capitán” supiera de sus nuevas hazañas en los reinos subterráneos.
- Así pues, estoy en la Nave del Olvido, rumbo a la Conciencia de Todos los Guerreros Ancestrales - dijo, poniéndolo a prueba, aunque de siete sobras sabía que se trataba de un engaño, puesto que había muerto de manera innoble, aunque también le podía haber mentido en eso.
- Así es. ¿Queréis acompañarnos a cubierta?
- Con gusto.
- Excelente, acompañadme, pronto arribaremos en el Puerto Sagrado de Utbuntú.
- El Puerto Sagrado - repitió Frágor con vaga ensoñación -... sí, de acuerdo.
Con paso vacilante, se acercó a la puerta y traspasó el umbral. “El Sibilino” y “El Capitán” eran unos seres diminutos en comparación y Frágor pasó entre ellos y, sumido en sus pensamientos, comenzó a subir lentamente las escaleras que conducían a cubierta.
Si era realmente un demonio, ¿cómo podía saber el nombre del Puerto Sagrado de Utbuntú, donde arribaban todos los barcos que portaban a todos los guerreros? ¿Un demonio podía saber eso? Apenas salió a la luz, aunque hubo de taparse el rostro con las manos, pudo entrever el espectáculo que se desplegaba a su alrededor, espectros con aspecto de junanos sudorosos y harapientos por doquier, corriendo de un lugar para otro, aparentemente sin orden ni concierto, algunos huyendo de él, otros afanados en sus quehaceres de marineros espectrales, y una duda terrible apareció en su mente como una fugaz exhalación y desapareció antes de materializarse del todo: ¿había muerto realmente? Desechó la horrible idea de inmediato: si un guerrero hubiese intentado quitarse la vida y no lo hubiese logrado, cuando muriese, en otro intento, o si moría de viejo, el castigo por su deshonrosa acción y pueril conducta era vagar errante por los infiernos por toda la eternidad. No, tenía que estar muerto, había muerto matando a una bestia marina, aunque no podía recordarlo, y estaba en el reino de los demonios inferiores, rodeado de ellos, y aquél era el aspecto de aquel submundo infame y demencial. Los había por todas partes, y el que había pronunciado el nombre del Puerto Sagrado de Utbuntú era, o bien el jefe de todos ellos, o un enviado del auténtico “Capitán”, que estaría aguardando sus informes y del que su acompañante era una mala copia, aunque no podía adivinar por qué “El Capitán” o el enviado de éste necesitaba un sosias. ¿Sería una proyección del auténtico “Capitán”? ¿Quién podía saber cómo era el Más Allá, cómo actuarían sus habitantes, cómo sería todo después de morir? ¿Y quién era él para juzgarlo? Fuera como fuese, hubiese muerto como hubiese muerto, ¿qué más daba? Sólo necesitaba saber una cosa: dónde estaba en realidad.
Tendría que estar alerta. En cualquier caso, tenía que ser muy cuidadoso con lo que hiciera a partir de aquel momento. Su mente iba y venía, y desde el profundo abismo silencioso de algún rincón de su subconsciente un resquicio de cordura le gritaba con vana desesperación varios mensajes contradictorios:

Es mentira, todo es mentira, son demonios, todos lo son. Has muerto matando a un ser inferior. Pretenden engañarte... él es su jefe, el peor de todos... ten cuidado con él, intentará confundirte por todos los medios a su alcance... es astuto, cruel y despiadado, pero también vanidoso, como todos los demonios... No, es el enviado de “El Capitán”, compórtate como un guerrero... mientras tengas conciencia, sé, continúa siendo un guerrero...

Y horas después, cuando la embarcación estaba llegando a puerto y él se sumió en un profundo sueño, ahora acostado en el áspero y duro camastro de un camarote, aún continuaban:

No has muerto, Frágor, Capitán en Jefe de las Fuerzas de Ataque de las Extintas Tropas Sagradas del Rey de Lehar... es todo un engaño... son piratas y tú eres su botín... te venderán como esclavo en las Terras del Nur... ése es tu destino... tu destino... tu destino...

Pero eso eran cosas que no podría recordar cuando despertara, apenas unas irregulares furbas más tarde, cuando la nave atracara en el Puerto de Habgha.


5

Comenzaba a oscurecer el día cuando Leha y Lehar llegaron al Puerto de Brahmah. Les recibió una algarabía ingente de seres variopintos que entraban y salían de las tabernas, o laboraban afanosamente entre jarcias y redes, o subían y bajaban de los numerosos barcos atracados en los muelles del impresionante puerto, al que se accedía únicamente tras doblar un recodo formado por dos colosales rocas que flanqueaban la única entrada. Habían dormido la mayor parte del viaje, porque estaban agotados, pero se habían despertado casi al final del trayecto, un poco antes de llegar al puerto, y la bruma sólo les había dejado ver una pared de roca aún más alta que los acantilados que hacían las veces de parapeto al mar, aunque la cima, que se presuponía igual que descarnada que su cuerpo, permanecía invisible a los ojos de los junanos y de los homes.
Sólo cuando doblaron el recodo y la pequeña embarcación giró a la derecha pudieron ver el impresionante despliegue de embarcaciones y seres de todo tipo y condición. Lehar reconoció enseguida razas de las que sólo había oído hablar alguna vez en palacio a su maestro. Allí estaban los extraños Grymhfs, una suerte de cruce entre algo parecido a un paquidermo y a un luchador de sumo pintado de azul; también estaban allí los Füyrguerns, aún más raros, si cabe, otra suerte de mezcla entre un canguro y una jirafa, excelentes marineros y aún mejores reparadores de velas, dada su enorme altura y la pericia de sus larguísimos dedos; y así los orondos Guerghus, los astutos Fhyertins y un sinfín de criaturas, la mayoría marginales, que junto con una inmensa mayoría de junanos no tenían otra opción que enrolarse en uno de los casi infinitos barcos que cruzaban los mares de Terra Beta. Siempre había trabajo en los barcos, tal vez porque había muchas posibilidades de perecer entre las olas de los embravecidos mares de aquel extraño mundo. Si no hubiera nacido príncipe, se dijo, se habría enrolado en uno de esos decrépitos barcos sin dudarlo. Uno de ellos lo acercaría un poco más al momento de su venganza.
Apenas bajaron de la embarcación se dirigieron a una taberna y su orondo y sudoroso dueño, que parecía un junano sólo a veces, según le bañaba el rostro la trémula luz de las velas, les informó de que su barco era “El Hacha Roja”, un enorme barco de más de mil años de antigüedad, que saldría al amanecer. Descansarían unas pocas furbas. Les indicó una habitación, la última que le quedaba, una cuyo último huésped había sido un viejo marino borracho que había muerto hacía sólo unas furbas, dato que omitió, obviamente. No olía muy bien, pero les aseguró que habían tenido mucha suerte: esa noche haría frío y al día siguiente partían muchos barcos, la mayoría por causa de aquel maldito congreso, o lo que diablos fuera. Les dio las buenas noches y se fue, cerrando la puerta tras de sí. La habitación era poco más que un jergón en el suelo y una vela sobre una alacena, pero al menos no parecía húmeda y, hasta cierto punto, parecía incluso confortable, comparada con la barcaza que los había traído hasta allí.
- Dulces sueños, princesa - dijo Lehar no sin cierta sorna, tumbándose de lado, de cara a la pared, vestido, después de echar a un lado su suerte de hatillo, dejando para la dama la tarea de apagar la llama de la vela y buscar a tientas el otro lado del jergón, algo sencillo dadas las dimensiones de la diminuta estancia.
Leha sonrió, se mojó los dedos pulgar e índice de su mano izquierda, apagó la llama, no sin antes acercarla a las cuatro esquinas de la habitación, por ver si había más inquilinos que ellos, vio que la compartirían con tres pequeñas arranyas peludas de ojos vidriosos, un número que le pareció más que aceptable, y se acurrucó junto a Lehar. Para cuando lo hizo, éste ya dormía a pierna suelta. Leha pensó que era bueno para su sed de venganza. Un hombre obsesionado con la venganza de los suyos no puede dormir, y él había dormido buena parte del trayecto en la barcaza, así que el hecho de que se hubiera dormido tan pronto significaba que, además del cansancio, Lehar estaba hallando una cierta paz, y le gustaba pensar que ella tenía que ver algo en todo eso.
Pero Lehar no dormía. Se había quedado quieto, como muerto, pero vívidas imágenes recorrían su mente, totalmente despierta, imágenes que le hablaban de locura y de venganza, de sangre y de dolor, un dolor que lo atenazaba por dentro, tal y como le había ocurrido muchas veces, desde el fatídico día en que la muerte se había llevado a sus padres y a sus hermanos.
Aún no había conciliado el sueño ni fuera había anochecido del todo cuando una oscura embarcación solitaria entró en el puerto, en medio de la niebla.


6

Se sentó junto al guerrero y contempló sus ojos cerrados, la forma en que su largo cabello caía sobre sus hombros y se abría en abanico, sus brazos fuertes, definidos por entrenamientos y batallas de otros tiempos, su cuerpo delgado, atlético, sin un atisbo de grasa, esculpido a partes iguales por el cincel de la frugalidad de un poeta y el mazo de la disciplina de un guerrero; sus piernas, fuertes, totalmente relajadas, sumidas en la inconsciencia de los que sueñan con otros mundos, y lo amó profundamente.
Cerró sus ojos y se dispuso a vaciar su mente de todo recuerdo. Durante miles de años le había resultado una tarea fácil, pero sabía, en el fondo de su corazón, que ahora sería distinto. Su primera visión la dejó perpleja. Normalmente no tenía ninguna dificultad para ver toda la vida de cualquier ser, desde su nacimiento hasta su muerte, e incluso algunas reencarnaciones, hasta que se aburría. Pero aquel ser era especial. Lo supo desde el primer momento, cuando lo había salvado de morir ahogado en las gélidas aguas de aquella parte del Gran Río. Lo había hallado en sus dominios y lo había salvado de una muerte segura, y por cualquiera de estas dos razones cualquier otro ser de aquel mundo habría entendido que su vida le pertenecía, si ella quería. Pero aquel ser era diferente, extraordinario, único, y tuvo miedo de perderlo, miedo de que no entendiera la Ley del Bosque, miedo de que su origen se remontara a una época anterior a las Leyes Ancestrales, como intuía.
Lo primero que vio fue una masa informe que tomaba forma y se convertía lenta pero inexorablemente en lo que ahora era, algo realmente insólito que no había visto jamás. La forma viscosa se incorporaba y vagaba por aquel mundo sin rumbo, sin saber quién o qué era, sin saber nada, en realidad, pero aprendía rápido. Pudo sentir su dolor, su miedo, su frío; pudo ver un carruaje aproximándose a una ciudad tumultuosa, su lucha con el ursus, la muerte de éste, la ciudad de nuevo, una bruja disfrazada de bella joven y de pronto sintió la punzada terrible del robo de su alma, su bien más preciado. Y entonces vio al niño. Había sido su salvador, pero algo le decía que también era un peligro. ¿Podía un niño resultar un peligro para ella, Princesa de los Bosques? No podía entender sus sensaciones, era algo que no había experimentado en mucho tiempo, y se sintió extraña, frágil, vulnerable, y sintió miedo, frío, desnudez. Había algo en aquel home que no era normal, pero se dijo a sí misma que así había de ser el ser que cautivase su corazón. No se había enamorado en miles de años. Por supuesto que había utilizado sus “aptitudes” para borrar los recuerdos de algunos incautos, pero había sido por capricho, porque aunque casi podía decirse que era una diosa, también tenía algo de junana. De hecho, su padre había sido uno de los primeros junanos que habían llegado a aquellas terras, y su madre, diosa de los Bosques, había sido seducida por sus ojos y la pueril y casi salvaje novedad de sus rasgos primitivos. Ella había nacido fruto de la pasión entre un junano y una diosa, y nunca había sabido quién o qué era en realidad. Tal vez, al lado del poeta guerrero hallaría su lugar en el mundo, y tal vez tuviera una niña que le sucediera en su cometido. De pronto se sintió cansada. Quería amarlo y renunciar a su inmortalidad, retirándose para siempre, refugiándose en sus brazos y en la tibia calidez de su cuerpo, fundiéndose con él en un abrazo eterno y perentorio.
La vida del guerrero había sido muy corta. Después del niño que lo había ayudado a salvar su alma vio la tormenta y el río que lo había llevado hasta sus brazos. Nada más.
Había llegado a aquel mundo como una masa viscosa y se había convertido en un auténtico príncipe en cuestión de unas pocas furbas. ¿Cómo había sido posible? Jamás, en sus casi diez mil años de existencia, había tenido que buscar ninguna explicación a nada, todo se había abierto a su mente, incluso cuando era pequeña y empezaba a experimentar con pequeñas criaturas, pero estaba ante un misterio. Su curiosidad no tenía límites, así que quiso ir más allá. Se concentró aún más y, antes de borrar sus recuerdos, ahondó en el pasado de aquel ser fabuloso. Tuvo que atravesar milenios de negrura absoluta hasta que obtuvo la visión borrosa de un niño de larga melena rubia que corría con otros niños por un campo de altas espigas de trigo que ondeaban al viento. Después, todo sucede muy rápido. Unos jinetes arrasan con todo, incendian los campos y las casas de sus familias. Los supervivientes cogen a los niños y huyen hacia las montañas, desde las que soportan años de asedio, muerte, crueldad. El niño crece, se hace fuerte y sabio. Sus padres han muerto. Le enseña un viejo maestro, Manel, las nobles artes de la pluma y de la espada. Llega el tiempo de la Gran Batalla, en la que unos pocos homes se enfrentaron al Gran Ejército del Soroset por su libertad. Mueren todos, pero sirvieron de ejemplo para la siguiente generación, quienes derrotaron a un enemigo diezmado, fláccido y totalmente desprevenido, amén de ebrio y fatuamente pagado de sí. Puede verlo morir en el campo de batalla, puede ver la Leyenda Sagrada que forjaron aquel puñado de homes, escribiéndola con su propia sangre. Y pudo ver sus escritos, sus pensamientos, la venerable santidad de sus motivos, su prematura muerte a la edad de treinta y tres años, la misma edad que parecía tener ahora. Había regresado al mundo en el mismo lugar donde había muerto miles de años atrás. ¿Por qué? ¿Podía ser ella el motivo? No podía ver el futuro, sólo podía cambiarlo. Él había llegado inconsciente y aún no la había visto.
Abrió los ojos y decidió que él decidiría por sí mismo. Si un ser tan especial, de una rareza y un misterio tan extraordinarios, tenía un motivo para volver al mundo después de tanto tiempo, ella, aunque fuera la Princesa de los Bosques, no era quién para despreciar y echar por tierra su destino.
Lo amaba, lo amaba profundamente, y tal vez por eso precisamente se sintió cruel y despiadada, casi sucia, por haberse siquiera planteado la posibilidad de vaciar su mente de recuerdos para retenerlo junto a ella.
Lo cogió de la mano y lloró. Sus lágrimas cayeron sobre los párpados del guerrero, quien abrió los ojos, lentamente, vio su rostro, los cerró de nuevo y sonrió, sumiéndose de nuevo en un profundo y reparador sueño. Estaba agotado. Las furiosas turbulencias de las aguas del Gran Río habían acabado con sus fuerzas. No había prisa. Lo cuidaría hasta que estuviera listo para partir. Y, tal vez, antes de su partida le daría la niña que necesitaba para poder morir en paz.
Sí, tal vez.


7

Esa misma noche, Addha fue a ver a Noemu. Helgahm había ordenado que lo llevaran a la gruta de los antepasados, un lugar reservado a la reina, donde ninguna de las ancianas osaría entrar. También había ordenado que ataran a Addha a un árbol, como castigo a su desafío, pero las dos ancianas que habían tenido que hacerlo no tenían la destreza ni el aguante de las más jóvenes. Cuando se quedaron dormidas, Addha, que había conseguido zafarse de sus ataduras, se escapó y, haciendo caso omiso de las leyes ancestrales, se dirigió a la gruta sagrada. Sabía que allí encontraría a su pequeño home, y sabía que nadie custodiaría aquel lugar, porque allí sólo podía ir la reina.
Cuando llegó, entró sin pensárselo dos veces, como hacen todas las hagas viscosas, y estuvo a punto de ser descubierta por la vieja Helgahm. Allí estaba, flotando suavemente sobre “su pequeño home”, contemplando extasiada su sueño. Lo quería sólo para ella, para verlo, para degustarlo, para saborear su agonía. Un pequeño home necesitaba jugar, divertirse, correr por el bosque. Helgahm estaba cantándole la vieja canción de cuna de las hagas viscosas, la lenta danza de la muerte en vida. La lúgubre melodía brotaba de sus labios y, a medida que borraba los recuerdos del pequeño home, borraba del mismo modo sus capacidades, sus facultades, su energía vital. Las hagas viscosas no lloran habitualmente, su vida cotidiana está muy lejos de las lágrimas, pero Addha no pudo contenerse y densas gotas de rabia brotaron de sus ojos y rodaron por sus mejillas tenuemente azuladas. No podía esperar ni un segundo más, o acabaría con su pequeño home. Pensó en abalanzarse sobre ella, pero se contuvo un instante. Aquello le salvó la vida, porque Helgahm era mucho más grande y fuerte que ella, un haga apenas viscosa que aún le llegaba por las rodillas. La anciana terminó con su letanía, acarició el cabello del pequeño home dejándoselo totalmente pringado con su repugnante viscosidad y se volvió hacia donde se encontraba, agazapada, entre las sombras, la pequeña Addha. Ésta se agachó y la soberbia reina pasó de largo sin sospechar nada. Salió de la gruta y se volvió para lanzar un encantamiento. Era una mala bruja. A pesar de que ningún haga que no fuera la reina podía entrar en la cueva sagrada, se había asegurado sellando la entrada con magia. La joven haga se acercó a “su pequeño home” y lo contempló extasiada: era la criatura más bella que había visto jamás. Addha no sabía magia, pero era joven y muy lista, sabía dónde había otra entrada secreta, no muy lejos de donde la vieja bruja había dejado el cuerpo del pequeño. Arrastraría a “su pequeño home” y lo sacaría de allí. La malvada reina iba a conseguir acabar con todo lo que había sido hasta entonces. Ella hubiese querido que “su pequeño home” fuera libre, feliz, que pudieran jugar juntos hasta el fin de los tiempos, pero ya era tarde para eso. Lo liberaría y lo dejaría en el bosque. Tal vez lo seguiría de cerca durante unos días, en secreto, sin ser descubierta, lo protegería de mil peligros y después moriría sin remedio, porque las hagas viscosas no pueden sobrevivir lejos del cauce de los ríos sagrados.
Lo cogió por detrás de los hombros y, haciendo un supremo esfuerzo, lo arrastró unos centímetros. Era inútil, pesaba demasiado. Ni en toda la noche conseguiría arrastrarlo hasta una pequeña abertura tapada con ramas que ella misma había descubierto días atrás. Entonces oyó un rumor de arrastre a su espalda. Se volvió y vio una enorme serpiente peluda anillada que se arrastraba hacia ella. Se interpuso entre “su pequeño home” y el monstruo, dispuesta a dar su vida para salvarlo.
Las serpientes peludas anilladas habitan en las cuevas, bajo tierra, y es muy difícil verlas. Son otra especie que habla con los ojos. Los suyos decían: “¿Quién eres?” Los de la joven Addha sólo decían su nombre, una y otra vez. Estaba muerta de miedo. El peludo ofidio levantó una espesa ceja, y con aquel gesto quiso decir: “¿Y quién es Addha?”, a lo que Addha respondió: “Yo soy.” La respuesta sorprendió un poco a la serpiente, incluso pensó por un instante que aquella pequeña haga aún apenas viscosa era distinta, especial, pero al instante cambió de opinión, se dijo que un haga tan joven no podía pensar, y cuando el ávido cerebro del peludo anélido se dio cuenta de lo absurdo de aquella conversación, perdió interés en el encuentro, se dio media vuelta y se fue por donde había venido. “¡Espera!”, dijeron los ojos de Addha. La serpiente, que podía escuchar los ojos con los suyos cerrados, se volvió y dijo: “¿Qué quieres?” “Ayúdanos a salir de aquí, te lo ruego.” La vieja y sabia serpiente miró al haga y al home, al que reconoció de inmediato como tal, y, volviéndose una vez más, sólo dijo: “Seguidme.” “¡Espera!”, dijeron los ojos de Addha nuevamente. “¿Qué pasa ahora?”, dijeron los ojos de la serpiente, cerrándose, sin volverse hacia Addha. La pequeña haga no podía oírla si no veía sus ojos, pero adivinó sus palabras y dijo: “Yo sola no puedo arrastrarlo, ayúdame, por favor.” La vieja y astuta serpiente le dijo, en una aviesa mirada: “¿Y tú qué me darás a cambio?” Addha se armó de valor y dijo, frunciendo el ceño: “Si nos sacas de aquí, podrás hacer conmigo lo que quieras, te serviré siempre.” “Hecho”, dijo inmediatamente la serpiente. Por un terrible instante, Addha creyó que la serpiente iba a devorar a “su pequeño junano”, pero no fue así. Lo recogió con suavidad entre sus enormes fauces y se lo llevó hacia su madriguera. Addha los siguió de cerca. La serpiente se metió en una oquedad y desapareció en la oscuridad. Addha temía la oscuridad impenetrable del subsuelo, las hagas eran seres de agua, de luz y de superficie, pero no se lo pensó dos veces y siguió al monstruo, adentrándose más y más en sus dominios.


8

Trece sombras cruzaban la campiña en dirección al puerto de Vrunma, al Nuros de la península de Habgah. Sólo se oía a su paso el golpeteo de los cascos de sus cabalgaduras. Todas las criaturas silenciaban sus voces ante el paso inexorable de los Señores de la Muerte. Cruzarían el mar y llegarían al continente de la Vieja Dama. Una vez allí, en menos de un día cruzarían el paso entre las Montañas de la Vida y de la Muerte.


9

La serpiente, cumpliendo su palabra, salió de la gruta sagrada por otro sitio que Addha desconocía. Después de todo, el decrépito mausoleo de su nueva reina no era tan exclusivo como pretendía. Una risita se escapó de sus labios. La serpiente lo advirtió, pero hizo caso omiso del inoportuno gesto, depositó su carga suavemente sobre un césped acrisolado y multicolor y dijo, entrecerrando sus ojos: “Vamos, despídete de él. Has de cumplir tu promesa.”
Addha sabía que las serpientes eran muy estrictas a la hora de hacer cumplir las promesas que se les hacían, y ella lo había hecho obligada por las circunstancias y por un extraño sentimiento que no podía entender.
“Vamos, estarás bien, no puedes acompañarlo, morirías si te alejaras de los ríos sagrados, ya lo sabes.”
Sí, eso también lo sabía.
“Él estará bien, date prisa, pronto anochecerá.”
Y la serpiente se volvió a colar en su agujero.
Lo miró a los ojos, que seguían cerrados. Era muy hermoso. Lo besó en los párpados, recostó su cabeza amorosamente sobre la hierba y siguió a la serpiente. De nuevo, por segunda y última vez en su larga vida, densas lágrimas surcaron su pequeño rostro azulado. Sabía que el pequeño home no recordaría a las hagas, así había sido siempre. Nadie podía recordarlas, porque de otro modo peligraría su existencia. Así había sido desde el principio de los tiempos. De pronto, odió las leyes eternas y, dentro de su inminente cautiverio en la oscuridad más profunda, se sintió realmente libre por primera vez. Se había apropiado de él la vieja Lüngrube, y eso era algo que Addha no estaba dispuesta a consentir, aunque tuviera que pasar el resto de su vida atrapada en una gruta, sirviendo a una serpiente anillada, amarilla y peluda.


10

Comenzaba a anochecer cuando Al vislumbró a lo lejos una suerte de trampilla medio enterrada en la arena, junto a la orilla. Estaba muy cansado cuando llegó a su altura y ya casi no se veía nada alrededor, salvo sombras difuminadas y amenazantes. Era evidente que hacía mucho tiempo que no se había utilizado, así que tendría que hacer palanca con un tronco que parecía estar allí mismo, junto a la pesada puerta, a tal efecto. Cuando se acercó a recogerlo, comprobó, no sin cierto asco y estupor, que se trataba de la pinza de uno de los monstruos que le habían atacado apenas unas horas antes. La sola idea de que en las proximidades hubiera más hizo que le temblaran las piernas, y un nudo incomodísimo se instaló en su garganta hasta conseguir atenazar y bloquear completamente sus pensamientos. Sólo pensaba en abrir la trampilla, en salir de allí, en huir de sus pesadillas. Pero cuando la puerta cedió no las tuvo todas consigo. El hedor que salía del pozo era insoportable. No se veía absolutamente nada en el interior, y si la muerte habitaba en algún lado, ése sin duda era aquel túnel infernal. No era sólo el terrible hedor, como a cerrado, como a sepulcro, como a muerte y decadencia hasta límites insospechados, sino que un calor insoportable manaba de las entrañas de aquel mundo subterráneo de pesadilla. Si tenía que entrar ahí, lo haría por la mañana, cuando la luz de tres soles azulados se fuera desvaneciendo paulatinamente, a medida que fuera abandonando la playa. Además, por la noche se ventilaría, si dejaba la trampilla abierta toda la noche se ventilaría sin duda, al menos durante unos metros, y además podría ver sus primeros pasos. Temía, por encima de todo, del calor sofocante y del hedor insoportable, la oscuridad. ¿Podía haber algo más? Sin duda, sí. Se asomó un poco y pudo oír ruidos: siseos, gruñidos en la lejanía, lo que los hacía peores, más siniestros aún, ya que estaban enterrados en los lugares que aquellas criaturas dominaban. ¿Qué criaturas habitarían un tubo cerrado a cal y canto? Por un momento temió que salieran por la puerta que él había abierto, pero parecían estar muy lejos, en sus dominios, dominios que él no tendría más remedio que profanar. Iba a tumbarse en la arena cuando oyó unos familiares chasquidos que procedían del agua. Se dijo a sí mismo que no podía ser, que aquella pesadilla tenía que terminar, pero antes de que dejara de lamentarse ya estaban junto a él. El primer monstruo, prácticamente invisible, lo atacó por la izquierda, dándole un fuerte picotazo y desgarrándole parte de la pernera de su pantalón, además de provocarle un rasguño en el muslo. Otra criatura se le acercó por detrás y le pinzó en la espalda. Al, para zafarse, saltó hacia delante y se precipitó en la boca del túnel. Comenzó a bajar, en medio de la más absoluta oscuridad, como en una especie de demencial y claustrofóbico tobogán de barro, mientras, a su espalda, que no dejaba de sangrar, podía escuchar cómo las criaturas lo seguían, riéndose, como si ya hubieran jugado antes a aquel juego macabro. La velocidad era vertiginosa y se golpeó la cabeza fuertemente con lo que su mente interpretó como unas raíces antes de diluirse en el lienzo de la inconsciencia. Cuando se despertó, un par de irregulares furbas más tarde, continuaba bajando hacia las entrañas de aquella tumba imposible. Tardó aún unos minutos más en recobrar la consciencia y cuando lo hubo hecho se dio cuenta de varias cosas. Estaba vivo, de eso no cabía duda, sus perseguidores ya no lo seguían, desconocía si se habían quedado atrapados, si habían muerto o si habían podido volver a la playa, y la sensación de ahogo y de angustia habían desaparecido casi por completo. Si había oído siseos éstos seguramente habían estado sólo en su imaginación, porque en aquella viscosa pendiente no podía vivir nada capaz de proferir aquellos sonidos. Pero a ratos volvían y se desvanecían, como si una y otra vez pasara a través de imposibles criaturas invisibles. Una sola idea llenaba su mente en medio de aquella locura: tenía que salir de allí.





11

Cuando despertó, se levantó y echó a andar como un autómata. Aún no sabía dónde estaba, y había olvidado, junto con el episodio de las hagas, parte de su misión e incluso parte de sus vastos conocimientos, y mientras su mente se reordenaba, erró sin rumbo hasta que, al rato, y cuando ya la noche se cernía sobre la terra, se sentó en una piedra. Al hacerlo se dio cuenta de que había caminado mucho. Se descalzó y hundió sus doloridos pies en la fresca y húmeda hierba. Cerró los ojos e inspiró profundamente. De pronto recordó sus días en el monasterio, las lecciones interminables impartidas por innumerables monjes sapientísimos. En aquel instante, y a pesar de que su mente iba volviendo poco a poco a su ser, creyó haber olvidado todo cuanto había aprendido. Por alguna extraña razón, se sentía vacío, liviano, como si estuviera hueco por dentro. Sin abrir los ojos, escuchó con atención el sonido del silencio, el hermoso canto silente de la naturaleza. Oyó el canto lejano de un pajarillo; no, de un ürbus de pecho dorado; sonrió: perseguía a su amada. Estas cuestiones siempre le habían hecho gracia. Había leído mucho sobre el amor de los amantes, pero él aún era muy pequeño para poder sentirlo. Amaba a su maestro, a los demás monjes, a las aves del cielo y a todos los seres, amaba profundamente a todas y cada una de las cosas, vivas e inertes, porque todo, sin excepción, dimanaba de Deus, todo era digno de amor.
Deus. Él era parte de Deus, pero... ¿qué tenía que ver él con Deus, además de eso? No podía responderse a esta pregunta. Y de pronto supo que no podía responder tampoco a otra pregunta: “¿Dónde estoy? ¿Y cómo he llegado hasta aquí?” Fue entonces cuando supo que algo iba mal. Trató de volver al momento anterior, cuando se había sentido bien escuchando al ürbus. Cerró sus ojos y trató de sonreír. Y de escuchar, más allá del silencio. “El silencio te dará la respuesta cuando no la halles en el ruido de tus propios pensamientos”, le había dicho su maestro en repetidas ocasiones.
El arroyo. El arroyo cantaba su monodia de agua sola, su silencio imposible, su suspiro eterno e inquebrantable. Aguzó aún más el oído y percibió el sutil susurro del viento del Nur, el eco del reverberante silencio de las lejanas Montañas de la Vida y de la Muerte, cuyas imponentes cimas podría vislumbrar con sus propios ojos si los abriera en aquel preciso momento. Pero no lo hizo. En cambio, continuó escuchando.
Y fue entonces cuando se vio a sí mismo cruzándolas, al amanecer.
Algo no iba bien.
Él no debía estar en medio del bosque.
No de aquel bosque.
No estaba en los terrenos del monasterio.
Estaba fuera de sus muros, pero no podía recordar cómo había llegado hasta allí.
Necesitaba respuestas.
Así había sido siempre que había tenido una duda. Se había concentrado y había hallado sus propias respuestas.
Lo intentó, pero no conseguía otra imagen que no fuera él mismo cruzando el paso de las Montañas de la Vida y de la Muerte.
“Sueña”, le había dicho su maestro, “cuando no halles la respuesta que buscas, duerme y sueña. En el sueño la hallarás.”
Cerró sus ojos. Se imaginó aún más alto de donde se encontraba, abrió sus ojos, vio a lo lejos las Montañas de la Vida y de la Muerte, se bajó de la roca, se tendió sobre la hierba y de pronto se sintió terriblemente cansado. En cuestión de segos se quedó profundamente dormido.
Y soñó.

Estaba en medio de la nada, de la oscuridad más absoluta, y la voz de su viejo maestro retumbaba en su cabeza avisándole de terribles peligros. Aunque la sensación al principio había sido como de estar suspendido en medio del infinito, poco a poco se fue dando cuenta de que estaba en una húmeda mazmorra. Podía oler la penetrante humedad y la podredumbre de aquel abominable lugar. Se sentía tan agotado que le flaquearon las piernas y sintió la imperiosa necesidad de sentarse en el suelo para descansar. El contacto de sus pies desnudos con el viscoso suelo le provocaba algo cercano a la náusea, pero el agotamiento era aún más fuerte, y antes de que pudiera elegir se desplomó sobre la superficie, que resultó ser aún más relente de lo que esperaba. Como si durante milenios hubieran estado esperando ese momento, cientos de bichos rompieron al unísono a corretear por la sucísima estancia. Sintió el irrefrenable impulso de levantarse y salir corriendo, pero no podía moverse ni ver nada. Cerró los ojos en medio de la oscuridad y se relajó como le había enseñado su maestro. Los horrendos bichos no eran más que estúpidas arranyas mudas, de una especie que supuestamente se había extinguido hacía mucho tiempo. Seguramente estaban más asustadas que él. Se concentró aún más, respirando lentamente y relajando al máximo su cuerpo, hasta que dejó de oír y de sentir las arranyas sobre su cuerpo. Entonces, cuando empezaba a rayar la inconsciencia dentro de su sueño, una técnica que muy pocos seres en Terra Beta conocían, practicaban y menos aún dominaban, empezó a oír una voz, que al principio llegaba de muy lejos, como de otro sueño, como del otro extremo del universo, como si procediera de Terra Alfa, o la Terra Primigenia, de la que tanto le había hablado su maestro.

Noemu, soy yo
¿Quién...?
¿Ya has olvidado mi voz?
¡Maestro!
Mi mente es un pájaro débil. Me queda poco tiempo. Tenía que avisarte antes de que me atrape la locura. Pronto será demasiado tarde
¿Qué sucede, maestro, qué debo hacer?
Debes ponerte en camino ahora mismo, Noemu
Pero estoy cansado, muy cansado...
Lo sé, has hecho un largo viaje, pero debes levantarte y dirigirte al paso de las Montañas de la Vida y de la Muerte. Debes llegar a ellas antes que los Señores Oscuros, y cruzar el desfiladero de la Muerte por delante de ellos, pues ellos cruzarán por el paso de las Montañas de la Vida
¿Los Señores Oscuros? ¿Quiénes son? ¿Por qué no me habíais hablado de ellos?
Creí que jamás despertarían de su letargo, pero algo ha cambiado. Han llegado a nuestro mundo cuatro viajeros. Es importante que hables con uno de ellos. De vuestro encuentro depende el futuro de Terra Beta
¿Cómo sabré quién es?
A su debido tiempo, lo sabrás
¿Y qué pasará si los Señores Oscuros llegan antes que yo al paso entre las Montañas de la Vida y de la Muerte? ¿Y por qué no puedo cruzar por el paso de las Montañas de la Vida?
Sólo puedo contestarte a una de las dos preguntas. Me vence la muerte. Di, ¿de cuál precisas la respuesta? ¡Habla pronto, jodido mentecato!
¿Estáis bien, maestro? No puedo veros. Oigo de vuestros labios palabras que jamás había oído antes
¡Habla te digo!
¿Por qué he de llegar antes que los Señores Oscuros a las Montañas de la Muerte?
Ambas son en realidad la misma. Cuando pasen al otro lado, se cerrarán ambos pasos. Si cruzas por el paso de la Vida detrás de ellos, morirás. Tu única esperanza es cruzar las mazmorras subterráneas de las Montañas de la Muerte hasta el desfiladero y atravesarlo por delante de ellos. Cuando ellos crucen el paso, ambos se cerrarán, y ninguna otra criatura podrá atravesar esas montañas jamás. Debes ir a las Terras del Nur, y comparecer en mi nombre y en representación del monasterio en el Gran Congreso sobre la Preeminencia de Deus o de Moebius. No podía decírtelo hasta ahora, por razones que se me hace muy difícil explicarte en estas circunstancias. En realidad, me hubiera gustado que tú mismo encontraras tu destino, pero no hay tiempo. Sólo puedo decirte que el Gran Congreso nunca ha sido un tema que nos haya atañido hasta ahora, pero ahora es distinto, hay algo más: Terra Beta no sólo se juega la preeminencia de una de las dos deidades para los próximos mil años, sino que una terrible amenaza exterior acecha el destino de todo el universo. Del resultado del Congreso depende el futuro del mismo
¿Qué pasará con quienes estén cruzando el paso cuando lo hayan hecho los Señores Oscuros?
¿No lo imaginas?

La voz del maestro empezó a cambiar en el sueño. Noemu supo que su mente se estaba apagando y que no le iba a decir nada más.
Sabía lo que tenía que hacer.
Haciendo un supremo esfuerzo, salió de su inconsciencia autoinducida y volvió al húmedo, viscoso y frío suelo de piedra. Se volvió a relajar profundamente y dejó que miles de estúpidas arranyas se subieran a su cuerpo y camparan a sus anchas. Entonces, tensó todo el cuerpo y se sacudió con violencia.
En un primer instante no pudo moverse un ápice, pero pronto se estaba quitando de encima todas aquellas invasoras repugnantes. Cuando estuvo limpio, volvió a la oscuridad impenetrable del infinito desde la que había empezado su sueño, salió de ella suavemente y se irguió.

La luz del último sol azul del atardecer cegó sus ojos por un instante y cuando pudo ver se dio cuenta de que todo había cambiado a su alrededor. Su maestro le había advertido acerca del paisaje cambiante de Terra Beta, pero nunca antes se había quedado dormido fuera de los protectores muros del Templo, donde todo permanecía solemnemente estático. Cayó en la cuenta de que podía haber muerto si una roca de aristas vivas hubiese aparecido en el sitio en el que se había quedado dormido. Si en lo sucesivo necesitaba descansar, tendría más cuidado. Había estudiado cómo algunas formaciones naturales sagradas como las cuevas o los troncos secos y vacíos de los viejos árboles eran inmutables, hasta que el inexorable paso del tiempo conseguía limarlas o incluso eliminarlas para siempre. Lo tendría en cuenta a partir de aquel momento.
Se ciñó su jubón, se lavó el rostro en el arroyo multicolor, cuyo curso había cambiado, y seguramente más de una vez, durante su sueño, sorteó un pequeño peñasco que creció y desapareció súbitamente bajo su pie izquierdo y se puso en marcha. Tenía que llegar al paso de las Montañas de la Vida y de la Muerte antes que los Señores Oscuros. Había estudiado las viejas tradiciones. En ellas se mencionaba varias veces a los Trece Señores del Caos, quienes habían sellado un pacto en los albores del tiempo y jurado lealtad a Moebius, el Antideus o Deus Oscuritas, pero todos eran distintos y poseían el receloso secreto de un poder terrible. Noemu sonrió al pensar que tal vez podría hacer que se enfrentaran entre ellos. Sólo Moebius conocía todos sus secretos, pero así como Deus desconocía hasta cierto punto sus propósitos, Moebius desconocía y menospreciaba los poderes de los Señores Blancos, los Caballeros Sagrados de Deus. Noemu sabía todas esas cosas, cosas sagradas y cosas terribles que hasta aquel momento había guardado en su corazón. Sabía que había llegado el momento de decir a todos los habitantes de Terra Beta, a través de sus representantes, que tanto Deus como Moebius existían, que los Señores Oscuros habían despertado, que habían de despertar a los Caballeros Blancos y que la lucha definitiva por la preeminencia de Uno era inminente e insoslayable. Dejó de pensar y concentró todas sus fuerzas en correr hacia el Nur, en medio de la noche.


12

Los Trece Señores del Caos habían llegado al puerto de Vrunma y habían discutido con un pobre junano al que habían derribado con un gesto. No podrían partir hasta el amanecer. Se colgaron de unos árboles altísimos como murciélagos, como acostumbraban hacer cuando, por circunstancias insoslayables, debían hacer noche en algún sitio para esperar al amanecer.
Ansiaban cruzar el paso entre las Montañas de la Vida y de la Muerte.