CAPÍTULO XXVI
CUARTO DÍA


Habían llegado a la Loma de los Ángeles, a la Antigua Ciudad Prohibida. Las ruinas de aquel lugar hablaban de tiempos muy remotos y terribles. Hablaban con su silencio ancestral de dolor y de muerte. Sobre todo de muerte.
Estaban agotados, así que no tuvieron más opción que detenerse entre sus muros. Se sentaron a la sombra, de espaldas a una de las pocas murallas que aún quedaban en pie, y el doctor Hertz sacó la cantimplora; ya no les quedaba mucha agua; un par de sorbos más, eso era todo. A su vez, Franz sacó el enorme libro de su maltrecha mochila, se lo colocó sobre las rodillas y sintió que pesaba mucho más de lo que podía ser. Lo abrió aproximadamente por la mitad y un horrible grabado le salió al paso. Representaba una especie de monstruoso ser con cuernos que devoraba serpientes. Buscó algo más suave, más romántico, tal vez. Lo halló después de pasar dos o tres páginas, y sintió la imperiosa necesidad de leerlo en voz alta.

Los silencios duermen
en los ecos de la noche
y la música se calma,
y se adormece el aire...
En el silencio de la noche
todo retorna al origen.

- Precioso - dijo, no sin un cierto y matizadísimo atisbo de socarronería -. ¿Significa algo?
- Cierra el libro y ábrelo por otra página, esta vez al azar - dijo Hertz.
- Antes, cuando lo he hecho, me he topado con un grabado horrible, un monstruo con una especie de cuernos enormes...
- ¿Devorando serpientes?
- Sí, exactamente.
- La Bestia. Los grabados no cuentan, gracias a Deus.
Franz lo hizo sin mucho convencimiento.
- Ahora, lee. En voz alta.

La aguja se clava en el ojo ciego
y la muerte se apelmaza en silencio.
La lluvia de sapos despedazados
pugna por anegar los odres antiguos
y el hedor incólume de infinitos basiliscos putrefactos
se extiende por doquier y sobreviven
sólo, tan sólo los muertos en vida.

Franz sintió el impulso de cerrar el enorme volumen, pero no pudo hacerlo en un primer intento, como si el horrible libro tuviera voluntad y fuerza propias y no deseara ser cerrado. Lo consiguió después de la segunda tentativa, y una imposible nube de polvo, tierra y oscuridad estuvo a punto de provocarle un estornudo; intentó limpiar con la mano la mugre acumulada durante siglos en sus cubiertas de cuero. Tuvo que sacrificar parte del precioso líquido elemento para conseguir leer una inscripción: “Zonem Limbus”.
- ¿Qué significa?
- “El Libro de las Sombras”. Está escrito en la Antigua Lengua.
- ¿Por qué el resto del libro está escrito en nuestra lengua?
- Este libro es sagrado. Ha sido escrito con sangre inmortal por los dioses antiguos. Su contenido es revelado a quienes lo poseen. Y ahora el Libro es nuestro. Más exactamente, él nos ha aceptado a nosotros.
- Entonces... ¿por qué no he podido entender el título?
- ¿Acaso crees entender lo demás?
- Me refiero...
- Sé a lo que te refieres. Es un libro sagrado, mágico. Nos dará pautas, pero hemos de estar alerta, siempre.
- ¿Quiere eso decir... que está escrito en otras lenguas, pero que las entendemos, por obra y gracia de este maravilloso librito?
- Más o menos. Tal vez en muchas lenguas distintas.
- Ya - dijo Franz, con toda la incredulidad del mundo -. ¿Y el título?
El doctor Hertz empezaba a cansarse de su estúpida y pueril arrogancia.
- El título es el sagrado nombre de esta magna obra. El título está escrito en la Lengua Antigua. El contenido ha sido escrito por manos sobrehumanas, con la sangre imperecedera de los antiguos héroes guerreros, pero jamás, jamás sabremos en qué semisagradas lenguas lo hicieron, ¿te vale así? Si hubiera sido escrito en la Lengua Antigua, como el título, como Su Nombre, jamás entenderíamos nada de lo que contiene.
- Pero usted ha estudiado la Lengua Antigua, ha sabido traducir... “Su Nombre”.
- Digamos que... sabía que lo íbamos a encontrar, yo sabía de su existencia e intuía su paradero, pero desconozco la Antigua Lengua. Sólo sabía que hace muchísimos años, hablo de millones de años, mucho antes de los grandes cataclismos, los dioses que poblaban este mundo hablaban en esta extraña lengua, y este libro es la prueba de que no se trata de una leyenda. ¿Te vale así?
- Por el momento - comentó Franz, sin abandonar su pueril arrogancia -. ¿Qué cree usted que significa, doctor? - concluyó, entre intrigado y divertido, aunque también un tanto inquieto por el contenido manifiesto del texto, acercándoselo al doctor.
- Creo que en este caso mi opinión no servirá de nada, Franz. Viene el Ejército Oscuro. Y está muy cerca. De otro modo, este libro sagrado jamás hubiera permitido que sus secretos nos fueran revelados.
- ¿Puede un libro...?
- Créeme: puede, y lo ha hecho. Llévalo contigo. Sé que es pesado, pero pronto notarás que incluso hace más liviana tu carga. Nos será muy útil.
- ¿Quiere decir que este estúpido libro nos ha elegido para que llevemos a cabo alguna misión especial... o sagrada, tal vez?
- Tal vez. De cualquier forma, lo sabremos a su debido tiempo. Ahora procura dormir. En un par de horas debemos reanudar la marcha. No disponemos de mucho más tiempo.
- No sé por qué, le creo.
- Y haces bien.

Franz no pudo dormir, pero logró descansar un poco. El doctor Hertz sí lo hizo, y soñó que habían llegado al Gran Congreso. Le tocaba decidir sobre el futuro de Terra Beta cuando Franz lo despertó abruptamente. Lejos de enfadarse por la súbita y desagradable intromisión, se puso en pie de un salto y, animado por la aventura, exclamó:
- Andando. Aún nos queda mucho por recorrer. No llegaremos a las Montañas de la Vida y de la Muerte hasta bien entrado el día, y calculo que el Ejército Oscuro llegará allí al anochecer.
- ¿Cómo lo sabe? - preguntó Franz, recogiendo apresuradamente sus cuatro bártulos, diseminados entre las ennegrecidas ruinas.
- No lo sé. Pura intuición. El pasaje del libro no hace una referencia explícita sobre eso. Sólo sé que están muy cerca. Nos pisan los talones. Cuando hayan cruzado sucederá algo terrible: todos los pasos hacia el Nur se cerrarán, y quienes estén en ellos morirán sin remisión. Es imposible avisar a todos los que en estos momentos viajan hacia el Nur para asistir al Gran Congreso. He intentado avisarles a través de sus sueños, pero ha sido inútil, ya es demasiado tarde. El Ejército Oscuro está ya muy avanzado.
- Podemos quedarnos a este lado.
- Bien sabes que eso no es posible - dijo el doctor Hertz reanudando la marcha y haciendo caso omiso al hecho de que Franz se quedara un poco rezagado -. Hemos de asistir al Gran Congreso. De nuestra comparecencia depende el destino del universo. Sabemos cosas que nadie más puede saber, y eso es vital.
- ¿Lo de la colisión?
- Por ejemplo. ¿Se puede saber qué haces? El tiempo apremia.
- Voy, voy, no encontraba el libro.
- Ese libro tiene alas, cuídalo.
- ¿Cómo se cuida un libro con alas?
- Con mucho cuidado, valga la redundancia. Notarás que ahora pesa mucho menos, ¿no es así? Incluso, puede llegar a volarse. Mételo en el fondo de tu mochila.
- ¿Tengo que sacar todo de nuevo?
- Tú verás. ¡Y date prisa!
Franz dejó volar su imaginación y sus pensamientos se detuvieron por un momento en la infinita variedad de seres, representativos de otras tantas tendencias, que estarían valorando en aquel preciso instante su presencia en el Gran Congreso como indispensable. ¿La aportación de alguno de ellos sería realmente decisiva, o importante en algún sentido, tal vez, siquiera? ¿Estaba loco el doctor Hertz? “Mucho me temo que ya da igual, que no hay marcha atrás”, se dijo. “Me salvó la vida. Se lo debo, aunque muera en el intento. Es un gran hombre. Poco importa que esté chiflado.”
- Estás pensando que estoy loco, lo sé, te conozco bien. Mi buen amigo Franz... te quiero como a un hijo. Si no estuviera seguro, absoluta y completamente seguro de lo que vamos... de lo que tenemos que hacer, no me atrevería a arriesgar tu vida. Te quiero, Franz - dijo, deteniéndose -, no sería capaz de ponerte en peligro por causa de los sueños imposibles de un viejo chiflado.
- De acuerdo, doctor.
- ¿Qué tal... padre?
- Padre - repitió Franz.
Hertz notó una sombra de duda, de desasosiego, en el semblante de Franz.
- ¿Todo bien, hijo?
- Sí.
- Pues andando - dijo dándole una palmada en el hombro -. Tenemos que ganar una carrera.
- Y que lo diga... padre. - Y al decirlo, al pronunciar por segunda vez aquella extraña y poderosa palabra, sonrió, y echaron a andar hacia las ya no muy lejanas Montañas de la Vida y de la Muerte.
Un único paso.
Una trampa mortal.
La premonición de una tumba inminente y multitudinaria.
Y tal vez, sólo tal vez, la propia tumba.

Franz sacó su cantimplora del fondo de su mochila y, sin que pudiera jurar que el libro no había saltado de ésta, se precipitó en pos de él hacia el abismo de los acantilados cercanos. Lo hizo en el súbito impulso de hacerlo, sin pensarlo. Cuando lo hubo alcanzado, el doctor Hertz se apercibió de la inminente catástrofe, y gritó, por encima del estruendo del viento sobre las rocas desnudas y cortadas abruptamente, como esculpidas por un cincel colosal y despiadado:
- ¡No, no lo cierres, espera! ¿Qué dice el libro? Léelo sin pronunciar las palabras y dime qué sientes. Ahora bajo.
Franz lo hizo, más por causa de su propia curiosidad que por un noble sentido de la obediencia, o porque hubiera entendido perfectamente sus palabras, diluidas, por otra parte, en el gélido aire de las montañas cercanas.

El silencio se apelmaza en coágulos
Tan densos como la sangre virgen
Derramada sobre los desvencijados suelos de piedra
Que pisaron antaño los Seres Ancestrales...
Sus cuerpos sin vida yacen
En los confines sinuosos
De las Tierras Malditas
Y los lamentos de sus víctimas
Arropan su devenir inexorable
Hacia el Mundo de los Muertos.

- Dudo mucho que esto tenga algún sentido, pero, no sé por qué, no me gusta nada - dijo Franz, levantando los ojos del Libro de las Sombras hacia el doctor Hertz, que se acercaba a él cautelosamente, pues la pendiente era muy escarpada. Éste llegó por fin a su lado y, sin recoger el libro del suelo, lo leyó en silencio y se sumió en un mutismo hermético que duró varios minutos; al cabo, dijo simplemente:
- Ya han cruzado el paso del Sor.
Franz sabía a lo que se refería, pero, aún así, apostilló:
- ¿Quiere decir que... por decirlo de algún modo, no he sido yo quien ha dejado caer el libro, que él mismo ha decidido saltar de mi mochila y abrirse precisamente por esta página?
- Tal vez. Recógelo, y vamos. Nos darán alcance en unas seis horas.
- Genial.
- No temas. Hemos cruzado. No sé cómo, pero estamos al otro lado. También avanzamos más rápido, aunque no tanto como ellos. El paso del Sor suele ser escarpado y peligroso, se tome por donde se tome, y para nosotros ha sido un paseo.
- ¿Cómo que no sabe cómo? ¿Cómo que un paseo? ¡A mí me ha costado horrores atravesar esa jodida montaña! ¡Este libro pesaba una tonelada cuando lo encontramos! ¡Eso sin contar que por poco me mato en los acantilados, cuando el dichoso espécimen de celulosa ha decidido irse a dar un paseo!
Hertz se lo quedó mirando, pensativo, ausente.
- Es curioso - dijo al fin -, o tal vez sea que no puedo recordarlo, pero creo que hemos experimentado el tiempo de diferente forma. Se está operando un cambio en mí, eso está claro. Si cambio, tendrás que matarme - soltó de pronto, sin inmutarse, para asombro de Franz, que dio un respingo, aunque no lo entendió del todo, ni intentó hacerlo -. Pero incluso para los Hombres Oscuros existen las reglas. Cuando hayan atravesado el último y definitivo paso hacia el Nur, sólo habrán podido terminar con los cientos de almas que hayan quedado atrapadas y sepultadas para siempre en las entrañas de las que serán ya para siempre extintas Montañas de la Vida y de la Muerte. No les está permitido matar a nadie más, si se saltan las reglas les espera un destino horrible que ellos conocen perfectamente.
Franz recogió el Libro y guardó silencio. Sintió que un gran vacío se apoderaba de él, y sintió el súbito impulso de desatender las misteriosas palabras del doctor, que se desvanecieron en su mente como una tarde de verano se deshace en el mar para convertirse en palpitante oscuridad.
Sólo cuando hubieron regresado al camino y caminado un par de kumas (una kuma equivale a 2,316 kilómetros (N. d. A.)), volvió a recuperar retazos de su mente y se decidió a hablar, o eso pensó, en un primer momento.
- Es extraño - se vio diciendo. Algo tiraba de su lengua y le hacía hablar, porque él no sentía que lo que decía viniera de su mente -. Me refiero al hecho de que el Ejército Oscuro pueda matar a cientos, tal vez a miles de seres, cumpliendo así una macabra y esotérica profecía, y al mismo tiempo existan unas reglas que les hagan permanecer atados de pies y manos.
- No es exactamente así - rubricó Hertz, frunciendo el ceño -. Pueden, y créeme, van a hacer mucho daño, pero no matarán a nadie. Físicamente, quiero decir. Atormentarán las mentes, pero no torturarán ningún cuerpo. Aparecerán en muchos sueños, socavarán las mentes y forjarán adeptos, esclavos privados de voluntad y de memoria que jamás sabrán que lo son. La mía es una mente suculenta para ellos, por muchos motivos; es una larga historia. Cuando crucen el paso de las Montañas de la Vida y de la Muerte colapsarán todos los pasos hacia en Nur, y habrá empezado una nueva era de terror psicológico. Aún no iba a decírtelo, pero tal vez sea mejor hacerlo cuanto antes. - Franz lo miraba fijamente, ahora absolutamente intrigado, atento a cualquier cambio en su actitud amable; la expresión de Hertz se había vuelto grave, profunda, y él empezaba a recordar vagamente ciertas terribles palabras, que Hertz confirmó inmediatamente -. Si me vieras servir a Moebius de cualquier forma tendrías que matarme. Si tienes la menor duda, mátame. ¿Me has entendido? - Franz asintió a regañadientes, sin saber muy bien por qué -. Yo tendría que hacer lo mismo contigo. En caso contrario, las consecuencias serían terribles. Seríamos muertos en vida, nos convertiríamos en servidores de Moebius para siempre.
- ¿Y cómo sabré que si intenta matarme no es entonces cuando está sirviéndole? - gritó Franz en un intento desesperado de zanjar la conversación y borrar la terrible imagen de su mente.
- No escuchas mis palabras, y a partir de ahora va a ser muy importante que prestes toda tu atención a los más mínimos detalles. Sólo te lo diré una vez más: ningún servidor de Moebius puede matar de aquí a Grankegaard, sólo pueden conquistar nuestras mentes. ¿Está suficientemente claro, cabeza de chorlito?
Sus ojos parecían los de un loco, y que lo estuviera agarrando fuertemente de las solapas de su casaca, desgarrándoselas, literalmente, no le dejaba muchas opciones que no estuvieran relacionadas con la misma posesión de la que hablaba.
Cuando Franz iba a reaccionar, le soltó, demudó el rostro y musitó, con un débil y entrecortado hilo de voz:
- Perdóname. No quería asustarte, pero es importante. Vital.
Parecía haberse quedado sin fuerzas, como si hubiera corrido una gran distancia.
- ¿Se encuentra bien?
- Sí, sí, no es nada. Vámonos de aquí. Avanzan más rápido de lo que pensaba, puedo sentirlos. Tienen prisa por llegar al Gran Congreso. Me muero por conocer sus argumentos - y, encendido de júbilo, exultante, chispeantes los ojos, gritó, como si quisiera que les oyesen los Hombres del Ejército Oscuro, o el mismísimo Moebius, allá donde se hallase -: ¡Vamos a vencer! ¿Me oyes? ¡Vamos a daros donde más os duela!
Franz no las tenía todas consigo.
En ningún sentido.


1

Llevaba deslizándose una eternidad por el claustrofóbico tubo submarino cuando empezó a notar ciertos cambios. De pronto, todo estaba bien; la angustia había desaparecido. Cerró los ojos en medio de la vertiginosa oscuridad y vio una imagen muy nítida de sus padres, de hermanos que nunca había tenido, del fin del mundo, de éste, de aquél y de todos los mundos, y cuando la terrible aunque bellísima explosión empezaba a desvanecerse de su mente, se detuvo en seco.
Lo rodeaba una oscuridad pesada, sofocante y pastosa, como si estuviera sumergido en una fosa llena de un líquido espeso, oleaginoso, sólo que el elemento que lo rodeaba, fuera el que fuese, no era líquido, sino gaseoso, una suerte de denso y cálido éter que le dificultaba enormemente no sólo respirar, sino incluso el más mínimo movimiento. Sabía que sus pulmones se acabarían acostumbrando a esa atmósfera irrespirable, tan sólo tenía que cerrar los ojos en medio de la oscuridad y respirar lenta y profundamente unas cuantas veces, pero aunque una extraña seguridad se estaba apoderando de él, sí había una cosa que le preocupaba, al menos un poco: hacia dónde.


2

No había anochecido aún cuando llegaron a la Gran Gruta, el portal obligado para penetrar en el paso subterráneo. Tras éste, infinitas galerías atestadas de viajeros podían deparar la muerte en cualquier recodo, galería, cámara, ciénaga, lago subterráneo o bosque de piedra.
- “Qué seguros de sí mismos están los tontos y qué llenos de dudas los sensatos” - dijo Franz, contemplando ensimismado las entrañas majestuosas e imponentes de la colosal caverna, una garganta de piedra de varios cientos de metros de altura y una cincuentena de longitud, donde se abría, como si fueran tráqueas o esófagos, en tres galerías.
- ¿Qué has querido decir? Qué extraño... estuve aquí hace algunos años, y no había más que un paso. ¿A qué viene eso? - le preguntó Hertz, distraído, mientras, consultando sus zarrapastrosos apuntes, decidía por dónde penetrar en el cuerpo de la gruta.
- Yo no. Lo dijo Taylor Cadwell. Creo.
- ¿Y a santo de qué viene ahora?
- No lo sé, pero no estoy tan seguro de que debamos ir por ahí.
- ¿Por dónde, entonces?
- Dante. El infierno. Si esto es el infierno, debemos ir hacia la izquierda. Por ahí - dijo Franz, muy seguro de sí mismo, señalando un pequeño arco de piedra que se abría en una de las paredes laterales, y que Hertz no había advertido en un primer momento.
Ante ellos se extendían entonces cuatro galerías, tres en el fondo de la caverna y una más en la pared que se hallaba a su izquierda. Se acercaron a ésta y advirtieron que parecía estrecharse un poco más adelante, mientras que las otras tres, mucho mayores, se abrían y parecían desarrollarse de modo antagónico, ensanchándose y conduciendo a grandes cámaras, débilmente iluminadas. La de la izquierda se sumía en las tinieblas.
- Esto es peor. Iremos hacia la izquierda - dijo al fin Hertz.
- ¿Cómo sabe que es peor?
- Lo intuyo. ¿A ti no te lo parece?
- Cuando estuvo aquí la otra vez... ¿hasta dónde entró? Y... por cierto, ¿por dónde? Nunca he estado en el infierno.
- Créeme, esto es peor. Mucho peor - dijo Hertz simplemente, y en silencio se adentraron en el túnel.





3

Leha y Lehar se habían levantado temprano. El orondo tabernero les había prometido despertarles a tiempo y así lo hizo, abriendo con una ruidosísima llave la pesada puerta de la estancia cuyo jergón les había acabado de moler los huesos. Les había explicado que había comprobado que ésa era la única forma de que no hubiese asesinatos, que lo había hecho así desde los lejanos tiempos en que los piratas asolaban aquellos lares, y que había venido haciéndolo durante todo ese tiempo sin más problema que el marinero muerto la noche anterior, trepidante y verborreico alegato que no tuvieron fuerzas de rebatir. El primero en levantarse fue Lehar, quien bajó para pedir algo para desayunar y pagar el hospedaje. Estaba en las escaleras cuando reconoció una voz.
- ¿Cómo que no podemos ir en nuestro propio barco?
Se quedó pálido. Era “El Sanguinario”. Pero de pronto advirtió que aquel ser despreciable no lo había visto en muchos años, desde que era un niño. Además, con esas barbas, el pelo largo y la capucha no podría sospechar quién era. Y habría sido aún más sospechoso si se hubiera dado la vuelta en medio de las escaleras. “El Sanguinario” agarraba al tabernero por la solapa, pero algunos de sus acompañantes habían desviado sus miradas hacia él.
Descendió el tramo de escalera que le quedaba para llegar a la planta inferior, donde estaba la taberna, se sentó a una mesa y esperó pacientemente su turno, por lo que nadie pareció prestarle atención. Había otros marineros en otras mesas, que parecían ajenos a cualquier otra circunstancia que no fueran sus burbujeantes pintas de malolientes zumos muy fermentados de aquabayas negras. Lehar tenía que advertir de su presencia a Leha. Él no levantaría sospechas, habría muchos peregrinos y viajeros con su aspecto por todos lados, pero la presencia de una mujer joven podría desatar en sí misma toda una cadena de desastres.
- Va... va a haber tormenta, señor. Sólo las embarcaciones más grandes saldrán esta mañana hacia el Nur. Todas las demás tendrán que esperar.
- ¿Quién lo manda?
- La... la ley del mar, señor.
“El Sanguinario” sacó su espada y por un terrible momento pareció que iba a decapitar a aquel desgraciado, pero cuando tanto Lehar como Ibanho o alguno de sus amigos estaban dispuestos a interceder por el orondo anfitrión, incluso a riesgo de su propia vida y aunque no les fuera nada en ello, el maestro de aquella incongruente ceremonia prorrumpió en una horrible carcajada que dejó helados a todos los presentes, incluido Lehar, y empujó al tabernero, quien cayó ruidosamente sobre un montón de jarras de madera, partiendo una balda y un par de alacenas, para regocijo de los secuaces de “El Sanguinario”.
- Nos has servido bien, tabernero, ayer tuviste a bien decirles amablemente a algunos de tus huéspedes que nos cedieran sus habitaciones, a lo que todos ellos se prestaron sin dilación. Me pregunto dónde habrán dormido esos infelices. Bien, supongo que lo que dices es cierto. Debemos partir de inmediato. ¿En qué nave podemos partir?
- En... en “El Hacha Roja”, señor, es el único barco capaz de partir de inmediato. Es el barco más grande de todo el puerto. Es rojo y estará anclado... en... en...
“El Sanguinario” se acercó peligrosamente, por encima de la barra, hacia el tabernero, que aún yacía en el suelo, entre un gran charco de zumo fermentado de aquabayas y trozos de madera, y le espetó:
- ¡Maldito miserable! ¿Me tomas por imbécil? ¿Eh, me tomas por un palurdo? ¡Si es el barco más grande del puerto y es rojo lo veremos a distancia!
El hombre iba a decir que el puerto era inmenso y que había infinidad de barcos grandes y rojos en el puerto, pero se abstuvo de abrir la boca.
- ¡Vámonos de aquí!
El grupo de junanos abandonó la taberna y el propio Ibanho dejó sobre el mostrador dos monedas de aurum, pues el propio “Sanguinario” le había ordenado que él mismo se hiciera cargo de esos menesteres, más por evitar a la improbable aunque potencialmente molesta justicia local que por un justo sentido de cumplir con sus obligaciones pecuniarias. Se volvió y por un instante le pareció reconocer al que había bajado las escaleras durante la penosa escena, pero su mente estaba muy lejos de allí y no tenía ningún interés en comprobarlo, así que salió de la taberna.
Lehar se levantó, ayudó al tabernero a levantarse, tarea nada fácil, y entonces bajó Leha. Lehar dio gracias al cielo por lo coquetas que eran las mujeres. Si hubiera bajado unos segundos antes todo habría sido muy distinto.
- Escuchadme atentamente - empezó a decir Lehar, cogiéndola del brazo con más fuerza de la que hubiera deseado; ella, temiendo que se había vuelto loco de repente, palideció; realmente le estaba haciendo daño, y sus ojos eran los de un orate -: uno de los grolehm vendió a los demás, y los pocos que hayan sobrevivido creerán que fui yo. Debéis regresar, es demasiado peligroso continuar a mi lado.
No quería añadir que tendrían que ir en el mismo barco que “El Sanguinario”.
Leha entonces le puso un dedo en los labios y le dijo:
- Nuestros destinos están entrelazados. Nadie, ni siquiera yo puedo saber cuándo y cómo abandonaremos este mundo. Seguiré con vos y moriré con vos si así ha de ser.
Lehar le aflojó el brazo y se sintió incapaz de articular palabra. Sabía, por encima del peligro, que ella tenía razón.


4

La oscuridad era absoluta, pero el Libro de las Sombras emitía un débil resplandor al que en muy poco tiempo se acostumbraron sus ojos. Después de atravesar docenas de galerías, torciendo siempre a la izquierda, siguiendo el ejemplo de Dante, llegaron a una gran cámara, de unos cinco o seis metros de altura, débilmente iluminada por unas grandes antorchas que pendían del techo de piedra. Telarañas gigantescas colgaban por doquier de las abruptas, mohosas y gélidas paredes, adornadas con motivos truculentos: calaveras agónicas, esqueletos en escorzos imposibles, bestias inenarrables como protagonistas de escenas cinegéticas y bélicas de increíble crudeza, sobre un lecho de piedras carbónicas negras y humeantes que despedían un hedor insoportable.
- Era una cámara mortuoria. En breve dejará de serlo para siempre.
Franz no dijo nada.
Atravesaron varias galerías y llegaron a una especie de bosque subterráneo habitado por árboles descarnados y espinosos, en un marco lúgubre, lóbrego y desolador. Lo cruzaron y llegaron a una suerte de ciénagas nauseabundas, atestadas de unas especies que al doctor Hertz le resultaron totalmente desconocidas. De haber tenido más tiempo se hubiera detenido gustoso a examinarlos y a estudiar sus costumbres, pero en lo más profundo de su ser sabía que ya era tarde casi para cualquier cosa.
Las bajísimas temperaturas que parecían ser una constante en las galerías, las ciénagas y los bosques, se convertían súbitamente en asfixiantes e imposibles sensaciones térmicas que parecían superar los cuarenta grados, en algunas cámaras mortuorias. Atravesaron tres, y la tercera pareció ser eterna. Cuatro interminables horas después, vislumbraron un débil foco de luz. El Libro se iluminó de nuevo.
- Ábrelo, quiere decirnos algo.
- Odio esto - dijo por primera vez Franz, desde que habían entrado en el Paso de la Vida y de la Muerte.
Antes de poder hacerlo, Franz sintió que un fuerte dolor y un calor asfixiante se apoderaban de él. El libro se le cayó de las manos, rebotó sobre una roca helada y se abrió aproximadamente por la mitad, en un gran grabado en el que una bestia colosal parecía gritar a un mundo de condenados, quienes suplicaban en vano les fuera conmutada su horrenda suerte. “Allea Udmuyt Teghigjohnm Uldum Est”.
- La muerte acecha en la oscuridad. ¡Tenemos que salir de aquí!
- ¿Qué me está pasando?
- Son las fiebres de la montaña. ¿Puedes andar?
- Me duele la cabeza, me mareo... oh, Dios...
- Aguanta, pronto habrá terminado, sólo hemos de salir. Apóyate en mí.
- Es insoportable... agh...
- Lo sé, yo lo pasé una vez.
En ese momento la galería en la que se encontraban comenzó a venirse abajo. Grandes bloques de piedra negra se les vinieron encima, y Hertz tuvo que hacer un gran esfuerzo para sostener el peso de Franz. Se lo echó sobre los hombros, cargó con él, consiguió sacarlo de allí, y el Libro de las Sombras se quedó sepultado bajo el colosal cuerpo de la montaña, un cuerpo muerto que ni todas las resurrecciones de las montañas sagradas de todos los universos podrían poner de nuevo en pie.
El Ejército Oscuro había pasado, y lo había hecho por otro sitio. Fueran quienes fuesen los elegidos de Moebius, o bien habían sido aleccionados con exquisito cuidado en la anatomía de las entrañas del paso subterráneo de las Montañas de la Vida y de la Muerte, o bien eran unos seres selectos, especialmente escogidos por el mismísimo Moebius para cumplir su terrible misión, porque habían salido a la par que Hertz y Franz, habiendo entrado en el paso unas cinco horas después que ellos.
Hertz dejó a Franz en el suelo y miró en derredor, vio cómo las inmensas montañas se venían abajo sobre sí mismas, como si se diluyeran en su propia sombra, pero no pudo ver al Ejército Oscuro. Ahora estaban por delante de ellos. Si mantenían el paso, llegarían a Kindergaard varios días antes que ellos. Necesitaban un medio de transporte, seguro y rápido, algo que sólo podían encontrar en el poblado de Krímbelan, el hogar de las brujas del Nuret. También sabía que el precio a pagar sería alto y desproporcionado, inevitablemente, pero no tenían otra opción.
Franz se pondría bien. Ya habían cruzado. Cientos, tal vez miles de seres habían perecido bajo los escombros de las extintas montañas. Por ellos no podían detenerse ahora. No hasta haber hablado en el Gran Congreso. De su comparecencia dependía el destino del universo. Improvisó una sentida oración por las víctimas de la catástrofe y se juró a sí mismo no cejar en el empeño, hasta la muerte.





5

No, aún no habían pasado, pero las Montañas Sagradas empezaron a rasgar sus vestiduras mucho antes de que lo hicieran. Ése era el devastador efecto que Hertz había advertido y confundido con la profecía. Los Trece Señores Oscuros se aproximaban inexorablemente al paso, y nada ni nadie, ni siquiera el mismísimo Deus, estaba en condiciones de detenerlos. Pronto, muy pronto, todo habría acabado y todo daría comienzo. Tal vez como siempre había venido siendo, desde el origen de los tiempos.


6

- ¡Mira, Helgahm, se está despertando! Trae un poco de abbha, mujer.
El grohle había emitido un débil gruñido y había intentado incorporarse, en vano.
La mujer del noemo ya traía el abbha cuando el enorme ser tomó conciencia de lo que aquellas buenas gentes habían estado haciendo por él. De no haber sido por ellos, lo más probable era que hubiera muerto. Entonces se acordó de Lehar. Y de Jainspher, de su juramento, y volvió a intentar incorporarse, derramando parte del preciado líquido.
- Tranquilo, tranquilo, toma un sorbo, aún estás débil - le dijo la mujer.
Él la miró a los ojos y vio toda la bondad que había en ellos y se conmovió. Unos desconocidos habían estado cuidando de él, un groleh enorme y maloliente, sin saber si al despertar iba a robarles todas sus cosas, o incluso a matarles. Era inaudito. Estaba intentando comprender por qué unos desconocidos podían actuar de aquel modo tan extraño cuando, acordándose de nuevo de Lehar y del juramento de Jai, trató de incorporarse de nuevo y con un supremo esfuerzo consiguió hacerlo de lado, hasta que su ancha espalda quedó recostada contra la cabecera de la cama. Entonces cayó en la cuenta de que aquel matrimonio de noemos le había estado dejado su propia cama durante Deus sabría cuánto tiempo. Tenía la boca muy seca, pidió por gestos un sorbo de abbha y tras beber con avidez logró decir:
- Gracias.
- ¡Qué gracias ni qué gracias, lo que tienes que hacer es descansar, aún estás muy débil! Ni se te ocurra levantarte - dijo el hombrecillo.
Haciendo caso omiso de sus palabras, Gürerl se incorporó como pudo, se sentó en el pequeño pero confortable camastro y, trastabillando, se acercó hasta una alacena, en la que había visto que, con sumo cuidado, habían dejado sus pertenencias. Se acercó al jubón y lo dio la vuelta. Lejos de creer que le habrían robado, lo cual no tendría ningún sentido, sacó de un falso forro una joya casi tan grande como la cabeza de aquellos seres.
- Tomad - dijo, no sin dificultad -. Con mi agradecimiento.
Los pequeños seres se quedaron boquiabiertos. Nunca, en su dilatada vida, habían visto algo tan hermoso.
- Es... es muy hermoso - dijo la mujer, como hipnotizada.
- ¡Déjate de pedruscos y échate en la cama, grandullón! ¡Yo te diré cuándo estás listo para irte!
Gürerl se levantó y, como ninguno de los dos cogía la piedra, la dejó suavemente sobre la alacena.
- Debo... irme... ahora - dijo el groleh, y recogiendo sus cosas salió al exterior. Dio unos pasos y la anciana nohemo salió detrás de él.
- ¡Espera, espera, por favor! - le gritó la mujer, saliendo detrás de él con la piedra en las manos.
Gürerl se volvió. Aún tenía dolorido todo el cuerpo, y sabía que tenía algunas heridas muy feas sin cicatrizar del todo, pero por encima de eso sabía que, si quería salvar a Lehar, tenía que partir de inmediato.
- Es... es demasiado bonito. No podemos aceptarlo.
- Ya no me pertenece - dijo Gürerl, lacónico. Lo cierto es que casi le dolía más hablar que caminar.
- Entonces, al menos, dinos a dónde te diriges, viajero, tal vez podamos ayudarte - dijo el nohemo, saliendo de su casa.
- Al Nur.
- Apuesto a que vas lejos y está claro que tienes prisa. Llévate a Hahzenh.
El anciano pegó un silbido que martilleó los tímpanos del groleh y de la espesura cercana salió una criatura muy hermosa, un formidable erkus blanco que se paró justo delante de Gürerl.
- Hahzenh, llevarás a este caballero a donde él te diga, ¿de acuerdo?
El imponente erkus pareció asentir y lanzó un resoplido.
- Yo... no...
- Oh, tranquilo - dijo la señora noemo -, Hahzenh regresará a casa. Siempre lo hace. Además, ¿hace cuánto que no me llevas de paseo, viejo cascarrabias? La última vez que montamos juntos yo aún no peinaba canas.
- Gracias de nuevo.
Adelantó su enorme mano y estrechó con delicadeza la diminuta mano del viejo noemo.
- Hacía... hacía tanto tiempo que nadie me estrechaba la mano... - dijo el anciano.
Alzó con cuidado a la mujer y la besó en la frente. Se dio cuenta de que jamás había hecho algo así.
El erkus se agachó y Gürerl se subió a su grupa. Le dolía todo el cuerpo, pero con aquella cabalgadura sabía que avanzaría cien veces más rápido que a pie.
- Nos gustaría que te quedases unos días más, aún no han curado tus heridas, pero sabemos que es imposible - dijo la mujer.
- Si lo que has de hacer en el Nur no te lleva demasiado tiempo y tienes que regresar, nos gustaría que tú mismo trajeras a ese condenado jamelgo de vuelta. Serás bienvenido.
En los ojos del hombrecillo aún brillaba el brillo de la impresión que le había causado el apretón de manos y de la auténtica amistad en ciernes.
- Si puedo, lo haré.
Hizo girar al erkus sobre sí mismo y se adentró en la espesura. Sabía que no tenía mucho tiempo.
- ¿Crees que volverá algún día? - dijo el hombrecillo.
- ¿Hahzenh? ¡Por supuesto que volverá, pedazo de alcornoque!
- No, me refiero al viajero. Ni siquiera sabemos su nombre.
- Quién sabe...
- Por cierto - dijo de pronto el hombrecillo, enjugándose unas incipientes lágrimas con la manga de su diminuta camisa -: ¿Qué moebius vas a hacer con ese pedrusco?
- No sé para qué sirve, pero es tan hermoso...
- Podría laminarlo y hacerte un espejo dorado.
- Ya veremos.


7

Aún tenía los ojos cerrados, en medio de la oscuridad, cuando oyó un siseo a su espalda, calculó que a unos dos metros, un poco a la izquierda de donde se encontraba. Estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, extrañamente sereno. Algo dentro de él se había transformado. Recordaba claramente su “vida anterior”, como él la llamaba, pero era como si un adulto recordara su infancia, muchos años atrás, una vida primitiva y plagada de errores y de defectos, una etapa necesaria pero ahora superflua, teñida de encanto pero no de nostalgia, el primer paso perentorio, la oruga, la crisálida, el recipiente para el cambio que estaba operando (podía sentirlo) en todas las células de su nuevo cuerpo. Éste era más robusto que el que recordaba vaga y claramente a un tiempo, más escuálido, apenas musculado, el cuerpo de un adolescente imberbe con acné en un rostro aniñado. Ahora era un hombre y algo más que su cuerpo había cambiado desde que entrara en el tubo, tal vez desde que había llegado a aquel mundo.
Sin mover un solo músculo se concentró aún más en el viscoso siseo, que se acercaba a él tal vez con cautela. El bicho, o los bichos, o lo que diablos fueran, eran inteligentes, de eso no cabía duda, pero no lo bastante. Cuando hubo llegado a su lado se detuvo, le siseó en el oído izquierdo, le babeó la oreja y cuando iba a rodearlo hasta ponerse frente a él, por lo cual dedujo que podía verlo en la oscuridad, Al, con un rápido movimiento de su nueva mano izquierda, lo agarró por el resbaladizo y viscoso cuello y le dijo, con una voz cavernosa, profunda, que le agradó y que reconoció como suya desde siempre, como si su anterior voz, aguda y chillona, hubiera sido tan sólo una mala imitación de sí mismo desfigurando su voz a propósito:
- Te estaba esperando.
La atónita criatura soltó un estertor grave. Había imaginado cualquier desenlace menos ése, así que coleó un poco y se detuvo, como si fuera mucho más débil de lo que parecía y hubiese muerto.
- No, no has muerto, puedo sentir tu pulso. Y puedo sentir que, de algún modo, entiendes mis palabras; y sé otra cosa: vas a sacarme de aquí.


8

Algo realmente extraño había pasado, algo increíble, algo que, sencillamente, era del todo imposible. Miró a su alrededor y se vio rodeado de montañas por todas partes. No recordaba cómo había llegado hasta allí, pero, por alguna extraña razón, no tenía ninguna duda de que se encontraba en el seno de las Montañas de la Vida y de la Muerte, en el centro del sistema, un punto inexpugnable al que no se podía acceder a pie. ¿Cómo había llegado hasta allí? No había tiempo para preguntas. Si estaba en lo cierto, debía ir hacia el Nur. El último sol se escondió detrás de una de las cimas más altas, justo a tiempo para indicarle dónde estaba el Nur. Miró en aquella dirección y vio que sólo había una posibilidad, la diminuta entrada a una caverna que parecía, no obstante, pertenecer al Paso de la Vida. Su maestro le había dicho que pasara por el Paso de la Muerte, pero no le había advertido sobre la posibilidad de aparecer mágicamente en la confluencia de los dos pasos. Estaba a punto de entrar por la pequeña oquedad excavada en la roca cuando una piedra se vino abajo, apenas unos metros más allá, dejando al descubierto otra pequeña oquedad. Aquel sector pertenecía ya al Paso de la Muerte. ¿Era su maestro quien hacía todas aquellas cosas? ¿Era una señal? ¿O debía ir por el Paso de la Vida, ahora que estaba casi al otro lado? Los Señores Oscuros aún no habían cruzado, porque si no él estaría muerto, pero no podía saber si estaban por delante de él.
Pese a la premura del momento, no quiso precipitarse. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y meditó en silencio. Se vio entrando en el Paso de la Vida y pereciendo sepultado; del mismo modo se vio entrando en el Paso de la Muerte y vio cosas terribles, pero pasaba al otro lado sano y salvo. Los trece Señores Oscuros iban por delante de él, cruzando el Paso de la Vida, y pronto cruzarían. Debía darse prisa. Por el Paso de la Muerte tenía un pequeño margen y una posibilidad.
Ya empezaba a anochecer cuando se adentró en el túnel.
Por suerte sólo quedaba una cámara mortuoria antes de la salida por el otro lado. Las escenas grabadas en la roca eran demasiado horribles para un niño de la edad de Noemu, pero él las había estudiado en detalle, así que, aunque le dieron un vuelco las entrañas, pues no tenían apenas nada que ver con los grabados de los libros de los monjes, llegó al otro lado y salió hacia la luz de la Luna.











CAPÍTULO XXVII
DÍA QUINTO
EL PASO DE LAS MONTAÑAS DE LA VIDA Y DE LA MUERTE
EL DERRUMBAMIENTO


En una aldea levantada en las faldas del Monte de la Vida, próxima a la salida del Nur del paso del mismo nombre, un anciano, ajeno a lo que iba a suceder, relataba historias ancestrales a un grupo de niños sindios alrededor de una hoguera que crepitaba y se reflejaba en sus ojos de un modo mágico, con la magia propia de los sueños.
- En el silencio de la noche todo duerme. Los habitantes del mar lo hacen en el seno del misterio inexpugnable de su lecho ancestral y las criaturas que moran en el interior se acurrucan en la cálida y embriagadora profundidad del seno acunador de Madre Terra. Padre Océanum y Madre Terra acunan con sus latidos a sus criaturas. Sólo los habitantes de la noche rechazan el silencio acunador y la cálida ternura de sus progenitores. Tal vez los repudiaron nada más nacer a un mundo que sintieron que a su vez los despreciaba, y convirtieron sus primeros hábitos, los más débiles, en arraigadas pautas de desprecio hacia todo ser que pudiera sentirse acogido por el terrible monstruo de la existencia. Entre estas criaturas se encuentra “El Sherlok”. Es astuto, muy astuto, y carece de escrúpulos. Es capaz de engañar a sus víctimas y de jugar con ellas y agotarlas hasta la extenuación y de crear tal caos que la sola mención de su nombre, y no digamos su presencia, es temida por doquier. “El Sherlok” toma su nombre de los Bosques Tenebrosos del mismo nombre, al Sor de los Montes del Soroset. Cuenta la leyenda que el primer “Sherlok”, o “Hijo de Sherlok”, surgió del musgo putrefacto de los pantanos de Crêyon, en los tiempos ancestrales de los grandes cataclismos, cuando las grandes rocas cayeron del celo.
Los niños escuchaban en silencio, boquiabiertos, temerosos, imaginándose al terrible “Sherlok” como un monstruo de pesadilla. Sólo Aiyopatapec, el más pequeño, sonreía, ávido por conocer las hazañas de la criatura. Las historias del anciano “Cabellera Gris” siempre eran excitantes, mágicas y misteriosas, y Aiyopatapec las había disfrutado desde que empezara a comprender sus palabras, apenas unos pocos años atrás, y las que aún no podía entender se las inventaba, fantaseando, divertido, con lo terrorífico de lo que con toda seguridad escondían.
- Cuenta la leyenda - continuó el anciano tras fumar de su larga pipa y lanzar una bocanada de humo que parecía trazar dragones que se retorcían y se perdían en la oscuridad del cielo nocturno junto con las llamas de la hoguera - que el primer sherlok vagó sin rumbo por los pantanos. Era aún un ser deforme, incompleto, y no pudo soportar su condición errante; se abrió el pecho con sus enormes garras y murió. De su interior surgieron dos criaturas, que eran en realidad una evolución de sí mismo. La esencia de una de ellas era buena, pero la naturaleza de la otra era la del lodo de los pantanos. La criatura oscura devoró a la otra e incorporó su resplandor a su cuerpo negro. Cuando el huevo en que se convirtió se quebró, nació el primer sherlok tal y como nos lo podemos encontrar ahora. Por eso, los sindios Yitahua creemos que en el interior de los sherlok hay un núcleo de luz que sólo la luz más pura puede descubrir.
El anciano se detuvo. Algo estaba a punto de ocurrir. Algo terrible. El paisaje, siempre cambiante, como las llamas de la hoguera, había cesado su danza bruscamente. Unos pequeños ürbus dejaron de cantar y los kryllhos enmudecieron subitamente. De pronto todo era silencio en el bosque cercano, y por esta razón el fuego crepitaba con más y más fuerza, como si fuera la voz de lo inminente.
- Acercáos a mí, vamos.
Los niños le obedecieron de inmediato y se acurrucaron bajo el abrigo de su manto y de sus brazos. Inmediatamente, una tremenda explosión llenó la noche y los niños se estremecieron al unísono, como un solo cuerpo, incluso Aiyopatapec. El ruido era ensordecedor. Algunos niños lloraron y Aiyopatapec se abrazó con fuerzza a su hermana, Aioue, que le doblaba la edad. El anciano había cubierto las cabezas de los niños para protegerlos, dentro de lo posible, de lo que estaba viendo con sus propios ojos.
La montaña.
La montaña que había sido su hogar durante más de doscientos años se estaba viniendo abajo. Aún tardarían las rocas en llegar a su altura, o tal vez pasaran de largo, por el otro lado de la ladera, pero la aldea desaparecería para siempre. De pronto, entre el humo y la desolación, surgieron unos jinetes oscuros que el anciano reconoció con dolor y amargura: el tiempo de las profecías ancestrales había llegado antes de lo que había imaginado. Jamás creyó que viviría para verlo.
Los jinetes pasaron a su lado asolando todo a su paso. Vio a lo lejos cómo arrasaban la aldea destrozando chozas y arrollando a personas que salían asustadas ante el caos de la tremenda explosión y el ruido de los cascos infernales. Los trece jinetes pasaron junto al anciano, pero el último de ellos regresó a su lado y le dijo, hablándole directamente a la mente:
“Dame uno, anciano.”
El anciano, que sabía a lo que se refería, y también lo que haría con el niño, le contestó del mismo modo:
“Jamás.”
Entonces los ojos del jinete se enrojecieron aún más y alzó su mano hacia el anciano, quien, sin desamparar a los niños, se defendió con su cayado, alzándolo a su vez hacia el demonio. El jinete le había lanzado un rayo mortal que le alcanzó en parte en la frente y en parte regresó de vuelta, a través del brazo y del cayado del anciano hasta la frente y el ojo izquierdo del ser, que se retorció de dolor y huyó hacia el Nur, detrás de sus siniestros compañeros.
El anciano se desplomó hacia atrás y los niños salieron de debajo de su manto. Algunos padres venían corriendo hacia la hoguera para recoger a sus hijos. Pero Aioue y Aiyopatapec eran huérfanos. El viejo “Cabello Gris” los había cuidado desde que sus padres murieran en las montañas. Cuando se quedaron solos junto al anciano, ajenos a la hecatombe y al derrumbamiento de la montaña que ya nunca más sería su hogar, y creyéndolo muerto, lo abrazaron con lágrimas en los ojos. Entonces él abrió los suyos y les dijo:
- Queridos hijos, he de encomendaros una peligrosa misión. El tiempo de las profecías ancestrales ha llegado -. Tosió y continuó, no sin dificultad, en parte porque Aiyopatapec lo estaba abrazando con demasiada fuerza, tan contento se había puesto de que no hubiera muerto -. Uno de los Trece Señores Oscuros de los que alguna vez os he hablado ha intentado llevaros con él y al negarme ha intentado matarme para llevaros por la fuerza. Os habría devorado, pude verlo en sus ojos. Les está prohibido todo cuanto aquí han hecho, al menos hasta que cambien los tiempos, si es que lo hacen. Debéis viajar al Nur y contarlo en el Gran Congreso que va a tener lugar en muy pocas lunas. Tomad mi cayado. Él hablará con la suficiente elocuencia de lo que esta noche ha pasado.
El anciano cerró sus ojos y una punzada de dolor brotó de la herida abierta en su frente, que no dejaba de manar sangre.
- Uno de ellos se ha quedado tuerto y tiene una gran cicatriz en la frente. Poned el cayado frente a él y todo estará hecho. Ahora... debo partir.
- ¡No! - gritó Aiyopatapec, abrazándolo aún con más fuerza. Su hermana lo dejó así durante unos minutos y después de enjugarse sus propias lágrimas le dijo con dulzura:
- Vamos, Aiyo, debemos ir al Nur.


1

Franz y Hertz se habían visto obligados a tener que correr cuando, una vez fuera del paso de la Muerte, toda la montaña empezó a venirse abajo.
Exhaustos y cubiertos por el polvo del gigante muerto, abrieron el libro por la mitad, pero éste se rebeló y pasó sus páginas hasta más allá de la segunda parte.

Los niños ensangrentados
Titilan en las tumbas olvidadas
Y la luz herbácea musita
Caricias muertas al océano
Que errabundo dormita
En la penumbra de los ojos cerrados
Que acechan su cuerpo aún vivo
De agua y nenúfares imposibles

- Este librito está lleno de sorpresas, ¿eh?
- ¿Por qué lo dices? ¿Es que has entendido el mensaje?
- En absoluto, pero mira por dónde, creo que hemos encontrado a los niños ensangrentados.
Hertz alzó la vista y ante sus cansados y viejos ojos se desplegó un espectáculo absolutamente lamentable. Cientos, tal vez miles de lo que parecían niños completamente ensangrentados se acercaban a ellos tambaleándose. En sus rostros, desfigurados por la sangre y la suciedad acumulada durante siglos, creyó adivinar sonrisas sardónicas, retorcidas, como si hubieran estado esperándoles durante mucho tiempo, aunque tal vez sólo fueran muecas de dolor. Unos se apoyaban en otros y su avanzar inexorable era una imagen dantesca inenarrable.
- ¿Qué quieren? - preguntó Franz, aparentemente tranquilo.
- No podemos saberlo, pero aún me preocupa más tu ánimo, Franz. Dime, ¿qué sientes?
Franz dudó un momento antes de contestar.
- No lo sé - dijo al fin, encogiéndose de hombros, mientras los niños se acercaban a ellos -. Es como si esto no estuviera pasando en realidad, como si todo esto, el viaje, este mundo, el libro, incluso esos niños de aspecto demencial, no fueran más que los elementos de un sueño más bien macabro... pero divertido, al fin y al cabo.
Hertz se quedó pensativo. Todo aquello era real. Habían llegado allí Dios sabía cómo, ya no podía recordarlo, pero el dolor que sentía en todo su cuerpo era real, el miedo, la fatiga, la sed, el hambre, todo eso era real, pero de un tiempo a esta parte tenía muy en cuenta las palabras de Franz. Después de todo, las teorías, incluso las que se basaban en las hipótesis más sólidas, acababan desmoronándose con el tiempo. Franz había cambiado. Algo en el interior de las montañas lo había cambiado, y Hertz se preguntó si él también estaba cambiando, si era capaz de ver más allá de las a veces salvajes y encorsetadas directrices del tiempo y del espacio. Acababan de escapar de una muerte segura, de acabar sepultados bajo las piedras del paso de la Vida y de la Muerte. Los niños ensangrentados de los que hablaban las antiguas escrituras contenidas en el Libro de las Sombras tal vez no fueran más que los supervivientes de la catástrofe, y los niños a los que se refería el extraño libro tal vez habrían quedado sepultados bajo las enormes rocas. Pero no podían hacer nada por ellos. Alzó los ojos y vio en el cielo una luz verdosa, con toda seguridad la luz herbácea que mencionaba el Libro de las Sombras, y creyó ver en ella, sinuosas, libres, hermosas, las almas de los muertos en la catástrofe. Por fin eran libres.
Cuando bajó la vista, vio cómo Franz ya se estaba acercando a socorrer a los heridos. Definitivamente, algo en el interior del paso de la Muerte lo había cambiado. Lo que no podía asegurar con certeza era si lo había cambiado exclusivamente para bien.


2

Al soñó con su tío, quien le había dicho que tenía que ir hacia unas vías abandonadas por las que antiguamente viajaban los tramvs. Tras las grandes guerras, le había dicho también su tío durante el sueño, el mundo estaba disperso, un inconmensurable mundo en el que las comunidades eran por lo general pequeñas y estaban muy distanciadas entre sí, por lo que el Gran Congreso del Nur era un hito único, tras más de mil años de incomunicación. El nulo interés por relacionarse hizo que fueran abandonando los tramvs, que pasaron de llevar viajeros a llevar sólo mercancías para desaparecer al cabo de muy poco tiempo. Algunos, incluso, fueron abandonados en pleno funcionamiento, por real decreto. Había otras partes del sueño que no lograba recordar con claridad: “Uno de ellos es el que une el Continente de la Vieja Dama y La Terra del Dragón Rojo. Debes cogerlo y cruzar el estrecho hasta llegar al Continente de la Vieja Dama. Con un poco de suerte te llevará más allá del Paso de las Montañas de la Vida y de la Muerte. La velocidad será vertiginosa y viajarás a varios miles de metros de profundidad, soportando temperaturas altísimas, de más de sesenta grados en algunos tramos, porque el aire acondicionado no funciona desde hace muchos años.” Lo que sí recordaba con diáfana claridad era que los tramvs eran la única solución para llegar a Grankegaard, la Terra del Gran Congreso, su punto de destino.
No le fue difícil encontrarlos, a pesar de que se hallaban sepultados en unas viejas montañas de polvo. Apartó unos maderos apolillados que cedieron enseguida y se encontró en la Vieja Estación. Nadie había estado allí en años. Comprobó algunas de las máquinas pero no encontró el modo de hacerlas funcionar, hasta que se acercó a una vagoneta. Se subió a ella y vio un pequeño botón que ponía ON. Lo pulsó y el artilugio empezó a andar, hacia la oscuridad, primero lentamente, pero cuando ésta era impenetrable se precipitó al vacío y Al hubo de agarrarse como pudo para no despegarse de aquel vehículo de pesadilla.
Ciertamente, había olvidado algunas partes del mensaje del sueño. Una de ellas, era que iba a viajar a una velocidad de vértigo, hacia las profundidades de aquel mundo de pesadilla, y otra, no menos importante, que iba a tener que soportar temperaturas altísimas y atmósferas asfixiantes. Cuando no pudo más, perdió el conocimiento y cayó en un profundo sueño. Volvió a soñar con el extraño libro que sólo podía leer en sueños, el libro de la historia de Soledad, Chole, la niña huérfana amiga del fantasma de una monja muerta hacía más de trescientos años. Y volvió a soñar con su tío, quien le decía que el poema que había leído en la vieja mansión de Minsk, cada vez más lejana, escondía, cifrada, una leyenda: “En estos tiempos nacerá “de un modo peculiar” una - o varias - reencarnaciones del poeta guerrero”, cuya tumba habían visitado en el castillo del duque, nada más llegar a Terra Beta. “Has de dar con él, porque tengo razones para creer que es el mesías, la reencarnación de Deus en Terra Beta, de entre todos los que se harán pasar por tales. El verdadero mesías no se sentirá como tal. Esto es importante: quien pretenda serlo será excluido. El nivel de tolerancia en el Gran Congreso del Nur será muy amplio. Estarán representadas en él todas las razas de Terra Beta, y todo el que quiera podrá dar su testimonio o compartir sus conclusiones...” A partir de aquí el mensaje del sueño se volvía difuso. La vagoneta salió a la luz y Al despertó, medio muerto, casi asfixiado, pero vivo, al fin y al cabo. No era capaz de saber cuánto tiempo había estado en las entrañas de aquel mundo, pero no tenía intención de adentrarse en ninguna zanja ni un segundo más. Ni para buscar un tesoro. No señor. Cuando ésta se detuvo, bajó de la vagoneta y se desplomó sobre el polvo. Estaba en el Continente de la Vieja Dama, más allá del Paso de las Montañas de la Vida y de la Muerte, pero eso era algo que aún no podía ni le interesaba saber. Antes que todo eso, estaba respirar.


3

Cuando los trece señores oscuros hubieron cruzado el paso de las Montañas de la Vida y de la Muerte, se quedaron quietos en silencio y musitaron juntos una extraña oración a Moebius, quien en silencio les dio su consentimiento. Entonces, simplemente, volvieron sus monturas hacia el Nur y la montaña se resquebrajó por la mitad, viniéndose abajo en cuestión de segos, acabando con toda esperanza de vida en su interior.


4

Hacía varias furbas que “El Hacha Roja” había partido del puerto de Brahmah, y cuando estaba maniobrando para hacer escala en el puerto de Vrunma, en la península de Habgah, sus ocupantes pudieron sentir en lo más profundo de sus entrañas el estertor de la destrucción y de la muerte. En breves instantes, después del furioso eco del último estertor de la cordillera agonizante, olas gigantescas se abalanzaron contra el barco, cuyo capitán tuvo que ordenar una maniobra de emergencia para que no se hundiera. A duras penas puso rumbo a terra, y el barco se precipitó con una fuerza inusitada contra las arenas acrisoladas de la playa de Habvrum, junto al puerto. La nave se detuvo casi un kilómetro terra adentro, y salvo heridas leves todos estaban bien. Sólo dos personas sabían lo que había pasado. Uno era “El Sanguinario”. La otra, Leha, quien había estudiado las antiguas profecías. Todo se estaba precipitando sobremanera, como si todo lo que estaba sucediendo de un tiempo a esta parte estuviera fuera de su lugar, como si en realidad estuviera ocurriendo antes de lo previsto. Algo muy extraño estaba pasando en aquel mundo demencial en el que los príncipes sólo pensaban en la venganza y en el que las damas viajaban solas hacia un congreso que tendría lugar antes de que ellos llegaran. Algo, sencillamente, algo oscuro, retorcido, demencial, estaba pasando, y Leha no podía entender por qué. Tal vez el Congreso del Nur fuera más que un encuentro protocolario. Tal vez estaba en juego algo mucho más importante aún que la preeminencia de un dios.
“El Sanguinario”, empero, sabía perfectamente lo que había ocurrido, y sabía también el macabro motivo por el que los acontecimientos se habían disparado: les había estado permitido y lo habían hecho, así de simple. No podían matar, no habían podido hacerlo por mil años, y ahora que habían tenido la oportunidad habían adelantado su paso a través de las Montañas de la Vida y de la Muerte, simplemente porque podían hacerlo y porque estaban seguros de que de ese modo más peregrinos perecerían en la mayor masacre de los últimos mil años. Era su forma de resarcirse de mil años de absurda represión. Era su momento. Los nuevos tiempos no estaban por venir, sino que ya habían llegado a Terra Beta, y ellos eran los emisarios sagrados de la buena nueva.
Los viajeros se alojaron en un barracón y Lehar comprobó que, en medio de la confusión, estaban a salvo de ser descubiertos por “El Sanguinario”. A la mañana siguiente, de madrugada, partirían en otro barco hacia el Nur, atravesando los bancos de niebla que perpetuamente precedían a la isla de Mas-Ka-Zarh, anteúltima etapa antes de llegar a Grankegaard, la Terra del Gran Congreso, en el que, Leha estaba segura, se decidiría algo más importante que el destino de aquel mundo errante, perdido en medio del universo.


5

Aioue y Aiyopatapec corrían hacia el bosque dejando atrás la desolación y la muerte por un camino de terra batida bajo la tenue luz azulada de la Luna llena. El camino giraba a la izquierda un poco más adelante, pero antes de poder hacer el quiebro, se toparon con algo que los derribó. Ambos creyeron que se trataba del temible sherlok, pero pronto averiguaron que no era así. Intentaron atacar a la oscura forma que se había abalanzado sobre ellos, o ellos sobre ella, pero ésta se les adelantó:
- Tranquilos, tranquilos, soy un niño, como vosotros.
Ambos hermanos se miraron asombrados y se detuvieron de inmediato. ¿Qué hacía un niño en plena noche en aquellos peligrosos bosques?
- Hola, me llamo Noemu.


6

Franz había cambiado. Hertz no podía saber si los cambios que observaba en él eran sólo positivos. Había visto otras veces operar a los Señores del Crepúsculo. Los servidores de Moebius eran tan tremendamente sigilosos, metódicos y sibilinos que podían cambiar el modo de ser de alguien hacia una persona afable, llena de caridad y amor hacia sus semejantes, mientras se iba gestando en su interior un odio irracional hacia todo y hacia todos. De momento no parecía ser así. Franz estaba ayudando a curar a los heridos, pero no había nada más allá de aquel hecho puntual. Al final del día se había mostrado cansado, pero no habían salido palabras de odio de sus labios. De haber sido así, Hertz tendría que haber estado alerta. No, el cambio que se estaba operando en Franz tenía que responder a algo distinto, tal vez a los efluvios de las ciénagas subterráneas, en el interior del Paso de la Muerte. Eso, en principio, al menos hasta lo que Hertz sabía, no era malo, pero, de todos modos, los cambios podrían ser muy drásticos si no aprendía a conocer muy pronto a su nuevo yo. Esperaría a que Franz se diera cuenta y le comentara algo al respecto. Tal vez no notara nada, porque los cambios de personalidad en aquel mundo extraño se producían de forma gradual, paulatina, de modo que la persona afectada no notaba nada, en ocasiones hasta que era demasiado tarde. Ciertos asesinos llegaban a serlo a partir de estos cambios, con lo cual no se trataba de algo a obviar en absoluto.
Franz estaba cambiando, pero no en el sentido que pensaba Hertz. Estaba cambiando su mente, su modo de pensar, su modo de ver las cosas, el mundo, a sus semejantes, a él mismo, y empezó a pensar que el Congreso al que estaban invitados era más que una tradición insoslayable. Y su mente iba más allá, y pensó si no sería el personaje del sueño de un ser superior a él. Y más allá, y llegó a la conclusión de por qué no podía ser nada más que un elemento introducido en un sueño, algo así como un virus informático metido a la fuerza y en contra de su voluntad en la obra de alguien para destruirla desde dentro. Y más allá, y pensó si su papel, en el Congreso, o en el sueño en el que se había colado, o en aquel mundo que no era sino una prolongación de sí mismo, si todo eso, no era más o menos importante porque fuera de un modo u otro, porque fuera real o no lo fuera, porque estuviera vivo o muerto, sino porque tenía una misión, un papel que cumplir, un lugar en aquel mundo, en aquel sueño, en aquel instante. Y su lugar en aquel momento era junto a los que trataban de atender a los heridos, los “niños ensangrentados” de “El Libro de las Sombras”.
Al acordarse del libro, fue a consultarlo, y entonces se dio cuenta de que había quedado sepultado bajo las extintas montañas. “Tal vez sea mejor así”, se dijo. “Las cosas pasan porque han de pasar. Hasta las más grandes tragedias tienen sentido. Eso no quiere decir que no haya que tratar de evitarlas a toda costa. Pero lo inevitable está escrito en el Libro de las Sombras, que yace para siempre bajo las montañas muertas.” Y, con ese pensamiento, se quedó profundamente dormido, bajo la atenta mirada de Hertz. Había llegado a amarlo como a un hijo, pero no dudaría en acabar con su vida si notaba el más leve indicio de la locura del lado oscuro en sus ojos, en sus palabras o en sus actos.
Los heridos se lamentaban en medio de la noche, pero no había consuelo para ellos. La mayoría moriría al amanecer. Los Señores del Crepúsculo aún no habían terminado de sembrar el dolor y la confusión. Franz soñó que Deus sufría con ellos. No había podido sostener las montañas. Había cosas que, sencillamente, no estaban hechas para Deus. Controlaba el mundo, de eso no cabía duda. Si salía reelegido incluso los Señores Oscuros deberían doblegarse ante sus normas, dictadas por el sumo sacerdote. Pero después era silencio y sólo parecía hablar puntualmente a través de los oráculos, celebrados en ocasiones muy especiales. Por el contrario, si quedara demostrada la preeminencia de Moebius, Deus no podría hacer nada para contrarrestar la revolución que sin duda orquestarían los Servidores de Moebius, los Señores del Crepúsculo, los Caballeros de la Muerte.
Hubo un tiempo en que Moebius gobernaba el mundo. El caos, la anarquía, el dolor y la muerte eran el pan de cada día de cualquier habitante de Terra Beta. En aquellos tiempos sólo los servidores de Moebius eran respetados. Todo el que se oponía, era ejecutado. Y si te declarabas servidor de Moebius, debías morir igualmente cuando él o cualquiera de sus Caballeros Negros lo solicitara, bien por diversión, bien para hacerte su acólito, o su esbirro, bien para convertirte en un ser distinto, combinado con otro u otros, a veces de nuevo por diversión, o por probar, o para crear seres espeluznantes. Los Señores del Crepúsculo eran hábiles y despiadados artesanos en el arte de crear monstruos. Y los seguidores de Moebius estaban a su entera disposición, para lo que dispusieran, porque le habían entregado algo más que su palabra de seguirle fielmente. Le habían entregado su alma.


7

- Ahn nació en una humilde cabaña, en la isla de Hykzahr - empezó a contar Aiyopatapec, una vez hubieron acampado, hecho una fogata y propuesto contar viejas leyendas, muy contento de ser el primero. Desde siempre le había encantado escuchar las viejas historias, hasta el punto que se había aprendido de memoria, palabra por palabra, la mayoría de ellas -. Pronto se interesó más por la escritura y la música que por las artes de pesca. El mar le inspiraba poemas, canciones, relatos, no comida precisamente. Su acuerdo era tácito con el mar: éste le contaba sus secretos, y él los reflejaba en sus cuadernos. Tenía que comer para tener las fuerzas suficientes para seguir haciéndolo, así que, con gran dolor de su corazón, cambiaba sus escritos, algunos de ellos, no todos, pues algunos eran muy especiales, por frutas y pescado, o cantaba alguna de las canciones que le susurraba el mar. Y la gente lo amaba profundamente, porque llevaba alegría y esperanza a sus corazones. Pero también había quienes lo envidiaban y lo odiaban porque ellos se tenían que levantar temprano para ir de pesca, cosa que aborrecían, y él se limitaba a sentarse frente al mar y a canturrear por las calles. Un día, decidieron matarlo. Ahn veía el odio reflejado en sus ojos, y lamentaba profundamente que no fueran felices con sus destinos, pero no podía darse cuenta de su envidia, así que no estaba preparado cuando vinieron a por él. Le cogieron mientras dormía, le cubrieron la cabeza y se lo llevaron hasta el mar. Lo arrojaron por unos acantilados y no se supo nunca nada más de él. Aquellos hombres estaban seguros de que no sabía nadar, y así era. Esta vez, el mar, el mismo mar que le había contado todos sus secretos, permaneció mudo y se lo llevó a sus profundidades. Bajó y bajó, y continuó bajando, y más, aún más, pues el mar era muy profundo, y por la presión y las fuerzas de las profundidades fue convirtiéndose, con el paso de millones de años de interminable descenso, en una hermosa perla. Desde el fondo del mar, esa perla continúa inspirando a escritores de todos los tiempos, como un símbolo de amor y de esperanza.
Aiyopatapec terminó con una sonrisa de oreja a oreja. Había contado la leyenda de Ahn, el poeta del mar, palabra por palabra, tal como se la había contado su abuelo infinidad de veces. Estaba orgulloso. Era el mejor contador de historias del mundo. Después de su abuelo, claro. Una sombra cruzó por su mente. Ahora era él el mejor contador de historias. Sabía muchas, pero su abuelo no había tenido tiempo de contárselas todas. Aioue, advirtiendo su dolor, le dio una cachetada en la espalda y le dijo:
- ¡Muy bien, hermanito!
Aiyopatapec reaccionó y le dijo a Noemu, retándolo, como hacía su abuelo con los demás ancianos de la tribu:
- Cuéntanos tú ahora una historia.
- Yo no sé historias. Cuando te escuchaba me estaba dando cuenta de que sé mucho sobre muchas cosas, pero ni una sola historia, ni un solo cuento, ni una sola leyenda. Es extraño. Leí muchas historias cuando estaba en el monasterio, pero todas eran reales.
- ¡También lo es la de Ahn! - le increpó Aiyo, tremendamente ofendido.
- Lo siento, no quise decir que no lo fuera. Me refiero a que las historias, las leyendas que conocéis, son fantásticas, en todos los sentidos. Pasan cosas sublimes, maravillosas. Las historias que yo conozco empiezan donde terminan. Como mucho un pastor llega a ser rey, pero nada más.
- ¡Nada más, dice! ¿Te parece poco, un pobre pastor que se convierte nada menos que en un rey?
- Un pastor pobre no es un pobre pastor.
- No te entiendo.
- Ni yo.
- Un pastor puede ser el ser más feliz del universo.
- ¿Cuidando cupres y ovielles? ¡Imposible!
- ¿Conocéis la historia del astuto pastor de árboles?
- No.
- ¿No decías que no sabías historias?
- Esto ocurrió de verdad.
- ¿De verdad que hay pastores de árboles?
- ¡Qué divertido!
- Pues veréis. Hace mucho, mucho tiempo, antes de que las Grandes Guerras asolasen nuestro mundo, Phramzisko, al que todos llamaban Phram, pastoreaba sus árboles cuando de la maleza...

HISTORIA DE GÜEREFRESNEF Y EL ASTUTO PASTOR DE ÁRBOLES

El viento mecía débilmente las frágiles copas de los jálanos más altos, los que se erguían más próximos al río y parecían elevar hacia el cielo azul sus fornidos troncos milenarios y sus ramas hiperpobladas, inmóviles y bellísimas.
Phramzisk no las tenía todas consigo.
La brisa era alta y su benigno efecto no alcanzaba a rozar siquiera la superficie de la terra, por lo que Phram supo de inmediato que algo malo iba a ocurrir, y, fuera lo que fuese lo que presagiara la sutil brizna de aire, estaba seguro de que no tardaría en averiguarlo.
Siempre ocurría igual. En todos los bosques que él conocía, que habían sido muchos en su corta vida como pastor de jálanos recién nacidos, pasaba lo mismo. Y es que a los espíritus les chifla moverse entre los árboles en forma de pequeñas ráfagas de aire. A veces dejan escapar una risita, pero ésas son las menos, cuando entre ellos se cuentan chistes o comparten sus travesuras diurnas, que a veces rozan lo patético, aunque no para ellos. Pero, por lo general, van solos. Y son muy silenciosos. Sólo se dejan ver cuando ellos quieren, y pueden ser muy peligrosos, porque tienen una noción muy peculiar sobre cuestiones morales como el bien y el mal: para ellos todo es lo mismo, así que pueden hacer cualquier cosa que les plazca, y, por supuesto, priman sus prioridades frente a los deseos o necesidades de aquellos que encuentran a su paso.
Phramzis aguzó el óído todo lo que pudo, pero no oyó ninguna risa, así que supuso que, sucediera lo que sucediese, un solo duende sería el causante de todo el estropicio.
Los duendes no acostumbraban a dejar títere con cabeza, así que Phram se temió lo peor. Se sentó en silencio, muy despacio, apoyó la espalda contra un árbol y esperó.
Al cabo de unos minutos notó que algo invisible había aterrizado sobre la hierba húmeda. Pudo seguir el chasquido de las pisadas de la criatura con el oído y con la vista, porque la hierba se aplastaba en pequeños círculos que avanzaban hacia él.
Se dio cuenta de que no avanzaban a la velocidad con que se movían los otros duendes con los que había tenido la mala suerte de toparse hasta entonces. Parecía excesivamente precavido para ser un duende al uso, como si nunca hubiera visto a un junano.
- ¿Quién eres? - espetó Phram hacia las pisadas del supuestamente pequeño ser invisible.
Empezaba a temer que no fuera un duende sino algo peor, un dragón zancudo invisible o algo parecido. Había oído leyendas en las que se hablaba de aquellos seres, que dejaban huellas pequeñas y redondas, pero que medían más de tres metros y se sostenían casi en vilo mediante unas alas y una cola larga y poderosa, pero él jamás había visto uno. Por lo que pudo observar, tampoco había rastro alguno de la cola sobre la hierba.
El ser, fuera lo que fuese, se detuvo al oír su voz, se hizo visible y chilló, sorprendido, todo a un tiempo.
- ¿Puedes verme?
Definitivamente, era un duende, y bastante feo. El homecillo no medía más de cuarenta o cuarenta y cinco centímetros de altura. La parte superior de su cuerpo era fornida y su vientre prominente. Las piernas y los brazos eran fuertes y musculosos. Tenía barba y largos bigotes que le caían a ambos lados de la cara; los ojos grandes y almendrados le ocupaban la mayor parte de aquel rostro cetrino, su morro era chato, las orejas le sobresalían de una especie de crin crespa, cortada a cepillo, y, en fin, era todo un espectáculo, con aquella expresión suya de incredulidad en el semblante y aquel escueto taparrabos de la época colonial. Parecía sacado de un libro, más que de un bosque, y a Phram le costó aguantarse las ganas de reír.
- Ahora sí, antes sólo podía ver tus pisadas.
- Mis huellas, querrás decir.
- No, quiero decir tus pisadas, mientras avanzabas hacia mí.
- Ah, ya entiendo. Bueno, puesto que me has descubierto, he de suponer que, contra todo pronóstico, eres un junano listo. ¿Cómo te llamas?
- Phramzisko, pero todos me llaman Phram.
- Pues encantado de conocerte - dijo el duende, extendiendo su regordeta mano hacia el muchacho -. Yo soy Güerefresnef, pero todos me llaman El Príncipe de los Duendes.
- ¿En serio?
- ¿Te burlas de mí, tsiko?
- No... quiero decir... ¿es usted el Príncipe de los Duendes? ¿El legandario Príncipe de los Duendes en persona?
- El mismo que viste y calza - le contestó el duende, visiblemente halagado -. ¿Has oído hablar de mí?
- ¿Que si he oído hablar de usted? ¿Qué si he oído hablar de usted? Cuentan de usted que es artífice de los mayores desastres naturales acaecidos por aquí en los últimos... ¡quinientos jannos!, ¿me equivoco?
- Seguramente te han informado mal... - empezó a decir el duende, mirando al suelo, haciéndose el despistado y el interesante a un tiempo.
- Es usted quien deshizo en añicos la Montaña del Trueno en un solo día y construyó un palacio en los montes Karrapatós con sus piedras al día siguiente, un castillo precioso que desaparece durante las noches de Luna llena.
- Bueno, a decir verdad... - el chico esperó impaciente una respuesta que no se hizo de rogar -: sí.
- ¡Guau! He leído que en alguna parte los personajes célebres, capaces de grandes hazañas, firman autrófagos, o algo parecido... ¿Me firmaría uno?
- Sí, yo también he leído sobre esas raras costumbres de los habitantes de esa extraña Terra Alfa, como la llaman algunos... otros dicen que es la Terra Primigenia, la Terra donde aún habitan los Hombres y los Hijos de los Hombres que se volvieron a su mundo después de instruírnos y enseñarnos La Lengua... pero hace falta una hoja de papel, y tinta, y una pluma, un tintero...
- ¿Podría conseguirlos, usted que ha sido capaz de infinitamente mayores hazañas?
- ¡Cómo no! Puesto que tanto deseas mi autrófago, espera aquí, débil junano, volveré en un santiamén.
Phramzis no era estúpido. Sabía que las verdaderas intenciones de un duende jamás eran buenas, y que el presunto Güerefresnef, sobre quien tanto había leído y de quien tanto había oído hablar, no era trigo limpio, y acabaría, si él se descuidaba lo más mínimo, devorando un par, si no más, de sus jálanos y cupres. De hecho, ésa había sido su primera intención, cuando se acercaba subrepticiamente al rebaño de tiernos árboles, de eso estaba seguro. Si únicamente hubiese pretendido divertirse, habría arrollado la escena del crimen con total impunidad, mordiendo aquí y allá, sólo para entretenerse, para tener algo que contar a sus camaradas, y se habría ido en un par de terribles minutos por donde había venido, saltando entre las majestuosas copas de los árboles milenarios.
La vida de los duendes era insulsa y aburrida, tenían que fastidiar a los demás para divertirse. Phram se preguntó si en otros mundos habría seres así de tristes, reunió a su rebaño de árboles recién nacidos y se adentró en el bosque a marchas forzadas. Sabía que Güerefresnef “El Vanidoso” no tardaría en volver con su orgulloso autrófago entre las henchidas, espaciosas y regordetas manos.
Su intención era atravesar el bosque lo antes posible, salir por el otro lado y refugiarse en la cumbre cercana, los Riscos del Viento, donde los pequeños jálanos y los cupres caprinomorfos se asentarían en la terra entre los peñascos y despistarían al horrible duende.
Los árboles de Terra Beta nacían de los troncos de sus progenitores, quienes, literalmente, los escupían al duro suelo. Los pastores de árboles como Phramzisko los recogían y los juntaban en rebaños, y los conducían de los bosques a las montañas, donde tenían que asentarse para acostumbrarse a una vida dura en la que la escasez de yajua era una de las principales contrariedades. Sus progenitores no podían hacer otra cosa que parirlos, de modo que su única esperanza eran los pastores de árboles. A los más viejos se los conocía como Los Milenarios, a pesar de que se sospechaba que algunos tenían millones de años, y se decía que jamás morían, si es que superaban la fase de asentamiento. Quien talaba un árbol en Terra Beta era desterrado a las Ciénagas Malditas, donde sin duda perecía, porque aquel lugar era horrible, y los árboles sagrados. Cuenta la historia que los plantaron los Hijos de los Hombres en cuanto llegaron a Terra Beta, y algunos aún sostienen que lo hicieron los mismos Hombres, pero nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo están ahí. Sólo se sabe que desde hace mucho tiempo.
En fin, los retoños de los árboles han de vagar durante el día por los bosques, para que los instruyan en silencio los demás árboles, y deben dormir en las montañas, donde el sueño es más profundo y les ayude a asimilar los conocimientos adquiridos la víspera. Los árboles de Terra Beta son muy sabios. Cuando alcanzan la madurez y se hacen demasiado pesados para pasearse por los bosques, los retoños de los árboles dejan de serlo y se convierten en árboles hechos y derechos, eligen un lugar, bien en el bosque, bien en la montaña, o en medio del lecho de un río seco o de un antiguo lago, que de todo hay, se asientan y permanecen ciegos e inmóviles, se cuenta, por toda la eternidad, pensando, reflexionando sobre su existencia, sobre lo que han aprendido y sobre lo que escuchan, porque sí se sabe que pueden oír lo que pasa a su alrededor. También se dice que algunos, los más rebeldes, miran de vez en cuando en torno suyo, pero no es algo que deba creerse a pies juntillas. También se sabe que se comunican por medio de la Lengua Primigenia, algo parecido a la telepatía y a la forma en que se comunican las arranyas y otros seres supuestamente inferiores a los junanos.
Para cuando Güerefresnef volvió, con su hoja de parra, su pluma de pavo real y su tinta de savia de yalcronok, Phramzis se hallaba muy lejos de allí, porque sus pies eran ágiles y las raíces de los jalanos y cupres aún estaban tiernas. El duende se dio cuenta al instante de que había sido engañado, por su vanidad, por un miserable junano, y juró venganza eterna sobre su pueblo.

- Ésa es la historia - concluyó Noemu, exhausto.
- ¡Guau! - excamó Aiyo -: es casi tan buena como las que contaba el abuelo.
- Pero no pasa nada fantástico - dijo Noemu -: sólo habla de un duende engañado por un pastor.
- Sí, pero por un pastor de árboles, nada menos.
- Pero antes había muchos. En vuestras historias un chico como nosotros se acaba convirtiendo en una perla, en el fondo del mar, y es el símbolo vivo y mágico de la inspiración de los poetas. Mi maestro me mostró datos, conocimientos, información. También estudié poesía, claro, pero tan sólo desde un aspecto formal. Nunca aprendí a amarla. Nunca he escrito nada propio en mi vida - se lamentó.
- Aiyo y yo no sabemos escribir. Sabemos las historias que nos contaba nuestro abuelo.
- Por cierto. ¿A dónde os dirigís?
- Al Nur. Debemos asistir al Gran Congreso y colocar este báculo frente a uno de los desalmados que esta noche han asesinado a mi abuelo y han arrasado nuestro pueblo.
- Lo siento. ¿Y vuestros padres?
- Vivíamos con nuestro abuelo.
- ¿Así que no tenéis a nadie en el mundo?
- Nos tenemos el uno al otro.
- Eso es hermoso - replicó Noemu. Y se quedó callado.
- Y ahora tú nos tienes a nosotros - dijo Aiyo, y se abrazó a Noemu.
No había llorado en años, pero cuando Aiyoue se le abrazó, densas lágrimas saladas corrieron por sus mejillas.
- Yo también voy al Nur, al Gran Congreso. Y después, pase lo que pase, estaremos siempre juntos.
Aioue y su hermanito sonrieron y los tres niños se fundieron en un abrazo, y por un instante fueron uno con la noche que se cernía sobre el mundo.


8

Layra había decidido dejar marchar a Ik-Ahn, quien, una vez libre de su influencia, empezó a recordar a Noemu y a darse cuenta de su situación. Cuando estaba a punto de irse se dio cuenta de que amaba a Layra como sólo dos almas ancestrales pueden hacerlo. No necesitaban hablar, ni siquiera con sus mentes. Sin mediar palabra, la poseyó apasionadamente.
Cuando se fue a despedir, ella lo besó en los labios, le puso un dedo sobre éstos, cerró sus ojos y lo llevó con el poder de su mente hasta más allá de los confines de Terra Beta. Sabía que era el único modo de que llegara a tiempo de salvar aquel mundo. No podía llevarlo a ningún lugar acrisolado, sus poderes no eran tan fuertes, pero sí podía llevarlo hasta las Terras Negras. Eran peligrosas, pero un home ancestral como él podría salir airoso de cualquier vicisitud. Desde allí, sólo tenía que abandonar las Terras Negras y cruzar la frontera del mundo. Grankegaard, la Terra del Gran Congreso del Nur, estaba al otro lado, apenas a uno o dos días de camino, aunque no podía asegurar si la fuerza de su mente lo llevaría más cerca o más lejos de lo que pretendía. No podía arriesgarse a dejarlo demasiado cerca, pero tampoco demasiado lejos. El mundo estaba cambiando, las distancias se agigantaban o se contraían sin control. Grandes cambios iban a tener lugar en un breve lapso de tiempo. Y pequeños cambios en su propio cuerpo, que empezaba a ensancharse, muy lentamente, para alojar a su sucesora, si es que el mundo seguía en pie cuando ella naciera.


9

Todo había ocurrido muy deprisa. El fabuloso barco de “El Coleccionista” había alcanzado al barco pirata apenas éste hubo salido del puerto de Vrunma. Shymrith, al que llamaban “El Sibilino”, ya había previsto la reacción de los dos miserables, así que la noche anterior al abordaje drogó a Frágor y se lo llevó en una barcaza, sin que nadie se diera cuenta. Pagó generosamente al vigía nocturno, quien no tuvo ningún problema en hacer la vista gorda. Los piratas y la tripulación de “El Coleccionista”, incluidos él mismo, “El Capitán” y los desafortunados Thym y Fjert, perecieron en el fragor de la batalla, por un home que ni siquiera estaba en el barco. Las “Crónicas de la Muerte” no mentían jamás, todo eso estaba escrito, y Shymrith, “El Sibilino”, lo sabía de siete sobras. En medio de la noche, una pequeña embarcación se aproximaba a los bancos de niebla del mar del Nur, donde una nave de mayores proporciones, tripulada por espectros, esperaba la llegada de su amo.


























CAPÍTULO XXVIII
DÍA SEXTO


A la mañana siguiente, Noemu y los niños sindios ya se encontraban lejos de la hecatombe y no habían tenido ocasión de contemplar el traumático paisaje fruto del desmoronamiento de las montañas. Para las pocas decenas de criaturas que habían sobrevivido a la catástrofe el espectáculo era dantesco, como si un dios se hubiese venido abajo, aplastando con su enorme cuerpo un mundo de seres atónitos.
De pronto se quedaron quietos. Otro lamentable espectáculo se desplegaba ante sus ojos: una aldea arrasada completamente, como la suya, como el hogar que habían dejado atrás para siempre.
- Es la aldea de los pastores de igonts. A veces veníamos hasta aquí a jugar y a intercambiar historias - dijo Aioue, con profundo dolor, y al instante, cambiando de semblante, como si de repente se hubiera vuelto más fría, o quizá más sabia, añadió, refiriéndose a los Señores del Crepúsculo -: “Para entender al otro hay que caminar con sus zapatos”. Es un proverbio sindio. No podemos juzgarlos. No conocemos su historia. Tal vez hayan sufrido mucho.
- Pero esto es... brutal, lo mires por donde lo mires. Nada justifica algo tan atroz - dijo Noemu, extrañado por sus palabras. Habían perdido a su abuelo y su propio hogar a manos de los mismos desalmados que habían destruido la aldea de los pastores de igonts; tal vez, incluso, habían matado a sus amigos, incluso habrían querido aprovecharse de alguno de ellos, ellos eran así, y aún así los estaba defendiendo. Tal vez un cambio muy extraño se estaba operando en la mente de la niña.
- ¿Te encuentras bien, Aioue? - preguntó, al cabo.
- Perfectamente. Es desolador, sí, pero esto tal vez no sea más que el reflejo de sus mentes enfermas, plenas de dolor.
- Plenas de odio, de muerte y de destrucción. Mira cómo ha quedado todo. No queda piedra sobre piedra. Quienes hayan hecho esto son simplemente unos desalmados despreciables. Esto es... terrible.
Se encontraban en medio de lo que una vez había sido un poblado, ahora presumiblemente arrasado por el Ejército Oscuro. Todo había sido pasto de las llamas, incluso el pequeño templo que ocupaba el centro del poblado.
- Para nosotros, sacado fuera de contexto, lo es, pero no podemos juzgarles bajo nuestros propios prismas. ¿Te imaginas que lo hicieran ellos con nosotros? Nos podrían condenar a muerte sólo por toser, por ejemplo, o por cantar. Imagínate que para ellos es algo totalmente prohibido. ¿Te lo imaginas?
- Creo entenderte. ¿En serio crees que podemos ser tan diferentes, viviendo en el mismo mundo? ¿Crees que ellos hacen lo que hacen porque para ellos está bien?
- Sí, y créeme: podemos.
Los ojos de Aioue brillaron de un modo extraño, como si fueran muy profundos, abismales, y Noemu sintió que un escalofrío le recorría la espalda como un relámpago.
- Pero tampoco podemos desdeñar el odio, la venganza o la pura maldad, para haber hecho algo así, ¿no?
- Más bien me decanto por eso. Pero vámonos, aquí no podemos hacer nada. ¿No has oído un ruido?
- No.
- Un rumor, como una explosión lejana, o un desprendimiento. Creo que debemos darnos prisa. Aún estamos en peligro. La montaña continúa desmoronándose y por aquí va a haber más de una grieta y varios corrimientos de terra, puedo presentirlo. Vámonos de aquí.
Noemu no las tenía todas consigo con respecto a Aioue. No la conocía lo suficiente, pero juraría que sus palabras no eran las de una niña que acababa de perder todo en la vida. Todo salvo a su hermano pequeño, Aiyopatapec, con quien tendría que hablar largo y tendido para sonsacarle información acerca de la extraña personalidad de su hermana, por la que empezaba a sentir algo muy especial.


1

Al se había recuperado y había andado varias kumas cuando avistó a lo lejos un poblado que parecía deshabitado. Cuando se acercó un poco más, vio que no era así. Era como un poblado del Oeste, como sacado de una película de vaqueros, seco, polvoriento, con frágiles estructuras de madera que parecían más un decorado mugriento y abandonado hacía siglos que un poblado de verdad. A la entrada del pueblo, en un zaguán elevado metro y medio sobre el suelo, un anciano se balanceaba en una mecedora, y sólo se oía el crujido de la vieja silla y el silbido del viento, cada vez más frío. Los tres soles azulados brillaban en el cenit del firmamento cuando llegó a su altura.
El anciano debía tener doscientos años, a juzgar por sus arrugas y la mirada rapaz, aviesa.
Al había llegado a Maraketz, una pequeña aldea que se encontraba en el extremo septentrional del desierto del Soros.
- Quizá la vida y la muerte sean como una sandía elipsoide, muchachito: imposibles - dijo, con una suerte de preocupante soplo, sin levantar la vista hacia el viajero.
- Yo la he visto - dijo el recién llegado.
- ¿Qué has visto, la sandía?
- No, la muerte.
- ¿La muerte? Y qué, ¿tengo razón?
- Sí, es como dices.
El viajero lo había inventado todo desde el principio, quizá sólo por la típica bravucona intención de impresionar; sin embargo sabía, en el fondo, que todo era cierto. La vida y la muerte eran una y la misma cosa imposible, pero con una forma posible: el tiempo, y su ausencia, por supuesto. Y una única forma real.
- Me has caído bien, vamos a echar un trago.
- Sí, gracias.
Las respuestas del muchacho empezaban a ser automáticas, y a preocuparle.
Entraron en la casa del anciano. No parecía haber ninguna taberna ni nada que se le pareciera por allí. Dentro se estaba bien, era un lugar fresco y agradable, sumido en las tinieblas. El instinto del nuevo Al se agudizó al máximo. Después de todo, ¿qué hacía en la casa de un viejo? ¿Le apetecía realmente echar un trago? ¿Había bebido alguna vez alguna cosa que fuera más fuerte que la cerveza?
- ¿Quieres saber algo acerca de la vida? - empezó a decir el anciano, sirviéndole un trago de un licor más oscuro que la estancia que despedía un fuerte olor acre que te traspasaba de lejos -. ¿Sí? Ten. Pues te lo voy a decir, ¿estás preparado? Sí, claro, todos creemos estarlo, pero luego, cuando ya es demasiado tarde para echarse atrás, entonces... ay, amigo, entonces ya no hay nada que hacer, y te das cuenta, sí, es entonces cuando te das cuenta de que ya no hay marcha atrás, y la verdad te golpea justo aquí, entre ceja y ceja, y duele tanto que el dolor no desaparece, por más que quieras impedirlo...
- Dilo de una vez.
- Tranquilo, tranquilo. Bebe, te sentará bien, lo hago yo mismo. No temas, no es veneno, pero casi - soltó una carcajada -. Luego no me digas que no te lo advertí.
Al no sabía si se refería a lo que iba a decirle con respecto a la vida o al licor, y aún lo tuvo menos claro cuando lo probó, sólo un sorbo.
- Vale, de acuerdo, pero suéltalo ya - dijo Al, al borde de la náusea. Aquel licor era horrible, alcohol puro con un fuerte sabor, una mezcla imposible de hierro y tierra batida.
- La vida es mentira. Invitarás tú, ¿eh? - soltó de pronto, echándole el brazo por encima del hombro, pero no le importó. Ni su comentario. Algo no iba bien.
- Claro - dijo. Demasiada conformidad. “Todo se tiñe. Nada es lo que parece. La vida y la muerte, una sola cosa imposible, un solo estado del alma, de la materia, de las formas, un solo estado, un solo... ¡Cuidado! Todo te parece bien, demasiado bien, y eso no está bien. Algo tira de mí... Un momento... ¿Algo tira de quién?”
- ¡Eh, un momen...!
ADEN... GÜEREFRESNEV...
Todo daba vueltas: los recuerdos y los nombres, las entidades físicas y las palabras vacuas; todoeratodoeratodoeratodeeratodoeratoetortotoorteeoroeoroeoreto...


2

Leha y Lehar habían tomado la decisión de enrolarse en otro barco en el que no fuera “El Sanguinario”. No les fue difícil convencer a un viejo pirata retirado de que les llevara en su pequeña embarcación hasta el Continente de la Vieja Dama, más allá del paso de las Montañas de la Vida y de la Muerte, desde donde tendrían que cruzar el Gran Desierto del Soroset. “El Sanguinario”, por su parte, fletó un barco mayor y se dispuso a acceder al Nur por mar, a través de los temibles bancos de niebla.
Una vez llegaron a terra firme, en una zona muy próxima a donde había tenido lugar la hecatombe, y desde donde aún se veían los restos del gigantesco cadáver de rocas que había dejado la catástrofe, hablaron por primera vez desde que salieron del puerto.
- Debía haberlo matado cuando tuve ocasión. Él no ordenó la muerte de mi familia, pero la ejecutó.
- Aún piensas en la venganza. Yo creía que estabas buscando la verdad.
- ¡Mi verdad es la muerte, ésa es mi única verdad!
- Lamento oírte decir eso. Creo que debemos separarnos.
- ¿Separarnos? ¿Y a dónde crees que vas a ir? Está todo... ¡así! - exclamó Lehar, señalando hacia las extintas montañas, que yacían en un inmenso y demencial valle de desolación.
- Encontraré el modo de continuar yo sola. Cruzaré sola este desierto y bordearé esas montañas, si es preciso - replicó Leha, fijando su mirada en las montañas que se desdibujaban más allá del límite del desierto del Nuret.
- Espera. Lo siento. Descansemos un poco y pensemos cómo continuar. Sabes que aún es reciente la muerte de los míos.
- También la de los míos, pero no por eso pierdo toda esperanza.
- No lo entiendes. El rey Sandor me los arrebató, segó sus vidas cuando algunos de ellos no eran más que unos niños, sin ningún motivo, sin ninguna razón, para nada en concreto. No sirvió ni a sus intrigas ni a aumentar su poder, ni el miedo que ya le tenía el pueblo. Siguió siendo el mismo tirano antes y después de la matanza. Sólo va a conseguir una cosa.
- Que tú lo mates.
- Sí.
- Tal vez ésa sea tu verdad, pero tal vez no lo sea.
- ¿Qué quieres decir?
- Nada. Sólo soy una tonta que no entiende la venganza. Voy a descansar un poco. Vete pensando en algo, yo trataré de hacer lo mismo.


3

Ik-Ahn había aparecido en medio de las Terras Inhóspitas, más allá de los confines de Terra Beta, aún más al Nur que la terra del Gran Congreso. Hacía un frío helador, todo estaba rodeado de hielo negro, pero aún haría más frío a medida que se fuera acercando a Grankegaard. Sólo había un problema: en qué dirección avanzar. Anduvo errante por espacio de unas furbas y al cabo, en medio de una ventisca de nieve negra que parecía ceniza helada vislumbró a lo lejos, en lo alto de una monataña, una luz mortecina, que aparecía y desaparecía ante sus ojos. Todo a su alrededor era negrura y frío, así que no parecía tener otra opción que caminar hacia la luz.


4

“El Sibilino” no necesitaba su aspecto “formal” cuando estaba con los de su especie, así que se despojó del viejo cuerpo y se transformó en lo que realmente era: Sheeherehem, un espectro, acólito predilecto de Moebius, quien le hablaba en sueños y de quien había recibido órdenes muy precisas de conducir a Frágor al Gran Congreso para demostrar su locura con el fin de que no fuera considerado apto para capitanear a los Guerreros Blancos, pues tal era el destino del viejo guerrero.


5

Con la hogaza de pan bajo el brazo y el trozo de queso en la mano izquierda, Iak retrocedió sobre sus pasos y se internó en el bosque. En cuestión de segos, se vio sumido en una enorme sombra gélida e impenetrable. Era tal la frondosidad del temido bosque de Güímblendom que la luz no tenía lugar en ninguno de sus peligrosísimos rincones.
Los soldados, como era de esperar, no se atrevieron a penetrar en sus dominios. Los efectos del eclipse, del que sólo Iak tenía conocimiento, empezaron a notarse en el celo y en la terra, y en un instante ambos se cubrieron por completo y la oscuridad fue total. Algunos de los esbirros, los más torpes y zafios, lo atribuyeron a que aquel desgraciado iba a morir, porque el bosque era una mezcolanza, un híbrido de un lugar sagrado y de un lugar maldito fundidos en un solo mundo mágico. En sus intersticios, a veces todo él era silencio; pero unos pasos más allá, ruidos de todas clases podían estar rasgando el sofocante aire, enrarecido por las ciénagas nauseabundas y la falta de oxígeno. Donde se erigían señoriales sus miasmas fétidas, el aire parecía de otro mundo, como de brea líquida, como si aquello no pudiera ser aire; como si nadie pudiera sobrevivir allí. Tal vez nadie. Pero, desde luego, sí algo. Algo escurridizo que se arrastraba a velocidades vertiginosas por el duro suelo de raíces, tierra y piedras.
Veinte minutos después de entrar en la fronda, Iak cayó de bruces, y, aunque había dejado de correr hacía un rato, al comprobar que no le perseguían, estaba extenuado. Se había enredado el pie derecho en lo que al tacto le pareció una abrupta raíz. En realidad se trataba de una sanguijuela de Yearl, uno de los parásitos más temibles, que plagaban los arroyos de corrientes poco profundas y los pantanos. Al contacto con la mano de Iak se despertó de su habitual letargo y le mordió en la pantorrilla izquierda. A diferencia de sus hermanas más pequeñas, la espantosa sanguijuela de Yearl tenía tres filas de dientes afiladísimos, que sacaba o retrotraía a voluntad, como los felinos hacen con las uñas, si decidía morder o chupar discretamente. Pero Iak no sólo la había despertado, también la había asustado, y la bicha, en su incertidumbre, atacó para defender su vida. Iac, sorprendido por la brutal acometida, chilló de dolor, pero su grito se lo tragó la oscuridad. Desesperado, buscó a ciegas el cuello de su agresor invisible, tiró de la lamprea y se la arrancó de cuajo. El horrible bicho, que a Iak le pareció que pesaba una tonelada, se llevó, empero, un buen pedazo de su pierna. Lo lanzó lejos, pero sabía que no le había causado ningún daño. Sabía, por otro lado, que las sanguijuelas de Yearl, si es que aquel ser viscoso era una de ellas, eran sordas, y tremendamente sanguinarias. Si te chupaban, lo hacían hasta que morías desangrado, aunque no te dabas cuenta, porque, o morías del mordisco, que casi siempre era en la yugular, mientras dormías, o no te enterabas, por efecto de la sustancia anestésica que emanaba de una glándula situada en una pequeña oquedad que albergaban sus mandíbulas inferiores. Iak lo sabía, sabía ambas cosas, pero él sólo podía hacer una: gritar.
El bicho, si es que tenía la capacidad de hacerlo, se sorprendió. No podía oír a Iak, pero percibió, de algún modo, su rabia, su fuerza, su ira y su propósito de destrozarla si volvía a atacarle. En la oscuridad, mascó un poco su pequeño bocado, de haberlos tenido, se habría encogido de hombros, y, como si se tratara de un juego, como si supiera que la oscuridad era su aliada, y no así del sabroso desconocido, se arrastró por el suelo, pasó, a una velocidad vertiginosa, por entre las piernas de Iak, y se internó en la impenetrable oscuridad, como alma que lleva el diablo.
A pesar de la oscuridad, un dios impasible y aburrido observaba la escena, ésa y todas las demás escenas de todos los universos, y bostezaba, mientras miraba, de vez en cuando, de reojo, su gran reloj de arena, el que marcaría el final de los tiempos. Y sabía lo que tenía reservado para Iak. Y para la sanguijuela de Yearl, por supuesto.












CAPÍTULO XXIX
DÍA SÉPTIMO
LA PARTIDA


Aquella mañana saldría de la cabaña que había sido su hogar durante más de cincuenta años, con el firme convencimiento de que no iba a volver jamás y con todas sus esperanzas puestas en la realización de un sueño muy especial.
Ledah, su última esposa, le había revelado su último sueño instantes antes de expirar entre sus brazos en el mismo lecho en que habían engendrado a Teahm. Le había contado pausadamente con una hermosa sonrisa en sus agrietados labios cómo les había visto en su sueño a los dos de camino hacia el Nur, para comparecer en una grandiosa reunión de personas muy importantes que iban a cambiar el rumbo del mundo. Kaharahm había oído algo sobre un Gran Congreso en el Nur, pero eso había sido abajo, en el valle, a dos días de camino, y su esposa, que no bajaba de las montañas desde que enfermara, años atrás, no podía tener conocimiento de la ocurrencia del evento; sin embargo, había soñado que ambos llegaban al Gran Congreso y que la sola presencia del pequeño Teahm cambiaba el curso de los acontecimientos.
No le hizo prometer que irían. El niño tenía ocho meses y era un viaje muy largo para hacerlo a pie con un niño de mantos a la espalda, pero Kaharahm se había levantado esa mañana con el firme propósito de viajar al Nur.
Recogió a su hijo, lo envolvió en un manto, lo introdujo cuidadosamente en una mochila de cuero que él mismo había fabricado, cogió la bolsa de víveres y salió al exterior. La nieve lo cubría todo y el frío era aterrador. Suspiró y cerró la puerta, sin volver la vista atrás. En cuestión de segundos la ventisca ya había ocultado la casa por completo, como si jamás hubiera habido un hogar en aquellas agrestes montañas dejadas de la mano de Deus. Él, sin volverse, lo sabía, y se dijo que tal vez fuera mejor así. Siempre habría lugares que sólo pertenecerían al olvido, por siempre. Nunca había querido poseer un palacio. Ledah y él habían sido muy felices en aquellas montañas, pero la vida era dura allí. Ninguna de sus tres esposas había sobrevivido, así como tampoco ninguno de los dos hijos que había tenido con sus anteriores mujeres. Los lupus y el frío eran retos para un hombre que había vivido siempre en la montaña, pero desde luego no para unas mujeres criadas en el valle y para unos niños engendrados por ellas, aunque la mitad de su sangre fuera montañesa. Teahm era distinto. Ledah se había criado en las montañas. Había enfermado, pero eso también le podía haber pasado a él. La vida era así. Sus anteriores mujeres, en cambio, habían muerto de debilidad, incapaces de soportar las inclemencias de las montañas, habían huido con sus hijos y los lupus los habían devorado. La ley de la montaña era implacable. Si tu existencia se tornaba insoportable, morías.

Los padres de Teahm habían llegado a aquellas terras cuando los primeros colonos apenas si habían albergado la posibilidad de habitar aquellas inclementes latitudes. Grankegaard no estaba lejos, pero las comunicaciones eran escasas, si no inexistentes, en aquella parte del mundo habitado.
Teahm había sido el fruto de sus terceras nupcias. Aquellas montañas no eran un lugar adecuado para las mujeres, como tampoco lo eran para los niños. Los pocos que sobrevivían a las inclemencias de un tiempo demencial se acababan convirtiendo en expertos cazadores, como lo era Kaharahm: expertos guías y supervivientes natos, pero Kaharahm dudaba de la fortaleza del pequeño.
No habían recorrido ni las dos primeras millas, el tramo más llano, antes de la escarpada pendiente que debería ascender hasta poder divisar Grankegaard desde la cumbre, y desde allí serían dos días más de descenso interminable, cuando se preguntó, sin detenerse, sobre los motivos que le habían llevado a dejar su casa y dirigirse al Nur: ninguno. Ninguno, salvo la última mirada de Ledah. Sus ojos verdes, legañosos, ya casi inconscientes, le habían hablado, y le habían susurrado: “Ve...” Aquello había bastado. Pero ahora, en medio de la ventisca incipiente, eso no parecía bastar. Si hubiera pensado un instante más habría vuelto sobre sus pasos, que empezaban a desaparecer sobre la blanda nieve multicolor, oleaginosa, acrisolada y traicionera. Pero sucedió algo. Algo terrible.
Pisó mal y resbaló. Cayó sobre su espalda y en un intento desesperado por no aplastar a Teahm bajo su peso hizo lo que pudo por dirigir su cuerpo hacia su izquierda.
Hacia el precipicio.
Se quedó colgando sobre el abismo, con medio cuerpo fuera de la cornisa de hielo y nieve.
Echó los brazos hacia atrás para sujetar al niño, pero el gesto hizo que la bolsa de los víveres que llevaba colgada del brazo izquierdo se le escapara y cayera hacia el abismo. Se giró sobre sí mismo con objeto de alcanzarla, pero ya era demasiado tarde. El brusco movimiento, lejos de alcanzar su objetivo, causó algo peor.
Kaharahm sintió horrorizado cómo Teahm, a quien había conseguido no aplastar siquiera un pie en su caída, se le escapaba, y no podía hacer nada por evitarlo. Pudo notar cómo su tibio cuerpo, aún dormido, se escurría de su funda de pieles, poco a poco, como se desvanecen los sueños plácidos antes del amanecer.
Como si estuviera naciendo de nuevo, el niño acabó de deslizarse y se precipitó en el abismo.
Kaharahm se giró sobre sí mismo y pudo ver su diminuta forma perdiéndose en la niebla y la ventisca.
Sin pensárselo dos veces, apoyó sus fuertes manos sobre el borde del precipicio y se lanzó en pos de él.
En la angustiosa e irreal caída no podía pensar ni ver nada. Los ojos se le cegaban, la nieve y el aire helados se le metían hasta el cerebro y le obligaban a cerrarlos, pero él se obligó a mantenerlos abiertos. Pegó los brazos contra su cuerpo y sintió que caía aún más rápido.
No podía ver el fondo del precipicio ni a Teahm, como tampoco podía saber qué intención había tenido al lanzarse en pos de él. Todo estaba perdido. Un único pensamiento inundó su mente por un instante: la existencia era una farsa, una broma, una mala pasada, nada tenía sentido; la vida y la muerte no eran más que una mentira, la mentira más grande de todas, porque no dejaban opción para la esperanza. Y ésa era la otra gran mentira. La esperanza.
Cerró los ojos. Ya no podía mantenerlos abiertos por más tiempo. Separó los brazos de su aterido cuerpo y empezó a dejarse mecer por la inconsciencia, bendita y maldita a un tiempo, y se abandonó. Su último pensamiento fue que Teahm estaría ya con los dioses. Con los odiosos dioses. Los maldijo y se dejó llevar por la dulce muerte.
En aquel instante sintió que sus ateridos dedos rozaban un manto. Trató de abrir los ojos, pero no pudo hacerlo, y tuvo que hacer un esfuerzo aún mayor para regresar a la consciencia y tratar de agarrar la diminuta forma invisible que parecía flamear en medio de la impenetrable oscuridad.
Haciendo un supremo esfuerzo, agarró el pequeño bulto y lo atrajo hacia su cuerpo. Giró sobre sí mismo y lo abrazó, estrechándolo contra su pecho. Oyó un débil gorjeo, y supo que Teahm estaba vivo. Dio gracias a los dioses y supo que llegarían juntos al paraíso de los homes de las montañas, pues la tradición decía que si dos seres que se amaban morían abrazados o dados de la mano llegarían juntos al otro mundo. Si Teahm se hubiera perdido en medio de la ventisca, tal vez no hubiera podido volver a verlo en la otra vida.
Además de eso, albergaba otra esperanza. La nieve era tan traicionera y peligrosa como blanda. Muchos homes de las montañas se habían caído por precipicios inmensos y habían sobrevivido a la caída, amortiguada por una suerte de embalse de nieve plúmbea, densa como la gelatina, pero cuya superficie era más blanda aún, como un suave colchón de plumas.
Pero lo que Kaharahm no podía saber era qué había allá abajo.
No tardó en comprobar que no había tenido tanta suerte.
Una repentina ráfaga de aire lo giró en redondo. Su intención había sido caer sobre su espalda y amortiguar con su cuerpo el impacto, pero allí abajo había juncos, miles, millones de juncos de bambú, verdes y afilados, sobre un lecho de nieve y piedras. Giró de nuevo sobre sí mismo y cuando sintió que los juncos atravesaban su cuerpo por varios sitios separó el cuerpo de su hijo de su propio cuerpo para que los juncos no lo alcanzaran. Un junco atravesó el manto.
Cuando se hubo detenido, contempló horrorizado la terrible escena. El dolor era insoportable, pero aún mayor era el dolor de contemplar el manto atravesado por el junco que le perforaba un costado. Aún mantenía el bulto apartado de su cuerpo cuando Teahm asomó su cabecita y le sonrió. Estaba bien, el junco ni siquiera había rozado su cuerpo. Kaharahm lloró de gratitud. Pero la situación era del todo angustiosa. Estaba suspendido del abismo, a varios metros del lecho de nieve y piedras que se recortaba apenas cincuenta metros más abajo, agonizando, con Teahm sonriéndole, absolutamente inconsciente de su amarga suerte. Ledah no le había dicho “ve”. No le había dicho nada en absoluto. Había tenido un sueño estúpido, nada más. Ni siquiera podía saber si iba a tener lugar un Congreso, o lo que Moebius hubiera dispuesto para los padecimientos de quienes se negasen a venerarlo. Había oído hablar del terrible dios, pero los homes de las montañas tenían sus propios dioses, dioses temibles que los más antiguos decían que habían sucumbido ante el poder de los nuevos dioses. Pero los colonos habían vuelto a las antiguas creencias, a las antiguas prácticas, ritos semimágicos que nunca servían para otra cosa que no fuera satisfacer el miedoso ego de unos seres perdidos en medio de la muerte.
Algo había empezado a ocurrir. Algo que Kaharahm no advirtió hasta que una pasta densa y fría le tocó la espalda. Del suelo, entre las piedras, a través de la nieve, había emergido una suerte de gelatina verdosa hasta conformar un suelo compacto que llenaba todo el valle y comenzaba a subir hacia la altura donde se encontraban Kaharahm y su hijo. Al contacto con la gélida gelatina el dolor empezaba a remitir, como si su solo contacto tuviera unas propiedades analgésicas fortísimas. Y entonces sintió cómo el propio suelo gelatinoso lo empujaba hacia arriba, sacándolo poco a poco de su mortal ensartamiento. Ya fuera de peligro, estrechó a su hijo contra su cuerpo y dio gracias a los dioses. Cuando el viscoso y providencial suelo lo hubo sacado totalmente de los bambúes y se detuvo, se incorporó y pudo advertir con un agradecimiento infinito que no había señales siquiera en sus ropas, del infortunado accidente. Ni siquiera recordaba el dolor. Era como si nunca hubiera pasado en realidad, como si hubiera sido un mal sueño con un final feliz imposible. Su hijo se reía, como si hubiera sido él el artífice de cuanto había pasado en los últimos tres minutos. Tal vez en toda su vida.
- Y así es.
Kaharahm se giró sobre sí mismo y entrecerró los ojos, dirigiéndolos hacia la voz que había provenido del silencio y la oscuridad.
- No temas, Kaharahm, hijo de Serahm y Yuleimah. Tu hijo te ha salvado.
Y entonces lo vio. Un ser alto, rubio, vestido apenas con unas finas telas que el salvaje viento mecía a su capricho avanzaba hacia ellos sin mover sus pies, como si se estuviera deslizando sobre la viscosa superficie, que seguía subiendo, acercándoles lentamente hacia el borde del precipicio por el que se habían despeñado.
- Teahm es la encarnación de Deus.
- Pero nosotros...
- No importa que hayáis adorado a los dioses antiguos - dijo, adivinando nuevamente sus pensamientos -. Así es. A Deus, a tu hijo, le da igual a quién adoréis o a quiénes recurráis. Siempre es Él quien acude en vuestro socorro. Él o sus enviados. Como yo.
Kaharahm no podía dar crédito a lo que había sucedido. Todo había sido tan rápido que no podía sentir otra cosa que no fuera gratitud y un profundo respeto hacia su hijo. Un ciento de preguntas se agolpaban en su cabeza, y el enviado de Deus se adelantó una vez más.
- Sí, es tu hijo, tuyo y de tu última esposa, Ledah, completamente vuestro. Pero Ledah era una mujer muy especial. Sí, ya sé que lo sabes. Su último sueño es la voluntad de Deus, la voluntad de Teahm. Pronto alcanzaremos de nuevo el borde del precipicio. Debes continuar camino hacia el Nur. Llegarás a Grankegaard y Teahm dará testimonio de la presencia de Deus en la Terra. No debes preocuparte de otra cosa que no sean tus pasos. Todo lo demás os será dado. Sé que tienes muchas preguntas, pero todo te será revelado a su debido tiempo. Id en la paz de Deus.
El ser de luz sonrió al pequeño y le acarició el pelo, gesto al que el niño respondió con un mohín. Inclinó levemente la cabeza y su figura se fue desvaneciendo en cuestión de segundos.
La experiencia había sido terrible y maravillosa a un tiempo, y Kaharahm se sintió muy mal por sus maldiciones, pero miró a su hijo a los ojos y vio todo el amor que había en ellos, y se olvidó de inmediato de toda culpa. Lo besó en la frente y empezó a andar, vigilando cada uno de sus pasos, tal y como le había pedido el enviado de Deus.


1

Noemu desplegó su mapa y señaló un punto muy próximo a las temibles Ciénagas del Nuret.
- ¿Debemos atravesarlas? - preguntó Aioue, preocupada.
- Sí, si queremos llegar a tiempo. El Gran Congreso empieza mañana, pero nosotros tenemos un día más, mañana sólo llegarán allí las autoridades y personalidades más relevantes de Terra Beta. No sé en qué momento podremos situar el báculo frente al Caballero Negro, o si él estará presente cuando llegue mi turno, pero si lo conseguimos, tal vez mi intervención no sea necesaria. Vuestro abuelo perdió su vida a manos de un Caballero Negro, y en estos tiempos eso es algo que por sí solo puede cambiar el curso de los acontecimientos.
Una lágrima rodó por el rostro aceitunado de Aioue. Noemu nunca había hecho una cosa así, pero besó su lágrima, y sintió, a su vez, ganas de llorar. Aioue lo abrazó e inmediatamente vino a sumárseles Aiyo, quien seguiría queriendo a su abuelo mientras estuviera vivo, y tal vez, quién sabe, también durante toda la eternidad.
- Debemos ser valientes - dijo Noemu, separándose un poco de ellos, que seguían abrazados. Los miró. Eran sólo unos niños con una gran misión a sus espaldas: derrotar al mismísimo Ejército Oscuro. Él mismo, aunque había permanecido más de mil años encerrado en los muros del monasterio, no era más que un niño con la no menos importante, difícil y tal vez peligrosa misión de lograr la preeminencia de Deus y así poder albergar la esperanza de salvar el mundo. Pero el mundo, su mundo, como el mundo que había supuesto para él el monasterio, al que, estaba seguro, no regresaría jamás, éste y todos los mundos, deberían terminar su vida, como todo en el universo, un día, a una hora determinada, en un preciso instante. Y cuando llegara el fin, nadie podría cambiar eso. Tal vez, pensó, como en un destello fugaz, ni el mismísimo Deus podría desdecirse entonces de su pronóstico -. Hoy cruzaremos las Ciénagas del Nuret y mañana, al amanecer, llegaremos a los Bosques Helados del Nur. ¿Empezáis a sentir el frío? - los dos niños asintieron -. Pues será mucho peor cuando crucemos las ciénagas. No saquéis aún vuestra ropa de abrigo. En las ciénagas hay mucha humedad y llegaríamos empapados al otro lado. Además, ahí dentro - dijo, señalando a la entrada enramada a las ciénagas - no hace tanto frío. No os separéis, ¿de acuerdo? Vamos a ir cogidos de las manos, yo abriré la marcha, tú la cerrarás y Aiyo irá en medio. ¿Estáis listos?
- No - dijeron los dos hermanos a la vez. Los tres rieron y eso hizo que la situación se tornase sutilmente distinta.
- Me lo imaginaba - dijo Noemu, aún sin poder contener la risa -. Pues entonces, ¡andando! No hay tiempo que perder.
Los tres niños se cogieron de las manos y se internaron en las sofocantes sombras de las temibles Ciénagas del Nur.


2

El anciano de Maraketz acostó al joven viajero y cantó algunos salmos. Sus intenciones, empero, no eran sanar su cuerpo ni su alma, sino hacer de él un acólito de Moebius. Se desnudó, se ungió con la sangre aún tibia de un lagarto del desierto, que conservaba cuidadosamente en un tarro negro y dorado, y, recitando algunos versos en el idioma prohibido de los acólitos de Moebius, escupió sobre el viajero unas gotas de un líquido verde, nauseabundo, en un ritual que borraría sus recuerdos y haría de él un ser desprovisto de alma, un ser vacío que multiplicaría por diez la fuerza de sus músculos y tendría menos del diez por ciento de su capacidad intelectual.
Pero entonces el anciano recibió otras órdenes: el viajero debía hacerse seguidor de Moebius por su propia voluntad. Ésa no había sido su misión durante mil años. Y ahora se le ordenaba dejar marchar a un ser fuerte, vigoroso, un ser que sería un buen guerrero para Moebius.
- Adgha dfgert mnguèn? - preguntó el anciano en la lengua prohibida: ¿por qué ahora?
Un rayo fulminó al anciano en el acto.
Antes de morir, unas palabras, en la lengua prohibida, llenaron su mente:
“Muyt vuidert gyujn Juytrham, fuj gnyoht!”
“No contradirás jamás a Moebius, tu señor.”
Y otras palabras flotaron en la estancia, sobre los cuerpos del joven y del anciano:
“Saharam tryem güertyohm, soham xkript: Juytrham fuijhvert eximehm tryhemnt.”
“Serás tres personas, pues así está escrito: el enviado de Moebius debe ser trino.”
Y esas mismas nueve palabras viajaron hacia otras dos personas: un niño y un guerrero.


3

Leha se acordó de pronto de que había un punto en el Nur en el que Grankegaard tiraría de ellos con la suficiente fuerza como para hacerlos llegar a terra firme, más allá del estrecho del Nur. Tendrían que encontrar un vehículo metálico, algo que pudiera ser atraído por la fuerza magnética de las poderosas máquinas del continente helado.
Aún podían llegar a tempo de comparecer en el Gran Congreso del Nur. Y Lehar aún albergaba la esperanza de acabar con la vida del verdugo de los suyos.
Sin discutir las ideas de Lehar, se pusieron en camino.





4

Ik-Ahn sintió la presencia del niño y del viajero cuando estaba llegando a una suerte de feria ambulante que había desplegado sus carpas y sus atracciones en medio de un bosque de coníferas negras humeantes. Seres deformes conducían las distintas atracciones, como si aquel circo estuviera maldito, como si fuera un circo de pesadilla y desde luego no una atracción infantil. Pero lo atraía de un modo que no podía controlar. Al fondo de la explanada, después de la atracción que se anunciaba como “Circo de los Horrores, se morirán de risa”, “El Zoo de la Muerte: animales muertos pero no disecados, ja, ja” y más allá del “Tiro al enano deforme: ojo, en los ojos vale más”, un personaje alto y desgarbado gritaba las delicias de su atracción. Lucía perilla negra, un sombrero de fez, babuchas moradas raidísimas y una chilaba de colores que antaño habrían sido chillones, pero que ahora no eran sino una suerte de deslavados ocres y gualdos desvencijados.
- ¡Pasen, señorras y señorres, pasen y vean! ¡Revivan sus pesadillas más espelusnantes! En nuestrra máquina del sueño podrrán dorrmirr plásidamente mientrras se convierrten en los prrotagonistas de historrias terribles. Sus monstrruos parrticularres harrán acto de prresensia y le harrán vivir una de las experriensias más abominables de toda su vida. ¡Anímense, damas y caballerros! No es ningún truco, señor. En la marravillosa máquina del sueño de mi invensión todo cuanto pulule por su mente, todo aquello que esté en lo más recóndito de su subconssiente, aflorrarrá a la superrfisie en una monstruosa pesadilla. ¡Pasen, señorras y señorres, pasen y vean!
No sé si lo que me decidió fue la reciente soledad, o su manera de decir las cosas, o el alcohol, o el ruido infernal que me agobiaba por todos lados, anegando mi entendimiento y embotando mis sentidos hasta el punto que se me antojó necesario echar una cabezada por un módico precio. Por supuesto, lo de las pesadillas me lo tomé a chiste.
- ¿Cuánto cuesta un viaje, Gran Visir? - dije, acercándome al hombre sobre cuya cabeza pendía un enorme letrero que rezaba: “La Máquina del Sueño del Gran Visir” en letras rojas y alargadas, y un poco más abajo, algo más pequeño, otro que decía: “Haga realidad sus más horribles pesadillas”.
Tal vez, antes de embarcarme en semejante aventura, debería haberme fijado en ciertos detalles, como que nadie se acercaba a su atracción, aunque otras atracciones estaban atestadas de gente que parecía llegada de todas partes. De todos modos, no estaba dispuesto a soportar por más tiempo el ruido infernal de aquéllas. Me atrajo el tono de su voz, como el de una flauta mal afinada, pero sobre todo la calma, el silencio que se respiraba alrededor de su caseta.
- ¡No un viaje, extrranjerro! Por un ian podrrás experrimentar tus más horribles pesadillas. Perrmíteme que me prresente: soy Mujamed Alí Ben Harrán de Marrconia, más conosido como “El Grran Visir”. A todo lo larrgo y ancho de estas terras inhóspitas he paseado mi marravilloso arrte con muy altos altibajos de éxito, porrque muy pocos han sabido valorrar mi arrte, y aún menos han podido soporrtar el terror que mi máquina ha indusido en sus mentes confusas. Debes ser fuerrte parra enfrrentarte a tus prropias pesadillas. ¿Lo erres, extranjerro?
A mí todo aquello me sonaba a boleto de feria, así que, de toda su verborrea, sólo me quedé con un detalle: el precio, inusualmente bajo para una atracción.
- ¿Cuánto tiempo podré dormir por ese dinero, Gran Visir?
Me estaba cayendo de sueño, ciertamente, y era en realidad lo único que me preocupaba.
- Erres muy osado, extranjerro. Podrrás dorrmir durrante tanto espasio de tiempo como desees, y por el mismo prresio, por eso no te prreocupes, perro has de saber que, cuanto más tiempo pases en mi máquina del sueño, más numerrosas y fuerrtes serrán tus pesadillas. ¿Estás preparrado? - concluyó, haciéndome un gesto e invitándome a entrar en su caseta.
Estuve a punto de preguntarle si realmente estaba convencido de que su máquina funcionaba, pero me contuve, pues me habría echado a reír. Él, muy serio, me acompañó dentro, no sin antes solicitarme el ian acordado.
El interior estaba muy oscuro. El Gran Visir encendió un candelabro de tres velas y pude ver, semidibujados en la penumbra, al fondo de la silenciosa estancia, un camastro y una especie de electrodos que se conectaban, supuse, a la altura de la cabeza. Su aspecto, realmente siniestro, no me gustó.
- Gran Visir... - empecé a decirle.
- ¡Silensio! - me espetó él -. Sé lo que vas a desirme: que prefierres que no te conecte los electrrodos. Dan miedo, ¿verrdad? Lo sé. Perro son absolutamente imprressindibles. Esto no es una pensión, amigo mío. ¡Estás ante la obrra cumbrre del horror! Clarro que... si te quierres echar atrrás...
- Perderé mi ian, ¿no es cierto?
Él me respondió con una sonrisa burlona. Aquello fue el colmo, pero estaba demasiado cansado como para rechazar su invitación.
- Está bien. Quiero dormir una hora.
- Se harrá como deseas - dijo, con una media sonrisa y una reverencia que parecía harto ensayada. La ceremoniosa zalema me tranquilizó. La sonrisa, definitivamente, no -. Tiéndete en la cama, extranjerro. En unos minutos estarrás viviendo in situ una de las más espelusnantes historrias que hayas podido imaginar...
- Ya... que sean dos horras, ¿vale? - dije, imitando su acento caucásico, por lo menos, y aquello fue el colmo de su paciencia. Iba a disculparme, pero estaba demasiado cansado. De pronto no pude ni hablar. Cuando me estaba yendo, ni siquiera podía recordar si “El Gran Visir” me había conectado al cerebro sus horribles electrodos; sólo pude oír, en medio del abismo que se cernía a mi alrededor: “Duerrme, mi insolente viajerro, duerrrme...” y una risa que ahogó inmediatamente la oscuridad.

Tres viajeros y unos niños

Primera parte: los viajeros

Yago, Cristian y Manela corrían despavoridos por interminables túneles subterráneos, débilmente iluminados por antorchas encendidas que se iban apagando a su paso, algunas antes de que llegaran hasta ellas.
- ¡Corred, joder, corred! ¡Ya está aquí, tíos, ya está aquí!
Pero, fuera lo que fuese lo que les estaba persiguiendo, no les alcanzó. Llegaron a una estancia muy iluminada, y supieron que aquella criatura no podría hacerles daño allí. Lo único que temían ya eran las transformaciones de Yago, desde que le arañó la bestia. Había tenido unos accesos de ira, y sus ojos se habían vuelto rojos, de un color brillante rojo sangre que los había puesto nerviosos al principio, pero ya se habían acostumbrado. Llevaban dos semanas así, y no parecía ir a más. Pero seguían vigilándolo.
Pasaron dos días más en la estancia, comiendo las provisiones que habían encontrado y explorando sus más de mil metros cuadrados, repartidos en dos pisos, unidos por una excelsa escalera de mármol, cuya balaustrada podía haber pasado perfectamente por la de un suntuoso palacio mozárabe.
Al tercer día de permanencia en la estancia, Yago se encontraba arriba, sentado a los mandos de una especie de ordenador que parecía mantenerlo hipnotizado. Pero los demás no se atrevían a contradecirlo, porque habían notado que, cuando lo hacían, cuando intentaban persuadirlo de que comiera, o de que dejara de estar frente al ordenador para descansar un poco, él los miraba con odio o con indiferencia, según su estado de ánimo.
Pero aquella tarde Manela no había podido más y había subido a ver cómo estaba Yago. Cuando bajó temblando por la escalera, Cristian pudo ver que Yago le había arañado el cuello. Un profundo arañazo de tres vías le cruzaba el cuello de parte a parte, y Cristian creyó que Yago la había matado, pero ella lo tranquilizó:
- No es nada, Cristian, no es nada. Sólo que Yago está otra vez insoportable.
Cristian le curó el rasponazo, que no parecía tan profundo, de todos modos, y, cuando se recostó para descansar, él la vigiló y veló su sueño con la devoción de un padre y la cautela de un carcelero.
Supuso que Yago seguiría frente al ordenador, porque, aunque no podían apagar la luz de la estancia en la que se encontraban de ninguna manera, pues la luz parecía emanar de las paredes y del altísimo techo, un débil resplandor verdoso parecía provenir del piso superior.
Por fin, agotado, Cristian se dejó vencer por el sueño.
Cuando despertó, dos caras le sonreían: Yago y Manela.
“Vamos a jugar a un juego”, dijeron ambos a la vez, con un timbre conjunto en el que no reconoció a ninguno de ambos.
“Sí, tú corres y nosotros te cogemos”, dijo Manela, con un timbre de voz que Cristian tampoco reconoció. Creyó estar soñando. Yago seguiría arriba, frente a su ordenador, y Manela dormiría plácidamente, a su lado. Pero a su lado no había nadie. “Está bien, me despierto y ya está”, pensó Cristian, y no supo si lo pensaba o lo decía.
“¿Es una broma?”
Sus ojos se volvieron rojos como la sangre y dijeron, al unísono:
“¡Ahorra!”
Se abalanzaron sobre él y no tuvo más remedio que salir corriendo.
La estancia acababa en una puerta, pero aquella puerta conducía nuevamente a la oscuridad, así que optó por subir a la sala del piso superior, donde había estado sólo un par de veces, lo indispensable para tratar de persuadir a Yago de que, si quería, podía comer con ellos, sin éxito. Y ahora le perseguían los dos. Tenía que ser un sueño, un mal sueño, una pesadilla nada más, pero todo parecía tan real... En dos ocasiones estuvieron a punto de atraparlo, y en ambas ocasiones le desgarraron las ropas con sus garras. Fuera lo que fuera, iba en serio.
Cristian cruzó el piso superior y vio una puerta en la pared del fondo, junto a la pantalla de ordenador, disimulada y decorada como si fuera un trozo de pared. De pronto sintió que tenía que salir de la estancia, que su luz ya no podía protegerlo, que aquella puerta era su única salvación, y se lanzó a través de ella.
Pero al otro lado sólo había oscuridad. Ya era demasiado tarde. Se precipitó al vacío que le deparaban unas escaleras sumidas en la más absoluta de las penumbras. Una tosca barandilla le sirvió de apoyo en su precipitado descenso, pero, como si se estuviera burlando de él, desaparecía en algunos tramos, y tropezó varias veces. Detrás de él, a veces tan cerca que podía oler su aliento, a veces lejos, como si se hubieran metido por otros pasadizos adyacentes que él no había advertido y lo estuvieran olfateando, las dos criaturas en que se habían convertido Yago y Manela, lo acechaban.
Al fondo de la interminable escalera descendente Cristian pudo vislumbrar una luz. Una esperanza, una salida.
Había estado descendiendo durante más de seis horas, y estaba agotado, pero cuando penetró en la nueva estancia, una especie de sótano, húmedo y maloliente, pero iluminado débilmente, esta vez por teas encendidas a alturas vertiginosas y velas y candelabros por doquier, supo que no estaba del todo a salvo.
Tenía que buscar un lugar seguro para poder dormir un rato. Sólo un momento. Una hora, tal vez dos, si fuera posible...
Después de deambular por la estancia y de comprobar una y otra vez, detrás de numerosos recovecos, que ni Yago ni Manela lo seguían, se dijo que se habrían perdido por alguno de los interminables pasadizos que, a juzgar por los despistes de sus perseguidores, cruzaban la impresionante y colosal escalera que él había descendido de un tirón, sin mirar atrás.
Se dijo que lo había conseguido, y se dispuso a dormitar. Eligió unas cuerdas gruesas que cubrían unas pajas que parecían invitarlo a un merecido descanso. Sin tiempo para pensarlo, se quedó dormido.

- ¡Cristian, eh, Cristian, despierta!
- ¡Manela! Manela... ¿eres tú? ¿Qué pasa? ¿Y tu arañazo?
- ¿Qué arañazo? Has tenido una pesadilla, Cristian. Te has puesto a gritar en sueños. Estábamos preocupados.
- ¿Estábamos? ¿Qué quieres decir con “estábamos”?
- Hola, Cristian - dijo Yago, con voz de bobalicón -. Ya estoy mejor, ¿sabes? Ya no quiero jugar al ordenador. Ahora quiero jugar contigo.
- Sí, los dos queremos jugar contigo, Cristian - dijo Manela, cambiando de voz, y sus ojos se volvieron rojos como la sangre...

Cristian se despertó sobre unas cuerdas y paja empapado en el sudor de sus propios sueños, y decidió volver a dormirse.
Craso error.

Segunda parte: los niños

Soñó que dormía o dormía realmente, y estaba en su casa, muy lejos de donde se encontraba en realidad, en su cama, pequeña, acogedora, y él era un compositor, y disfrutaba del placer ignoto, vetado al resto de los mortales, quienes no entendían de arte, ni de belleza, ni de nada que supusiera un atisbo de auténtico interés, de componer en el silencio de su cuarto, sin piano, sin su inseparable guitarra, sin papeles que ponían en fuga el genio creador; y comenzó a pergeñar una melodía, y de cada aliento y de cada impulso surgía, en la oscuridad, junto a él, un ser infernal; y ni él podía detener su creación ni el espantoso ser, que eran dos, la suya; y una dependía del otro, y viceversa; y él intentó poner fin a ambas creaciones, pero el ser ya estaba iniciado, y nada podía detener su crecimiento; y por fin el ser que eran dos se dejó ver a la tenue luz que deparaba la oscuridad de su cuarto, y era abominable: desnudos, pequeños, deformes, una sustancia pegajosa parecida al moco los envolvía; y articularon palabras horribles en lenguas horribles, y supo que debía acogerlos, y despertar, sobre todo despertar, aunque sabía que seguirían allí cuando encendiera la luz, y la locura de aquella certeza y de aquella visión lo arrastraría a asesinar a sus padres, de quienes era único hijo, a dejarlo todo por aquellos seres espantosos. Por los hijos de sus canciones.
Así sucedió todo, y, una noche de invierno, cuando, ya anciano, o más bien avejentado por las perrerías de sus múltiples vástagos, se disponía a celebrar la Natividad de Nuestro Señor con ellos, para quienes había preparado dulces y organizado bailes, supo que era el fin. Ellos se mofaban de él y le pegaban, pero sin hacerle daño, como jugando, como si fueran unos gamberros que no tuvieran intención alguna de acabar en la cárcel y se estuvieran ensañando con un pobre vagabundo, divirtiéndose, a su modo. Pero él sabía que aquel era sólo el principio. Aquella era la noche señalada. Más de treinta engendros habían convivido con él durante ya no recordaba cuántos años. Cuando cesó la música de la última canción que les había preparado para la última noche, sonrieron, apagaron la luz y se abalanzaron sobre su creador, despedazándolo con sus garras.
Sus ojos rojos como la sangre centelleaban en la oscuridad.

- ¡Dos horras exactas, amigo mío! ¿Qué tal ha ido? ¿Me recomendarrá a sus amigos, eh? Esperro que así sea. Vamos, vamos, ahorra estarrá muy aturdido, perro mirre, mirre la expectasión que ha provocado con sus pesadillas, mirre...
Cientos de personas se arremolinaban a mi alrededor. Estaba tendido en el mismo camastro en que me había depositado Muhamed, aparentemente hacía dos horas, pero la tenebrosa cabina había desaparecido. En su lugar, una vitrina de cristal me rodeaba por todas partes menos por una, por donde podía oír al Gran Visir y las risas que provocaban en la turba sus comentarios.
Me incorporé como pude y, aún temblando, salí por mi propio pie de la urna infernal.
- Vuelve cuando quierras, viajerro, serrás bienvenido - me gritó el Gran Visir, y volvió a su cantinela -: ¡Pasen, pasen y vean, señorras y señorres, descubrran sus pesadillas más terrribles, sus sueños más recónditos, sus secrretos más prrivados...!
Cuando volví la vista atrás, el circo, el bosque, todo había desaparecido, y me vi rodeado de oscuridad. A lo lejos, allá arriba, en la montaña, una pequeña luz me seguía conduciendo hasta ella, como un faro guía a un barco que necesita imperiosamente llegar a puerto. Aún aturdido por los últimos acontecimientos, encaminé mis pasos hacia la luz en medio de las tinieblas.


















CAPÍTULO XXX
KINDERGAARD, CAPITAL DE GRANKEGAARD
EL GRAN CONGRESO DEL NUR


Las primeras personalidades ya habían llegado a Kindergaard. Algunas, incluso, las más relevantes, lo habían hecho con varios días de antelación, de manera extraoficial, para visitar tranquilamente la hermosísima ciudad, sus jardines colgantes y sus parques flotantes, sus impresionantes cascadas y sus escarpadas montañas nevadas, sus inmensos lagos helados y sus construcciones sin par. El Gran Congreso del Nur iba a tener lugar en la capital, Kindergaard, que se encontraba en el extremo sur de la gran isla, aproximadamente a mitad de camino entre los extremos septentrionales del Continente de la Vieja Dama, más allá de los Bosques Helados del Nur y los últimos bosques de Terra Currupia, desde cuyo extremo sólo había diez kilómetros por mar hasta la capital del Nur.
Estaba previsto que esa misma mañana, el día de la víspera del Gran Congreso del Nur, se dieran cita las más altas personalidades, con el fin de que tuvieran al menos un día más para intercambiar impresiones. El vulgo llegaría al día siguiente, y las jornadas se tornarían aburridas e interminables, así que disponían de una jornada para charlar con sus viejas amistades. Entre éstos, no era extraño que seguidores de Deus se mezclaran con seguidores de Moebius, porque en realidad sus posiciones no cambiarían demasiado en ninguno de los dos regímenes, así que el ambiente era tranquilo.
La suntuosa recepción se produjo de forma escalonada y protocolaria, como había venido siendo tradición desde hacía millones de años. El primero en llegar fue el Rey de Grankegaard, Lohim III, acompañado por su esposa, Sherhaamí, y el Sumo Sacerdote, Ha-maahn, que presidiría todo el Congreso y dictaría la resolución final, a los que siguieron los ocho grandes reyes: entre los seguidores de Moebius: Shahar-Lah-Muit, rey del Gran Desierto del Soros, en la Terra del Dragón Rojo, Fghard-Ihl-Ahm-Eghm, rey de los Fliord del Et, en la Terra del Dragón Blanco, Flahm, el temible rey del Gran Desierto del Soroset y por último Hender, el rey de Terra Currupia; seguidos por los regentes de los reinos seguidores de Deus, quienes defenderían su preeminencia: Cehum, “El Poderoso”, rey de Norga, Dirgam, Krexa, Pasos, Nadde, Ixfram, Xinga, Rabbi, Nyda y la península de Habgah, acompañado de dos de sus esposas, Lyra y Cea, dos jóvenes bellísimas que había seleccionado de entre su numeroso harén para su fastuoso viaje, el rey de los Fliord del Os, Thurham, que compareció solo, pues su mujer se hallaba indispuesta, como más tarde refirió entre risas a sus vecinos en la fastuosa mesa de comensales, el rey de Jayôh, del mismo nombre, una pequeña isla en el mar del Os, que también prefirió viajar solo, y la reina del lado del Os de la isla de Zenda, también del mismo nombre, soltera. En estos pequeños reinos era costumbre poner el nombre del lugar a sus monarcas.
Acto seguido, ya sin un orden determinado, comparecerían los reyes, reinas, mandatarios y delegados de las demás regiones de Terra Beta. Entre los seguidores de Moebius: los regentes de Terra-Zan, Tub-Dur, la parte del Et de la isla de Zenda, la parte del Os de la isla de Mas-Ka-Zarh, las Ciénagas del Nuret, las tribus dispersas del Gran Desierto del Soroset, las Ciénagas del Brazk, al Sor de Terra Currupia y el rey y la reina del lejano reino de Grön, una isla que se encontraba más allá de Mar Satántico, atestado de sargazos tóxicos y cubierto la mayor parte del año de nieblas impenetrables, densas como espuma de mar. Entre los seguidores de Deus: los regentes de las Islas Vírgenes, los de la parte del Et de la isla de Mas-Ka-Zarh y los reyes de la aldea de Gur, una pequeña aldea que tras el último congreso había sobrevivido en medio de Terra Currupia. Si se decidía la preeminencia de Moebius estaban perdidos: serían los primeros en caer. Tal vez ellos, de entre los primeros invitados al congreso, fueran los únicos preocupados por el desenlace de los próximos acontecimientos.
A éstos seguirían los cónsules, mandatarios y delegados de algunas regiones que tenían el suficiente peso religioso y político como para enviar representantes. Al día siguiente llegarían, de un lado, los Trece, y, del otro, los caballeros, los monjes, los sabios, los doctos, los rabinos, los iluminados, los falsos mesías, como ya era tradición, y, en fin, una interminable galería de personajes que, no había más remedio, desfilarían ante los aburridos ojos de todos los demás. Al final de todas las exposiciones el Sumo Sacerdote dictaría una sentencia y ésta se habría de cumplir por mil años.
La jornada transcurrió tranquila. Los reyes hablaron entre sí, los cónsules hicieron lo propio entre sus iguales, y así sucesivamente, como siempre había venido siendo, desde el principio de los tiempos.


1

Los tres niños encontraron a Iak tirado en una de las ciénagas. Tenía la pierna destrozada, los ojos fijos, vidriosos, y por un instante pensaron que estaba muerto. Noemu iba a recitar sus oraciones cuando el niño empezó a gritar. Los tres niños dieron un respingo y Aiyo estuvo a punto de caerse en la miasma burbujeante de una marisma invisible a sus ojos, desde donde se encontraban. Noemu logró sujetarlo en el último momento y cuando estuvo a salvo dirigió rápidamente toda su atención al joven desconocido: no estaba muerto, de eso no había duda, pero no estaba bien.
- Ayudadme a recostarlo - dijo Noemu.
Los tres niños lo recostaron sobre el tronco de un árbol y Noemu extrajo unos polvos de una pequeña bolsa de piel que llevaba atada a la cintura.
- Esto te va a doler, aguanta.
Noemu hubiera jurado que el niño herido había asentido, pero en realidad no hizo movimiento alguno: estaba como ido.
Echó un poco de ese polvo en la herida del muchacho y ésta cicatrizó en cuestión de segos. Iak gritó y se desmayó.
- Ayudadme a incorporarlo, no podemos dejarle aquí.
Los dos niños no rechistaron. La sola idea de quedarse allí solos les resultaba aterradora. Como pudieron, cargaron con Iak y siguieron avanzando a través de las ciénagas.


2

- Éste es el punto donde la fuerza de Grankegaard tiraría de nosotros, pero necesitamos un vehículo metálico - dijo Leha.
Lehar no decía nada. Ante ellos se extendían kilómetros y kilómetros de tierras vacías, de páramos yermos y desolados jalonados aquí y allá de colinas suaves, lagos y ríos que corrían por doquier.
- Creo que puede ser más interesante buscar un río. Mira allá.
Leha le hizo caso y a lo lejos vio una corriente de agua que bajaba rápida y que se adentraba en el Nur cada vez más, hasta perderse en lontananza, cerca del horizonte.
- Será peligroso - dijo Leha -, pero creo que no tenemos opción.
- A menos que encontremos por aquí un bolbrre abandonado - dijo Lehar.
- Y eso es poco probable, ¿verdad?
- Me temo que sí.
- Tal vez al otro lado del río tengamos más suerte.
- ¿Te refieres a la otra orilla?
- No, me refiero a ese otro lado - dijo Lehar, señalando el último tramo del río, allá en el horizonte.
- Debes estar bromeando. No podemos bajar todo el río. No sabemos cómo es el trazado más allá. Tal vez haya saltos de agua, cascadas inmensas, rápidos peligrosísimos...
- O tal vez no. Dices que desde este punto Grankegaard nos podría atraer.
- Sí, eso creo.
- Ya hace un rato que mi espada tira en esa dirección. Debemos construir una balsa con hilo metálico y cargar en ella todo lo que podamos que sea metálico.
- Sí, claro, y con aire acondicionado, asientos reclinables...
- No seas tonta, sé dónde encontrarlo.
- Ah, ¿sí?
- Sí. Ven, sígueme.




3

Ik-Ahn estaba tan cansado que no dudó en tumbarse a descansar. Ahora la luz estaba a menos de un par de furbas de camino. Parecía provenir de una cueva. No sabía lo que habría allí, pero estaba decidido a comprobarlo con sus propios ojos. Sólo una cabezada. Se había sentido otro durante el sueño en la Feria de los Horrores, un viajero, un tal Al, pero ahora se sentía un niño cansado, y le dolía terriblemente la pierna izquierda, como si le hubieran mordido en la pantorrilla con una saña despiadada. Se acurrucó junto al tocomocho de un árbol muerto y se quedó profundamente dormido.

- Yo veo un niño.
- Yo veo un joven.
- Yo veo un hombre.
- El niño está herido.
- El joven ha cambiado.
- El hombre es un guerrero.
- Interesante.
- No puede ser.
- El niño está para comérselo.
- El joven es un viajero de otro mundo.
- El guerrero es Ik-Ahn, poeta guerrero ancestral de otros tiempos.
- El niño se llama Iak.
- El joven, Al.
- El guerrero llegó primero.
- Iak... es hermoso.
- Al... pero también Igor, Igor Rubens... no tiene padres, pobrecito, sufre por eso.
- El guerrero tiene preguntas. Habla, guerrero, las tres brujas de la colina de Ttii te escuchamos.
Ik-Ahn había llegado a la caverna. En su interior, alrededor de un caldero burbujeante, tres ancianas iban y venían en una suerte de danza fantasmal. Seguramente se trataba de un sueño, pero a esas alturas eso era algo que tenía poca importancia.
- ¿Quiénes sois?
- No malgastes tus preguntas, guerrero.
- Te lo hemos dicho, no malgastes tus preguntas.
- Sé que sois las tres brujas de la colina de Ttii, pero en realidad no sé quiénes sois y en qué podéis ayudarme.
- Ésa es otra pregunta, guerrero.
- Una buena pregunta, tal vez.
- Sí, una buena pregunta.
- Pero eso nos lo tendrías que decir tú, ¿no crees?
Las tres brujas se rieron a mandíbula batiente.
- No, tal vez esté en lo cierto - dijo una de ellas, dejando de reír de repente.
- Sí, tal vez hayas dado en el clavo, guerrero.
- Sí, tal vez no tengas que preguntar más. Veamos.
Una de las brujas sacó una bola de cristal de Deus sabría dónde y fijó sus ojos blancos y ciegos en ella.
- Veamos - repitió otra.
- Sí, veamos.
- ¿Tú qué ves, hermana?
- ¿Y tú, hermana?
- Yo lo mismo que he visto cuando ha entrado: un niño.
- Yo también lo mismo: un joven.
- Y yo: un guerrero.
- Iak.
- Al.
- Ik-Ahn.
- Está herido.
- Al, pero también Igor Rubens. Está solo en este mundo.
- Ik-Ahn, poeta guerrero.
- ¡Ya basta con ese cuento, os repetís como...! - saltó el nuevo ser que era Ik-Ahn, Al y Iak al mismo tiempo, con una fuerza que no asustó a las ancianas.
- Debéis escindiros - le cortó una de las brujas.
- Sí, debéis escindiros.
- Sí, escindiros.
- ¿Cómo escindirme? - dijeron las tres voces a la vez.
- Escindiros.
- En lo que sois.
- En el niño, el joven y el guerrero.
- No entiendo nada - dijeron los tres al unísono, cada uno con su voz.
Cada una de las brujas sólo podía oír y ver a uno de ellos.
- ¿Podéis oír la voz del niño?
- ¿Y la del joven?
- ¿Y la del guerrero?
- ¡No! - dijeron las tres a la vez.
- Es un caso grave.
- Sí, muy grave.
- Gravísimo.
- Debemos actuar con prontitud.
- Sí, y con celeridad.
- Mas con tiento.
- Cierto.
- Muy cierto.
- Más que cierto.
Ik-Ahn se estaba mareando ante tal verborrea, así como Al, que estaba más confuso, pues no entendía que aquellas ancianas vieran a un guerrero y a un niño, además de a él, allí sólo estaba él, aunque no sabía cómo había llegado hasta allí, ni le importaba, o Iak, al que le dolía mucho la pierna y no podía entender cómo había llegado hasta allí caminando. Si se trataba de un mal sueño, éste era cómico y tétrico a un tiempo, si el matrimonio es mínimamente factible, como de hecho parecía serlo.
- Pasa por aquí, niño.
- Toma mi mano, Al.
- No temas, guerrero.
- No te dolerá.
- Serás tú y sólo tú de nuevo.
- Sólo introduce tu mano en este líquido burbujeante.
- Está caliente, pero no te quemarás.
- No, reaccionarás como todos.
- Vaya que sí.
Ik-Ahn, Al y Iak se asomaron a la marmita, Iak por curiosidad, Al como arrastrado por una fuerza interior, e Ik-Ahn porque una de las brujas lo había tomado de la mano y lo había llevado hasta la marmita.
- No temas, guerrero.
- Es el único modo, pequeño.
- Adelante, mi joven viajero.
Iak fue el primero en acercar la mano al borde de la marmita. Ik-Ahn y Al sintieron que algo tiraba de ellos, así como Iak sintió una fuerza que tiraba de su mano hacia atrás.
- Podemos esperar una eternidad, guerrero.
- Sí, no tenemos prisa, mi niño.
- Puedes tomarte tu tiempo, viajero, pero las cosas necesarias...
- ... aunque no perentorias...
- ... dejan de ser por eso necesarias.
- Has de hacerlo.
- Has de hacerlo.
- Has de hacerlo.
- Si no lo haces, nada cambiará.
- El mundo acabará en este instante.
- Todos moriremos.
- Pero nosotras ya estamos muertas.
- Sí, y tal vez ellos también lo estén.
- Pero eso no importa, ¿verdad?
Iak, harto de sus confusas palabras, introdujo la mano en el líquido burbujeante. Era una sopa densa, cálida, pero, tal y como habían dicho las brujas, no quemaba. De pronto, una mano azul, escamosa, agarró con fuerza la de Iak desde el fondo de la marmita, tratando de meterlo en ella. El guerrero y el joven tiraron con fuerza y la mano azul y escamosa desapareció.
Iak, Al e Ik-Ahn saltaron hacia atrás, momento en que se escindieron y se vieron entre ellos por primera vez.
Atónitos, se quedaron en silencio por un instante.
A Iak le dolía mucho la pierna, de cuya pantorrilla le faltaba un trozo, así que se dejó caer hacia atrás y se sentó en el frío suelo de piedra; Al no daba crédito a sus ojos, a lo que había visto salir de la marmita, a las brujas, al niño herido y al guerrero con los que había compartido su alma; e Ik-Ahn se sentía liberado de la carga de ser más que un poeta guerrero ancestral.
- Ya está. ¿Cómo os sentís?
- Ahora podemos veros a los tres.
- Sí, ha sido un caso curioso. No os cobraremos demasiado.
- ¿Cobrarnos? ¿Por qué? - dije. Estaba volviendo en mí. Había cambiado, en las profundidades del tubo submarino había cambiado, pero estaba volviendo a ser yo mismo otra vez.
- Sí, no os cobraremos demasiado.
- Uno de vosotros se quedará con nosotras.
- Sí, uno de vosotros.
- Tal vez queráis echarlo a suertes.
Los tres se miraron entre sí.
- Primero, curad al niño - dijo Ik-Ahn.
- Primero decidid quién se quedará - dijeron las brujas al unísono.
- Me quedaré yo - dije. No me había vuelto más noble. Simplemente, el guerrero se había adelantado a decir que curaran al niño, y yo me adelanté a decir lo que consideré lo siguiente.
- No. Si alguien ha de quedarse, ése seré yo - replicó el poeta guerrero, para mi alivio.
- Sois nobles.
- Sí, sois espíritus nobles.
- Pero desgraciadamente ya hemos tomado nuestra decisión.
- Sí, ya la hemos tomado.
- Se quedará el niño.
- ¡No! - gritamos el poeta y yo al unísono, como si fuera una comedia y la reacción estuviera pactada de algún modo. De algún modo, me sentí así.
- Oh, no os preocupéis por él.
- No, no debéis hacerlo.
- Estará bien con nosotras.
- Debéis ir al Gran Congreso del Nur.
- Ambos debéis ir.
- Sí.
Nos quedamos atónitos. Así era, ciertamente.
- Está bien - dijo el poeta -. Pero tendréis que jurarme que lo trataréis dignamente, que sanaréis sus heridas y que podré volver a por él cuando todo termine.
Las brujas se quedaron en silencio por espacio de un minuto.
- De acuerdo.
- Así será.
- Sí, será como dices.
- Iak, ¿estarás bien?
- Idos. De todos modos, no puedo caminar.
- Si le tocáis un solo pelo, os mataré con mis propias manos.
- Qué agresivo, guerrero.
- Tal vez tendríamos que habernos pensado mejor quién se quedaría con nosotras.
- Sí, tal vez.
- Debemos irnos, Al.
Yo estaba un poco flipado. Aún no me había aprendido el nombrecito del poeta guerrero.
- Una última cosa.
- Sí, una última cosa, antes de iros.
- No podéis iros así.
- ¿Y ahora qué, bruja? - dije yo, aunque sonó torpe y grandilocuente, como si lo tuviera que haber dicho el poeta.
- No podéis iros escindidos.
- Debéis volver unidos.
- Lo que ha llegado unido...
- ... deberá salir unido.
- Es la ley.
- Es la ley.
- Introducid vuestras manos en la marmita.
- Sí, introducidlas, vamos, ya conocéis el procedimiento.
- Nosotras podemos esperar...
- ... porque estamos muertas...
- ... pero vosotros no tenéis tiempo que perder.
Introducimos a la vez las manos en el burbujeante líquido y cuando las manos azuladas trataron de cogernos nos tiramos hacia atrás, uniéndonos en un solo ser. Yo no noté nada extraño, si acaso que sabía hablar lenguas extrañas, muy antiguas, y al poeta, que estaba dentro de mí, y yo dentro de él, le pasaría tres cuartos de lo mismo: se sentiría un tanto estúpido, nada más.
Con premura, salí de allí, dejando atrás a Iak, el niño herido, preso de las tres brujas.


4

- Ahí están, tal como me dijo mi padre, antes de morir: las minas abandonadas de Hyjhya-La-Zehn.
El espectáculo que se desplegaba ante sus ojos era simple y llanamente impresionante. Incrustadas en dos imponentes montañas de granito, había esquirlas gigantescas de cobre por doquier. Más allá, en una suerte de almacén abandonado, había largos ovillos de hilo de cobre. Es lo que estaba buscando Lehar.
- Éste es el plan: construiremos una balsa de troncos y los uniremos con este hilo de cobre, lo suficiente como para que Grankegaard nos atraiga cuando estemos cerca, pero no demasiado, o nos hundiríamos.
- ¿Tú sabes construír balsas con troncos e hilos de cobre?
- Siempre hay una primera vez para todo, ¿no crees? - respondió Lehar con una sonrisa, y Leha, sin saber muy bien la razón, sintió que un escalofrío le recorría la espalda.


5

Los niños estaban agotados cuando empezó a oscurecer.
- Debemos descansar - dijo Noemu -. Aún nos queda un buen trecho.
- Esto no es tan malo, si no fuera por ese nauseabundo olor tan penetrante - dijo Aioue.
- Pronto pasará.
Acostaron a Iak junto al tocón de un árbol muerto hacía mucho tiempo y los niños sindios hicieron lo propio. Aiyo estaba tan cansado que, apenas se hubo tumbado, se quedó dormido.
Aioue se quedó mirando un momento a Noemu. Le parecía guapo, pero no demasiado. Con este pensamiento, se quedó profundamente dormida.
Noemu se quedó haciendo guardia. En cierto modo, se sentía responsable por los tres niños. Él no era más que un niño, como ellos, pero su infancia había sido bien distinta.
Cerró sus ojos y escuchó el silencio.
En muy poco tiempo se sumió en una meditación profunda, pero alerta, tal y como le había enseñado su maestro.
Pero algo pasó, perdió su concentración y se sumió aún más en un pozo profundo, sin fondo, más y más profundo.
Una voz, no muy lejos de allí, susurró: “Ahora”, y la sanguijuela de Yearl cogió el báculo del abuelo de Aioue y Aiyopatapec.
El maestro había muerto. ¿Cómo no lo había advertido antes? Un monje no podía descuidar esas cosas, cualesquiera que fueran las circunstancias. No se había parado a meditar desde que había salido del monasterio. Tal vez el mundo al que había salido, después de tantos años encerrado tras los muros del monasterio, también lo estaba cambiando a él. Entonces se acordó de Aioue, de los cambios que suponía estaba experimentando, y, con lágrimas en los ojos por la muerte de su querido maestro, haciendo un supremo esfuerzo, volvió a la consciencia. Sus ojos primero reposaron en los niños, quienes dormían plácidamente, unos junto a otros, y después en el báculo, que seguía junto al tocón. La sanguijuela de Yearl lo había cambiado por otro igual, creado por la magia de su amo. Vio que todo estaba en orden, en silencio, y se dispuso a regresar a su meditación, pero esta vez se dijo a sí mismo que estaría alerta. Sin embargo, era un niño agotado, y en una par de furbas le sobrevino un sueño, cuando menos, perentorio.


6

Cuando Ik-Ahn se despertó de su sueño, apenas unas furbas más tarde, la luz en medio de las tinieblas había desaparecido, junto con éstas, y un poco más allá apareció, majestuosa, la ciudad de Grankegaard. Las Terras Negras habían avanzado lo suficiente como para poder ver desde allí la capital. Habían arrastrado consigo al guerrero, quien, inconsciente de todo ello, se encaminó con paso firme y decidido hacia la ciudad, que brillaba en el horizonte bajo el primer sol del amanecer.


7

Leha y Lehar habían logrado construír una balsa y habían unido sus troncos con resistente hilo de cobre. Además, habían cargado suficiente cobre, en bolsas de esparto que hallaron en el providencial almacén de las minas abandonadas, en el que incluso había herramientas que, si bien oxidadas por el tiempo, sirvieron para la empresa, con el fin de que Grankegaard los atrajera cuando estuvieran suficientemente cerca.
Fletaron la improvisada embarcación y se subieron a ella. Parecía estable, así que Lehar cortó la amarra y la nave voló río abajo, en dirección a Grankegaard.


8

El primero en despertarse fue el pequeño Aiyo, quien dio la voz de alarma a los demás.
- ¡No está, el niño herido no está!
Su hermana y Noemu se despertaron a la vez, sobresaltados por los gritos del pequeño.
Efectivamente, Iak se había ido durante la noche.
- No importa - dijo Noemu -. Cada quien es dueño de su destino. Debemos continuar - y sintió un fuerte dolor de cabeza tras pronunciar estas palabras. No lo sentía en absoluto, pero era como si algo hubiera cambiado en él durante la noche.
- ¿No ibas a vigilar? - le increpó Aioue, airada.
- ¡Eh, yo también necesitaba descansar! - se defendió Noemu, aunque sabía que tenía razón, en parte.
- ¡Pues no haberte ofrecido!
- ¡Calláos! - gritó Aiyo, que parecía el único cuerdo -. ¿Qué os pasa? El niño ha desaparecido, debemos buscarlo.
Noemu hizo un supremo esfuerzo por que sus palabras fueran las correctas, las que quería decir él en ese momento, y no las que le imponía la ciénaga. Rogó a Deus que fuera por la influencia de la ciénaga, y no por algo mucho más general, como la influencia de aquel mundo.
- No podemos pararnos a buscarlo. Si no llegamos a tiempo al Gran Congreso del Nur, dará igual que lo encontremos o no. - Al terminar de hablar, estaba casi seguro de que era lo que había querido decir.
- Tal vez no fuera más que un fantasma de las ciénagas - dijo Aioue, para sorpresa de todos.
- Sí, tal vez - dijo Noemu, para su propia sorpresa.

En un par de furbas apenas si recordaban su encuentro con el niño herido, como si hubiera sido un mal sueño, o esa parte de las pesadillas que nunca se recuerda, o que se diluye en detalles inconexos y acaba por olvidarse pronto. Cuando cruzaron las ciénagas y salieron al otro lado, ya no lo recordaban en absoluto. El espectáculo que se desplegaba ante sus ojos hizo el resto, y Iak pasó por sus vidas y por sus mentes como un recuerdo reprimido, como una sombra, como un instante no vivido. Habían salido a la luz, en un claro verde muy frondoso, cuajado de flores blancas y de arbustos cargados de acuabayas, de las que dieron buena cuenta. Apenas un poco más allá, centenas, tal vez miles de pequeñas barcas doradas volaban hacia Grankegaard, flotando sobre las aguas. Se dirigieron hacia la playa en forma de Luna de la que partían y subieron a una.
- Bienvenidos a Grankegaard - dijo una voz que salía de la barcaza, se soltó la amarra y despegaron, junto con otros cientos de barcas, hacia la Terra del Gran Congreso del Nur.


9

Leha abrió los ojos como platos y fue incapaz de pronunciar ni una sola palabra cuando vio, aún a lo lejos, el imponente salto de agua que les esperaba apenas trescientos metros más adelante.
Lehar estaba echando una cabezada, estaba agotado después de construír la balsa, pues aunque Leha se había mostrado como una excelente montadora, sobre él había recaído la tarea más dura de cortar troncos y apilarlos junto al río.
Leha, que no conseguía articular palabra, se fue hacia Lehar y lo zarandeó de un lado a otro, con furia histérica.
Lehar despertó en medio de un sueño en el que volaban sobre las aguas. Cuando logró aclarar sus ojos, no estaba tan convencido de la eficacia de su sueño. La balsa volaba sobre la superficie del río, que se había vuelto más rápido a medida que se acercaban a la cascada. En un acto reflejo, se abrazó a Leha, la asió con fuerza y, con la mano que tenía libre, se agarró a un extremo de un hilo de cobre. Se agacharon en el mismo instante en que la balsa llegó al borde de la cascada.
En un primer momento la balsa cayó en picado, pero algo tiró de la punta y consiguió enderezarla, mientras caía hacia el abismo. Era Grankegaard, la Terra del Gran Congreso del Nur, que tiraba de ellos con una fuerza inusitada. Planearon sobre la superficie del río y se dirigieron a toda velocidad hacia la playa de las barcas doradas. Al llegar a su altura, la balsa no se detuvo, sino que continuó viaje a través de la bahía, golpeando a algunas barcas doradas a su impetuoso paso, cuyos ocupantes les maldijeron en varias lenguas.
Entre muertos de miedo y divertidos, se incorporaron levemente, vieron la majestuosa Kindergaard, se miraron a los ojos y se besaron por primera vez.


10

Noemu se presentó como el representante del monasterio del Soros, y junto con sus dos jóvenes acompañantes, fueron conducidos a una lujosa habitación. El chambelán abrió la puerta, y Aiyo se precipitó en su interior como una centella.
- ¡Vaya, debes ser muy importante! - exclamó Aiyo al ver todo aquel despliegue de comodidades.
- Deberá comparecer en un par de furbas, señor - le dijo el chambelán a Noemu, haciendo un gesto de desaprobación al ver que unos niños escandalosos ocupaban una de las más lujosas habitaciones. Le tendió la mano y Noemu se la estrechó, divertido. El hombrecillo se fue de inmediato a acompañar a otros huéspedes.
Noemu tampoco había visto nunca tanto lujo, salvo en los antiguos grabados que aparecían de vez en cuando entre las amarillentas páginas de los pesados y polvorientos libros de historia del monasterio, por supuesto. La estancia era enorme. Un pequeño recibidor acrisolado daba paso a una amplia habitación decorada con motivos muy clásicos, casi rococó, demasiado emperifollados para el gusto de los niños, que, no obstante, estaban encantados. Aioue se tendió en la altísima cama de un salto y Aiyo fue corriendo hasta el cuarto de baño, al que no se accedía sino atravesando una pequeña sala. Tenía una bañera gigante y unos lavabos también altísimos a los que se encaramó para abrir el grifo.
- ¡Acuabaya de frambuesa! - exclamó -. ¡Y por éste sale zumo de acuabaya de banano! ¡Esto es genial! Pues sí que debes ser importante.
Una sombra cruzó por la frente de Noemu. Ni siquiera sabía qué había venido a hacer al Gran Congreso del Nur. Tal vez se esperaba de él más de lo que podía aportar.


11

La Sala Capitular estaba atestada de gentes venidas desde todos los rincones del planeta. En el estrado, una gran mesa oval de mármol blanco jaspeada de toda suerte de grises, rodeada por trece sillas igualmente de mármol, ancladas al suelo, presidía el centro de la imponente estancia. Sobre ésta, una cúpula circular se elevaba por encima de las cabezas de los presentes, y parecía llegar al cielo. Las paredes blancas, también de mármol, reflejaban el lento movimiento de los miles de personas congregadas alrededor del proscenio. Junto a éste, y distribuidas de modo circular, estaban las sillas donde se sentaban los reyes y los altos mandatarios, en tres filas, tras las cuales estaban los guardias, que contendrían a las masas que estaban detrás, si se producía alguna insurrección o altercado, cosa que siempre solía suceder, pues llegaba un punto en que los ánimos se enardecían y las pasiones se desbordaban. No en vano, estaban a punto de presenciar el acto que determinaría la forma en que se iban a conducir los acontecimientos de los próximos mil años. En un momento dado, se hizo el silencio y apareció el Sumo Sacerdote, Ha-maahn, portando las Sagradas Tablas de la Preeminencia, donde escribiría su veredicto tras la comparecencia de los participantes, seis seguidores de Moebius y seis abogados de Deus.
- Queridos todos - empezó el Sumo Sacerdote, en medio de un silencio sepulcral -: nos hemos reunido aquí para decidir la preeminencia de uno de los dos grandes dioses de los últimos tiempos, como bien sabéis. Para ello, hemos congregado a las máximas autoridades en ambas deidades para que den su parecer al respecto. Tras mil años de preeminencia de Deus, ha llegado el sagrado momento de decidir sobre la suerte de nuestro mundo durante los próximos mil años. Empiece, pues, el Gran Congreso del Nur del año Mil de la preeminencia de Deus.
Sonaron unas trompetas y a la orden de los soldados se abrieron dos pasillos simétricos.
- De un lado, los representantes de Deus: Sir Cromwel, caballero...
... humano venido de otro mundo, aunque eso no lo sabía siquiera el Sumo Sacerdote. Era su golpe de efecto. No le interesaba lo más mínimo la preeminencia de ninguno de aquellos estúpidos dioses, pero quería hacerles ver la precariedad de su sistema, en el que había logrado colarse con apenas un par de recomendaciones más o menos mágicas; Fern Sergohn, orondo y sudoroso clérigo del Soroset, quien se había mostrado muy intranquilo al no poder localizar a Noemu el día anterior, con el fin de definir su estrategia, que consideraba mutua, por supuesto; Ik-Ahn, poeta guerrero ancestral, de la sagrada raza de los homes, al que algunos, exactamente la mitad de los comparecientes, vieron y oyeron presentar como Al, un joven viajero; Noemu, pequeño home y representante del monasterio del Soros, que sólo podía verme a mí, y no al poeta guerrero, el doctor Hertz y Franz, también humanos, este último en sustitución de Al para unos, de Ik-Ahn para otros. Del otro, “El Sibilino”, quien se presentó con su apariencia de viejo junano, “El Sanguinario”, y tres de los Trece Señores Oscuros, encapuchados. Nadie podía saber quiénes eran. Un asiento se quedó vacío. Los otros diez estaban sentados en la primera fila de sillas, entre los reyes, muy cerca de la mesa principal, también encapuchados.
El primero en hablar fue Sir Cromwel.
- Damas y caballeros, tengo el honor de ser el primero en hablar y no quiero extenderme mucho. Como es tradición, no me dedicaré a enumerar las abundantes ventajas de la preeminencia de Deus para los próximos mil años. En cambio, les participaré mi legado, mi conclusión final, tras años de estudio y meditación. - La voz del caballero resonaba en la inmensa sala, gracias a una acústica más que providencial. Cuando se hubieron extinguido los últimos ecos, ya en medio del más absoluto de los silencios, lo cual le complació sobremanera, continuó -. Vengo de otro mundo. - Esperó una respuesta de estupor general, pero parecía que nadie entendiera sus palabras. Empezó a incomodarse. Su actuación no estaba teniendo los apoyos que esperaba. De pronto se sintió indefenso, incapaz de continuar. Un murmullo general, un salto de alguien, le habrían bastado, pero el silencio era una respuesta demasiado incómoda como para continuar por aquel camino, así que cambió de estrategia. Tal vez más tarde, se dijo, cuando el ambiente fuera más distendido, entre los vapores del vino, diría a aquellos infelices quién era y de qué modo había llegado a formar parte de los llamados a participar en el Gran Congreso -. Provengo del mundo de las letras y de las armas - continuó, tergiversando su discurso inicial -, del mundo del caos y la desolación, pero también del orden, y de la esperanza; provengo de la fuerza de la espada y de la delicadeza de la pluma y, si bien estos elementos pueden resultar antagónicos en un primer momento, no lo son en absoluto.
Y así prosiguió, sin decir nada, huyendo de sus propias palabras, hasta que, cansado de dar rodeos, se sentó.
Todos estábamos aburridos. Si las aportaciones de los demás defensores de la preeminencia de Deus eran así, no había nada que hacer. Fue entonces cuando una idea extraña cruzó mi mente: yo no estaba allí para defender la preeminencia de ninguna deidad. Yo estaba allí para poner en conocimiento de las autoridades la inminente catástrofe que estaba a punto de tener lugar. No podía saber, por tanto, qué preeminencia sería mejor, así que me dispuse a escuchar lo que los demás tertulianos tenían que decir sobre Deus y sobre Moebius. Era el turno de “El Sibilino”, que cedió su turno al siguiente representante de Deus.
- Queridos hermanos. Es obvio que la amabilidad de nuestros invitados está fundada y viene precedida del sabor de la derrota. Saben que no tienen opción, y por eso guardan silencio. Deus ha demostrado ser la mejor opción, durante estos mil años. Todos sabemos por las crónicas que los mil años anteriores fueron sinónimo de caos y de destrucción, y, por el contrario, hemos logrado más avances, en todos los terrenos, en estos mil años, que en todos los años anteriores, en los que vivíamos esclavos de Moebius. Sé que quienes amamos a Deus no tenemos necesidad de saber más sobre Él, y es a vosostros a quienes me dirijo: Amad a Deus sobre todas las cosas, tal como Deus os ama, porque el amor es la fuerza mayor de todo el universo.
Dichas estas palabras, que el vulgo acompañó con vítores y abucheos casi por igual, se sentó y se secó el sudor, como si hubiera hecho un gran esfuerzo.
Llegó el turno de uno de los Señores Oscuros, quien cedió en turno a Noemu, quien portaba el báculo falso. Éste se levantó y dijo:
- Me llamo Noemu, y represento a los monjes del Templo del Soros. En mi mano tengo la prueba irrefutable de que los servidores de Moebius han desobedecido las sagradas órdenes. No diré nada más, vedlo vosotros mismos.
Puso el báculo frente al monstruo y, como era de esperar, no pasó nada. Noemu palideció. Miró a Aioue y Aiyopatapec, quines estaban tan extrañados como él. Entonces Noemu vio a la sanguijuela de Yearl escurriéndose por detrás de la espalda del espectro, y su intuición adivinó el resto. El ente les había estado siguiendo y en las ciénagas, cuando supo con certeza que había muerto su maestro y, profundamente afectado, estaba ausente, el escurridizo bicho les había dado el cambiazo. Pero eso era algo que, por el momento, no podía demostrar.
- Lo siento, estaba equivocado - dijo, pensando rápidamente cómo actuar. Estaba seguro de no tener que decir ni hacer nada más, así que, ante la posibilidad de improvisar y de perder una baza importante, optó por el silencio -. Cedo la palabra a nuestros invitados.
Los seguidores de Moebius fueron cediéndonos el turno, hasta que me tocó hablar a mí. Cuando me levanté algo había pasado en mi cabeza. La disociación era tan grande que ya no sentía en absouto al guerrero, y suponía que él tampoco me sentiría a mí, o bien había desaparecido por completo.
- Damas y caballeros - empecé, y me sorprendí a mí mismo hablando de un modo fuerte y sereno -, yo sí soy de otro mundo. Provengo de un mundo que se haya a tal vez millones de años luz de distancia, y hacia el que se precipita su mundo de modo inexorable. No sé si será mejor la preeminencia de Deus o la de Moebius, pero lo que sí sé es que si no somos capaces de organizarnos, de ponernos de acuerdo y de ponerle remedio, no sólo todos nosotros y los habitantes de mi mundo vamos a perecer, sino que, probablemente, estemos ante el fin de los tiempos. Es todo, caballeros, quiero una respuesta, y la quiero ahora.
- Me temo, joven viajero, que tendrá que esperar tu respuesta - dijo el Sumo Sacerdote -, al menos hasta que juzguemos la preeminencia de una de las dos deidades de Terra Beta, como vosotros llamáis a nuestro planeta.
- Sí, no eres el único humano. También lo somos Franz y yo. Tenemos mucho de que hablar. En privado. Éste no es lugar.
- ¡Es lo que pretendía deciros desde el principio! - exclamó Sir Cromwel -. Yo provengo...
- Es obvio que este congreso tiene más elementos que un congreso convencional - le cortó el Sumo Sacerdote -. Propongo que nos retiremos y que hablemos entre nosotros, a fin de tener las ideas más claras y poder llegar a una conclusión definitiva lo antes posible.
- ¡Esto es inaceptable! - bramó “El Sibilino”.
- ¿Cómo decís? ¿Ahora queréis hablar? - dijo el Sumo Sacerdote, no sin cierta ironía.
- Vos sabéis, excelencia - dijo, arrastrando las palabras con afectación -, que por ley nos corresponde el turno de preeminencia. Hemos salvaguardado y cumplido las sagradas normas durante mil años, nadie ha podido refutarlo, y pido, por consiguiente, la preeminencia de Mi Señor, Moebius.
- A su debido tiempo, señoría, a su debido tiempo. Ahora, retirémonos a parlamentar sobre las últimas nuevas.
El Sumo Sacerdote nos condujo a una sala e hizo lo propio con los seguidores de Moebius, quienes, como nosotros, se replegaron para definir su estrategia.
- Les dejo solos, señores. Después pasaré para que me cuenten en detalle quiénes son y por qué están aquí - dijo, refiriéndose a nosotros, los “extranjeros”.
El Sumo Sacerdote mandó cerrar las puertas de la estancia y nos dejó solos. Había más personas dentro, además de los tertulianos, algunos caballeros, monjes y estudiosos.
La situación era un tanto absurda. Nos habían encerrado en una habitación a cal y canto con el único propósito de presentarnos, intercambiar impresiones y, sólo tal vez, llegar a algunas conclusiones.
- Bien, puesto que nadie empieza a hablar, lo haré yo - empezó a decir Sir Cromwel.
- No, déjalo, creo que ya has hablado bastante por hoy - le cortó otro caballero, a lo que el resto respondió con una sonora carcajada que sacó los colores al primer caballero -. Yo, empero, no he hablado. Permitidme que me presente: me llamo Lawrence de Thornhays, pero creo que eso no es importante. Creo que debemos escuchar a los viajeros de otros mundos. Si todos estamos de acuerdo, adelante.
Sir Cromwel iba a hablar, pero, recordando la risa de los demás, guardó silencio.
Eso reducía las posibilidades a tres.
El primero en hablar, para mi alivio, fue Hertz.
- Soy el doctor Hertz, y junto con Franz, venimos del mundo al que ustedes llaman Terra Primigenia, o, simplemente, Terra. A algunos de ustedes - dijo, refiriéndose a los doctores y eruditos -, les será incluso familiar el nombre de Tierra - a lo que éstos respondieron con leves asentimientos de cabeza -. No sé cuánto tiempo llevamos aquí, y creerán que estoy loco, pero no recordamos cómo llegamos. Creo, no obstante, aunque no puedo explicarlo, que no tiene la menor importancia. Hace varios años tuve la intuición de que algo iba a pasar en este congreso, algo grandioso, algo nuevo y diferente, y creo que se trata de que estamos a punto de descubrir un nuevo orden de cosas. No sé si se habrán dado cuenta de que están teniendo lugar menos cambios sobre la superficie acrisolada de Terra Beta, y eso sólo quiere decir una cosa: se avecinan nuevos tiempos. ¿Significa eso que la preeminencia y el reinado de Moebius están cerca? Yo creo que no, pero debemos estar alerta. No, yo creo en un estado de cosas distinto, pero dentro de la preeminencia de Deus. Tal vez, al respecto, pueda decirnos algo nuestro joven viajero.
Se refería a mí.
Todos los ojos estaban posados en mí esperando mis palabras, así que no les hice esperar demasiado. El tiempo necesario para tragar un poco de saliva.
- Hola a todos - empecé, y nadie me devolvió el saludo, lo cual era lógico, ya que yo desconocía sus costumbres tanto como ellos las mías -. Me llamo Al, creo, aunque ya ni de eso estoy seguro, y también vengo de la Tierra. Yo sí recuerdo cómo llegué a su planeta. Lo hice en una nave, una nave espacial que cruzó el Sol de nuestro Sistema Solar y, atravesando el universo, aterrizó en su planeta. Estoy aquí con la misión de decirles a ustedes lo que acabo de decir en el salón principal: su planeta viaja en línea recta hacia el mío, y si no hacemos algo para impedirlo, ambos colapsarán con una fuerza tan brutal que se producirá una reacción en cadena de tal virulencia que hará estallar todo el universo.
El murmullo fue general, por fin, tras mis palabras. Tal vez había llegado a tiempo de lograr algo.
- ¡Orden! - gritó el caballero que nos había cedido la palabra, a lo que los demás respondieron de inmediato, serenando sus ánimos y disminuyendo sus comentarios -. ¿Tenéis alguna prueba de lo que decís?
- ¿Acaso no es suficiente prueba que yo esté aquí? ¿He cruzado millones de años luz para estar aquí y contarles una patraña?
- ¡Tampoco tenemos pruebas de que eso sea cierto! - gritó un caballero, desde el fondo de la sala, al que se sumaron otros caballeros.
- ¡Silencio! - volvió a ordenar el caballero que había asumido el papel de moderador -, así no llegaremos a ninguna parte. Aún no ha hablado el tercer viajero.
Los ojos se centraron en Franz. Hertz se extrañó de que quisieran escucharle, pero era un viajero, un humano, así que supuso que tenían razón al querer hacerlo.
- Me llamo Franz - empezó, para asombro de Hertz, que pensó que no tenía nada que decir; él mismo no sabía qué más podía decir, pensaba aportar algo a la postre, cuando estuvieran llegando a las conclusiones finales -. El doctor Hertz me encontró y desde esntonces me ha tratado como a un hijo. No sé cómo he llegado a este mundo, pero tengo una teoría. Alguien nos está soñando. - El murmullo fue general, algunos porque no lo habían entendido bien, otros porque lo habían entendido demasiado bien -. ¿No han tenido nunca la sensación de ser los personajes de un soñador? Creo que así es, pero no creo que eso sea malo, ni mucho menos, es igual de importante que si fuera real, porque, de hecho, lo es, de la única forma en que todo cuanto existe, tal y como nosotros concebimos la existencia, es real. - Llegado a este punto, toda la concurrencia lo escuchábamos con atención -. ¿Se han parado a pensar cuánto hay de realidad en una piedra, en un ser vivo, en un mundo, en un universo? ¿Y en millones de universos? - Hertz estaba estupefacto. Jamás había oído hablar así a Franz. Algo en él había cambiado, de eso no cabía la menor duda, algo que había hecho de él un sabio. O tal vez un loco. Como los demás, escuchó con suma atención. Franz, aparentemente ajeno a la cuestión del inminente choque de los dos mundos, prosiguió con su discurso -. Nada -. Aquella palabra pareció hacer temblar los cimientos de la sala, tal vez de todo el palacio de congresos. Nada. Una palabra fría, indeterminada, temible, tal vez, en los labios de un joven con los ojos encendidos, como si estuviera viendo más allá de todos los universos -. Nada - repitió -. Todos los universos no son nada, siquiera un punto, en otro orden de realidad aún mayor: el infinito. Del mismo modo - continuó, sin detenerse -, el tiempo, todo el tiempo, desde el principio de los tiempos, hasta este momento, y hasta el final de los tiempos, no es nada en el orden superior en la escala de la realidad: la eternidad. Por eso creo que no existimos. No en un orden superior, auténticamente real, sino como reflejos y sombras de lo que en realidad seremos, en otro orden de existencia y de realidad. En cuanto al tema que nos ocupa, creo sinceramente que no deberíamos preocuparnos. Si ha de ser, será, y si no, no, y dará igual, porque todo pasará, y lo hará a otro estado de cosas, al que tal vez se refería mi padre.
Al oír aquella palabra de labios de Franz, Hertz no pudo contener las lágrimas. No, nada había cambiado en el joven Franz. Todo había estado en su interior, tal vez, desde mucho antes de conocerlo, desde el principio de los tiempos, o tal vez con anterioridad. Efectivamente, todo era relativo, nada era absoluto, y lo que para unos era un mundo era poco más que una mota de polvo en los ojos para otros. Tal vez, pensó, incluso el fin de los tiempos no supondría más que un estornudo, tal vez ni eso, dependiendo del estado de realidad en el que se encontraran los diferentes seres que lo padecieran. ¿No era la muerte, acaso, un pequeño fin de los tiempos personal e intransferible?
Franz se sentó y tomó la palabra el moderador.
- Bueno. Creo que podemos entrar en disquisiciones filosóficas y en opiniones personales hasta saciar nuestra curiosidad, pero considero más importante hablar del tema que nos ocupa: qué vamos a hacer.
- ¡Aún no sabemos si el viajero dice la verdad! - gritó el caballero del fondo de la sala.
- Bueno, supongamos que lo es. De otro modo, ¿qué tendríamos que discutir?
- El joven filósofo ha expuesto su opinión de lo que debemos hacer: nada, lo que tenga que ser será - dijo uno de los eruditos.
- Yo no puedo concebirlo, pero es su opinión, y la ha fundamentado - dijo otro.
- Caballeros - dijo el autoproclamado moderador -, yo no sé si es cierto o no, ni si sus teorías son ciertas o no, pero debemos llegar a una conclusión, que será la que expondremos ante el consejo. Los defensores de la preeminencia de Moebius tienen razón. Si no les damos nada en contra, suficientemente poderoso, nos veremos obligados a acatar la Ley Sagrada de la Sucesión.
Un murmullo general se elevó en la sala, que prosiguió durante varios minutos, al cabo de los cuales apareció el Sumo Sacerdote y se hizo el silencio.
- He seguido la discusión desde mis aposentos. Lo he consultado con mi oráculo personal y el viajero dice la verdad: nuestro mundo colapsará con el mundo llamado Terra Primigenia en veintiocho días. - El murmullo se elevó por encima de las palabras del Sumo Sacerdote, quien continuó cuando éste empezó a decrecer -. También le he preguntado a Deus al respecto, pero Él, en su infinita sabiduría, me ha respondido con su bendito silencio. - Nuevas voces se elevaron, flotaron por toda la estancia y se desvanecieron, como diminutos fantasmas -. Yo tomaré la decisión final, pero necesito sus conclusiones para hacerlo.
- ¿Y bien, señores? ¿Qué haremos? - dijo el moderador.
Todo el mundo guardó silencio. La situación estaba clara: no habría mil años más de preeminencia de Deus, a menos que Deus hiciera algo al respecto. Nada estaba ya en sus manos. Tal vez la voluntad de Deus fuera que Moebius se encargara de evitar el brutal choque entre ambos mundos. Si Deus había decidido callar, ¿qué podían decir ellos?
- Está bien, ésta es nuestra decisión: guardaremos silencio.
- ¿Pero es que no van a hacer nada? - grité, anonadado -. ¿Su mundo va a desaparecer, junto con todo el universo, y no van a hacer nada al respecto?
- Nos hemos reunido aquí para decidir la preeminencia de uno de los dos dioses de los nuevos tiempos. El que tenga la respuesta, reinará por mil años. He hablado con los defensores de la preeminencia de Moebius, y su respuesta ha sido que Moebius puede evitar el choque.
El murmullo volvió a llenar mi alma hasta el extremo de no poder más. Sin pensar en lo que hacía, salí de la sala.
Corrí por el pasillo y me topé con los seguidores de Moebius, que ya habían salido de su encierro. Me había tropezado con uno de los Trece. Cuando elevé la vista, pues me sacaba la cabeza, vi sus ojos y supe, en ese mismo instante, que Moebius, quien demonios fuese, no tenía la menor intención de evitar el choque entre los dos mundos. Corrí hacia las balconadas exteriores. Necesitaba aire. Literalmente, me estaba ahogando. Llegué hasta las cortinas, las corrí de un golpe y aspiré el aire frío de la mañana a bocanadas, como si hubiera salido del agua y estuviera por fin en la superficie. Fue entonces, cuando me hube recuperado un poco, cuando supe lo que había visto en sus ojos.
Muerte.
Aquel ser quería matar, había estado demasiado tiempo atado a una ley que consideraba absurda. Para sentirse realmente libre, necesitaba matar. El choque entre los dos mundos y el final del orden actual de las cosas no era sino un empujón, una ayuda providencial, un acicate para el Nuevo Orden.
Sus ojos eran rojos como la sangre que se iba a ver derramada. Uno de ellos estaba atravesado por una cicatriz, y su fulgor estaba más apagado, como si una costra viscosa se estuviera apoderando de todo el globo ocular.
Pero aún había algo más.
Algo viscoso se había movido, algo que estaba vivo y enroscado a su espalda, algo repugnante que se cobijaba entre su piel y sus hábitos.
¿Cómo podían decidir no hacer nada y jugar con la posibilidad de que estos seres decidieran su destino? ¿Es que no estaban dispuestos a luchar?
¿Por qué Deus optaba por el silencio?
Deus me recordó a Dios, que siempre respondía en silencio, o con mensajes que iban directos al corazón, si es que llegaban a su destino, o si es que acaso salían de su procedencia cuando debían, y Dios me recordó a Jesús en silencio, delante de Pilatos, y este episodio me llevó a recordar todo lo que vino después, la pasión, la muerte y, por fin, la resurrección y el espíritu santo, con el que Dios prometió acompañarnos hasta el fin de los tiempos. La cuestión era que el fin de los tiempos estaba muy cerca. ¿Era ésta la voluntad de Deus? “Hágase tu voluntad, así en la Tierra como en el cielo.” ¿Acaso no estaba en el cielo, a millones de kilómetros luz de mi mundo? ¿A qué condenada velocidad viajaría aquel monstruo, devorador de galaxias, si iba a colapsar con la Tierra en tan sólo veintiocho días? Un momento. Llevaba allí casi una semana, con lo cual el planeta ya había recorrido la quinta parte de la distancia que iba a recorrer en total en su frenética carrera. Suponiendo que se hallara a mil millones de años luz de distancia cuando había llegado a aquel mundo, por decir algo, ahora estaba a setecientos cincuenta millones de años luz de mi hogar, y en el último día, y eso contando con que fuera a velocidad constante, recorriría la friolera de doscientos millones de años luz de distancia, cosa del todo imposible. Además, no me había parado a pensarlo, pero a esa velocidad y dada su trayectoria ya habría colapsado con varios planetas, al menos, casi tan grandes, si no más, que la tierra. ¿Por qué, entonces, no había desaparecido el universo? ¿Tal vez aún no tenía la masa suficiente? Necesitaba saber cómo de grande era aquel mundo, y si alguien tenía conocimiento de cómo era su planeta y si sabían que era un depredador galáctico, un acumulador.
No sabía a quién preguntar de inmediato, todos seguirían en la sala de reuniones, enzarzados en discusiones sin fin, así que me dirigí a la biblioteca.
Una rara e inquietante sensación de déjà vu me recorrió la espalda y las entrañas cuando crucé las puertas de la inmensa biblioteca: se parecía sospechosamente a la que mi tío tenía en su casa de Minsk. Parecía haber pasado una eternidad desde el episodio de las arañas doradas, que recordaba con curiosa exactitud.
Cogí algunos volúmenes de astronomía y me dispuse a desentrañar al viejo depredador de mundos.
No tardé en encontrar lo que buscaba. Aquellos libros eran magníficamente explícitos. Efectivamente, aquel mundo era descomunal, pero sólo una pequeña parte estaba habitada. Básicamente, la parte cambiante y acrisolada que prácticamente había cruzado de parte a parte para comparecer en un congreso de locos. La otra parte, infinitamente mayor, de tal modo que ésta, en la que me encontraba, no era sino un punto en comparación con ésta otra, tal vez menos, se extendía en una suerte de negrura sin fin. Era la inmensa boca y el estómago del depredador galáctico, de modo que lo que llamaban Terra Beta no era sino un grano en la inmensa mole, tal vez el alma de aquel mundo siniestro y demencial, la parte incorpórea de una masa informe que cruzaba el universo, engulléndolo todo a su paso. Ahí estaba: la predicción del colapso con la Terra Primigenia, de la que habían llegado muchos viajeros, a lo largo de su historia, con la misma pretensión, que alguien hiciera algo para cambiar el curso de los acontecimientos. La mayor parte de los viajeros habían tenido conocimiento de la catástrofe y de la existencia de Abbha-Tah-Meh, a la que enseguida llamaron Terra Beta, o Segunda Tierra, del mismo modo que su tío, habían visto un meteorito, o un papiro, o ambas cosas, los habían estudiado y habían hallado el modo de llegar hasta el planeta errante. Muchos, antes de que existieran las naves epaciales, lo habían hecho de un modo telúrico, en proyecciones astrales. Me pregunté si no sería ése el caso de Sir Cromwel. Pero si eso era cierto y venía de la Tierra, era obvio que venía desde la Edad Media. ¿Qué estaba pasando con el tiempo, entonces? Oí un portazo. Alguien había cerrado la puerta de la biblioteca. Supuse que desde fuera. Guardé silencio, y éste me respondió con su beatífica sonrisa. Me encontraba bien en aquella biblioteca. Arañas doradas aparte, eran un buen sitio al que recurrir cuando uno se sentía solo y perdido en mitad del universo, cerca, muy cerca del armagedón. Seguí leyendo y hallé de nuevo de un modo fácil y directo lo que buscaba. Me extrañó que ni siquiera los más eruditos conocieran tales profecías.

“El año Mil de la Nueva Era de la Preeminencia de Deus tendrá lugar el colapso entre Terra Beta y Terra Primigenia, desde la que tantos viajeros han venido a persuadirnos de su evitación. Empero, hasta el momento del Gran Congreso, en que se decidirá la preeminencia de una de las deidades de los nuevos tiempos, no podremos hacer nada.”

- Así que ya lo sabes - dijo el Sumo Sacerdote, sorprendiéndome, saliendo de detrás de unas altísimas alacenas atestadas de libros bellísimos.
- Vos lo sabíais.
- Sí, sólo tú y yo lo sabíamos. Nadie más ha tenido acceso a estos libros jamás. Dejé la puerta abierta porque supuse que vendrías. Siempre te han gustado los libros.
- ¿Cómo sabe eso?
- Tu tío me lo dijo. Llegó aquí hace muchos años, pero nadie le creyó. Nadie, salvo yo. Fue en el anterior congreso.
- Un momento. El anterior congreso fue...
- Sí, hace mil años. Tu tío ya estaba aquí. El tiempo no tiene importancia. Nuestros mundos colapsarán en veintiocho días, pero nadie puede predecir cuánto será eso. ¿Ves? - me dijo, llevando sus ojos hasta más allá de las lejanas montañas, atravesando los altos ventanales multicolores -: ya está anocheciendo.
- Pero eso es imposible. Hace un rato me he asomado al balcón y los tres soles estaban en lo más alto...
- Nuestro planeta está ansioso por... comerse al tuyo, por decirlo de un modo inteligible, pero tambien quiere retrasar ese placer todo lo que pueda. Son muchos los que han intentado que esto no suceda, y quiere, de algún modo, vengarse de todos ellos. Y de los informadores, quienes enviaron los mensajes. Más bien, de sus descendientes. Sus propios hijos, en realidad.
Las piezas empezaban a encajar, pero precisamente por eso todo resultaba aún más demencial. A veces, pensé, las explicaciones y el conocimiento eran más aterradores que la superstición, la magia o la ignorancia.
- ¿Está frenando, entones?
- Me temo que sí, pero no siempre puede hacerlo, sólo cuando atraviesa zonas más densas del universo.
- Zonas donde hay otros planetas.
- Y estrellas. Estrellas un millón de veces mayores que tu mundo.
- Entonces, ¿cómo es que el fin del universo tendrá lugar cuando colapse con la Tierra?
- Eso no es del todo cierto. Es muy difícil calcular las dimensiones de la catástrofe. Este planeta, aunque quiere castigar a los informadores, no quiere transformarse en un lugar habitado sólo por espectros, pero está escrito que, en su ansia, de algún modo, calculará mal y colapsará con la parte de Terra Beta, es decir, con nosotros como pantallas, con lo cual no sólo desaparecerá tu mundo, sino también toda esperanza de vida en Terra Beta, con lo que no habrá más congresos, ni Deus tendrá que luchar por su preeminencia frente a Moebius. El círculo estará cerrado.
- ¿Deus? ¿Quiere eso decir que Deus está cansado de luchar por su preeminencia y que ése será el triunfo definitivo de Deus sobre Moebius? - pregunté, extrañado.
- Así parece quererlo Deus. Pero el propio planeta no quiere perecer. Si morimos, se convertirá en una bola inerte, sin control, que acabará por engullir todo el universo. Nos necesita para sentirse vivo. En el último momento se dará cuenta de su error fatal, e intentará enmendarlo, en fracciones infinitesimales de milmillonésimas de microsegundos, para que me entiendas, pero ya será demasiado tarde. Todos habremos muerto, incluso él mismo, y su último intento de salvaguardar nuestras vidas lo llevará a dar tumbos sin fin por el universo, sin control, engullendo todo a su paso.
- ¿Cómo puede estar tan seguro?
- No lo estoy. Sólo soy el Sumo Sacerdote, el representante de Deus en la Terra, pero sólo sé lo que Deus quiere decirme a través de su oráculo sagrado. En este tema, guarda silecio.
- Fabuloso.
- Tendremos que esperar al juicio de la preeminencia. Después de eso, como seguidores de Deus, sólo nos quedará esperar. La parte acrisolada de Terra Beta somos los ojos del monstruo dormido, pero éste no quiere despertarse.
- Pues tendrá que hacerlo - dije, y mis ojos volaron de nuevo hasta las altísimas vidrieras y se posaron en la noche, cuajada de estrellas que muy pronto, sin duda, serían engullidas o dejadas atrás, tal vez para siempre, quién podía saberlo. El universo, en su sobrecogedora inmensidad, portaba un mostruo capaz de acabar con toda esperanza de vida en la Tierra, en la primera y en la segunda, y nadie, ni siquiera el mismísimo Deus, parecía estar dispuesto a evitarlo.
- Cenaremos en breve. Te espero en el salón central. Te vendrá bien distraerte y comer algo.
Yo asentí y el Sumo Sacerdote abandonó la biblioteca.
Nuevamente solo, me quedé pensando en la inmensidad del universo y en la terrible concreción de lo que estaba a punto de suceder: simple y llanamente, el fin de los tiempos.

Salí de la biblioteca, cerré la puerta, comprobé que había quedado cerrada y me dirigí al gran salón central, que había sido habilitado con una mesa de descomunales proporciones.
El Sumo Sacerdote me hizo una señal de que me sentara a su lado, junto a los defensores de la preeminencia de Deus.
- Que aproveche - dijo solemnemente, y empezamos a cenar.
Apenas hubimos empezado, Sir Cromwel empezó a hablar. En realidad no sabía por dónde empezar, así que lo hizo con una sentencia que a su juicio resultaba atractiva y categórica a un tiempo.
- Deus es invisible, ¿no es así? - soltó, sin más, apenas hubimos empezado a cenar.
- Efectivamente, nadie lo ha visto - dijo otro caballero que se sentaba a su lado.
- Eso no quiere decir que lo sea - dijo un erudito.
- Bien, supongamos que lo es - dijo Sir Cromwel, y al ver que nadie lo rebatía, pues era un supuesto, continuó -: De acuerdo, entonces: y si Él es invisible, ¿cómo sabe qué aspecto tiene Él mismo? - dijo, orgulloso de sus pensamientos.
- Somos su reflejo.
Había hablado Noemu, casi desde el otro extremo de aquella parte de la mesa. Lo había dicho en voz baja, sin levantar la vista de una copa de cristal, que emitía unos reflejos bellísimos.
- ¿Eso quiere decir que nos utiliza... bueno, en el buen sentido de la palabra, si es que lo tiene... para saber cómo es... Él mismo? - continuó Cromwel -. Es decir, que... si nosotros no existiéramos, si, tal vez, Él no hubiera permitido que existiéramos... ¿quiere eso decir que nos necesita para saber qué o cómo es?
- Así es - vovió a decir el niño.
- De acuerdo - concluyó Cromwel, satisfecho de que alguien corroborara por fin sus palabras.
- ¿Y ya está, así de simple? - inquirió el padre Josué, un religioso entrado en años que había seguido todas las ponencias con sumo interés desde el principio.
- ¿Le parece simple? - le respondió el viejo Jacob, al que llamaban “El Patriarca” desde hacía muchísimos años, tantos que ya hasta le hacía gracia cuando le interrogaban por la anécdota que lo supuso desde entonces.
- Es la reflexión de un niño - replicó el padre Josué.
- No olvide que Jesús también fue un niño, y, con la edad que ahora tiene éste, ya les puso en un aprieto a los más sabios del lugar, en el templo - replicó a su vez Cromwel, quien se moría de ganas de contar a todos de qué modo estaba él en Terra Beta. Ahora le preguntarían por Jesús y le dirían: “No sabemos de qué nos habláis”, y él les diría que venía de otro mundo, y que...
- Entendemos la figura de Jesús y el significado que tiene para ustedes, y aún así sigo opinando que es demasiado trivial.
- ¿Cómo? ¿Es que sabe que vengo de la Tierra? ¿Y han oído hablar de Jesucristo Nuestro Señor?
- Es obvio que no sois home ni junano, pero muchos como vos han venido a este mundo - dijo uno de los religiosos.
- Estáis en trance, de modo que no estáis aquí realmente. Pero eso es algo habitual en nuestro mundo. Sois bienvenido - continuó un erudito.
Sir Cromwel había visto su gozo en un pozo cuando advirtió que lo sabían todo sobre él. Efectivamente, se encontraba tal vez a millones de años luz de distancia, aunque él no pudiera saber qué diablos era eso, o por qué se empeñaban en medir las grandes distancias que separaban el cielo de la tierra en luces y en años, postrado en su lecho, mientras una suerte de chamán medieval lo sumía en un estado de profundo sopor, desde el que su cuerpo astral había viajado a través del universo. Como ya había sido desvelado su secreto, continuó como si nada, apenas para continuar siendo el centro de atención:
- A ver si te he entendido bien, pequeño: ¿quieres decir que somos reflejo de Dios, y que por eso llevamos dentro cada uno de nosotros un trocito de Dios? - dijo, volviéndose hacia Noemu, que ahora miraba en derredor con los ojos distantes, abiertos como platos, sin ver nada, sin entender muy bien por qué sus palabras habían suscitado tanto revuelo entre sus interlocutores.
- Sí.
Sir Cromwel se quedó callado, mirando con admiración aquel leve rostro, que le devolvía la mirada como con miedo, como si no pudiera contener las lágrimas. El viejo caballero inglés prorrumpió en una sonora carcajada que asombró a los comensales, mientras en los ojos del niño, por primera vez en toda la velada, se podía adivinar un vestigio de orgullo derramado por los suelos.
Y fue entonces cuando Sir Cromwel, rompiendo todo el protocolo, se puso en pié y empezó a hablar.
- ¿Quieren saber algo acerca de la vida? ¿Sí? Pues se lo voy a decir, ¿están preparados? Sí, claro, todos creemos estarlo, pero luego, cuando ya es demasiado tarde para echarse atrás, entonces... ay, amigo, entonces ya no hay nada que hacer, y te das cuenta, sí, es entonces cuando te das cuenta de que ya no hay marcha atrás, y la verdad te golpea justo aquí, entre ceja y ceja, y duele tanto que el dolor no desaparece, por más que quieras impedirlo...
Yo, hasta aquel instante, había estado hablando animadamente con mis compañeros de mesa, el Sumo Sacerdote y un par de religiosos eruditos muy interesados en mis pobres conocimientos de informática aplicada. Pero cuando el viejo caballero inglés se puso en pie y empezó a hablar me quedé callado un instante, y luego otro, y a cada uno de ellos mi mente iba dando tumbos, como si fuera una pelota rodando por la ladera de una montaña helada. Esa imagen imposible cubrió un silencio que sostuve durante más de cinco o diez minutos, tal vez fuera mucho más tiempo. El anciano de Märaketz, desde que pronunciara aquella última palabra, había dejado de mirarme, y la sensación de soledad que me había transmitido el desamparo que había emanado de su indiferencia era simplemente indescriptible. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo era posible que el anciano y Sir Cromwel dijeran exactamente las mismas palabras?
Lloré. No supe por qué en aquel momento, pero lo hice. Estuve a punto de levantarme en aquel preciso momento y salir de allí de inmediato, sin importarme el futuro de mi mundo, o de aquél, de dar media vuelta y perderme en medio de aquel mundo imposible e inhóspito, pero en cambio hice algo absurdo que cambió las cosas drásticamente: le pregunté por qué. Lo que él me respondiera ya carecía de toda importancia, porque lo realmente importante era que yo estaba allí en aquel momento, y dudaba incluso de la veracidad del hecho en sí, y, lo mejor de todo, sin saber en absoluto por qué.
- Porque lo único realmente importante es el amor.
El amor, pensé: más de mil millas por tierra y millones de años luz tal vez a través del espacio infinito para acabar oyendo hablar del amor por boca de un caballero medieval inglés, y, no te lo pierdas, como “lo único realmente importante”, nada más y nada menos.
Un nombre apareció en mi mente, un nombre que no había oído nunca. Tal vez, ni siquiera fuera un nombre, pero su sonido resonaba con fuerza, como si cada signo que lo formaba, al hacer acto de presencia en mi conciencia, lo hiciera con un redoble de enormes timbales.
Isu... Isu... Isu...
¿Quién, qué sería... Isu?
Y fue entonces cuando me miró y nació el primer silencio de aquel mundo, un silencio agazapado como un niño travieso y solo en las profundas grietas de los muros antiguos, el mismo silencio del agua que no cesa de hacerse palabra muda, tierna, como una lágrima inmensa; el silencio de la noche, redondo, neutro, frío y dócil sin pretenderlo, porque es sólo silencio, y murió hace tiempo a los ojos de la muerte que nos acecha a todos.
Aquel silencio era el grito de sus leves ojos siquiera esbozados, medio dibujados de invisible llanto, apenas dos estrellas en la cuenca ingénita de una laguna ya dormida, soñadora, mecida en su memoria, apagada como la llama de una vela inmersa en el ensueño de su destierro imposible.
Así se me antojó su mirada, y la quise desde aquel momento.
Y, dando por terminada la intervención del caballero, empecé a hablar, siquiera, acaso, por impresionarla.
- Somos una sucesión de instantes, y algunos de ellos, si no todos, cambian nuestras vidas de raíz, sin que lo advirtamos. En definitiva, todo se reduce a sensaciones. - La idea me la acababa de dar el borroso recuerdo de una bolsa de sobaos pasiegos Martínez -. En fin, como venía diciendo, que está más que claro que todo se reduce a sensaciones. Cada sobadito viene envuelto en su correspondiente celdilla de celofán transparente, para su mejor conservación... pero ¿quién se para a pensar cómo estarán los pobres dulces, eh? Con los calores el plástico elemento transpirará una barbaridad, y las maravillosas propiedades que acabarán perteneciendo a nuestras tripitas, ¿dónde se quedarán, en sí mismas? ¡Sudando sobre su cuerpo preplastificado, claro! Y es lógico. Haberlo dicho antes, entonces, Sir Cromwel, haber empezado por ahí. Perdón, les pido perdón, pero tal vez desbarrar un poco sea el único modo de solventar esta situación. Es que estaba... supongo que estaba pensando en otras cosas. De todos modos, lo que está claro es que todo se reduce a sensaciones; si no, ¿de qué iba a sentir yo nada por los pobres sobaditos, o usted, desocupado interlocutor, esta urticaria que no cesa, de aguantar tamaña tontería con los brazos cruzados? Su planeta se estrella, caballeros, y estamos perdiendo el tiempo. Gracias por su tiempo. Es todo cuanto tenía que decirles.
Me levanté y concluí:
- Bueno, no, se me olvidaba la nota explicativa: todo es igual de raro o de normal: todo forma parte del mismo milagro. Ahora sí, muchas gracias.
Cuando me senté, el silencio que siguió podía helar la sangre y reconfortar el alma por igual, porque en su carácter sepulcral estaba el germen del todo infinito y de la nada ilusoria, y comprendí en aquel instante que daba igual que yo estuviera allí, delante de tantos hombres supuestamente sabios, o que todo hubiera sido, desde el absurdo principio, un mal sueño; me daban igual este mundo enfermo y mi pequeño mundo azul; y, por descontado, todos los demás; había surcado el universo para verme frente a una cuadrilla de ineptos cuya máxima aspiración era salirse con la suya, que no era otra que pensar en alta voz. Glorioso, sin duda. Yo había hecho tres cuartos de lo mismo. Tal vez, con una pequeña diferencia: a mí me daba exactamente igual lo que aquellos personajes de pacotilla hicieran con mis desvaríos, y algo me hacía suponer que ellos, en cambio, y muy al contrario, no cejarían en su empeño de imponer su criterio ante los demás. Que tuvieran suerte. Mucha mierda, caballeros, como se dice en el mundo del teatro antes de salir a escena. Y eso es lo que iban a hacer en breve, de eso no cabía la menor duda, una vez pasado el susto. Yo a esas alturas ya estaba curado de espanto, así que cerré los ojos, crucé los brazos y esperé en silencio la siguiente intervención. Pasaron tal vez algunos minutos y nadie parecía dispuesto a romper el silencio con sus desvaríos, así que tomó la palabra uno de los anfitriones, el más anciano, que acompañaba al Sumo Sacerdote en todo momento, quien guardaba silencio. Curiosamente, dijo:
- Has hablado con sabiduría y prudencia. Tus palabras han quedado grabadas para siempre en el Rollo Mahnkor de las Palabras Sagradas. Éstas serán tenidas en cuenta en la decisión final de este Congreso.

La jornada había transcurrido sin grandes sobresaltos. Yo estaba alucinado por mis palabras, pero tal vez aún más por la respuesta de los demás interlocutores. Era un congreso de locos, aunque tal vez todos los congresos fueran así. ¿Cómo se podía hablar de Deus en términos convencionales? ¿No era Jesús, el mismísimo Hijo de Dios, el que hablaba en parábolas para hacerse entender? ¿Estaba yo hablando en parábolas? Y lo que era aún más extraño: ¿Por qué estaban retrasando la posibilidad de tratar la noticia del advenimiento del final de los tiempos? ¿Cada uno daba su opinión, o hacía su comentario, por raro, importante o escabroso que fuese, sus palabras quedaban registradas en el dichoso royo Mankhor y ya estaba? El Sumo Sacerdote parecía dormitar la mayor parte del tiempo. ¿Qué veredicto iba a dictar, al cabo? Aunque, por otro lado, ¿no era así como se tomaban las decisiones en mi propio mundo? Millones de kilómetros luz para ver más de lo mismo. Genial.
Cuando todos hubimos terminado de hablar, de modo más o menos solemne, nos retiramos, algunos a sus aposentos, y otros, como yo, a la sala adyacente, a continuar con nuestros desvaríos. No me interesaba lo más mínimo saber la opinión de aquellas personas, pero aún me seducía menos la idea de ir solo a mi habitación. Para colmo de males, la belleza que se había sentado frente a mí, en la enorme mesa de comensales, había desaparecido como por arte de magia. En la sala de lectura continuaron las conversaciones, de un modo más o menos desenfadado.

- Y así - conluyó Sir Cromwel, quien se había presentado como Conde de Wellingtong, que ya tenía un par de copas de más -, el astuto pastor se la juega bien jugada a Güerefresnef, el vanidoso Príncipe de los Duendes, quien jura venganza sobre su especie. Ésta es la leyenda que relacioné con Terra Beta. Estoy en este congreso de un modo telúrico, irreal, astral, porque ahora mismo estoy en trance bajo la influencia de un eminente brujo de mi época en lo que aquí conocen como Terra Alfa o Terra Primigenia. ¿Sorprendidos?
No podía creer lo que el conde, un apuesto y noble caballero medieval, nos estaba intentando hacer creer. Nadie le hacía demasiado caso, así que supuse que, o bien ya lo había dicho durante la cena, o bien nadie le creía. Casi inmediatamente me di cuenta de que no pretendía hacerlo en absoluto, que le daba exactamente igual tanto si le creían como si no. Estaba hablando con una dama cuando sentí un ligero mareo, me disculpé y salí de la estancia atestada de gente tan variopinta como las impresiones que estaba sintiendo desde que había llegado a aquel mundo; al menos, desde el momento que podía recordar, cuando había salido del tubo submarino en la península de Taya.
Sencillamente, eso no podía ser. Me sentí tentado de volver sobre mis pasos y pedirle al conde una demostración de sus palabras, pero algo me decía que no tenía ninguna intención de hacerlo, o bien era imposible. Me asaltó una duda terrible: si lo que decía el conde era cierto, ¿quiénes de entre todos aquellos seres estaban allí realmente y quiénes estaban sólo de un modo... cómo lo había llamado el conde: astral, telúrico... irreal, al fin y al cabo? Y, lo que era aún peor y me provocaba un vértigo aún mayor: ¿estaba yo mismo allí realmente en aquel preciso instante? ¿Podía ser posible que estuviera soñándome a mí mismo en esa situación, y en realidad estaba a miles, a millones de kilómetros, tal vez de años, de milenios, de quásares-luz de distancia? Un escalofrío me recorrió la espalda. Cerré los ojos, me concentré un instante y respiré hondo. Pude sentir la brisa sobre mi piel, el suave murmullo del viento del Nur entre las montañas, allá, casi en el horizonte. Aquello era real.

El viajero se concentró aún más y pudo escuchar el rumor, que aún parecía más lejano, de las muchas conversaciones que se sucedían a su espalda, en el salón de lectura del palacio de congresos. Se concentró más profundamente y sintió su corazón latir. Todo eso era real. Estaba allí, en Terra Beta, en un mundo extraño y fascinante, en un congreso en el que se iba a decidir el destino del universo. No podía ser real, aquél no era su sitio, pero lo era, de un modo u otro. Relajó todos sus músculos, se concentró en un punto en el entrecejo y respiró hondo, lenta y profundamente. ¿Quién soy?, se preguntó. ¿Qué hago aquí? Y el viento le respondió, como lo hacen siempre, él y el silencio, sin palabras, o mejor aún, con palabras que sólo resuenan, directamente, en el corazón: Tú... Ser...
- Yo soy yo - dijo, abriendo los ojos y saliendo de su pequeño y suave trance -: genial.

Hertz había sido testigo de uno de los días más importantes de su vida, su comparecencia en el Gran Congreso del Nur, y de algo aún mucho más importante: el descubrimiento profundo de las cualidades de su hijo adoptivo, quien ya se había retirado a descansar, pues estaba agotado. Hertz cogió uno de los libros de la sala de lectura, pero no podía concentrarse. Franz era especial, se sentía muy orgulloso de él. Juntos desentrañarían los misterios de aquel singular mundo. Franz y él habían acudido a la cita en base al estudio de otra gran leyenda del planeta: la leyenda de Frágor, aún en gestación. Estaba seguro de que el viejo guerrero comparecería en el congreso. Algo formidable iba a tener lugar, y él era uno de los pocos que lo sabía con antelación.

Leha y Lehar se habían alojado en un pequeño mesón, a las afueras de la ciudad. Hasta que llegara el momento, no querían ser descubiertos. Lehar era un proscrito, y si hallaban a Leha con él no dudarían en matarla también a ella.
Pidieron una sola habitación, con una sola cama. Subieron, se desnudaron mutuamente e hicieron el amor. Cuando se quedaron dormidos, Leha en los brazos de Lehar, aún no se habían dicho ni una sola palabra, desde el episodio de la cascada.
No lo necesitaban.

Para entonces, algunos ya habíamos empezado a soñar. Algunos sueños no eran más que recuerdos, pero otros, premonitorios, tal vez anticipaban los acontecimientos que iban a tener lugar en los próximos días. Sir Cromwel, ebrio y henchido de gozo, soñó con el momento en que supieron de la existencia de Terra Beta y de su siniestro propósito, aderezado aquí y allí con elementos oníricos, más o menos matizados por los acontecimientos y comentarios de la víspera.


sueños

primer sueño: Sir Cromwel

Yorkshire, Inglaterra, 1469

- El Jefe de Estado extendió el exequátur a los cónsules extranjeros, y a partir de aquel gesto tan cordial y diplomático las tropelías fueron ilimitadas. El país se fue a pique en seis meses. ¿Qué les parece? Murieron miles de personas y hoy son una nación que vive en la indiferencia internacional de un pueblo autodeterminado pero soñoliento. ¿Qué más puedo decirles? A veces no podemos dejar hacer, aunque creamos en la Justicia Divina... de todos modos, no es bueno endiosar ningún concepto.
- No perdamos más tiempo: ¿qué hacemos?
nada
Aquella palabra sonó como una piedra al romper la superficie recóndita de un pozo muy profundo. La piedra no suena, como tampoco puede hacerlo el agua por sí misma: suena el choque. Pues lo que sonó en sus mentes fue el tremendo impacto de darse cuenta de que no había ya nada que hacer... ¿o era otra cosa? Aún no sabían, ciertamente, cómo estaba la situación.
El primero en hablar fue Sir Baines.
- ¿Habéis oído... sentido eso? - rectificó.
Todos se miraban entre sí, y ninguno decía nada. Incluso parecían no haber oído a Sir Baines siquiera.
- Caballeros, analicemos la situación - propuso Sir Cromwell al fin. Todos se sentaron alrededor de la mesa -. Opiniones.
- Creo que no se trata de dar opiniones, sino de poner en común lo que cada uno de nosotros hemos sentido.
- Sir Baines, creo que todos hemos sentido claramente lo mismo - dijo Cromwell -: nada.
La palabra volvió a resonar en sus cabezas.
Sir Baines iba a replicar, pero se adelantó Sir Arthur.
- Es la voluntad de Dios. Ningún demonio puede hacer sentir lo que hemos experimentado en este sagrado momento.
- Entonces, haremos algo - dijo Sir Cromwel -. Corrijo: haré algo. Conozco a un brujo. Iré hasta allí y solucionaré el problema.
- No debéis hacerlo. Dios...
- Dios no habla, caballeros: pone a prueba. ¿Nada? ¿Es así como quiere que sean las cosas? Permítanme que discrepe. Hemos sentido la punzada del mensaje de desesperanza de otro mundo, es todo. Iré y regresaré con una respuesta, y la salvación.

Con una radiante sonrisa, giró sobre sí mismo y roncó con fruición.

Me había olvidado de Ik-Ahn. Ya no estaba en mí, algo había pasado. Esto no lo supe hasta mucho después, pero unos lo veían a él y otros a mí, de modo que nuestras intervenciones se solapaban, como si mis palabras y las suyas, mis movimientos y los suyos, todas nuestras acciones y pensamientos, incluso sensaciones, fueran unos reflejos de los otros, sin poder discernir cuál era más real que el otro. Pero todo eso no lo supe hasta mucho tiempo después, cuando escribía por las noches, después de que llegaran las dichosas notas amarillentas, y aún mucho después, cuando supe que ya no llegarían más y reuní el valor necesario para leerlo todo desde el principio. Por eso está escrito como está, con las mínimas reelaboraciones, incluso esto estaba escrito en este momento, algo asombroso, pues a la mañana siguiente olvidaba lo que había escrito, algo demencial, pero real, al cabo.
Durante mis intervenciones, Ik-Ahn, el poeta guerrero, habría dicho algo así, en esencia, para todos aquellos que podían verlo y oírlo:

No he venido al mundo ni para escuchar lamentos ni para proferirlos, sino a acallarlos a ambos lados de la realidad. En nuestro paso por el espacio vital del ser humano, junano u home - la existencia, la vida - debe ser excluído el llanto y el sufrimiento, que pertenece al otro lado. Que todo redunde en esperanza: solidaridad; igualdad en las diferencias necesarias, complementarias, enriquecedoras: amor

Ignoro el contenido de sus sueños. Los míos fueron de lo más variado y variopinto, si la redundancia es admisible, como así lo espero, pues así lo escribí. Aunque muchas cosas no tengan demasiado sentido, o no sean del todo correctas, he preferido dejarlo como lo escribí por primera vez. Además, como hizo Wagner con las voces secundarias de su concertante final para el segundo acto de Tannhäuser, el contenido de estos sueños es de lectura opcional. Después de releerlos muchas veces, no sé si en realidad aportan algo a la trama. Pero ¿todo lo demás lo hace? ¿Sólo con ese propósito está ahí? Léanlo. O no. No insistiré más sobre el tema.
En el primer sueño era Yimi, un niño perdido en un mundo onírico, inhóspito, irreal...

segundo sueño: Al

Yimi se acercó al viejo y le preguntó:
- ¿Podría indicarme en qué dirección queda Katmandú?
- La vida es una sucesión de aciertos y errores que no tienen por qué no acabar conformando una obra cumbre - le contestó el anciano -. Hijo... ir al sudeste es ir hacia la izquierda, si sabes dónde está el sur y te interesa realmente ir allá - dijo el viejo Grúmental, guiñando un ojo a causa del fuerte sol que se clavaba en la piel del muchacho y resbalaba por los surcos milenarios del rostro y las manos del pescador -. Ah, y otro consejo, antes de que te vayas: cuando no encuentres la respuesta, sigue buscándola.
- La respuesta ¿a qué? - dijo Yimi.
- Adiós, muchacho - replicó el ancestral marino, sin hacer caso de sus palabras y volviendo a la maraña de sus redes imposibles.
- Yo entiendo y siento que hay algo maravilloso que lo envuelve todo, y a eso me aferro - dijo el chico, en un impulso incontrolable, y, dándose la vuelta, se marchó.
El viejo, cuando aún no estaba lejos, levantó la vista y lo miró alejarse un rato. Y entonces hizo algo que creía que había olvidado, hacía ya tanto tiempo...
Sonrió.
Después estaba en alguna región de Andalucía, y unos lugareños hablaban a voz en grito.
- ¿Qué, te pican lo’tolone? - me gritó el hombre, de lejos.
- Que si ya tienes hambre - me dijo su mujer.
- Sí, un poco... gracias.
Comí con ellos y después dijeron algo que no entendí.
- Nada, nada: el pabellón cubre la mercancía.
- Entiendo: ni hablar ni pablar - dijo otro hombre que comía con nosotros, que continuó diciendo -: Espetó a la turbamulta y ésta respondió al ágape con estupor.
Después estaba leyendo un libro, pero no era el de Chole, la niña huérfana, sino otro, de un poeta. Tal vez fuera de Ik-Ahn, o sus sueños, que se mezclaban con los míos. Leí, con diáfana claridad, tal como reproduzco aquí, lo siguiente:

Así terminó sus primeros - y últimos - 1000 versos:
Mi verso 993
noningentésimo 994
nonagésimo 995
noveno 996
sigue siendo 997
como el primero: 998
Te quiero. 999
Alberto. 1000
Qué bien, todo acaba en asonante “eo”.
Y expiró.

Después me soñé en la sala del congreso. Había tomado la plabra Sir Cromwel.
- El tiempo es el gran depredador. Más que el hombre, más incluso que el Alien que le hacía la vida imposible a Sigourne Weber, que cualquier criatura creada, fabricada o imaginada. El tiempo es el gran cazador. Acaba con todo. Todo sucumbe ante él. Sólo Dios, y el Amor, y Jesús, y el Espíritu, que es Todo Uno y Una Misma Cosa, puede vencerlo. El tiempo es un cabrón intemporal. Tal vez sea el vástago de la destrucción.
La sala quedó en silencio. Tal vez, no era para menos. Sus ojos estaban inyectados en sangre. Parecía corroborar las palabras de Sir Lancerote, otro caballero, pero a la par era como si... estuviera hablando a través de él algo profundamente maligno, algo distinto a él, algo que se lamentaba de haber creado un hijo tan abominablemente estúpido que se había dejado vencer por un dios de pacotilla, cuya única arma terrible era algo que llamaban absurdamente amor, y que consistía en despreciar sus Leyes. Odiosos, mierdosos mojigatos... No sabían nada del mundo. ¿La vida? La vida era Su Reino, Su Caos, Su Cuartel General. Pero alguien había estado metiendo cizaña en sus acres. Alguien había estado despreciando su Voluntad, y, lo que era peor aún, había estado sembrando la discordia, la duda, el miedo y la confusión entre sus adeptos. Con lo fácil que habría resultado todo... de no ser por... esos hijos de puta... ¡Ese hijo de putaaaa!
Me tendría que haber despertado sobresaltado, pues la impresión había sido muy grande, más allá de las palabras y de la escena que se desplegaba ante mis ojos, pero no fue así, y continué soñando, en un sueño espiral que me sumía en lo más recóndito de mí mismo y parecía no tener fin.
Inmediatamente me hallaba en la consulta de un doctor veterinario loco, quien tenía encerrado a un raro espécimen de hombre mono que él mismo había creado. Yo era un doctor en medicina, supuestamente, colega suyo.
- Sufre de apraxia de Liebmann, o ideomotriz: puede actuar espontáneamente, pero no si se lo ordenan.
- Resulta increíble - dije, desde mi nueva identidad.
- Pues así es. ¿Quiere comprobarlo?
Después de todo, o estábamos en otra época, en la que los colegas se trataban de usted, o no éramos tan colegas, en realidad. En los sueños se dan este tipo de lapsus. Puede que no vengan al caso en absoluto, pero puede que sean de vital importancia en la comprensión de lo que aconteció realmente. Quién sabe. Quizás tú, desocupado lector, halles la respuesta.
- ¿Podríamos?
- Claro. Pase por aquí.
Cruzamos al otro lado, desde la sala de observación, a través de una puerta, creo recordar que verde por ambos lados, que se me antojó excesivamente estrecha, y entramos en la habitación de Pol. Estaba totalmente acolchada, suelo, paredes y techo, que era muy alto; Pol estaba en el centro de la habitación, de espaldas a la puerta, sentado en una especie de silla de un material blando, sin aristas, como recubierta de gomaespuma, la espalda un poco curvada.
- En realidad no hace falta nada de esto. Jamás ha intentado automutilarse ni lesionarse, pero son las normas. Yo cuando puedo le traigo un periódico, pero él sólo lo empieza a leer cuando se queda solo, a veces horas después, y lo devora con fruición, como intentando recuperar el tiempo. Es impresionante.
- Debe ser triste saberse observado todo el tiempo.
- ¿Es usted creyente?
- Pues... - me tuve que pensar la respuesta, pero no sabía si debido a que no sabía a qué venía la pregunta, o a que no sabía en realidad si lo era, o incluso qué era ser creyente - sí - dije, no obstante de mis dudas.
- ¿No es lo mismo?
Iba a explicarle mis conclusiones teológicas basadas en la experiencia cuando Pol se dio la vuelta rápidamente.
- Hola, doctor, hola, señor, hola, hola, yo soy Pol, vivo aquí, vivo aquí, sí, ya lo he dicho, sí, el doctor dijo que... yo... dijo que... el doctor dijo que usted... dijo que usted venía por mí, que podía curarme, pero, pero... yo... yo estoy bien, doctor, yo estoy...
- Hola, Pol - dijo el doctor Flaum, pues así se llamaba el loco doctor, haciendo al parecer caso omiso de sus palabras -. Éste es el doctor Güímbeldon. - Así que así era como me llamaba yo en aquel sueño -. Ha venido a hacernos una visita y ha querido pasar a verte.
- Hola, Pol, ¿cómo está? - dije, intentando parecer cortés. El caso no me importaba lo más mínimo. Él pareció advertirlo de inmediato.
- Él no es... no es el doctor que usted dijo que... el doctor que usted... no hay ningún doctor, ¿verdad?
- Pol, ¿puedes coger esta pelota? - dijo el científico loco, haciendo caso omiso de sus palabras. Sacó una pelota de goma de su bolsillo y se la lanzó a la cara con suavidad. Pol no se inmutó. De pronto comenzó a frotarse la cara con las manos y a balancearse con fuerza atrás y adelante, como en un dos por cuatro mal llevado, pero en Allegro vivace, troppo, troppissimo.
Otro marco. Otro sueño. Concatenado, irremisiblemente unido al anterior, y al siguiente, en una danza frenética hacia la lucidez.
Leía un periódico local. En él, una sola noticia ocupaba toda la portada.
Clara, profesora de Primaria, había formado a tres disminuidos físicos, de tal modo que todos ellos podían desempeñar sus respectivos trabajos y tareas afines, y además eran unos consumados actores de teatro. Si una persona ayudase tan sólo a otra, el mundo no sería el mismo, pensé entonces, y cambié de escenario tan rápidamente como había llegado a éste.
Estaba en una biblioteca. Al fondo de la estancia, había tres citas, grabadas con letras doradas.

Sin fuerza no hay fe, y sin fe no hay esperanza, que está en nosotros
Podemos cambiar las cosas
La mujer es el eje del mundo

Otro cambio de escenario.
En mi barrio vivía un chico que parecía salido de una aventura de Tintín. Más bien, podía pasar por un sucedáneo del mismísimo héroe, garzón, eternísimo adolescente pavoneando, con indiferencia, claro, porque él desconoce que es un mero clon de un personaje de papel couché, su palmito de efebo recién destetado. Por lo demás, era bien majo. Yo nunca lo saludaba; pero no era por nada, sólo que no me daba por ahí.
Otro cambio. Yo en un callejón oscuro, ante una cuadrilla de vagabundos sentados alrededor de una fogata.
- Si comparto con vosotros lo que llevo encima, ¿me puedo sentar un momento entre vosotros?
- Tío, déjate de compartir y siéntate, anda.
- Sí, guárdate tu puto dinero.
- ¿De dónde te has caído, macho?
- A ver... si compartes... “eso” que tú tienes, ahí guardadito... ¿eso te va a dar derecho a sentarte aquí con nosotros? ¡Nos está insultando!
- Si pasáramos de ti, no habría oro en el mundo para que pudieras pagarte la plaza.
- ¿Está claro, chiquitín?
- ¡Así se habla!
- No les hagas caso. ¿Quieres tomar algo? Hay... queda... kalimotxo y nada. Elige.
- Elegir ¿qué?
- Joder, y eso que me parece que igual hasta eres niversitario, o eso. La vida es una elección continua pero interrumpida, alterna, tío, y ahí te toca.
- No entiendo...
- ¡Eh, pueblo, otro perdido y hallado en el templo!
- ¡Loado sea Dios!
- ¡Sí, bienvenido!
- No, si yo... es sólo por un momento.
- Sí, eso mismo dijimos todos.
- No entiendo...
- Te repites, amigo, te repites...
Y la ese sonaba y crecía, sonaba y crecía, sonaba y crecía, ssssssssssssss...
- Un momento. Sólo pasaba por aquí y...
... ssssss.

Me desperté sudoroso y agotado. En las Terras Baldías, o Terras Negras, desde las que había llegado a Grankegaard, habitadas por espíritus y seres oníricos que aparecían en los sueños y trataban de apoderarse de las almas de los que soñaban en sus dominios, había soñado con cosas terribles que no lograba recordar, pero los sueños que tuve en Kindergaard no fueron mejores. Al menos, sus desenlaces. Los espíritus que habitaban las Terras Baldías podían salir de su cautiverio, pero para ello debían poseer a un mortal, a través de sus sueños. Tal vez era eso lo que me estaba pasando. No supe hasta mucho después que todos estos sueños podían haber tenido lugar realmente, en una suerte de universos paralelos, no necesariamente en tiempo real, desde los que estaría tratando de dar con la clave que me sacaría de Terra Beta. Pero eso no sucedería hasta mucho después, cuando un hombre, en la Tierra, supiera de mi existencia y se decidiera a buscarme.


El día siguiente: los falsos mesías

Estábamos todos sentados de nuevo en la sala del congreso. Iban a aparecer los diferentes supuestos mesías. Se abrieron las puertas y apareció el primero de ellos, seguido de un séquito de una treintena de hombres rapados que vestían largas túnicas blancas. El presunto mesías, sin embargo, lucía una larga melena rubia, barba rala rojiza y vestía una vistosa túnica amarilla muy fina que dejaba adivinar su cuerpo enjuto y fibroso. Uno de los rasgos más importantes era que el mesías no se sentiría tal. Quien desconociera la Ley o estuviera tan loco como para autoproclamarse mesías estaba descalificado de antemano.
Se adelantó aún más a su impresionante comitiva y dijo, con voz clara, timbrada, de tenor:
- Yo no soy el mesías. Nada en mis actos ni en mis pensamientos me inclina a pensar que lo soy. Son éstos que me acompañan a dondequiera que voy quienes así me proclaman - dicho lo cual se quedó de pie, en medio de la gran sala, entre una gran expectación, esperando las preguntas del tribunal. Como éstos no podían interrogar a un hombre que decía no ser el mesías, llamaron al primer testigo.
- Éste es el nuevo mesías. Sus palabras han cambiado mi vida y la de mis hermanos. Yo antes de conocerlo era un ladrón, un proscrito. Robaba y asesinaba en los caminos del bosque de Ergüynk. Un día, iba a robarle, estaba desesperado y no hubiera dudado en matarlo. Me planté con mis hermanos frente a él, y él entonces nos dijo, con voz profunda: “¡Deteneos! ¿Qué vais a hacer con vuestras almas?” En aquel preciso instante nuestras armas se cayeron al suelo y una fuerza misteriosa, muy poderosa, nos postró a todos de rodillas en el suelo. Una luz cegadora cubrió el páramo y la Gracia de Deus cayó sobre nosotros, y entonces lo vimos claro: Él era el nuevo mesías del que hablan las antiguas crónicas, no hay duda. Él permaneció de pie, con los brazos abiertos hacia el cielo, mientras nosotros ni siquiera podíamos levantar la vista del suelo, y entonces...
- Un momento - bramó el Sumo Sacerdote -: si no podíais levantar vuestro rostro del suelo, ¿cómo pudisteis ver todo lo que relatáis?
- La luz era tan cegadora que aún la veíamos postrados como estábamos, obligados por su fuerza. En cuanto a su figura con los brazos en alto, yo la vi reflejada en un charco del camino.
- ¿Cuándo ocurrió eso? - espetó el Sumo Sacerdote.
- Hoy hace cuatro nuases, mi señor.
- ¿Dónde?
- En los bosques de Ergüynk, ya os lo he dicho.
- Hace cuatro nuases ¿no había una gran sequía en esos bosques...
- No, bueno, señor, yo no quise decir...
- ... y por consiguiente no podía haber charcos?
- ¡Moebius os maldiga! - gritó el presunto mesías, que se transfiguró ante los ojos de todos en el monstruo que era en realidad.
- ¡Llévenselo de aquí! ¡No quiero ver a más presuntos mesías! El próximo que se presente como tal y no lo sea, será decapitado. Tras oír la sentencia del Sumo Sacerdote, uno a uno, incluso los fanáticos más chalados, se fueron marchando.
El Sibilino pidió la palabra.
- Ruego no tengan en cuenta el lamentable espectáculo que acabamos de presenciar. Por descontado nosotros no sabíamos nada de toda esta farsa. Será castigado por su falta de respeto ante este tribunal. Sumo Sacerdote Ha-maan, miembros del congreso sagrado del Nur, comparecientes todos: de todos es sabido que tras mil años de preeminencia de un dios, y habiendo cumplido obediencia y respetado las leyes sagradas, nos corresponde el turno de preeminencia.
Un murmullo general recorrió toda la sala.
- ¡Silencio! - pidió el Sumo Sacerdote -. Así es.
- Gracias, señoría. Por lo tanto, solicitamos de Usía el reconocimiento de tales méritos, para que nos sea otorgado el sagrado relevo de la preeminencia. De todos es sabido - dijo, en otro tono de voz, dirigiéndose al resto de los presentes - que los tiempos han cambiado, y que nuevos tiempos suponen nuevos cambios en las directrices a seguir. No sólo proponemos un cambio en la preeminencia, sino que, de un lado, somos los únicos, en este momento, capaces de salvar este mundo de su aniquilación, y, de otro, prometemos pan y circo para todos, durante los próximos mil años. ¡Pan y circo, damas y caballeros, comida y diversión aseguradas durante los próximos mil años! ¿Qué me dicen a eso, eh? ¿Qué puede ofrecerles Deus? ¿Trabajo, sudor, penurias, hambre, miedo? No lo duden, camaradas, no sólo es ya una realidad que nos corresponde por derecho, es la mejor opción para todos. Señoría - dijo, cambiando la voz y dirigiéndose cortémente al Sumo Sacerdote -, es todo.
El Sumo Sacerdote miró a los seguidores de Deus, quienes le miraban de modo suplicante. Pero bajó la vista y, cuando dictara su inminente veredicto, todos sabían lo que iba a decir.
A menos que ocurriera un milagro.
El murmullo había ido cesando hasta que se hizo el silencio. Cuando al fin levantó la vista e iba a proclamar la preeminencia de Moebius, ocurrió, tal como lo había soñado. Frente a él, en medio de la colosal sala, delante de los reyes y de los servidores de Moebius, un home de las montañas llevaba un bebé en sus brazos, y cuando se lo mostró, supo de inmediato que era la reencarnación de Deus.
- Declaro...
- ¡Un momento! - exclamó rápidamente el Sibilino. Si no lo hubiera interrumpido, tal vez el curso de los acontecimientos hubiera sido bien distinto. Uno de sus hábiles informadores le había dicho quién era el niño -. ¿Cómo podéis estar tan seguro de que él es la encarnación del mismísimo Deus? Es Teahm, hijo de Kaharahm y Ledah. ¿Desde cuándo un niño nacido de mujer puede ser la reencarnación de un dios?
- Los caminos de Deus son inescrutables - repuso el anciano.
- ¡Basta de tonterías! - dijo entonces uno de los Trece, descubriendo su auténtica identidad: el mismísimo Moebius -. ¿Un dios reencarnado en un niño? ¿Qué burla es ésta? ¡Yo soy aquí el único mesías! - y arremetió contra el niño y su padre con un poderoso rayo de fuego.
El niño sonrió, gorjeó y creó un halo de protección para él y para su padre, al que no le había dado tiempo siquiera a reaccionar. Movió una de sus manitas y Moebius salió lanzado, golpeó la pared cerca del techo con una fuerza inusitada y cayó de bruces sobre el frío suelo de mármol. Sacudió su poderosa cabeza y, ciego de furia, fue a arremeter contra el padre y el niño, pero el Sumo Sacerdote gritó:
- Haygham estghaul hembahg! ¡No en mi presencia!
Lo dijo en ambas lenguas, la ancestral y la actual, y lanzó un rayo con su báculo contra Moebius, que, cegado por el dolor, se detuvo en el acto.
- He visto suficiente - dijo el Sumo Sacerdote -. Declaro, por tanto, la preeminencia de Deus. - Miles de voces se alzaron a favor y en contra de la sentencia. El Sumo Sacerdote hizo un gesto y todos se callaron. Moebius aún aullaba de dolor cuando prosiguió -: Ahora solamente Teahm, nuestro nuevo mesías, debe darnos su aprobación.
Pero Teahm se había dormido.
Aprovechando la coyuntura, El Sibilino tomó la palabra, después de que su hábil informador le dijera algo al oído:
- Según las Leyes Sagradas, el nuevo mesías, si está presente en el momento de la proclamación de su preeminencia, deberá aceptarla. ¿Puede acaso un bebé dormido aceptar su propia preeminencia? - palabras que secundaron los seguidores de Moebius con una risotada.
El Sumo Sacerdote no tenía opción. El niño dormía plácidamente y hubiera sido un error despertarlo. Alzando la voz, dijo, para que lo oyeran todos los presentes:
- ¡Que me traigan el Sagrado Rollo Mankhor, en el que todo está escrito!
Dos soldados del palacio de Kindergaard llevaron el pesado rollo hasta el salón principal. Lo pusieron en un atril y éste, ante los ojos de todos, se convirtió en un hermoso libro dorado. El Sumo Sacerdote tocó con la palma de su mano izquierda el lomo del pesado libro, y éste se abrió con suavidad. Pasaron muchas páginas, como llevadas por un viento invisible que parecía existir sólo a su alrededor, y se detuvo en las últimas páginas escritas. Para mi alivio, aún quedaban muchas páginas en blanco. Tal vez hubiera una esperanza. El Sumo Sacerdote leyó en silencio, y dijo:
- El Libro Sagrado confirma cuanto aquí ha sucedido y admite la comparecencia de ambos dioses; por lo tanto, y ateniéndome a la Ley Sagrada según la cual no puede permitirse que dos dioses luchen entre sí, proclamo la celebración de Las Justas Sagradas en los Bosques Helados del Nur. - El revuelo que se formó rayaba la demencia. Los seguidores de uno y otro bando, sin saber a ciencia cierta lo que les esperaba, empezaron a gritar, pues los unos y los otros veían clara la preeminencia de su dios; unos, no entendían cómo un niño podía decidir su suerte por espacio de mil años, y, los otros, no podían asimilar que un monstruo como Moebius los gobernase. El Sumo Sacerdote, como si no existiera nada salvo él y el Libro Sagrado, prosiguió leyendo las normas de las Nuevas Justas; las normas ancestrales, que conocía a la perfección, las diría después -: “Treinta de un lado y treinta de otro se enfrentarán en los Bosques Helados del Nur por la preeminencia de uno de los dos nuevos dioses de este mundo. De un lado, los Trece Señores del Caos, y otros diecisiete elegidos por ellos; del otro, los Doce Caballeros Blancos, capitaneados por Frágor...” - El Sumo Sacerdote alzó la vista -. ¿Se halla entre nosotros Frágor, Capitán en Jefe de las Tropas de Asalto del Extinto Rey de Lehar? En el Libro Sagrado aparece su nombre: debería estar aquí.
- Y lo está, Señoría - dijo El Sibilino, adelantándose. Dos de sus esbirros, espectros de su tripulación tapados de pies a cabeza por hábitos negros, habían conducido a Frágor hasta la sala capitular. El Sumo Sacerdote mandó que guardaran siencio -. He aquí a Frágor. En efecto, hace más de sesenta años fue capitán a órdenes del Extinto Rey de Lehar, curioso monarca, por cierto - dijo, bajando la voz, dirigiendo el comentario hacia los seguidores de Moebius que tenía más cerca, a lo que éstos respondieron con una carcajada -, pero miradlo ahora: ¡está loco, Señoría! Cree que está muerto. Como veis, no está en condiciones de capitanear a los Caballeros Blancos. Por lo tanto, solicito nos sea concedida la preemin...
- Yo capitanearé a los Caballeros Blancos.
Un hombre alto, joven, de pelo largo y barba rala, se había adelantado hasta casi el estrado.
- ¿Quién sois vos? - le preguntó el Sumo Sacerdote.
- Soy Lehar, Príncipe del Reino Sagrado de Lehar, biznieto del Extinto Rey de Lehar. Ruego me sea concedida la gracia de capitanear a los Caballeros Blancos, en lugar de Frágor, guerrero ancestral del que todos hemos oído hablar.
Y así era. La gesta de Frágor y el capítulo de su locura era algo que incluso se estudiaba en las escuelas de aquel mundo.
- ¡Es un proscrito! - se apresuró a decir el Sibilino, aconsejado por su consejero personal, que parecía saberlo todo. Era como un agente de bolsa al que le llegaban informes de todos lados. Miles de criaturas de todas las formas y tamaños parecían trabajar para él, y él leía sus mensajes con prontitud y exactitud prodigiosas.
- ¡Es un Rey! - dijo de pronto el que en aquellos momentos era Rey del Condado de Lehar, al que Lehar había considerado hasta aquel momento artífice de la matanza de su familia -. Accedí al trono porque me dijeron que Lehar, el primogénito del Rey de Lehar, había muerto, junto con toda su familia, pero no es así. Vive, y por lo tanto es rey de Lehar, y yo su más humilde siervo - dijo, postrándose ante él -. Si me lo permitís, señor, os acompañaré en las Justas Sagradas.
Lehar, viendo de pronto lo que relamente había pasado, miró hacia El Sanguinario, quien sonreía con deleite.
“Así que eres Lehar, el último de los bastardos. No por mucho tiempo”. Unos minutos antes había visto a Jaynspher, entre la chusma, cubierto por una capucha que dejaba ver sus facciones de facóquero a la perfección. Lo había mandado llamar, y en cuanto Lehar se identificó, lo envió a matarlo. “Con sumo placer”, le había dicho él, quien desde ese momento se había puesto a su servicio. En aquel instante llegó por detrás de Lehar una sombra armada con un largo cuchillo de caza, pero antes de que pudiera asestar su golpe fatal, cayó fulminado.
- ¡Gürerl, mi buen amigo! - exclamó Lehar, volviéndose, al ver al grohle muerto y a su amigo que lo había salvado de una muerte segura. El groleh malherido asestó una brutal puñalada a Gürerl, que murió en los brazos de Lehar. Jay murió sin haber conseguido su venganza.
- Lo harás bien. Lástima que yo no pueda acompañarte esta vez, hermano.
- ¡Un médico, rápido! - pidió Lehar, y en cuestió de segos aparecieron varios sanitarios acompañados por soldados que se llevaron al groleh herido de muerte y al otro groleh muerto. Cuando miró hacia El Sanguinario, vio que éste había desaparecido, el muy cobarde.
La xanah había viajado hasta el Nur con el acólito de Moebius al que había intentado venderle el alma del poeta guerrero. El trato había sido apresar al poeta guerrero y robarle el alma, pero enseguida se dio cuenta de que no iba a ser tan sencillo.
El ente sólo veía a un muchacho enclenque, en el lugar en el que la bruja veía a Ik-Ahn. El ente pensó entonces que la hechicera se estaba burlando de él, pero entonces la vieja bruja había adivinado lo que estaba ocurriendo.
Aprovechó la confusión general para acercarse hasta el estrado, cosa que hasta aquel momento le hubieran impedido los guardias, se paró delante de mí y pronunció unas palabras que no pude oír. Cuando cerró sus labios y sonrió, a mi lado estaba Ik-Ahn, que había salido de la nada.
- ¡Brujería, brujería, son espectros, apresadlos! - empezó a chillar la bruja, gritos terribles que secundaron buena parte de los presentes, quienes en gran número empezaron a perseguirnos. La dama con cuyos ojos me había cruzado durante la cena me dijo al oído: “Huíd, por lo que más queráis”, e Ik-Ahn y yo salimos zumbando de allí, antes de que nos lincharan allí mismo.
- ¡Por el Santo Nombre de Deus! ¿Qué está pasando aquí? - dijo el Sumo Sacerdote, a punto de sufrir un colapso. Hasta donde él alcanzaba a recordar, jamás había habido ni derramamientos de sangre ni prácticas de brujería en el salón del trono.
Nosotros ya salíamos por la parte de atrás de la sala capitular, perseguidos por docenas de guardias y tal vez cientos de furibundos detractores de la brujería y evangelizadores de espectros, a su modo.
- Me temo, joven, que yo soy Los Caballeros Blancos - dijo un anciano, vestido con la túnica blanca de los antiguos caballeros, que se abrió paso hasta Lehar apenas hubo cesado levemente el tumulto -. Soy el custodio del Santo Grial de Deus. Lo he sido durante los últimos mil años. He venido hasta aquí porque así me lo ha pedido Deus. Los demás caballeros están muertos, me temo. Lo siento. Pero yo lucharé junto a vos.
- Bien, ¿quién más luchará a mi lado por la preeminecia de Deus? - dijo Lehar, alzando la voz, mirando enderredor.
Las gentes, sencillas, que jamás habían participado en batalla alguna, bajaron los ojos, avergonzados y temerosos. Lehar no podía obligarlos, pero se dijo a sí mismo que ya no quedaban valientes entre los especímenes de aquella raza, condenada al exterminio.
- No es tan sencillo - dijo el Sumo Sacerdote, algo más tranquilo, al ver que las aguas parecían volver a su cauce, dentro de lo posible, dadas las circunstancias -. Sólo Frágor puede capitanear a los Caballeros Blancos, lo dice el Libro Sagrado, y éstos deberán comparecer en la batalla.
- Acabemos con esto de una vez - dijo el Sibilino.
- ¿Qué podemos hacer? - le preguntó Lehar al Sumo sacerdote. Éste bajó la vista y vio que algo nuevo se estaba escribiendo en el Libro Sagrado.
- El Ejército de los Antepasados - dijo.
- ¿Cómo? - dijeron a la vez el Sibilino, Lehar y algunos otros.
- Lehar convocará al Ejército de los Antepasados, pero sólo Frágor podrá despertar a los Caballeros Blancos de su letargo.
- Yo le convenceré de ello - dijo el clérigo, adelantándose -. Es evidente que lo han drogado. Solicito sea conducido por vuestros guardias a mis aposentos. En unas furbas estará en condiciones de decidir sobre su destino.
- Sea - dijo el Sumo Sacerdote -. Lehar, convocarás al Ejército de los Antepasados. Deberás ir acompañado por dos niños, quienes te ayudarán a decidir.
- Nosotros iremos - dijo Aiyo, quien tiró de la mano de su hermana y la puso en evidencia de tal modo que ya no podía echarse atrás. Se ruborizó al ver que Lehar la miraba y la sonreía. Le parecía muy guapo. No como Noemu, pero muy guapo, a su modo.
- Sea, entonces. Os llevaréis con vosotros el Libro de los Muertos, en el que hallaréis información sobre vuestras elecciones. Habréis de hacerlas bien: quince de entre ciento veinte tumbas. Si erráis en uno solo de los nombres que deberéis elegir, tal vez la batalla esté perdida de antemano. Así quedan las cosas: los Trece y otros diecisiete de su elección entrarán a los Bosques Helados por la parte del Nur, en el límite de las Terras Negras; los Doce Caballeros, Frágor, Lehar, el actual rey de Lehar y otros quince de vuestra elección entrarán en el bosque por el extremo del Sor. Todos conocéis las reglas, pero las diré, para que no haya dudas: se formarán dos ejércitos, enfrentados por la preeminencia de sus respectivos dioses. Una vez que esto esté aclarado, entraremos a debatir todas las demás cuestiones - dijo, mirándome de soslayo -. Las reglas son: quien descubra a otro le propondrá una prueba, acertijo o adivinanza. Si no lo sabe, o no realiza la prueba correctamente, deberá unirse a él. Si rehusa, deberán luchar hasta morir. Ganará la preeminencia el dios que representen el mayor número de contendientes de entre aquellos que queden en pie, al amanecer, dentro de dos Lunas. Los niños se quedarán aquí y se celebrarán las Justas Infantiles. En caso de empate, ellos decidirán. Que la gracia de Deus esté presente en vuestros corazones.
Los Trece Señores Oscuros y El Sibilino no aguantaron más la compostura y comenzaron a burlarse sin piedad. Incluso los temerosos defensores de Deus veían el absurdo demencial de ser representados por un ejército de espectros capitaneado por un anciano demente, un proscrito, un rey derrocado y un niño indefenso. Fue entonces, cuando sus burlas empezaban a rayar lo grotesco, cuando Moebius gritó: “¡Ya es suficiente!”, y los Trece descubrieron sus identidades.
Los presentes, muertos de miedo, emepezaron a retroceder. Sólo Lehar, el rey Sandor y Frágor permanecieron inmóviles mientras los espectros se despojaban de sus túnicas.
Lehar los conocía muy bien, aunque, como era obvio, no los había visto nunca frente a frente. Pero todos y cada uno de ellos aparecían en sus libros. Como si se tratara de una pesadilla, aparecieron ante los ojos de todos con su terrorífico y verdadero aspecto. Todos eran seres viscosos y deformes, aunque esbeltos, fibrosos y enjutos, menos uno, que no hablaba, y era una suerte de home joven de larga melena rubia y ojos glaciales.
- Daos por muertos - dijo Moebius, señalando a Lehar y al clérigo con un dedo y saliendo de la sala, seguido de los otros doce, ante cuyo paso se apartaron todos, tanto seguidores de Deus como de Moebius. Si uno no se hubiera ofrecido a formar el dichoso ejército de los antepasados y el otro no hubiera solicitado estar a solas con el viejo guerrero desquiciado, tal vez habría empezado la era de su preeminecia. Aquellos seres ínfimos no eran más que un molesto contratiempo, pero ni al mismísimo Moebius le gustaba tener una mosca insidiosa alrededor. Había una remota posibilidad de que el anciano recobrara el juicio, y aún más pequeña de que se decidiera a capitanear a los Caballeros Blancos, incluso dudaba mucho de que pudiera hacerlo, pero si era así, si la batalla, pese a todo, iba a tener lugar en los bosques helados, les haría pagar muy cara su osadía.
- Debéis ir a la Colina de los Ancestros - dijo el Sumo Sacerdote a Lehar y a los dos niños sindios -. Mañana, si está formado vuestro ejército, comenzarán las justas, y vosotros - dijo, dirigiéndose a Aiyo y a Aioue -, supongo que participaréis en las Justas Infantiles, ¿me equivoco? - Aiyo asintió por su hermana, que estaba muerta de miedo, después de lo que había visto, y después preguntó:
- ¿Qué son las Justas Infantiles?
El Sumo Sacerdote sonrió ante la valentía del niño.
- Desde tiempo inmemorial los niños participan en las Justas Infantiles, una competición puramente dialéctica, casi un entretenimiento, que servirá de desempate, en el caso de que haya empate -... o todos mueran, pensó, al mismo tiempo que Lehar -. Esto ya ocurrió hace muchos años, y los niños decidieron la preeminencia de Deus y el advenimiento de los días nuevos. Los seguidores del Crepúsculo y de Moebius tuvieron que retirarse a una vida de tinieblas y todas sus licencias les fueron retiradas.
- ¿Fue eso lo que pasó? ¡Vaya! - exclamó Noemu -. Así que los niños vencimos a Moebius.
- Así es, pequeño. Y ahora, id. Deberéis estar de regreso antes del amanecer. - Un soldado entró entonces en la sala portando un cubo de madera lleno casi hasta el borde con una suerte de tintura roja que Lehar sabía que era sangre de cordero y una brocha, también de madera, ribeteada con tiesas cerdas de una especie de jabalí -. Marcad las tumbas de vuestros seleccionados. Es todo. Ellos acudirán a la cita, siempre y cuando vuestras decisiones sean oportunas. Id con Deus.
Lehar cogió el pesado cubo y Aiyo quiso llevar la brocha, que a simple vista engañaba, y también pesaba lo suyo.
Estaban en la puerta cuando un segundo soldado le ofreció a Aioue una tea encendida. Aún el cielo no estaba muy oscuro cuando salieron de palacio, rumbo a la Colina de los Ancestros.

No habían dejado de perseguirnos hasta más allá del límite de la ciudad, y aún nos seguían cuando nos adentramos en el bosque helado del Nur. Más allá estaban las Terras Negras, y algo me decía que en breve tendríamos que volver a entrar en el territorio de los espectros.

EL EJÉRCITO DE LOS ANTEPASADOS

Llegaron a la Colina de los Ancestros Anónimos justo en el momento en que el tenue resplandor verdoso del último Sol, empequeñecido por las densas nubes rojas que pugnaban por el dominio del cielo, aunque sólo fuera por unos breves instantes, empezaba a adivinarse allende las lejanas montañas azuladas.
El paisaje era desolador. Allí había miles de tumbas, que albergaban otros tantos cuerpos que habían pertenecido a los habitantes de aquellas tierras.
Ayudados del Libro de los Muertos, empezaron la selección.
- Janz Rúnelvait. Aquí está. Se pasó toda su vida en unos vestuarios masculinos de un centro deportivo. Veamos... aquí dice que era huraño, hosco y desagradable con todo el mundo, sobre todo con los niños. Al final de su vida se volvió loco y se dedicó a llenar las paredes del vestuario con carteles que rezaban mensajes como: “Gracias a Deus tenemos escobillas, ¡usadlas, por el amor de Deus!”, o “No entren con los pies húmedos. ¡Séquense un poco antes de entrar en este Sagrado Lugar, por el amor de Deus!” Supongo que al cabo de los años acabó considerando su vestuario como algo sagrado. Aquí dice que siempre trabajó allí, incluso en invierno. Es extraño - dijo Aioue, levantando los ojos del libro -, porque aquí en invierno por aquella época cerraban aquellas instalaciones, y, sin embargo, él permaneció allí, siempre, desde el principio, incluso antes de volverse loco.
- Menudo elemento - apuntó Aiyopatapec.
- ¿Sabemos algo sobre su aspecto? - preguntó Lehar. Aioue volvió la página del Libro de los Muertos y alzó levemente los hombros. En el libro sólo había imágenes de algunos ilustres desconocidos -. Bueno, es igual (o eso espero). Admitido. Será jefe de intendencia. Continuemos. Veamos... ¿quién fue éste de aquí?
- ¿Quién, éste? - peguntó Aioue, con una mueca.
La tumba a la que se dirigían era tal vez la peor conservada de todo el camposanto. Hiedras polvorientas, zarzales cambiantes y arranyas retorcidas en escorzos imposibles, de todas las formas y tamaños inimaginables parecían cumplir la doble misión de custodiar la tumba y al tiempo darle un aspecto demencial.
- ¿Puedes ver la lápida? - preguntó Aioue, haciendo un supremo esfuerzo por vislumbrar algo más allá de la enferma podredumbre que amenazaba con engullir la tumba para siempre.
Lehar desenvainó su espada y apartó con la punta la enorme y peluda arranya que tapaba casi completamente el epitafio. La arranya emitió un débil graznido y se alejó a toda velocidad, escabulléndose por una grieta hacia el interior del féretro.
- Rudus Thoelmus Bastien. Leñador y cazador. Aquí dice que era un gigante. Ermitaño, comía de lo que cazaba y sólo talaba los árboles que necesitaba para construírse su cabaña, sus muebles y para obtener la leña que necesitaba en invierno. Aquí no dice nada más.
- Es curioso, este libro - dijo Lehar, pensativo -. Aparecen todos y cada uno de los habitantes de estos parajes, con una breve sinopsis de lo que fueron sus vidas. En palacio estudié las vidas de muchas personas ilustres, pero jamás supe nada de las gentes corrientes que lo único que hicieron en la vida fue vivirla. Admitido. Traza una cruz, donde puedas.
- Pero no sabemos si era una buena persona - apostilló Aioue.
- ¿Pone en el libro que alguna vez hizo daño a alguien?
- No, pero puede que jamás se encontrara con nadie.
- ¿No te parece poco probable?
- Vivió hace más de dos mil años. ¿Qué puedo pensar? ¿Cómo eran estos parajes hace dos mil años? ¿Quién vivía aquí entonces?
- Esto... yo... - Aiyopatapec estaba intentando encontrar un hueco entre la maleza para pintar la cruz con la sangre del oso, pero le resultaba del todo imposible.
- Déjame - dijo Lehar, sonriendo, haciéndose cargo de la situación. Tomó el cubo de las manos del niño y, avanzando entre las hiedras venenosas y apartando zarzas y arranyas a su paso con su espada, trazó una cruz sobre el nombre del gigante. Al volver hacia atrás, una arranya intentó morderle, pero sus viscosos incisivos no llegaron a traspasar la cota de malla que protegía las piernas del príncipe.
Tenían una sola noche, hasta el amanecer, para reclutar a su siniestro ejército, y Lehar necesitaba descansar unas furbas, antes de la batalla, aunque dudaba de que pudiera pegar ojo aquella noche. Sin perder un instante, se dirigieron hacia la siguiente tumba.


Habíamos burlado a nuestros perseguidores, o eso pensábamos, cuando nos detuvimos ante algo que, desde luego, no esperábamos: las Terras Negras avanzaban, en medio de la noche, como una inmensa sombra que se dirigía inexorablemente hacia nosotros. Empezamos a correr en sentido contrario, y cuando íbamos a toparnos con nuestros perseguidores, quienes, aún en un buen número, no habían cejado en su siniestro empeño, éstos, advirtiendo el extraño fenómeno, hicieron lo propio. Fue en vano. A unos y otros, nos alcanzaron casi inmediatamente las Terras Negras. En cuestión de segos, me vi rodeado de la oscuridad más absoluta.

- Jégüel Taumang. Es el último. Fue... una suerte de cirujano de reyes, una especie de sanador. Aquí dice que se retiró aún joven y que se dedicó a la hechicería y, sobre todo, a la herboristería. Se convirtió en un curandero, una especie de naturista genial. Pero murió completamente trastornado. Presumiblemente, se suicidó. Presumiblemente - repitió Aioue, levantando sus cansados ojos del Libro de los Muertos.
Ya habían marcado las dieciocho tumbas. Todas éstas albergaban en su mudo y gélido seno los cuerpos putrefactos de seres, junanos o no, que no habían pasado por la vida sin causar dolor, precisamente. Mucho dolor. Era el criterio que habían seguido para llevar a cabo su particular escrutinio.
- ¿No dice el libro que quienes se han suicidado, aunque no hayan causado dolor, pueden transformarse en el proceso de vuelta a la vida, en otras personas radicalmente distintas a quienes fueron en vida? - preguntó Aiyopatapec, con aire cansado, ausente, como si le diera igual la respuesta. Los tres habían leído con atención todas las grandes y pequeñas condiciones y vicisitudes que acompañaban semejante selección.
- Sí, eso dice, pero... - corroboró Aioue con gravedad. No podía explicarlo, pero deseaba que aquel hombre estuviera con ellos.
- Ya hemos seleccionado las quince tumbas, no deberíamos arriesgarnos - continuó el niño.
- Cuantos más seamos, mejor - se vio diciendo Aioue. Deseaba, necesitaba que aquel joven estuviera de su lado.
- Se necesitan quince para las Justas - dijo Lehar, distraídamente extrañado por la insistencia de Aioue. El cansancio podía adivinarse tanto en su voz como en sus ojos -, y tres más para las dialécticas. - También habían seleccionado a tres niños muertos -. Vosotros dos participaréis en ellas, ¿verdad?
- Yo preferiría pelear - dijo Aiyopatapec.
- Puede que resulten igual de peligrosas - apuntó Aioue, recordando los rostros de los hijos de los Trece Señores del Caos.
- No os pasará nada malo; sois muy listos - dijo Lehar, haciendo caso omiso del último comentario del niño sindio. Las expectativas no eran en absoluto halagüeñas, pero el Gran Congreso tenía las ideas muy claras al respecto: sólo una Preeminencia, sólo una Palabra, un solo Deus, un solo Criterio para dictaminar el destino del universo. - También lo son Zurban y Kárajat - puntualizó el niño, quien se había aprendido los nombres de algunos de sus contrincantes. Estaba deseando darles una buena paliza.
- Vosotros lo sois más - concluyó Lehar, sonriendo y revolviéndole el cabello, ensortijándoselo aún más, si tal cosa podía ser posible, porque la tierra y el polvo del camino se habían aposentado de tal forma entre sus extraños rizos que el efecto era, cuando menos, caótico, pero hermoso.
- ¿Y si no quieren unirse a nosotros? - preguntó el niño, intentando recomponerse inútilmente el inexistente peinado.
- Lo harán, no os preocupéis. No, no marques esta tumba. Si es convocada por las fuerzas de Moebius, él mismo decidirá a qué bando quiere pertenecer -. Aioue odió entonces con toda su alma al que hasta entonces había sido su príncipe. Su nuevo príncipe descansaba allí, y ella tenía que salvarlo, debía hacerlo -. Hemos terminado. Justo a tiempo. El último Sol se está poniendo. Vamos al campamento: dentro de unas horas comenzará la ceremonia.
Sendos escalofríos recorrieron las espaldas de los niños. La sola idea de tener que hacer que los muertos se levantaran de sus tumbas, esa misma noche, les provocaba una sensación difícil de definir. Por un lado se trataba de un juego macabro y demencial, aunque hubieran estado toda su vida inmersos en un mundo de espíritus y de ancestros; por otro, era - lo sería, si es que todo salía bien - su ejército, el grupo de elite que iba a tratar de salvaguardar el destino de un mundo; su mundo. Su hermoso y acrisolado mundo. Así había de ser.
Aioue tragó saliva y cerró el Libro de los Muertos. Una nube de polvo hizo que su hermano pequeño estornudara ruidosamente. Por un momento, temió que el eco despertara antes de tiempo a los ancestros, y dio un respingo, asustada tanto del efecto del estornudo de su hermano como de las imaginativas consecuencias del mismo, pero... pero cuando se le pasó el susto y fue a recriminar a su hermano por el ruido, éste le dijo algo que la asustó aún más:
- Yo no he sido.
Había estado a punto, pero no había llegado a estornudar. Miró a su hermana, y después al príncipe. Supo por la expresión de sus rostros que tampoco había sido ninguno de ellos.
Lehar desenvainó su espada. El sonoro estornudo había salido de detrás de un matorral, a su izquierda, una mata escuálida que ahora no paraba de moverse espasmódicamente.
El príncipe iba a segar las espinosas ramas con el afilado extremo de su espada cuando se percató de la naturaleza cambiante de aquel mundo, así que sonrió y dijo:
- Sal de ahí, seas quien seas, no te haremos ningún daño.
El arbusto de detuvo.
Se trataba de un pequeño arbusto aislado en medio de una roca desnuda, donde se hallaba únicamente la tumba del herborista loco.
- Vamos - insistió Lehar -, sabes tan bien como nosotros que, tarde o temprano, ese arbusto desaparecerá, así que vamos a verte de todos modos. Y no tenemos mucho tiempo... Es más, creo que ya se me está agotando la paciencia.
Se disponía a descargar un golpe con su espada, un corte superficial, sólo para asustar a aquel ser, cuando sonó una voz, chillona y extraña, desde detrás del matorral.
- Muy bien, muy bien, me habéis descubierto. Soy alérgico al polvo añejo - dijo el ser, una suerte de duende caótico saliendo a la débil luz vespertina y dirigiendo una mirada, que pretendía ser desafiante, hacia una entre consternada y divertida Aioue. “Tal vez nunca ha visto a una chica”, pensó.
A Aiyopatapec se le había abierto la boca y parecía no ser capaz de volver a cerrarla.
- ¿Qué eres? - dijo Lehar, envainando su espada.
El extraño ser medía apenas cincuenta centímetros de alto y casi treinta de ancho. Su aspecto era el de un duende del desierto, pero la expresión de su rostro y sus ojos eran extraños, como si su existencia hubiera sido la resulta del infeliz encontronazo de dos especies misteriosas y extrañas entre ellas. Dos especies que no podían haberse encontrado naturalmente. No en aquel mundo, donde existían reglas inviolables.
- Quién soy, querrás haber dicho - siseó, apartando por un instante los ojos de Aioue y lanzando una rapidísima e inquisitiva mirada a Lehar, quien no podía dejar de sonreír, intentando, sin éxito, hallar en sus recuerdos una respuesta, aunque sólo fuera aproximada, a su pregunta -. Sí - continuó el ser, volviendo sus ojos hacia la niña sindia -, estoy seguro de que así ha sido. Bien, siendo así, os lo diré: me llamo Güerefresnef, Príncipe de los Duendes, Amo Supremo del Mundo de Gózar, Señor Celebérrimo de...
- Conozco muy bien al viejo Güerefresnef, pequeño embustero, y aunque no nos importa en absoluto quién eres, por el mero hecho de mentirnos, y por lo que acabas de ver, mereces que te... - cortó Lehar, desenvainando de nuevo su espada y levantándola en alto, hasta una altura casi siete veces la de aquel patético ser.
- ¡Un momento, noble caballero! - chilló el ser, cubriéndose el rostro con las manos. Al ver que Lehar no descargaba el golpe fatal, se tranquilizó un poco y continuó -: Un momento, por favor, seamos civilizados -. Lehar envainó de nuevo -. Es verdad cuanto os digo. Soy yo, Güerefresnef, pero mi actual aspecto es el efecto de un sortilegio, es así de simple.
El príncipe entrecerró un poco los ojos, frunció levemente el ceño y se lo quedó mirando, escéptico.
- Si eso es cierto - dijo al fin -, el susodicho encantamiento...
- Sortilegio, he dicho sortilegio, no es lo mismo, como bien sabéis, espero. Tenéis un problema, oh, sí, un gran problema, si no sois capaces de distinguir un encantamiento de un sortilegio.
Lehar cerró los ojos, aburrido de su cháchara verborreica, el tiempo apremiaba, y cuando volvió a abrirlos, dijo:
- Si es cierto cuanto dices, de lo cual no me creo una palabra, puesto que no existen en estos tiempos brujas con tan mal gusto, ¿quieres explicarme cómo el tal... sortilegio de marras ha cambiado también tu carácter?
- No comprendo, noble viajero.
- Por supuesto que no comprendes, porque no eres Güerefresnef; puede que sea un vanidoso empedernido, pero lleva toda su vida tratando con reyes y príncipes. Él jamás se hubiera escondido tras unas zarzas para espiar.
- Pero, mi aspecto... - empezó a balbucear el ser.
- Tu aspecto mezquino y vil es el que te corresponde, alimaña, pero no vas a morir por tu aspecto, ni porque estuvieras espiándonos: vas a morir por embustero.
Y alzó la espada.
No tenía ninguna intención de matarlo, le resultaba gracioso, grotesco, pero divertido, al fin y al cabo; al menos hasta cierto punto.
- ¡Está bien, está bien, clemencia, mi señor! - empezó a lloriquear el gruben, puesto que de un gruben se trataba, una criatura antigua del desierto del Soroset, una especie olvidada cuyos orígenes se remontaban al principio del mundo.
- Habrá clemencia si nos dices quién eres.
Y fue entonces cuando rompió a llorar.
Los niños y el príncipe se miraron entre ellos entre divertidos y confundidos.
Cuando se hubo tranquillizado un poco, empezó a hablar de nuevo.
- Han pasado más de tres mil años desde que nadie me ha preguntado quién soy. He sido una sombra durante miles de años. Los míos murieron en el Gran Cataclismo y yo sobreviví porque mis padres protegieron mi cuerpo con sus vidas. Bueno, mi vida con sus cuerpos, quería decir. ¿Tenéis un pañuelo? Bueno, es igual. Llevo más de cuatro mil años sorbiéndome los mocos, sin un triste pañuelo que llevarme a las...
- Mira, es una historia muy tierna, pero tenemos mucho que hacer, así que, como no vas a decirnos qué o quién eres, tienes dos opciones: o te quedas aquí y continúas sorbiéndote los mocos otros cuatro mil años, o te vienes con nosotros, tú decides.
- Ir o no ir, ésa es la cuestión.
El llanto había cesado súbitamente, pero aún tenía el rostro, por llamarlo de algún modo, bañado en densas y sucísimas lágrimas. Lehar, lanzando un suspiro, se volvió, gesto que secundaron los dos hermanos. La criatura reaccinó inmediatamente.
- ¡A dónde vais, esperadme, qué voy a hacer yo aquí solo, esperad, esperadme!
- ¿Os fiáis de él? - les preguntó Lehar a los niños. Éstos se miraron entre sí, miraron al ser, volvieron la vista hacia Lehar y, frunciendo el ceño, dijeron que no con la cabeza -. Eso imaginaba. Habrá que tener mucho cuidado con este bufón.
- ¿Qué decís? No estaréis hablando de mí... Ahora soy de los vuestros, ¿no? Ahora...
Lehar se detuvo, se volvió y le espetó:
- Como no mantengas la boca cerrada hasta que lleguemos al campamento, no vas a llegar al campamento.
El ser tragó con fuerza, sonrió y les siguió en silencio.
La noche parecía haberse detenido en una instantánea demencial.
Ninguno de ellos lo hizo, pero de haberlo hecho habrían visto que el último Sol aún se estaba metiendo tras la Colina de los Ancestros Anónimos, cubriéndolo todo con un resplandor verdoso, fantasmagórico, que en poco tiempo se convertiría en una negrura total e impenetrable.
Y aún habrían visto algo más. La sanguijuela de Yearl los había seguido, se había subido a la lápida del herborista suicida y se había autoinmolado, clavándose sus propios dientes, desangrándose hasta morir, marcando con su fétida sangre negra la tumba que ellos no habían querido señalar con la sangre del cordero.

Me desperté en medio de una oscuridad absoluta. Llamé al poeta, pero nadie me contestó. Ni siquiera llegué a oír mi propia voz. Era como si estuviera en medio de la nada, del vacío. Pero yo sabía que estaba allí. Avancé, pero no podría decir si hacia delante, o hacia atrás, arriba, abajo o en círculos, o en saltos, o tumbos, de años luz de distancia, tal vez. Una eternidad después, a lo lejos, vislumbré una luz. Avanzaba hacia ella y la perdía de vista, volvía a aparecer, cambiaba de dirección, la seguía, volvía a desaparecer, y continué inmerso en este juego agotador y demencial hasta que, por fin, se quedó quieta. Pero para entonces yo ya estaba muy cansado para continuar persiguiéndola, así que me quedé quieto. Simplemente. Advertí que no necesitaba tumbarme para descansar, como si la negrura que me rodeaba se hubiera densificado y me sujetara por todas partes. Tal vez ésa era la razón de que no pudiera continuar avanzando. Cerré mis ojos, aunque tal vez ya los tenía cerrados desde hacía un buen rato, casi inmediatamente, o eso me pareció, me quedé profundamente dormido, y soñé.
Soñé que escribía sobre un viejo pergamino cosas que me venían a la mente. Estaba en un concurso al aire libre de jóvenes escritores. Yo había escrito:

Recuerdo cuando empezaba a escribir: era feliz, completamente feliz, con un bolígrafo y un cuaderno a estrenar entre las manos. Hoy mis gustos son más modestos, y me conformo con un buen ordenador portátil. Pero añoro aquellos comienzos. Tal vez, porque fueron los míos. Sinopsis: Un chico sale con una chica. Tiene una amiga, con la que pretende - y se lo propone -, llegar hasta el límite de una relación, pero sin sexo. Se desnudan uno frente al otro, en la penumbra, se contemplan; incluso, llevados por el deseo, se masturban uno frente al otro, sin tocarse en ningún momento. Nunca, hasta que uno de los dos rompe la barrera, y entonces todo se viene abajo: la amistad, sus relaciones, todo. Posible final de la obra: Cuando se fusionaron ambos mundos - algo que yo no supe hasta bastante tiempo después, cuando empecé a recuperarme - algunas personas murieron para siempre, otras se fusionaron con sus contrarios y, simplemente, desaparecieron; otros, como yo, seguimos vivos, pero creo que la mayoría, si no todos, estamos enfermos, como si no debiéramos seguir vivos después de la colisión, como si el fin del mundo hubiese fallado por culpa nuestra. Escribo esto con la esperanza de que - por un lado, los días se me hagan más cortos, y, por otro - alguien se halle, alguna vez, al otro lado de mis últimas palabras. Quién sabe. Adiós, mi desconocido amigo... o amiga. Tal vez seas un descendiente de esta raza enferma. Tal vez, lo más probable, mi último legado haya viajado hacia atrás, en el tiempo, y algún editor avispado lo haya puesto en tus manos de un modo más o menos fidedigno. En cualquier caso, dudo mucho que alguien pueda estropear aún más este maltrecho testamento. Como dijo una vez un buen amigo mío, mi único amigo... nos vemos. ¿Sabes que también Descartes odiaba levantarse por las mañanas? ¿Y eso tú cómo lo sabes? Lo he leído en alguna parte. Además, es lógico. Mira, con esta cara... Sí, tienes razón. La cara es el espejo del alma. Y de más cosas. ¿De qué más cosas? Pasa, pasa por aquí... Nombres griegos: Atena (sabiduría), Jérôme, Melina, Yorgos Chakros, Téano, Irene (paz), Teodoro (don de Dios). Un juego mitológico en CD rom: La ira de los dioses. Nombre africano de chica: Fatou, senegalesa.

Después, presentaba mi trabajo ante el jurado. Unos se reían de mí y otros me increpaban, sobre todo, por la parte de los dos amigos. Yo había escrito de manera automática, lo primero que me había venido a la mente. ¿No se trataba de eso?
No entendía nada y me retiré con mi viejo pergamino, que se había convertido en un cuaderno de tapas de piel vuelta.
Vi a lo lejos el tronco hueco de un árbol muerto. Me acurruqué en su interior, y, llorando, me quedé profundamente dormido. Y soñé que volvía a soñar, de nuevo, dentro de mi sueño. Y soñé con otra persona, o tal vez yo era esa otra persona.
Un viajero.

EL EXTRAÑO HOSTAL

Cuando se despertó ignoraba dónde estaba o cuántos días había permanecido allí. Nada más levantarse, aún con el cuerpo magullado y aturdido, comprobó que estaba en una pequeña estancia. Abrió las contraventanas de madera y aspiró el aire fresco de la mañana. Sobre una pequeña mesa de madera envejecida había pan y queso, un odre lleno de vino, un pergamino en blanco, una pluma de ave y un tintero. Junto al pergamino, había una nota, clavada en la mesa con un puñal que utilizó para cortar el queso y el recio pan.

Volveré pronto. Escribe tus pensamientos y tus sueños.

Era cuanto decía la misteriosa nota. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Quién le había traído?
Comió, bebió y escribió. Empezó por sus reflexiones, lo que le cruzaba la mente en ese momento:

El amor, el dolor, el sentido de la vida, todo se apelmaza sobre mi almohada en el hostal. Todo. Me hago daño a sabiendas de hacérmelo sólo pensando cómo sería todo sin ellos, sin los seres que amo. Sin ella los días, los años, en fin, la vida, sería una sucesión interminable de segundos vacíos y de latidos sin respuesta. Sin ellos, ese tamborileo misterioso y profundo que la soledad genera en los recovecos imposibles de la memoria dormida, si la contradicción es admisible, e incluso el apunte, se convertiría, por arte de birli birloque, en una mano atenazando mi garganta, un gigante bajo cuyo pie agonizaría sin remedio. No puedo, ni quiero imaginarme tan solo que no pudiera ni imaginarlos ausentes. Pero eso sí puedo hacerlo, aún ahora, y ruego a Dios para que ese instante llegue a mi existencia cuando mi alma esté armada del coraje, la templanza y la sabiduría necesarios para afrontarlo. Aunque sé de siete sobras que nunca llegará ese momento, y, en cambio, el otro, sí, e irremediablemente, para mí o para otros, y apostaría a que lo es para todos sin remisión posible. En cuanto a la muerte, en cuanto a la ausencia, no hay diferencias significativas entre los seres humanos. Es la vida la que nos hace absurdamente diferentes. Ahí, precisamente, hay algo a cambiar de raíz.

- Cuéntame tu sueño.
En el rellano de la puerta había una figura esbelta, en cuyo rostro reconoció a su salvador. De pronto lo recordó todo.
- Ascendía por unas escaleras ya de por sí raras, con esa escéptica sinuosidad que atribuimos a los elementos oníricos al recordarlos, o más bien interpretarlos, prácticamente reinventarlos, a la mañana siguiente. Nada podía salir mal. Estaba seguro de haber cerrado la puerta tras de mí, y mi seguridad, si vale la redundancia, estaba supuestamente asegurada. Pero, con esa cadencia inexorable de las pesadillas, con ese ambiente pringoso, esa atmósfera pegajosa de los peores sueños, con ese ritmo insidioso con que se pasea la muerte entre los hombres, algo impenetrable me acechaba entre las sombras. No podía saber si arriba o abajo. Tal vez se hallaba a mi lado, y no podía verlo. Tal vez, incluso, estaba dentro de mí. Tal vez yo era el problema. El ser. Pero no, no era yo ni estaba detrás ni dentro de mí. Vi cómo una vaharada roja se me echaba encima, y, sí, la vi sonreírme con la malicia contenida de todos los siglos que no conoceremos, con esa maldad inédita de la que no podremos tener jamás ni idea. De pronto, se detuvo delante mí y la niebla roja se transfiguró en una mujer que, a pesar de que sus contornos estuvieran desdibujados, se me antojó bellísima. No me miraba a mí, sino que lo hacía a través de mí, como si yo no existiera para ella, como si nada existiera para ella, o como si ella no estuviese allí, sino en otro escenario, mucho más vasto que las angostas escaleras que me tenían pegado a su frío cuerpo de mármol desvencijado. Atravesándome siempre con la mirada penetrante de sus enormes y bellísimos ojos negros, o tal vez verdemar, alzó sus brazos de alabastro y abrió los labios, pero ningún sonido salió de ellos. Una lágrima surcó su rostro, elevó más los brazos, sin duda hacia un cielo invisible a mis ojos, continuó moviendo la carnosa boca en silencio y desapareció. Todo había ocurrido en apenas unos segundos, pero, extraña, absurdamente, lo que más me llamó la atención, sí, me preocupó, incluso, y a lo que dediqué buena parte de mis sucesivas vigilias, fue el hecho de que yo lo hubiera presentido antes de que ocurriera. Había intuido su ignota presencia, su inexpugnable existencia, allí, conmigo, en aquella estrecha escalera, tras el recodo del primer rellano, que recorrí, sin ninguna esperanza de que se repitiera el encuentro, decenas de veces a lo largo de una semana que se me antojó, extrañamente, brevísima e interminable a un tiempo. ¿Quién era? Y, aún más importante quizás, ¿qué decía, por qué se me había aparecido, a mí, precisamente? ¿Quién era yo? Saber que debes hacer algo pero sin saber qué es una de las mayores angustias que puede padecer un hombre. Perdí diez kilos en tres meses, y, cuando empezaron a desdibujárseme los contornos de su rostro, la suave curva de sus senos y de sus labios en la memoria dormida por el efecto narcótico de su silencio inexpugnable, parecía más una momia viviente que un ser humano en toda regla. Caí enfermo y, una noche, estando convaleciente en el camastro más apañado de un cuchitril bohemio del barrio viejo, se me apareció de nuevo en sueños. Recordé de pronto nuestro encuentro, la voluptuosa carnosidad de sus labios y la turgencia de sus senos contra la túnica prácticamente transparente, el silencio y la tristeza que destilaban sus lágrimas no enjugadas y sus brazos de alabastro alzándose a un cielo que podía ver por vez primera y que no volvería a ver jamás. Yo estaba frente a ella, sentado sobre una hierba alta y finísima, e intenté preguntarle quién era, qué quería, por qué lloraba, pero ningún sonido salía de mi boca. Ella se fijó en mí y me sonrió, con toda la ternura contenida de los siglos que jamás veremos, sacó una daga y se la hundió con vehemencia inusitada sobre el blando vientre, que noté ligeramente abultado por primera vez. Desperté en un mar de sudor y me desmayé, consciente de mi precario estado y de la proximidad de mi muerte. Pero nada me importaba más que aquella dama, que su destino, que la visión de su propia muerte, y, no me cabía la menor duda, del fruto de sus entrañas. Entonces te dieron mi habitación, y el zagal que tenía que llevárseme al monte, para que los buitres acabaran de despojarme de una existencia para ellos inservible, porque no podía pagarles más ni hallaron más dinero entre mis ropas, se olvidó de hacerlo, me hallaste y me cuidaste. Tuviste la generosa idea de no decir nada a quienes hubieran sido mis asesinos, y me has cuidado hasta hoy. Aún no sé por qué, pero creo que tú tienes que ver algo con mi dama. ¿Es así?
- Aún no lo sé.
- De todos modos, tenía la necesidad de contártelo. Creo que esta historia forma parte de tu destino.
- Puede ser. Debo irme. Puedes quedarte aquí, si lo deseas, tus asesinos frustrados creen que estoy hospedado con mi hermano, que tal vez se quede unos días más. Pagué generosamente, así que no vas a tener ningún problema. Además, el zagal encargado de tu cristiana sepultura ha muerto, lo mataron por no cumplir otro par de encargos de ésos.
- Te agradezco infinitamente lo que has hecho por mí, hermano, no me entiendas mal, pero tal vez debiste haberme dejado morir. Tal vez haya complicado demasiado tu destino.
- No lo creo. Nada puede complicarlo. El destino es cuanto sucede, ni más ni menos. Y dudo que esté escrito. Pero, si lo está, conseguiré el libro.
- No lo dudo. Por cierto, ¿quién eres?
- No lo sé, hermano. No lo sé. Hasta la vista.
- Hasta pronto, hermano, hasta muy pronto.

Esa escena desapareció como había surgido y por un fugaz instante fui Noemu, el niño sabio, hablando con su maestro muerto:

- Me gustaría obrar siempre con sabiduría; pero, a veces, parece que estoy un poco loco; hasta mañana. Aunque sé que velarás mi sueño.

Y de pronto volví a estar en el concurso para jóvenes escritores. Acababa de escribir, al margen, como si necesitara recordarlo para escribir algo más, lo siguiente:

"El Señor envió una plaga a Israel y mató del pueblo de Dan a Bersabee 70000 hombres."
"No hay ningún sitio donde los siervos de Dios no puedan ir."

Recordaba el episodio de las burlas del inepto jurado con una extraña sensación de dejà vu, puesto que era imposible que tal cosa hubiera sucedido en realidad. Me levanté y apenas lo hube hecho me vi rodeado de nuevo por la más absoluta oscuridad. La luz volvió a aparecer, pero esta vez se quedó fija, y dirigí mis pasos hacia el único consuelo que podía vislumbrar, en medio de las tinieblas.

El clérigo había estado hablando con Frágor, o, más bien, hablándole a Frágor, quien parecía no oír ni una sola de sus palabras. Le había dado una suerte de brebaje para que pasaran los efectos de las drogas, una antigua receta monacal secreta, y le había explicado la situación hasta el agotamiento, pero cuando llegaron Lehar y los niños aún no había conseguido nada. Lehar se preguntó entonces qué iban a hacer con un ejército de espectros, al día siguiente, si no conseguían sacar a Frágor de su ensimismamiento. Por un fugaz instante, la situación le resultó amargamente divertida.
Noemu y el rey Sandor también estaban despiertos. Ninguno de los dos podía dormir, así que habían bajado de sus aposentos y todos se encontraban ahora en la estancia del clérigo. Su única esperanza era despertar a Frágor de su enajenación. Noemu impuso sus manos sobre la frente del guerrero. Cerró sus ojos y se concentró.
Vio soledad, muerte, dolor. Un vacío que se iba extendiendo más y más, hasta alcanzar cada célula del anciano capitán. Y entonces lo vio: pensaba que estaba muerto. Las drogas habían acabado minando su resistencia. Se estaba muriendo porque pensaba que ya lo estaba.
- ¡Cree que está muerto! - dijo Noemu -. ¡Aiyo, Aiyo!
Pero el pequeño no podía oírle. Se había quedado dormido en un rincón, junto a la puerta de entrada de la lujosa estancia. Noemu no dudó en despertarlo.
- Aiyo, despierta - dijo, zarandeándolo con suavidad -, sólo tú puedes hacer que vuelva con nosotros.
- ¿Qué? - preguntó Aiyo, aún demasiado dormido para saber dónde estaba.
- Cuántale una historia. Tú sabes muchas. Necesita oír algo que le recuerde que fue un niño una vez. Necesita volver a su infancia. Intenta recordar. ¿Sabes alguna leyenda que hable de un niño?
Aiyo se frotó los ojos y bostezó, sin querer, mientras trataba de recordar.
- Ya me acuerdo: la leyenda de Tehaharaahm, el niño guerrero.

Cuando llegué a la caverna de las tres brujas, vi una escena muy distinta a la última vez que había estado allí. Iak se había transformado en un apuesto joven, pero era él, no cabía duda, y estaba siendo agasajado por tres mujeres bellísimas. Una le daba uvas a la boca mientras le acariciaba el pecho, otra le besaba el cuello y el rostro y la última cantaba dulces melodías, tañendo un arpa de oro.
- Pasad, cuánto tiempo - dijo, al verme. Y entonces supe que nos veía a los dos, a Ik-Ahn y a mí al mismo tiempo.
Entonces la escena cambió y vi de nuevo a las tres brujas, que estaban alrededor de Iak, a quien, metido en el burbujeante caldero y acariciado, por decir algo, por las viscosas manos azules que emergían del espeso caldo, sin duda estaban a punto de cocinar para devorarlo. Pero él estaba tan dichoso como en la primera visión.
- ¡Sal de ahí, Iak! - le grité, con todas mis fuerzas, pero me oí a mí mismo diciendo -: ¡Hola, Iak, sí, cuánto tiempo, viejo amigo! Veo que te va muy bien sin nosotros... - y otras cosas que se perdieron como un eco lejano.
- Lo que importa es lo que ve - dijo entoces una de las brujas.
- No sufrirá - dijo otra.
- No, no sufrirá - corroboró la tercera -: seguirá disfrutando eternamente.
- La realidad es engañosa.
- Sí que lo es.
- Importa lo que sientes.
- No lo que ocurre.
- No lo que es.
- Por eso las cosas son como son.
- Por eso las cosas son como son - repitió otra bruja, y se acercó a mí -. Yo veo al chico.
- Yo al guerrero.
- Yo sólo al niño.
- Deben volver a fundirse.
- Sí, deben volver a ser uno.
- Deben entrar en la marmita.
Como pude, me di la vuelta y eché a correr. Las tres ancianas me siguieron hasta el borde de la cueva. Cuando volví la vista, tres hermosas doncellas semidesnudas acariciaban a un joven Iak, recuperado y dichoso.
- ¡Vuelve cuando quieras, amigo! - me gritó la aparición desde la lejanía.
- ¡Serás bien recibido! - dijo una de las brujas, transfigurada en bella joven.
Hice acopio de todas mis fuerzas por huír hacia la oscuridad.

- Y así, el niño guerrero, salvó a su pueblo de la amenaza de los espectros - concluyó Aiyo. El relato había sido algo más largo de lo que los presentes habrían deseado, pues estaban agotados y necesitaban retirarse a descansar, pero por fin había concluido y estaban ansiosos por ver la reacción del viejo guerrero.
Pero éste ni siquiera había pestañeado en todo el tiempo.
- Es inútil - dijo el clérigo -. Hemos hecho lo que hemos podido, pero este viejo testarudo no despertará. Está ya más con los muertos que con los vivos.
- Ésa es la idea - dijo el rey Sandor -: si reacciona, deberá invocar a los espíritus de los Caballeros Blancos.
- Los Caballeros Blancos - repitió Frágor. Los presentes se quedaron atónitos - ¿Están aquí?
- Los... los Caballeros... los Caballeros Blancos están muertos - empezó a decir el clérigo, tan nervioso que no le salían las palabras.
- ¿Están aquí? - repitió Frágor. Sus ojos aún permanecían inmóviles.
- Vos debéis despertarlos - continuó el religioso.
- ¿Por qué habría de despertarlos de su sueño eterno?
- Deberéis capitanearlos en las Justas Sagradas del Nur - dijo el rey.
- ¿Capitanearlos? ¿Yo? No lo entiendo.
- Es inútil - dijo el clérigo -, podríamos estar así hasta el amanecer.
- Llevadme junto a ellos - pidió el viejo guerrero -. Quiero verlos.

En medio de la oscuridad recordé con amargura la imagen de Iak en la marmita, pero casi al mismo tiempo pensé en las palabras de las brujas:
- Lo que importa es lo que ve.
- No sufrirá.
- No, no sufrirá: seguirá disfrutando eternamente.
- La realidad es engañosa.
- Sí que lo es.
- Importa lo que sientes.
- No lo que ocurre.
- No lo que es.
- Por eso las cosas son como son.
- Por eso las cosas son como son.
“Tal vez así sea la muerte”, pensó el poeta.
“Elegir un sueño. Nada más”, pensé yo, y ambos escuchamos nuestros pensamientos.

Los niños estaban agotados y se fueron a dormir. A la mañana siguiente, si se celebraban las justas infantiles, sabrían que lo habían conseguido.
Los demás condujeron a Frágor hasta la cripta en la que yacían los cuerpos de once de los Doce Caballeros Blancos. El anciano custodio se había sumado a la comitiva. Había pedido que lo despertaran en caso de que Frágor reaccionara. Los condujo por una serie de innumerables pasadizos hasta que llegaron a la Sala Sagrada, donde estaba el Grial y las once tumbas. Los Caballeros Blancos se hallaban en sarcófagos de piedra, ocupando toda la pared circular de la imponente sala.
Frágor se acercó para ver las tumbas más de cerca.
Ahí estaban sus hombres, hombres valientes, honrados, leales, hombres que habrían dado su vida por él, hombres a los que había abandonado a su suerte, hombres que ahora estaban muertos, como él, atrapados en sepulcros de piedra para toda la eternidad. Dos lágrimas surcaron sus enjutas mejillas. Aquel era su propio destino, sin duda, no el de ellos. Debía lograr cambiarse por ellos. Estaba en deuda con aquellos hombres. Habían muerto por su causa. Él los había matado. Tenía que hablar con ellos, decirles que no pudo con tanto dolor, que incluso un guerrero puede sufrir el dolor atroz e incontenible de la injusticia, del hambre, de la muerte sin razón. Estaba en el reino de los demonios, de eso no cabía la menor duda. Ahí habían ido a parar sus hombres, uno a uno, tras su abandono. Tenía que sacarlos de allí, fuera como fuese. Tenía que quedarse él en su lugar, atrapado por toda la eternidad en uno de aquellos sarcófagos, el que permanecía abierto y vacío. Tras él estaban esperando su respuesta cuatro espectros. Aún tenía húmedo el rostro cuando, volviéndose, dijo:
- ¿Qué he de hacer?
Lehar, el clérigo, el rey y el anciano caballero no podían dar crédito a lo que acababan de oír de labios del viejo guerrero.
- El elegido para despertar y capitanear a los Caballeros Blancos deberá verter por su propia voluntad una gota de su sangre en el Cáliz Sagrado - se apresuró a decir el anciano caballero.
Frágor supo que quería decir que necesitaban su sangre para llevar a efecto el cambio. Él por ellos.
- Yo, por todos ellos. Sea - dijo Frágor, y los cuatro, agotados, entendieron que todo estaba bien.
Frágor entonces, con su propia uña, se rasgó uno de los extremos de sus dedos, y vertió unas gotas de su sangre sobre el cáliz sagrado.
No pasaría nada esa noche. Si todo había ido bien, se darían cita al amanecer, en el linde del Sor de los Bosques Helados del Nur, un príncipe, un rey, un anciano caballero, un viejo guerrero, los once fantasmas de los once caballeros muertos y quince espectros.
Todos se retiraron a descansar, siquiera unas pocas furbas, mientras algo empezaba a vibrar en el interior de cada una de las tumbas señaladas con sangre.

Las Justas Sagradas en los Bosques Helados del Nur

Ambos ejércitos se congregaron en los lindes del Bosque Helado del Nur. Aún no habían llegado ni los espectros ni los fantasmas de los Caballeros Blancos. Lehar se preguntó si lo habían hecho bien en la Colina de los Ancestros. El primer sol aún no había asomado en el horizonte, más allá del límite de las Terras Negras. En ese momento los dos bandos deberían estar formados. De no ser así, habrían perdido la batalla antes de empezar, y todo habría sido en vano. El rey lo miró con una extraña mezcla de preocupación y fe. Lehar pensó que en ocasiones las decisiones de Deus eran, cuando menos, caprichosas: el anciano caballero no debía estar allí, pero debían estar los Doce. De otro modo, no habría Justa. Hacía un frío atroz, y apenas si habían podido dormir un par de furbas. Frágor estaba como ausente, como ido, como si aún estuviera lejos, a miles de millas de allí, tal vez en otro mundo. Lehar se dijo que si salían con bien de ésta, cambiaría para siempre sus ideas respecto a los ejércitos. Era extraño, pero el único de los tres a quien confiaría su vida era el hombre a quien había ido a matar y por el que había viajado hasta el Nur. Si sobrevivía, daría buena cuenta de “El Sanguinario”. Había sido él. Él había matado a sus padres y hermanos. Él, con sus propias manos, manos manchadas de sangre sagrada que no dudaría en rebanar en cuanto lo tuviera enfrente. Deseaba encontrárselo en los Bosques del Nur, frente a frente. No iba a proponerle ningun acertijo. Pero dudaba seriamente que estuviera en el otro bando, al otro lado del bosque: era un cobarde. De pronto se preguntó qué aspecto tendrían los espectros. ¿Qué edad aparentarían los Caballeros Blancos? ¿La que tenían en el momento de su muerte? ¿Seían transparentes? ¿Translúcidos, tal vez? ¿Qué podrían hacer? ¿Conformarían un ejército poderoso? El primer Sol estaba a punto de despuntar en el horizonte cuando oyó un crujido de ramas, que se hizo un estrépito en cuestión de segos. Para cuando volvió el rostro y miró en derredor, estaban rodeados por un grupo de espectros. Su aspecto no era muy agradable, pero al menos no eran esqueletos, como esperaba. Los cuerpos de los muertos habían sido como revestidos por una suerte de carne translúcida, que rellenaba los huecos que habían provocado el tiempo y la tierra. Reconoció al viejo Rúnelvait, a Thoelmus Bastien, el leñador gigante y a algunos otros personajes que aparecían retratados en el Libro de los Muertos.
En cuestión de unos pocos segos más, estaban los quince. Pero aún faltaban los Caballeros Blancos. El primer Sol asomó con fuerza y deslumbró los ojos de Lehar. Todo estaba perdido. Algo había fallado en la ceremonia de Frágor. Éste seguía ausente, sin decir nada. Tal vez todo había sido un error. Tal vez siguiera creyendo que estaba muerto. Tal vez no estaba en condiciones de capitanear a los Caballeros Balncos. Tal vez, simplemente, algo había salido mal, después de todo. Cuando sonaran las trompetas un representante de palacio confirmaría la asistencia de los convocados. Si faltaba uno solo, las Justas quedarían suspendidas y Moebius habría ganado su preeminencia. Lehar cerró sus ojos. Todo había sido en vano. El anciano caballero temblaba de frío y se caía de sueño. No habría tenido ninguna opción en el campo de batalla. El viejo guerrero continuaba ausente, sin mostrar nada con respecto a la ausencia de los Caballeros Balncos, que él mismo había convocado.
Todo estaba perdido. Las dichosas trompetas no sonaban. El primer Sol ya asomaba demasiado sobre el horizonte como para alargar la agonía del momento.
Pensó que en cuanto sonaran las trompetas se lanzaría bosque a través para descuartizar a unos cuantos demonios, sin importarle lo que pasaría después. Después de todo, un home necesitaba, tenía que saber tomar sus propias decisiones, por difíciles o absurdas que pudieran parecer al resto del mundo. Un mundo que iba a desaparecer sin remedio.
- ¡Por Deus, sonad de una vez! - gritó a los cuatro vientos, y el eco de su voz se perdió en las sombras del bosque cuyos habitantes empezaban a despertarse.
- No seais impaciente, príncipe. ¿Queríais empezar sin nosotros?
Lehar volvió su cabalgadura al tiempo que once jinetes irrumpían en la ensenada. Vestían túnicas de un blanco inmaculado que refulgían con el primer Sol del amanecer y cabalgaban sobre corceles también blancos, los erkus más hermosos que Lehar hubiera visto jamás.
- Nos hemos demorado un poco porque hemos tenido que ir a buscar a nuestras cabalgaduras - dijo otro de los Caballeros.
- ¿Quién de vosotros nos ha despertado?
Frágor no podía creer lo que veían sus ojos. Sus hombres montados en erkus sagrados, blancos como la nieve. Por fin estaban libres.
- Hermanos... - empezó a decir, y no pudo continuar. Se le hizo un nudo en la garganta. Ahora sólo necesitaba su perdón, y él estaría preparado para habitar para siempre, en su lugar, en las entrañas de los infiernos.
- Te reconocemos, Frágor, Capitán en Jefe de las Tropas de Asalto del Extinto Rey de Lehar. Salve.
- Salve - dijeron todos los Caballeros, incluso el anciano custodio.
- Salve a ti también, hermano - dijo uno de los Caballeros, dirigiéndose a él.
- Te echamos de menos - dijo otro.
- Pronto me reuniré con vosotros para siempre.
- Así sea, hermano. Cuando Deus lo disponga.
- Cuando Deus lo disponga - repitió el viejo caballero, emocionado al ver de nuevo a sus compañeros, después de tanto tiempo. Habían ido muriendo en el lapso de muchos años, en distintas batallas, así que los había jóvenes y ancianos, maduros y experimentados o viejos y avezados, según había sido el momento de su muerte, pero en los ojos de todos ellos, incluso en los del viejo caballero, brillaba un halo de seguridad y fortaleza que reconfortó a Lehar aún más que su presencia.
En ese momento sonaron las trompetas y el enviado de palacio contó a los comparecientes.
- Treinta. Correcto - dijo, y, volviendo sobre sus pasos, abandonó la ensenada.
- ¿Ya está, eso es todo? - preguntó el rey -. Supongo que sí - se contestó él mismo, al ver que el enviado se perdía entre la espesura -: ¿A qué estamos esperando?
- Escuchadme todos - dijo Lehar -. Al caer el último sol, nos replegaremos en esta hondonada. Haremos un recuento y cogeremos fuerzas para el encuentro final. El señor Rúnelvait...
- Señor... - dijo el espectro, adelantándose un paso.
- ... será nuestro intendente. Queda encargado de buscar y preparar la cena de esta noche.
- Está bien, pero tendréis que lavaros las manos antes de sentaros a mi mesa - dijo el fantasma, palabras que los demás, vivos y muertos, secundaron con una sonora carcajada.
- Los demás, ¡andando! - Los espectros empezaron a avanzar -. Tenéis total libertad para plantear los acertijos que queráis a esos demonios, pero os sugiero que les preguntéis cosas absurdas, así no sabrán qué decir, cosas que sólo sepáis vosotros, ¿de acuerdo?
Nadie abrió la boca, pero dada la situación, casi mejor así, pensó Lehar.
Empezó a adetrarse en el bosque cuando se dio cuenta de que los Caballeros Balncos y Frágor se quedaban quietos en la ensenada.
Volvió su cabalgadura y les dijo:
- ¿Es que tenéis otra estrategia?
- Sólo podemos aceptar las órdenes de Frágor.
- Él nos ha convocado.
“¡Oh, Deus!”, pensó Lehar. Se acercó a Frágor. Una beatífica sonrisa iluminaba su rostro. Sus ojos, abiertos, parecían perderse en el infinito, donde habitan los sueños. Tal y como estaba, subido a su hermoso erkus castaño, estaba muerto. Lehar le cerró los ojos y se dirigió a los Caballeros Blancos.
- Ha muerto. Su última voluntad era que lucharais por la preeminencia de Deus.
- Puede ser, pero sólo él podía ordenárnoslo.
- Lo sentimos.
- Pero es cierto, hermanos - dijo el viejo caballero -, yo lo oí de sus propios labios.
Los Once Caballeros se miraron entre sí.
- Lo sentimos - dijo uno, al cabo -. Sólo podemos obedecer su voz.
- Pero, yo... - empezó a decir el anciano.
- Déjalo, es inútil - le interrumpió Lehar -, las cosas han de ser como han de ser. Tal vez sea la voluntad de Deus. Volved a palacio. Con el beneplácito del Sumo Sacerdote o sin él, nosotros acabaremos lo que hemos empezado.
Y, espoleando a su cabalgadura, se internó a toda velocidad en los Bosques Helados del Nur, dejando atrás a los Doce Caballeros y a Frágor, mecido por el frío viento del Nur, que empezaba a congelar su cuerpo muerto.

Los Trece Señores Oscuros habían rehusado la posibilidad de reclutar a un pequeño ejército. Entonces, el enviado de palacio les había recordado las reglas, pero éstos lo habían asesinado por su impertinencia. Los Nuevos Tiempos habían llegado. Se bastaban y se sobraban para acabar con aquel puñado de enclenques. Primero acabarían con ellos, y después con todos aquéllos que renegasen de Moebius. Incluso con algunos de los que se acogiesen a su mandato, arbitrariamente, para sembrar el terror y la confusión y así poder esclavizarlos con más rapidez. No tenían mucho tiempo para todo eso. El planeta, la morada de Moebius, haría el resto. Acabaría con toda esperanza de vida, no sólo en aquel patético mundo, sino en la Tierra Primigenia y en otros muchos mundos, tal vez en todos, y entonces, oh, sí, entonces, Moebius habría ganado la partida.
La Nada Absoluta de nuevo. La Paz Ancestral, anterior al bullicio y a la podredumbre, al dolor y a la muerte.
La Nada Primordial.
Por supuesto, no tenían ninguna intención de hacer prisioneros ni de resolver acertijos. Si acaso, de plantearlos. De todos modos, sólo iban a divertirse un poco.
No sonó ninguna trompeta en el linde del Nur cuando los Trece Cazadores se adentraron en los Bosques Helados.

Pero aún había un cazador más, alguien que no había sido invitado por ninguno de los dos bandos. La sanguijuela de Yearl había querido vengarse del vejatorio trato que su amo le dispensaba despertando al cazador más temible de todos: Jégüel Taumang, al que todos habían conocido en vida como “El Cirujano”.

Primeros encuentros

Apenas se hubieron internado en el bosque, los primeros encuentros no se hicieron esperar. Los Trece habían entrado antes de tiempo, y además eran más rápidos, así que les rodearon y no tardaron en sorprenderlos.
- Rudus Thoelmus Bastien, te he sorprendido y debes resolver un acertijo.
- Justo es.
- Tú en vida cortaste muchos troncos.
- Es cierto.
- ¿Y qué tal tu puntería con el hacha?
Rudus frunció el ceño. Aquello no le gustaba en absoluto. Si aquel abominable ser sabía su nombre y su pasado debía saber que había sido el mejor lanzador de hacha.
- Veo que te has traído tu propia hacha. ¿No está un poco oxidada? Como quieras. ¿Ves ese árbol, a cien pies de distancia? ¿Serías capaz de clavarla en su tronco?
El leñador miró el tronco. La prueba era una ñoñez.
- ¿Y qué tal si le damos un poco de emoción? - dijo entonces la criatura. Se había esperado algo así.
De la nada, surgió una densa bruma, y cuando se desvaneció, aparecieron, semidesnudos, en medio del frío, quienes habían sido su mujer y su hijo. Entonces éste desapareció y apareció atado al árbol.
- ¿No te parece mejor así? Es curioso: Deus os mata, estáis separados hasta el final de los tiempos, tal vez nunca os encontréis de nuevo, y aún así lo amáis. No, no me respondas. Éste es el trato. Deberás clavar el hacha en el tronco, justo por encima de la cabeza de tu propio hijo. Si lo consigues, me pasaré a vuestro bando. Pero si no lo logras, o si rehusas hacerlo, tu mujer y tu hijo me acompañarán a los infiernos y de allí es muy difícil salir, creeme. ¿Qué dices?
Por un instante, Rudus pensó que podía atravesar el cráneo del monstruo con el hacha, pero entonces advirtió que el espectro le decía con su mente: “Inténtalo, y tu familia vivirá los tormentos del infierno por toda la eternidad.”
- No tengo elección.
- Sabia decisión. Adelante, todo tuyo.
El árbol se abría en múltiples ramas justo un palmo por encima de la cabeza de su hijo. Tendría que clavar el hacha justo en aquel espacio miserable.
Su hijo le miraba con una mezcla de súplica y de valor que lo paralizó por un instante. Apenas se repuso apuntó y cerró sus ojos, como siempre había hecho antes de lanzar, siguiendo una técnica ancestral que le había enseñado su padre. Echó el brazo hacia atrás y lanzó con fuerza. Su mujer profirió un grito. El diabólico ser estaba izando al niño con la fuerza de su mente. El grito de la mujer se desvaneció en la nada. El leñador abrió los ojos cuando supuso que el hacha había hecho blanco, pero lo que vio lo dejó helado. El hacha avanzaba lenta pero inexorablemente hacia el hueco que ahora ocupaba la cabeza de su hijo. Reaccionó con furia. Sacó otra hacha de la espalda y se la lanzó al ser. Éste la esquivó, pero perdió parte de su concentración y los pies del niño volvieron a tocar el suelo.
- No has jugado limpio - dijo el ser, que tenía un rasguño en la frente.
- Ni tú tampoco.
- Tengo a tu familia, ¿recuerdas?
- Mi familia está con Deus. Reza lo que sepas.
Y, sin decir nada más, se lanzó sobre el demonio, mientras su familia se desvanecía, de vuelta a la eternidad.

Hubo más encuentros de este tipo. A Gürerl Russentailt, un ilusionista, le habían hecho creer que su mujer y su hijita, que había muerto con apenas seis años, estaban en el infierno, y continuarían allí por el resto de la eternidad si no lograba encender tres veces consecutivas un mechero de piedra. Podía probar cuantas veces quisiera, pero cuando dijera que empezaba, no habría vuelta atrás. Encendió las tres veces, y cuando se dispuso a hacerlo, supo que era una trampa, que el encendedor era mágico, y que no tenía nada que hacer contra el monstruo, así que se unió a Moebius. El espectro le había dicho que cerrara los ojos. Cuando volvió a abrirlos, mucho después, millones de años más tarde, apenas un parpadeo, en medio de la eternidad, estaba junto a su familia, en un nuevo mundo. El demonio le había cortado la cabeza. Nada de adeptos. Ésa había sido la orden de Moebius, tras la afrenta sufrida por Teahm, la reencarnación de Deus en la Terra, en la sala del Gran Congreso.
Algo similar le fue propuesto a Difhrem Greenjaahm, buceador, que debía permanecer dos minutos bajo el agua. Si salía antes, más de lo mismo. Éste sí lo intentó. Tenía su propio récord personal en casi cinco minutos. Había practicado la apnea y el buceo profesional durante toda su vida. Se sumergió en las heladoras aguas de un arroyo que surgió de la nada y empezó a contar, como siempre había hecho, enumerando las especies abisales, que adoraba, y en las que era un auténtico experto: Abbysinnyum, Abbzaquaríades, Acbeturimón, Adfertygurimon... treinta segundos... Cuando calculó que ya habían pasado los dos minutos, citó un par de especimenes más, esperó unos segundos y, cuando se dispuso a salir a la superficie, convencido de su victoria, se dio cuenta de la trampa. El agua se había helado sobre su cabeza, y no podía salir. Aún tenía reservas de aire para casi tres minutos, pero no le servirían de nada si, como suponía, aquel demonio estaba haciendo trampa. Nadó hacia un lado, en medio de la oscuridad que se cernía sobre él, pero chocó con violencia con otra pared de hielo, ésta vertical. Estaba atrapado en una jaula de hielo, llena de agua helada. Era un espectro, no tenía que haber sentido el frío, pero empezó a sentirlo, y algo le dijo que era el fin. Cerró sus ojos, en medio de la oscuridad, y se concentró con todas sus fuerzas para no sufrir, tal y como se había entrenado. Lehar sorprendió al demonio cuando éste intentaba ver a través de la superficie de un lago que sólo estaba en su mente. Frente a él, un espectro en cuclillas cerraba sus ojos en actitud meditativa. Sus cabellos ondeaban como si estuviera sumergido en agua. Sus mejillas y sus manos estaban azuladas.
- No sé qué le has hecho, pero esto es brujería - gritó Lehar, abalanzándose contra el demonio, espada en mano. Éste, embriagado por el dolor y la proximidad de la muerte de su víctima, no vio el mortal ataque, que acabó con la vida del ser del averno. Se acercó a Difhrem, pero éste, con una beatífica sonrisa en los labios, estaba muerto. Su alma había regresado al lugar del que nunca debió salir, junto a Deus. Lehar se dijo que tenía que acabar con todo esto de una vez. No faltaba mucho para la puesta de los tres soles. Envainó su espada y se dirigió al punto de encuentro.

Janz Rúnelvait había preparado una sabrosa cena a base de carne de venado aderezada con toda suerte de bayas silvestres. El resultado era bueno. Todos los espectros habían muerto, desaparecido o se habían hecho del bando de Moebius. Sólo quedaban Janz, el rey, Lehar y el anciano caballero.
Cuando el último de los tres soles desapareció del firmamento, Lehar comenzó a hablar.
- Yo he matado a uno de esos seres.
Los demás no habían tenido ningún encuentro. El rey no se había topado con ningún espectro, y el caballero y Janz se habían quedado en el campamento, por orden expresa de Lehar.
- Bien, iba a proponer un ataque frontal al amanecer, en la ensenada, pero dadas las circunstancias creo que va a ser mejor rendirnos.
- ¿Y por qué rendirnos, si podemos vencer?
La voz había surgido detrás de Lehar. Era Frágor, rodeado por los Once Caballeros Blancos.
- He tardado en despertar, pero espero que no sea demasiado tarde.
- No, no lo es. No sabemos cuántos han muerto, cuántos se han pasado a su bando ni a cuántos nos enfrentaremos mañana, pero si de verdad queremos salvar este mundo, lo haremos. No han dejado de hacer trampas, tenía que haberlo supuesto. Mañana, al amanecer, nos enfrentaremos con los Trece y sus acólitos en la ensenada central.
- Pues comed algo - dijo Janz -, si es que no queréis morir de inanición antes de la batalla - y todos rieron con sumo gusto -. Y contad conmigo mañana en la batalla. Pero olvidaros de la cena.
- No, mi buen Janz - dijo Frágor -. Quedáos aquí y disponedlo todo para nuestro regreso. No creo que nosotros tengamos mucha hambre - dijo, señalando a los caballeros, que sonrieron al unísono -, pero mucho me temo que Lehar, Sandor y Vandal - el anciano caballero - estarán hambrientos.

Al amanecer, dos ejércitos esperaban en lo alto de sendas colinas. A una orden de Lehar y otra de Moebius, se lanzaron colina abajo, dispuestos a morir por la preeminencia de su dios y, respectivamente, por la salvación y la destrucción de su propio mundo.
















TERCERA PARTE

CLAUS BLAS
O
EL ASESINO DEL DICCIONARIO




Eran las tres de la madrugada cuando sonó el teléfono en el apartamento de Benito Ferrara. Al principio no lo oyó, estaba soñando que al día siguiente examinaría a sus alumnos de la Facultad de Criminología, cosa que no sucedería nunca más, pues acababan de jubilarlo hacía unas horas. Salió de su ensueño renqueando, como un mal estudiante que no quiere ir a clase. Se despertó, encendió la luz de la mesilla, miró el reloj, e, incrédulo, descolgó el insistente aparato. “Si es alguien que se ha confundido, se va a enterar”, pensó.
- ¿Señor Ferrara?
Pues no, no se habían confundido. Eso era peor. A las tres de la mañana, era mucho peor.
- Sí, soy yo. ¿Ha ocurrido algo?
- Así es, señor. Le habla el comisario de policía Tomás Jeffersohn. Siento tener que llamarle a estas horas, pero debe venir inmediatamente. Un coche patrulla pasará a recogerle en quince minutos. Después, un helicóptero le traerá hasta aquí.
- Pero qué...
- Prefiero decírselo personalmente.
- Y yo prefiero que me diga de qué se trata, me está poniendo nervioso. ¿Es que le ha pasado algo a alguno de mis alumnos? ¿Se trata de Christian, es eso? Él no tiene familia. ¿Es él? - Oh, Dios, Christian se iba a la montaña, a hacer escalada. Se había despeñado, era eso. Oh, Dios, no, no, Christian no.
El hombre al otro lado del teléfono vaciló un momento antes de contestar.
- No puedo hacerlo, señor.
- ¿Qué demonios no puede hacer?
- No puedo decirle nada más.
Entonces supo que no le había pasado nada a ninguno de sus alumnos, pero sí a alguien, y otro alguien, quien había acabado con la vida del primero, había dejado instrucciones precisas sobre cómo debía actuar la policía. Si no...
- ¿De veras es tan urgente? - se vio diciendo, en un intento desesperado por huir de la inminencia de la situación a la par que, por una mera cuestión de deformación profesional, y tal vez incluso de modo inconsciente, empezaba a recabar más información.
- Me temo que sí.
- De acuerdo.
- Gracias, señor.
Colgó el teléfono y mientras iba atando cabos volvió a descolgar. Marcó un número que no había marcado en los últimos veinte años, desde que se había retirado de las calles para dar clases en la universidad.
Alguien descolgó al otro lado, pero no dijo nada. Tal vez estaba demasiado dormido, y no lo culpaba en absoluto.
- ¿Mel?
Al otro lado sonó una voz de mujer.
- ¿Quién lo llama? Está durmiendo - dijo, en voz baja -. Por Dios santo, ¿sabe qué hora es?
- Soy Ben, Marisa, necesito hablar con...
- ¡Ben! - dijo la mujer, alzando la voz -. Por Dios, ¿qué ha pasado? ¿Es algo grave?
- ¿Quién es? - dijo otra voz, casi un gruñido, al otro lado del teléfono.
- Es Ben...
Ben oyó un ruido, como un pequeño forcejeo, era obvio que el hombre estaba tratando de coger el aparato.
- Ben, ¿qué ha pasado?
- Volvemos a las andadas.
Mel lo había entendido perfectamente. Sus instintos se pusieron alerta y escuchó atentamente, como siempre había hecho.
- ¿Puedes llegar a mi casa en quince minutos?
- Sí - dijo, y ya había empezado a vestirse.
- Mel , por Dios, ¿qué pasa? - le preguntó Marisa, pero Mel sonreía cuando dijo:
- ¿Cuánto hacía? ¿Veinte años desde la última vez?
- Veinte largos años.
- ¿Qué ha pasado?
- Aún no lo sé.
- Bien, no importa. Hasta dentro de quince minutos.
Ben oyó una sirena acercándose con rapidez.
- Que sean diez.
Mel colgó y se dijo que nada había cambiado. Cuando su mujer le preguntó qué había pasado le dijo:
- Volvemos a las andadas - y, antes de que su mujer pudiera contestarle, ya salía por la puerta, camino del garaje.

Ocho minutos después aparcó junto a los apartamentos de Ben. Había un coche de policía aparcado junto a la entrada. Ben estaba en su interior, le hizo señas de que subiera y los dos agentes los condujeron a toda velocidad, a través de la ciudad, hasta el heliódromo más próximo, en una de las azoteas de las afueras. Un helicóptero los estaba esperando. Se elevó por el aire y en cuestión de minutos dejaron atrás la ciudad, que se desvaneció en la noche como un mal sueño.
Una hora después aterrizaron en un claro de un bosque. Descendieron del aparato y un hombre alto fue a recibirles.
- Soy el comisario Jeffershon. Gracias por venir - dijo el hombre, alzando la voz por encima del ruido del helicóptero.
- ¿De qué se trata, comisario? - El comisario se percató entonces de la presencia de Mel -. Es Mel, mi compañero.
- De acuerdo, no dijo nada al respecto.
- ¿Quién no dijo nada?
- Síganme, ahora puedo contárselo todo.
Lo acompañaron unos metros hasta una pequeña hondonada en la que descansaba el cadáver de una mujer joven, medio desnuda, de unos treinta años, apuñalada salvajemente por todo el cuerpo.
- Recibimos una llamada anónima en comisaría a las dos de la mañana. La voz estaba falseada por un medio electrónico y no se podía localizar, nuestros expertos confirmaron que había conectado un sofisticado dispositivo, a tal efecto. Nos dijo que había matado a una joven y que hallaríamos el cuerpo aquí. También dijo que lo llamáramos a usted y que viniera lo antes posible, pero que no le dijéramos por qué. Debía venir por propia voluntad, y sin saber de qué se trataba. Si se negaba, alguien más moriría. Volvió a llamar para cerciorarse. Alguien lloriqueó al otro lado del aparato. Por otro lado, la hija del presidente de la nación ha desaparecido. Estamos investigando si el asesino está detrás de su desaparición, pero esperemos que no sea así.
- Claro, es mejor que sea cualquier otra joven, ¿no es cierto?
- No quise decir eso.
- Yo tampoco. Lo siento. Estoy cansado, discúlpeme.
- Olvídelo.
- ¿Eso es todo?
- Me temo que sí.
- ¿Han movido el cadáver?
- Aún no.
- Pero ya puede hacerse - dijo un hombre pequeño, delgado, obviamente el médico forense de la policía -. He acabado de examinar el cadáver. Muerte por apuñalamiento. No ha habido agresión sexual. Todo suyo.
La policía científica también había hecho su trabajo y habían sacado fotografías y posibles huellas.
- Ha de haber algo más.
Ben se inclinó sobre el cadáver. Alguien le acercó unos guantes.
- ¿Saben ya quién es?
- Aún no, no ha aparecido ninguna documentación, si se refiere a eso.
La ropa estaba hecha jirones y la ropa interior no podía esconder ningún mensaje.
- Ayúdeme a darle la vuelta.
El comisario le ayudó a ponerla de lado y debajo del cuerpo hallaron un sobre cerrado. Ben lo abrió y de su interior sacó un pequeño trozo de papel. Lo desdobló y pudo leer lo siguiente:

ABC
JUBILEO I: INTERVIÚ
SI QUIERE ATRAPARME
TENDRÁ QUE SEGUIRME, PROFESOR

La mente de Ben empezó a funcionar de inmediato, y ya que el asesino quería jugar, él también jugaría, con sus mismas cartas, con los pocos elementos de que disponía. No sabía quién era, no tenía ni la más remota idea, y dudaba mucho que en aquel mensaje estuviera incluida dicha información, pero algo le decía que en aquel papel estaba la clave para acercarse un poco más al asesino.
- Jubileos: veamos... Bonifacio VIII promulgó el primer jubileo o Año Santo el 2 de febrero de 1300. Desde entonces se han celebrado 125. Todos comienzan en Roma con la apertura de la Puerta Santa.
- ¿Y eso a qué nos lleva? - dijo el comisario, alucinado por los vastos conocimientos del criminólogo.
- A qué no, a dónde.
- ¿A Roma? - apuntó Mel.
- Exactamente. Si queremos tener esa entrevista, tendremos que viajar a Roma.
- Mañana es dos de febrero - dijo Mel.
- Bingo.
Un miembro de la policía les trajo un teléfono móvil.
- Es el señor presidente. Quiere hablar con usted.
Ben cogió el teléfono.
- Me acaban de confirmar el secuestro de mi hija y me han puesto al corriente de la situación y de las exigencias del secuestrador. Tiene usted carta blanca para actuar como desee, pero, por favor, devuélvame a mi hija sana y salva. No sé cómo ha podido ocurrir una cosa así. No sé... - se interrumpió y rompió a llorar. Dadas las circunstancias era una reacción esperable -. Su reputación le precede - continuó, cuando pudo hacerlo -. Atrape a ese mal nacido.
- Lo haré, señor, esté seguro de ello - le dijo, más para confortarlo que con el pleno convencimiento de lograrlo.
El presidente colgó y Ben devolvió el móvil al comisario.
- El secuestrador, además - dijo el comisario, mirando a Mel de soslayo -, ha dado instrucciones precisas de que nadie más que usted vaya tras él.
- Mel viene conmigo. El asesino me conoce, y creo que me conoce lo suficiente para saber que no trabajo solo.
- Bajo su responsabilidad.
- Totalmente.
Otro hombre se acercó a ellos, le dijo algo en voz baja al comisario y le entregó una tarjeta de crédito.
- Tengan esta tarjeta. Carguen todos los gastos, sin límite, por orden del presidente. A partir de este momento estarán solos. Nosotros seguiremos trabajando desde aquí. Estaremos en contacto. Suerte, caballeros. Por cierto, por si les sirve de algo, el cadáver pertenece a Beatriz Sandoval, prostituta, sin antecedentes.
- Beatriz Sandoval - repitió Ben, para recordar el nombre. Tal vez sí le sirviera, más adelante.
- Por cierto, comprobaremos todos los vuelos a Roma - dijo el comisario.
- Hágalo, pero no sabemos si él estará allí. Dedíquense a buscar a la hija del presidente. Es obvio que no puede viajar con ella.
El comisario se ruborizó por su incompetencia.
- No sé lo que nos vamos a encontrar, pero si él está allí, tenga por seguro que la hija del presidente está por aquí, encerrada, en alguna parte. Ése es su trabajo, caballeros. El nuestro es dar caza a un asesino. Un personaje anónimo que viaja solo. O tal vez ya haya orquestado todo este circo de antemano. Estaremos en contacto. Adiós, comisario.
- Después de todo, sí ha sido mejor que la secuestrada fuera la hija del presidente - dijo Mel, una vez volvieron al helicóptero.
Ben consideró el comentario de Mel fuera de lugar, pero sabía que tenía toda la razón. Si la secuestrada hubiera sido otra chica, una prostituta, tal vez, las cosas no habrían sido tan fáciles.
El helicóptero los dejó en el aeropuerto más cercano.
Cogieron el primer vuelo a Roma. Llegarían allí a las seis de la mañana.
- Me estaba acordando ahora de mi último examen en la Facultad de Criminología - le había dicho a Mel, apenas hubieron despegado.
- ¿Con el profesor Marrocon?
- El viejo hueso, sí. Era el mejor.
- Sin duda. ¿Qué fue de él? ¿Aún vive?
- No, no. Murió, con noventa y cinco espléndidos años y un historial intachable. Sólo hubo un caso que no pudo resolver. Tal vez por su causa, ya cuando lo conocí, en la Facultad, tenía ganas de morir. Pero vivió una larga vida, con sus recuerdos. - Mel no quiso hacer ninguna pregunta al respecto. Conocía de sobra a Ben. Si él quería contárselo lo haría. De otro modo, sería inútil tratar de sonsacarle la más mínima información -. Tenía unas ganas locas por graduarme. Sus exámenes eran siempre imprevisibles. Empezó a dar clases en la Facultad siendo muy joven. Era audaz, listo como el diablo. Era el mejor. Sí que lo era. Fue un verdadero privilegio tenerle como profesor - dijo, con añoranza, y sus recuerdos volaron atrás en el tiempo hasta aquel caluroso día de junio de 1965, a principios de verano.

Estaban en su despacho, sentados frente a frente. Nadie sabía cómo iba a hacer el último examen, y su decisión de hacer exámenes personales a cada uno de sus alumnos les pilló a todos por sorpresa.
- Imagínate esta situación.
- ¿Por qué?
- Tú hazlo.
- Está bien.
- De acuerdo, vamos allá, ¿estás listo?
- Me temo que no.
- Sabía que dirías eso. Bien... un hombre pisotea salvajemente la cabeza de una chica. Está bailando un auténtico zapateado sobre ella, desfigurándole el rostro y abriéndole impunemente la cabeza.
- ¡Dios!
- Aún no he acabado: su novio, atado, lucha por zafarse y socorrerla, en vano...

- ¡Por el Amor de Dios! ¿Por qué hacéis eso? ¡La vais a matar! ¡Dejadnos en paz! ¿Pero qué cojones os pasa? ¡Estáis locos! ¡Por Dios, déjala en paz, cabrón!
El verdugo, a una señal del hombre alto, del hombre oscuro cuyo rostro envuelven las tinieblas, se detiene.
- Eso es, amigo mío, continúa: la palabra. El valor de la palabra. ¿Puedes guardar silencio un minuto? Sólo durante un minuto. Tal vez el silencio tenga aún más poder. Podemos comprobarlo, si lo deseas. Sí, puede que ya esté muerta, y también puede que no, y que sólo esté un poco... cómo se dice... magullada - dice el sádico, con una horrible sonrisa sardónica en los viscosos labios, mientras le da otra patada en la barbilla a su víctima, que parece estar inconsciente, o, tal vez... “¡Oh, Dios, oh, no!”

- Te pregunto una cosa, Ben: ¿tú qué hubieras hecho en una situación así? Sé lo que piensas: no te habrías dejado atrapar, ¿es eso? Ah, mi querido amigo: a veces las cosas no son tan simples. Ponte en situación. ¿Estás otra vez allí? ¿Sí? De acuerdo, volvamos...

- ¡Por el Amor de Dios, basta, ya es suficiente! - dice el chico, entre sollozos ahogados de rabia, impotencia y frustración, viendo cómo se le escapaba la vida y la belleza al amor de su vida.
- ¡Error! ¡Te he pedido silencio, y no has querido hacerme caso!

- El hombre alto y oscuro se acerca a la chica, que yace en el suelo medio desnuda, y él mismo le propina una terrible patada en las costillas, a cuya brutalidad ella responde con un suspiro y un débil sollozo, a través de los cuales, con una mezcla extraña de felicidad y asco, puede ver que ella aún vive. Empero, un halo de esperanza se abre paso ante sus ojos. De repente todo está claro. Ha decidido seguirles el juego, sean quienes sean esos lunáticos que los tienen atrapados, y ambos podrán irse, sanos y salvos, después de hacer lo que pidan. Es un error típico. Cuando un psicópata llega a tales extremos, no hay vuelta atrás. Morirán sin remedio. Cada vez hay menos posibilidades, pero el pánico, y la tensión que provoca este tipo de situaciones, nos hace reaccionar así. Ésa es una reacción para el principio de un secuestro, no para cubrir las expectativas de un desenlace imposible. Pero el chico sigue pensando que la cuidará siempre, que no le importará que ella quede desfigurada para siempre, y que siempre les quedará la eternidad. Lo que no sabe, lo que no puede saber en un momento como ése, es que la eternidad empieza aquí y ahora, y siempre está empezando, y que hay que alimentarla, porque es como un pez voracísimo y gigante que necesita de nuestras vidas, de la suma de todas y cada una de nuestras vidas, y hablo de la vida, no sólo del billón aproximado de almas que habrán venido a este mundo para volver al otro apenas un instante después, como si se tratara de un juego, sino de todos los seres vivos que han habitado, habitan y habitarán por siempre todo el universo. De eso se nutre la eternidad, y a lo que nosotros pretendemos llamar eternidad, no es otra cosa que un sueño mal avenido de cuyo significado no tenemos ni la más remota idea. Pero ese chico necesita creer en ese momento en el amor, y necesita recrearse en la idea de que el amor está por encima de las apariencias, que es otra cosa. En esto el hombre alto saca una pistola y le pega un tiro en la cabeza.
- ¡Dios!
- ¿A quién le pega el tiro?
- Pues... a ella, supongo.
- Eso no es una respuesta. Eso no sirve para nada. ¿Por qué?
- ¿Por qué no sirve...? ¿Por qué a la chica...? No entiendo...
- ¿Por qué?
- ¡Porque así le hace más daño a él!
- ¿Y por qué crees que quiere hacerle más daño a él?
- No lo sé.
- ¿Por qué?
- ¡No lo sé!
- ¡Yo te lo diré! ¡No puedes saberlo, no puedes saber a quién ha disparado! ¿Y sabes por qué, eh, sabes por qué?
- ¡No, joder, no lo sé! ¿Por qué, por qué, por qué?
- Porque estamos hablando de un psicópata. Nunca olvides que son imprevisibles.
- Pero usted, en su artículo...
- ¡A la mierda mi artículo! Ahí fuera no te vas a encontrar con trozos de papel, ni con niños de teta que necesitan hacer un psicotécnico infantil para que sus madres se cercioren de que todo va a ir bien y de que van a pasar de la tabla del dos sin dificultades. Ahí fuera está el demonio. Me has oído bien, sí: el demonio, y no es ninguna metáfora. ¡Ala, a cascarla por ahí! Ya he terminado contigo.

- El profesor Marrok... nunca he sabido ni cómo se escribía correctamente ni cómo se pronunciaba en realidad, dejó de mirarme, y entonces, en medio del silencio que siguió, hice una de las cosas más estúpidas que he podido hacer en toda mi vida. “¿He aprobado?”, le pregunté. Y él me respondió con el silencio más gélido que hayas podido imaginar. Estaba seguro de que me había oído, pero algo me impulsó a preguntárselo de nuevo. Cuando iba por “he aprob...” su voz tronó y dijo, sin mirarme: “¡Pues claro que has aprobado, a mi pesar! Eres mi mejor alumno, y lo sabes. Sólo tú has aprobado.” Luego todos pudimos comprobar que no había sido tan duro como otros años. En la Facultad le conocían como “El Hueso Malo”, o, simplemente, “El Malo de la Película”. Su asignatura se llamaba entonces Criminología, no como ahora, con esos absurdos planes nuevos, que consiguen disgregar a las disciplinas más coherentes en cientos de miles de temas y subtemas de títulos irrisorios, como “Psicopedagogía Medioambiental en la Organización de Recursos Microeconómicos” y cosas por el estilo. Entonces sí que había verdaderas asignaturas: Criminología, Psicología General, Psicopatología, en el último curso, Historia de la Filosofía... ¡Sabías lo que estudiabas, joder, no como ahora!
- ¿Cuántos aprobaron?
- ¿Eh? Ah, diez, y a mí me puso un sobresaliente... no, una matrícula. El viejo zorro decrépito... Lo sabía todo. Absolutamente todo. Decían que era tan viejo porque había conseguido salir de las situaciones más difíciles. Le llamaban de todas partes del mundo.
- Y tú heredaste su ciencia.
- No, mi buen amigo, no. Él era único.
- ¿No decías siempre que todos lo somos?
- Sí, bueno... pero me refiero a otra cosa. Él era... muy especial. Seguimos en contacto, y eso me hizo estar muy cerca de él y de su pasado. Al final estaba muy enfermo, pero ninguno de sus colegas y allegados nos enteramos hasta unos días antes de su muerte. Hasta la tumba discreción, orgullo, arrogancia... y una de las cabezas más brillantes del siglo.
- Genio y figura hasta la sepultura, ¿eh?
- Mucho más que eso. Fue como un padre para mí.
- Por cierto, nunca hemos hablado de tus padres...
- Entonces dejémoslo así.
- Pero...
- Mañana... dentro de unas horas - corrigió - tendremos mucho que hacer. Procura descansar.
Mel sabía que Ben había dicho su última palabra. Se arrebujó en su asiento y en cuestión de un par de minutos se quedó profundamente dormido. Ben, sin embargo, no podía dormir. Le sobrevenía una y otra vez el recuerdo del viejo profesor. Él había sido el chico de su historia. Por eso jamás se había casado. Por eso había permanecido soltero y solo durante toda su vida, sin amigos, sin amantes, como un huraño ermitaño, por un reproche hacia sí mismo. Aquello pasó realmente, y le pasó a él. Lo había adivinado en sus ojos cuando le hizo el último examen oral de la facultad, antes del Doctorado en Criminología, que nunca obtuvo, ni maldita falta que le había hecho en toda su vida. Lo adivinó en la Ceremonia de su Investidura, cuando le miró a los ojos al hacerle entrega del diploma. Y lo supo cuando murió, treinta años después, cuando lo miró a los ojos por última vez. Le había dejado un mensaje cifrado, sólo para él. El breve mensaje, que apareció en la prensa local, junto a su epitafio, decía simplemente: “Sí, así es, ven.” Todo el mundo creyó que era un mensaje en el que aceptaba su muerte ante Dios, a quien, en su ancianidad, le pedía que viniera en su vusca. Sólo yo lo entendí. Perdonad que ande saltando del tú al yo, del yo al usted... ahora todo es confuso, y me resulta más fácil contároslo según vaya saliendo de mi mente enferma... por dónde iba... ah, sí: aquello le sucedió a él mismo, y después de aquella experiencia se hizo un criminólogo de primera. El mejor de todos los tiempos. Nunca sabremos qué pasó en realidad, pero puede que sucediera algo así...

- ¡Noooooooo!
Él recibió en pleno rostro lo que interpretó como una brutal bofetada, pero no sintió nada, y se sumió en una oscuridad aún más profunda que la muerte.
Cuando despertó estaba tumbado, atado en aspa de pies y manos a una extraña camilla de estructura metálica.
Recordaba vagamente que unos sádicos habían torturado y asesinado a su novia. No podía siquiera imaginar lo que habían hecho con él.
Tampoco podía estar seguro de estar vivo, y por un atroz momento le asaltó seriamente una duda razonable: ¿seguía entero?
Comprobó que podía estirar el cuello, y, con un gran esfuerzo, espoleado por una especie de agotamiento de índole desconocida, pudo constatar que, gracias al Cielo, así era.
Sus extremidades superiores e inferiores estaban atadas a cuatro barrotes metálicos y para zafarse de su presa habría tenido que subir a pulso con brazos y piernas, sincronizadamente, unos dos metros de altura.
Durante un segundo, misteriosamente, se le antojó una tarea posible pero poco probable, al cabo del cual apareció en el umbral de la única puerta de la pequeña habitación, el hombre alto, que ahora vestía de blanco.
Un “Hola” seco es todo lo que dijo con su voz estropajosa al entrar en la estancia, débilmente iluminada por una especie de velas de formas extrañas, retorcidas.
El hombre de blanco permaneció en silencio, inmóvil, durante algo más de un minuto. El chico atado pudo comprobar que estaba mudo. Comprobó, en un ataque de pánico, que aún tenía lengua. Simplemente, no podía emitir sonido alguno. De todos modos, ya todo daba igual. Sólo quería acabar de una vez. No gastaría su saliva en hablar con un ser tan despreciable, con un ente tan horrible.
“Me odias, lo sé”. La voz del hombre alto sonaba lejos, como si el chico lo estuviera soñando. “Y no te culpo, de veras”, continuó la voz. El chico no podía apreciar si el hombre movía o no los labios. “La experiencia fue horrible, ¿verdad? Sí, también sé eso. Pero, lo creas o no, absolutamente necesaria. Ahora podrás hablar.”
El hombre alzó la mano izquierda, y el chico supo que podía hablar, y que, como el hombre de blanco, que ahora le sonreía, no necesitaba mover los entumecidos labios para hacerlo.
“¡Hijo de Satanás!”
“¿Hijo? ¿Por qué no Satán? Sabes quién soy. ¿Y qué hay de esos modales que te enseñé, eh? No me irás a decir que ya los has olvidado... Eso no está bien, nada bien. Creo que, de todas formas, aún no has comprendido. Veamos... No sabes quién soy en realidad, ¿verdad? Bueno, eso ahora no importa. ¿Qué te parecería que te dijera que todo ha sido un sueño? Sí, has oído bien: ella está viva y sigue tan guapa como siempre. Pero ¿te acuerdas cuando la conociste? En aquella playa, a la luz de la luna... aquello también fue un sueño. Y todo lo demás. Incluso la conversación que estamos manteniendo tú y yo ahora. ¿Qué me dices? ¿Puedes creerlo?
“Está loco. Acabe conmigo de una vez, córteme en pedacitos y tíreme al mar, lo está deseando.”
“Sea como dices.”
El hombre alto vestido de blanco recogió una sierra mecánica de hoja redonda de la penumbra de un rincón de la pequeña habitación, y accionó el mecanismo que la ponía en marcha.
“¿Qué va a hacer? ¿Se ha vuelto loco? ¡Dios!” exclamó el chico cuando la hoja mecánica hendió la carne de su pierna derecha.
Cuando la seccionó completamente, el hombre de blanco le espetó:
“¡Calla! ¡Y atiende! ¿Sientes algún dolor? Dime, ¿sientes el dolor?”
El chico dejó de chillar y se dio cuenta de que no sentía dolor alguno. Tal vez una muy ligera comezón, como si se le hubiera dormido la pierna, pero nada más.
“Dime, ¿te duele?”
“No... joder, no... ¿qué está pasando aquí? Me ha anestesiado... ha... ha cortado previamente... oh, Dios, los nervios de mis piernas...”
“Levántate y anda, si no me crees.”
El chico, lentamente, se incorporó, y, entero, aunque aturdido, pudo dar unos pasos por la estancia.
“Todo esto no es más que un sueño, mi querido amigo, con la única particularidad de que, pase lo que pase, no podrás salir de él hasta que consigas una respuesta.”
“¿Una respuesta? ¿Y cuál es la pregunta?”
“No, mi rey, así no. Tú tendrás que averiguar ambas partes. Esto no es un juego. Esto ahora es tu vida.”
Después le dijo que ella estaba bien, pero que ya se había ido, y que estaría vagando por ahí, sin recuerdos, sola y desamparada, tal vez con otro rostro, tal vez no, quién podía saberlo... él no, desde luego. O sí, pero, qué más daba, no iba a decírselo. Eso de encontrar por ahí al amor de su vida, tal vez al amor perdido, era cosa exclusivamente suya, y no pensaba... no podía ayudarlo, de ningún modo.
“En fin, que puede ser que... yo no, por supuesto, pero, quién sabe, tal vez alguien de dentro del castillo le haya dicho que tú has muerto, para que no te espere demasiado, ya sabes cómo son estas cosas... en fin, ánimo. Si es así, tendrás que dar con ella y convencerla de lo contrario. Si ella te quiere, si tú y sólo tú eres su vida, te esperará. De lo contrario... es simple: la perderás. Así de sencillo. Como la vida misma. La vida no es precisamente justa, ¿verdad? ¿O sí? ¿Tú qué opinas, marinero?”
Él no podía saberlo, pero ésa era una pista a la pregunta que tendría que hacerse. Le darían más a lo largo del camino... pero le iban a doler, de un modo u otro. Estaría vigilado en todo momento por ojos invisibles, pero no estaría protegido, salvo en honrosas excepciones. Como la vida misma.
“Ah, una última cosa: en cuanto cruces los dominios de este castillo olvidarás que estás viviendo en un sueño. El privilegio ha acabado. El tiempo de clarividencia ha expirado. Post data: Por supuesto, hay un plazo para hallar la respuesta. Como en la vida real, en el mundo de los sueños también se muere. Es inevitable. Después de todo... ¿existe alguna diferencia entre la vida y la muerte, o entre la vigilia y los sueños? ¿No forma todo parte de lo mismo? ¿No es todo lo mismo? ¿No hay, acaso, que morir para dar paso a la vida, despertar para vigilar? Buena suerte.”

Llegaron a las puertas de Roma y entraron en la Basílica de San Pedro. Miles de fieles se habían congregado con motivo del Jubileo número ciento veintiséis. Si el asesino estaba por allí, sería imposible localizarlo. Ben pensó que había sido un error seguirle el juego, pero no había tenido opción: era lo único con lo que contaba, y su intuición le decía que estaban en el lugar correcto.
Un niño le dio una nota. Fue a preguntarle quién se la había dado, pero el niño salió corriendo y se perdió entre la multitud. Desplegó la nota.

BAD BLUE ↑

- Bad blue y una flecha apuntando hacia arriba - leyó Mel -. ¿Qué es esto, una broma?
- No nos precipitemos. La Peste Negra o Mal Azul comenzó en China en el año 1333, de ahí pasó a Sicilia, a Pisa, a Francia, y llegó a Inglaterra el 29 de junio de 1348.
- El día de San Pedro.
- Exactamente. Llegó a Oxford en diciembre, y a Londres en octubre del año siguiente, después se extendió a los Países Bajos y Noruega. No llegó, sin embargo, ni a Bohemia ni a Polonia, ni a algunas zonas de Escocia. La flecha es un símbolo que en la jerga criminológica significa vida, lo empleamos cuando un caso se resuelve satisfactoriamente. Eso reduce las posibilidades a estos tres últimos lugares. En la primera nota me llamaba profesor. Tal vez sea o haya sido un estudiante de criminología. Y tal vez haya sido alumno mío. Aquí hay algo más - dijo, dándole la vuelta a la hojita:

J. Clyn, abad, + 1348

- Debemos averiguar dónde murió.
- Priorato de Bernecestre, en Escocia. He leído sobre él. Hoy serán sólo unas ruinas abandonadas.
- No dejas de sorprenderme.
- ¡Vamos, por una cosa que sé!
- A Escocia, me temo.

No fue fácil coger un vuelo Roma - Escocia, tuvieron que hacer escala en Londres y coger un tren que los dejó no demasiado lejos del priorato. Al llegar, entre unas piedras, muy cerca de la tumba del abad, hallaron un sobre. En su interior, una sola palabra.

HOLOS

- Holos. ¿Qué significa?
- Totalidad. ¿Te dice algo?
- No.
- ¿Qué más es holos?
- Unos grandes almacenes. Están en Grecia, en la ciudad de Naxos. Esto es ridículo. ¿Por qué nos tiene danzando, de un lugar a otro del mundo?
- Es sólo un juego. Él pone las reglas. De este modo, pasará más tiempo hasta que encontremos a la hija del presidente. Por cierto, ¿cómo se llamaba?
Para los datos oficiales Ben era terriblemente olvidadizo.
- No lo mencionó el comisario. Tampoco se lo preguntamos. Creo que se llama Ana.
- Beatriz y Ana. Tal vez tengan algo en común.
- Esperemos que no.
- O esperemos que sí.
Estaban agotados, así que se quedaron a dormir en un hotel. Podían haber cogido el vuelo anterior, pero tenían que descansar. Fue un error.
Cuando llegaron a los grandes almacenes, había habido un asesinato. Se identificaron y accedieron al interior. Habían llegado tarde. Ben se maldijo por no haber tenido en cuenta esa posibilidad. Un hombre de unos cincuenta años, vestido de mujer, yacía en el suelo, claramente apuñalado. Un policía local les confirmó que se trataba del dueño. También les comentó que una mujer, que estaba siendo atendida en aquel momento por una crisis de ansiedad, había confirmado tanto su identidad como tales costumbres, la misma clienta que se suponía había visto huir al presunto asesino.

- De momento esto es lo que tenemos - empezó a decir Ben, recapitulando -: a primera hora, cuando aún no había nadie en la tienda, el dueño está probándose ropa de mujer. Nos lo ha confirmado esa señora, que lo conocía bien, según dice. Ella vio huir al asesino, aunque no recuerda cómo era, y encontró el cadáver. Ésta es nuestra hipótesis: entra nuestro hombre, lo mata a sangre fría y nos deja un bonito dibujo, abstracto, otro más, una botella, y dentro de ella una especie de mapa... creo que es Cuba. Rápido, ¿qué relacionas con Cuba, una botella...?
- Ron, claro - dijo Mel sin pensar, pues de eso se trataba.
- ¿Y qué dirías que es el otro dibujo?
- Quieres decir... ¿qué es lo que me parece que pueda representar?
- Lo primero que se te venga a la cabeza...
- Una mujer. Una mujer muy fea, por cierto.
- ¡Fea! Eso es: ron-fea: ronfea: una espada antigua, larga. Sólo puede estar... ahí.
Ben señaló hacia un cajón alargado, sobre la cabeza de Mel, donde parecía recogerse una persiana completamente afuncional. Trepó hasta el ortoedro de madera prácticamente petrificada. Después de improvisar una palanca de confección casera, abrió la tapa, y allí estaba, rodeada de un séquito innumerable de arañas de todos los tamaños. Cuando Mel la tuvo en sus manos, vio que tenía una inscripción.

LEILA + SILENCIO

- “Y él apartó la mano - comenzó a recitar -. Sin embargo, ella se la cogió suavemente entre sus labios y la apretó, dulce. Sólo un poco. Lo hizo inconsciente, ensimismada, apenas... mente, ¿qué me haces? Leila, ¿qué haces? Pero ella estaba ya en otro mundo, en un universo que conocía muy bien, con aquel chupete de carne metido en la boca como aquel corcho que tuvo que descorchar por primera vez con nueve años, en la mansión de su padrastro, y que la impresionó tanto... ¡Leila! Vagaba desnuda por un bosque muerto hacía ya mucho tiempo. En sus pies descalzos se clavaban las agujas espinosas caídas de los pinos invisibles. Corría, pero reía. Y soñaba, porque era una niña y tenía un bosque entero, aunque muerto, para jugar, ella sola. Sola. Siempre había estado sola. Lo que entonces no sabía era que todos lo estamos. Solos como Dios. Aunque esté rodeado de un séquito innumerable de ángeles y de santos; aunque estemos rodeados por... “Leila.” Se detuvo en su viaje imaginado y de la excursión castrada por la concesión de aquel hombre, que tan bien desconocía, sin saberlo, se extrapoló, por ese misterio de las improbables trascendencias mundanas, el frenazo pretendido en la memoria a la pausa en la faena. Y Tomás, que al principio lo veía raro, que al principio no quería, se molestó, claro. Leila volvió a saltar por el bosque, porque se dio cuenta de que lo que la detenía era un arroyo... y ella podía saltarlo, porque, después de aquel descanso, de aquella duda, de aquel eterno lapsus, ya no tenía nueve años, sino veinte, y ya podía saltar arroyos, sin miedo a que la castigaran al volver a casa; y saltarse normas, y hacer temblar los cimientos de algún que otro castillo vecino... Y, claro, lo hizo. “Leila...” Y se hizo el silencio. Para siempre el silencio, en aquel mundo olvidado de la mano de Deus.”
- ¿Qué era eso?
- El Libro de las Sombras. Muy pocas personas en el mundo saben de su existencia.
- Pues parece que nuestro amigo lo conoce.
Se estaban enfrentando a un demonio escurridizo y metódico.
Apenas hubo pensado esto, les informaron de que había habido otro asesinato, no muy lejos de allí. Apenas eran las once de la mañana.
- Comisario, consígame un diccionario.
- ¿Perdón, señor?
- Y que sea bueno. Con eso bastará.
Hasta ahora había sido un juego de niños, casi un divertimento, un andar danzando de aquí para allá, persiguiendo a un demente, unas vacaciones pagadas por el gobierno, de no ser por la niña secuestrada. Pero las cosas habían tomado otro cariz. La pesadilla, se dijo Ben, no había hecho más que empezar.

Cuando Don Melquiades y Ben Ferrara llegaron al lugar, la zona ya había sido acordonada y unos grandes carteles chillaban que no abrirían hoy al público, por problemas técnicos y reformas. Algunos curiosos se iban acercando tímidamente, pero los agentes de policía, ordenados sistemáticamente en un amplio círculo, no dejaban pasar a nadie, a menos que sus identificaciones concordaran con la lista, absolutamente escrupulosa, que solicitaban por radio a la central.
Cuando a las siete treinta de la mañana el guarda había descubierto el cuerpo, el aire dentro de la cueva aún era limpio, y el perpetuo frescor de su temperatura constante seguía siendo un regalo de Dios para la curiosidad sensitiva del hombre; salvo en la última cámara: la del huevo frito. Allí el hedor crecía paulatina y tranquilamente, seguro de llegar a dominar el universo entero, en su ascensión eterna. Seguro de que nadie osaría entrar en su cuerpo putrefacto para ahondar en el misterio de su origen. Seguro de que nadie tendría el valor de cortar el paso a sus huestes feroces y siniestras. Seguro de sí mismo como un Napoleón reencarnado en general en jefe del mismísimo Ejército de las Tinieblas.
Cuando llegaron al lugar el insoportable hedor se había extendido por casi todo el recinto, y sólo ellos aguantaron, por la fuerza de la costumbre, sin cubrirse todo el tiempo las narices con un pañuelo de tela, que, por otro lado, tampoco podía decirse que resolviera la cuestión de una forma demasiado ortodoxa.
- Tenemos un cuerpo en avanzado estado de putrefacción, aunque embalsamado, muerto quizá hace varios años, un pez plano y un pajarillo muertos. ¿Qué es todo esto? - dijo el comisario que dirigía la investigación.
- ¿Ha traído el diccionario que le pedí?
- Sí señor.
- Hágame un favor. Busque tapaculo. El pájaro tiene el pecho blanco, ¿verdad? Además, asoma de un pequeño agujero excavado en la pared, que antes no estaba, ¿cierto? Háganle la autopsia, aunque ya sólo sirva para descubrir que tiene un pequeño fruto metido en el culo. A ver... buen diccionario. Él se guiará por uno similar. Por cierto, ¿qué página es? ¿La 1940?
- La 1941 - dijo el agente, estupefacto.
- ¿Está seguro?
El agente lo comprobó, sin separar el pañuelo de su pituitaria. Asintió.
Ben no tuvo que mirarlo.
- Pues juraría que ésa es la fecha de su fallecimiento. Lleva sesenta y cinco años muerto. Y apuesto a que hoy es su aniversario.
- Vayan a los archivos. Localicen todos los asesinatos, desapariciones y demás truculencias acaecidas entre el 31 de marzo y el 3 de abril de 1941 - dijo el policía, abrumado por el modus operandi del criminólogo jubilado.
- Me temo que es inútil, Ben - dijo Mel, cuando les dejaron solos.
- ¿Por qué?
- Porque este hombre desapareció de su casa mucho antes de esa fecha.
- ¿Cómo puedes saberlo?
- Podría demostrarlo, por ciertos indicios, el tipo de embalsamado, el modo tan rápido en que se ha desarrollado el proceso de putrefacción, una vez profanado, pero, de algún modo, más allá de todo eso, lo sé. Simplemente, lo sé. Tengo un presentimiento, una sensación extraña. No sé qué tiene que ver esa cifra con este hombre, pero yo juraría que lleva más de...
- Dilo, Mel.
- Señor, están apareciendo cadáveres por todos lados - dijo entonces uno de los agentes.
El asesino quería que siguieran un orden. Si no podía o no quería dárselo con las pistas, tal vez era porque las reglas del juego, o el propio juego, habían cambiado.
- ¿Dónde ha aparecido el primero? - preguntó Ben.
- En Manhattan.
Ben sintió un ramalazo, una punzada, un vago recuerdo, un flash, y preguntó:
- ¿Un cadáver como cristalizado?
- Justamente. ¿Cómo...?
- Tengo una corazonada.
- ¿A Manhattan?
- Tú lo has dicho.

El que ya era conocido como “El Asesino del Diccionario” les había llevado hasta los Estados Unidos. Esta vez les había dejado un cadáver cubierto por una suerte de película pegajosa. No tenían tiempo para análisis, así que Benito Ferrara hundió el índice de su diestra y chupó su superficie. Su sabor era acre.
- ¿Qué es?
- Trona - dijo Ben, sin dudarlo un instante. Mel guardó silencio, expectante. El viejo profesor daría una definición precisa de inmediato -: carbonato de sosa cristalizado. Suele hallarse en las orillas de los lagos y grandes ríos de África, Asia y América del Sur. Sin embargo, estamos en Manhattan. Creo que sé con quién estamos tratando. - Se quedó pensando un largo minuto, en silencio, cerrados los ojos, recordando, y cuando volvió a abrirlos los posó larga y sostenidamente sobre el pedazo irregular de algo que parecía yeso traslúcido, vítreo, amarillento -. Claus Blas - dijo al fin.
- ¿Quién?
- Claus Blas, así se hacía llamar. Fue alumno mío en la Facultad de Criminología. Era el mejor. Siempre discutíamos a nivel conceptual. Dios mío: ahora debe tener... cuarenta y cinco años.
- Veinte menos que nosotros.
- Ha pasado mucho tiempo. Ni siquiera sé cómo he recordado su nombre.
- Entonces, ¿el cuerpo que encontramos en la cueva y éste, así como todos los demás que están apareciendo...?
- Se ha convertido en un buscador de cadáveres, como un buscador de tesoros. Éste era uno de los casos más difíciles. Obviamente, no lo mató él, pero, de algún modo, supo de la existencia del cadáver. Tal vez hablara con el asesino. ¿Quién descubrió el cadáver?
- No se sabe. Alguien llamó por teléfono a la policía, pero no se identificó.
- ¿Cómo ha llegado a relacionar este caso con su antiguo alumno? - quiso saber el joven policía que los acompañaba. Mel, aunque no había abierto la boca, también se moría por saberlo.
- Hace años recibí una carta, un anónimo. “Si encuentra sosa, profesor, no tendrá más remedio que salir a buscarme.” Era su letra, pero no le di importancia. Simplemente pensé que había perdido el juicio, pero no manteníamos ningún tipo de correspondencia, no tenía forma de contactar con él. Tal vez debía haberlo hecho, me refiero a ser más accesible a mis alumnos después de la universidad. Tal vez todo esto no sea más que una venganza. Lo que no alcanzo a comprender es qué ha podido volverle tan loco. En fin, tenemos algo. Hágame un favor.
- Dígame.
- Investigue todo sobre Claus Blas. Estudió en la Facultad de Criminología donde yo daba clases... en Yale, quiero decir - corrigió, dándose de nuevo cuenta de su absurda y enfermiza vanagloria -, promoción del noventa.
- Cuente con ello.
- Una cosa más.
- Dígame.
- Lo quiero para ayer.

El informe tardó algo más, pero no demasiado. En un par de horas tenía todo en su dirección de correo electrónico, que consultó en el hotel.
Ana, la hija del presidente, acaba de ser hallada con vida en un piso, a las afueras de París, atada, custodiada por un hombre al que abatieron las fuerzas de seguridad, un hombre bajo, calvo, fornido. Claus era alto, delgado, de complexión fuerte. No era él. De todos modos, el presidente daba órdenes expresas de que el tal Claus Blas, de cuya existencia ya había sido puntualmente informado, fuera capturado. La cooperación, a estas alturas del caso, era internacional.
Y había algo más, un supuesto diario, firmado por un tal Beclana, que había aparecido en el piso donde había permanecido secuestrada la hija del presidente, y que alguien se había molestado en escanear.
Sabía que tenía por delante un arduo trabajo, así que se puso manos a la obra. Abrió el primer archivo. Era una historia clínica, también escaneada, escrita a mano. La firmaba un tal Doctor Claspov. Obviamente, leyó entre líneas, tratando de descubrir una causa, un motivo, algo que le ayudara a atraparlo.

Nombre: Desconocido (Claus Blas, Beclana?)
Apellidos: Desconocidos.
Otros datos: Desconocidos. No lleva documentación ni está registrado.

Informe

El sujeto, que responde por el nombre de Claus Blas, o Beclana, a veces, presenta un cuadro de ansiedad provocado por un ataque de furia incontrolada que lo ha llevado a automutilarse y a destrozar parte del erario público...
(...)
Se produce un triángulo entre la enfermedad mental de la personalidad, los “Nervios de punta” y el hecho de Ver exclusivamente, como lo haría un niño pequeño versus Pensar, instrumento importante para avanzar. El esquizofrénico trata las palabras como cosas, plomadas sin significación.
(Freud, “La Metapsicología”.)
1. Principio insidioso: a los 11 años se produce el desencadenamiento. “Yo era pequeño”: recuerdo incorporado. Se produce un corte en la continuidad de su vida. Los recuerdos sirven para poder establecer un diagnóstico. Se desencadena la psicosis en este momento. A una idea persecutoria autogenerada se suma una experiencia real (con un vecino, tal vez) que le dice: “Morirás loco, como tu padre”. Éste es una figura familiar, próxima, que se convierte así en persecutoria.
Posible diagnosis: Neurosis obsesiva con recurrentes brotes psicóticos.
- Aislamiento ps. y físico.
- Conjura (signos delante de las puertas).
- Tabú de contacto, asco; relacionado con sus propios excrementos.
2. Dermatitis como síntoma corporal de hipocondría (rel. Psicosis. O conversión...)
13-14 años: > sínt. obsesivos aislamiento sórdido (un mes... pero recipientes)
Él mismo habla de la CAUSA de sus manías: el aislamiento, que relaciona con sus “nervios de punta”, holofrase autosignificativa, posible rel. masturbación (sbjtivo.), que no adquiere un valor sexual, ya que falta el elemento forclusión del padre, la Ley simbólica, la significación.
Diagnosis: Psicosis. Abismo en sus recuerdos a los 14 años. Lacan.
A falta de la simbolización a través de la forclusión de la figura paterna, se produce una construcción totalmente narcisista del yo, que cumple una doble función mediadora y transicional. Se considera a sí mismo un muñeco de trapo devaluado. Al no recibir el feed back de amor, el vínculo, el símbolo, se queda sólo en objeto, que es como él se considera.
Podemos hablar entonces de hebefrenia: aquí tenemos que tener en cuenta la ironía del psicótico, en la que no hay representaciones ni simbolizaciones, sino simple y llanamente cosas, por lo que todo lo que diga es importante. Él vio una esperanza de autocuración, cuando se planteó la posibilidad de pensar como herramienta para poder avanzar personalmente. Por tanto, querer romper con la forclusión es lo que le permite seguir viviendo y querer curarse.
Una falta, bien sea imaginaria, una privación real o simbólica (castración representacional) debe ser incorporada, según Sigmund Freud, tanto en la mente como en la vida del individuo, por lo que los esquizofrénicos, ante su acaecimiento, deben encontrar otro modo de llevar a cabo esta incorporación de la falta.
En el complejo de castración cobra especial importancia el contexto en el que se circunscribe. A principios de los años 20, se consideraba que sólo las razones patógenas de los síntomas estaban en el IC. Hoy sabemos que los fenómenos normales también, como lo demuestran los sueños, lapsus lingüe...

El informe era muy extenso, pero Ben no creyó que le diera la pauta a seguir. Tenía algunas dudas, así que consultó la edición cibernética de “Tres ensayos de teoría sexual”, de Sigmund Freud. En la pantalla apareció la edición original, de 1905. Consultó algunas expresiones propias del psicoanálisis con las que no estaba familiarizado, y continuó leyendo el diario. Más que un diario, eran una sucesión de reflexiones, poemas y aforismos. Las primeras páginas, según el técnico que había escaneado el documento, habían sido arrancadas.

Diario de Beclana

(...)
Después entré en un cine. Ponían “El sexto sentido.” Salí confuso y maravillado.
¡Ah, la vida: cuánta belleza... y cuánto dolor!
Contemplo extasiado un paisaje y me regocijo al pensar que Dios está detrás de tanta magnificencia. Pero cuando me asomo al lado oscuro de la vida, me pregunto dónde está. En esos momentos terribles de dolor, ¿dónde mete mano? Esa mano creadora de belleza, ¿dónde se esconde cuando todo tiembla y se desmorona, cuando todo es oscuridad y la fe se resquebraja como una vieja montaña muerta?
Creo que la posa en el hombro de alguien. Diciéndole:
“Es tu turno, mete mano ahí tú por mí, confío en ti; y así quiero que sea, porque así debe ser.”
Aúna en un gesto un deber moral y un deseo, un mandato y un ruego.
Dios no se queda impasible ante el dolor. Nos toca en el hombro. Quienes nos quedamos impasibles somos, impepinablemente, nosotros.

El punto más bohemio de esta vida sin aparente retorno
es una gota de agua de un cristal de las nieves perpetuas en polvo
de las últimas cumbres, donde los misterios y las sombras
son sólo la lengua de fuego que se mece sobre el agua sin rostro,
y la última noche quedará rota de silencio. Y sola.

Los árboles también sueñan.
Estoy convencido.
En cierto modo, lo sé.
Pero no pretendo explicarme, porque, secillamente, no puedo. Pero, ¿cómo sería el sueño de... pongamos, un ciprés? Si por un solo instante un ciprés tuviera conciencia de sí mismo, si Dios le diera esa facultad... Pero Dios interviene poco en el mundo. Ya lo hizo; sembró su semilla y nos dejó a nuestra suerte. Y al ciprés, cómo no. Al pobre ciprés. Al terriblemente afortunado ciprés.
¿Con qué soñaría un ciprés?
Tal vez con aves, con el paraíso de los árboles, con una brisa suave, como de cuento, primaveral...
Con agua, con un sol radiante pero compasivo, con hojas y ramas plenas de vida...
Sí, creo que un árbol, si pudiera, soñaría vida.
¿Por qué el hombre, que lo hace cada noche, sueña, además de paraísos, cosas terribles, pesadillas inimaginables?
Creo que nos hemos desviado del camino del árbol.
Creo que Dios no pretendía que tuviéramos pesadillas.
Creo que somos diferentes del árbol porque no sabemos, como él, captar la belleza de las cosas; de ese efímero instante de sueño, imaginado torpemente, de la profundidad de los ojos de un niño hambriento o de los “pequeños” milagros cotidianos.
En fin, del sueño del árbol: la vida.
Ese regalo que nos empeñamos en despreciar sin sentido.
Cuando me muera me gustaría ser un árbol durante un tiempo y, ya desde la eternidad, volver a ser lo suficientemente consciente como para verme en los dos estados.
En mi segunda eternidad sería un ser completamente distinto. De eso estoy seguro.

Después de esto, un buen taco de páginas habían sido claramente arrancadas.
Ben había subrayado algunas palabras.
- Conciencia de sí mismo... Dios... facultad... Pero Dios interviene poco en el mundo... sembró su semilla y nos dejó a nuestra suerte. Y al ciprés, cómo no. Al pobre ciprés... Siente compasión... Al terriblemente afortunado ciprés. ¿Con qué soñaría un ciprés? Tal vez con aves, con el paraíso de los árboles, con una brisa suave, como de cuento, primaveral... Con agua, con un sol radiante pero compasivo... El camino del árbol... los ojos de un niño hambriento... los “pequeños” milagros cotidianos... La vida, ese regalo que nos empeñamos en despreciar sin sentido... Creo que aquí está la clave. Mi segunda eternidad... Une el título, una prosopopeya, por cierto, con el cuerpo del texto...
Él sabía más cosas de las que aparecían en aquella suerte de diario o cuaderno de bitácora de un viaje demencial. Sabía que era muy listo. Y sabía que había perdido el juicio. No podía saber por qué, así como por qué no figuraba en el informe su paso por Yale. ¿Podría ser que jamás se hubiese matriculado? ¿Fue a la universidad sólo por conocerlo a él? ¿Era posible que una persona sin identificación fuera a la universidad? Él nunca había aceptado una lista oficial de sus alumnos. Había transmitido sus conocimientos a todos los que se habían sentado en sus clases. Incluso, conocía a la mayoría de aquellos chicos por sus sobrenombres, los que ellos mismos se ponían. Y Claus Blas no había sido una excepción, en este sentido. Tal vez sólo había ido a sus clases.
Tal vez.
Entonces se dio cuenta de que no lo conocía en absoluto.

Al día siguiente habló con Mel de este asunto.
- ¿Y eso qué significa? - le había dicho Mel.
- En todos estos textos el tema es el mismo, la misma reflexión, el mismo motivo - continuó Ben, haciendo caso omiso de la curiosidad de Mel -: animar lo inanimado, inanimar lo animado. Asesinar, por tanto, para él sólo es un medio de devolver las cosas a su estado primigenio.
- Creo que no acabo de entender eso.
- Sí, mira. - Ben sacó un cuaderno de uno de los bolsillos de su gabardina y pintarrajeó unos garabatos ininteligibles -: ¿Lo ves ahora?
- No.
- Este círculo representa el estado primigenio del universo, cuando almas y objetos, materia y forma, eran una sola cosa fundamental. - Mel intentaba no perderse, sin conseguirlo -. De este arjé o Primer Fundamento, en el momento del Big - Bang, todo se diseminó en materia, dando lugar a lo que hoy entendemos por universo en expansión. Una cierta combinación de elementos y unos grados muy concretos de temperaturas, coyuntura que yo no puedo considerar fortuita en absoluto, fueron dando lugar a las diferentes formas de vida en el universo. Los elementos que no encontraron ese calor se quedaron inertes, y dieron lugar a los diferentes elementos existentes. El hombre ha venido utilizando tales materiales desde que es hombre, y Claus Blas considera, en cada uno de sus asesinatos, que está devolviendo a lo inerte su importancia primigenia, cuando era todo uno con las almas de los seres animados.
- Pero no mata animales.
- No que nosotros sepamos, ni destroza árboles, y si eso es así, eso querrá decir que considera el alma como exclusivamente humana, no como modus vivendi o motor anímico del ser, y él lo es, es un ser humano, así que, teóricamente, tendría que acabar suicidándose, a no ser...
- A no ser que se inflija algún tipo de castigo corporal, a modo de penitencia.
- Incluso pequeñas automutilaciones.
- Dios mío. Y, sin embargo, no es un psicópata.
- No en el sentido correcto del término. Claus actúa movido por el amor y la justicia hacia lo que tal vez pudiéramos denominar... algo así como Anima Mundis Inertis, el alma perdida del mundo inerte.
- Es increíble.
- Lo increíble es que siga vivo.
- ¿Por los autocastigos?
- Sí.
Había aparecido otro cadáver, no muy lejos del primero, el de la prostituta, y junto a éste, como ya venía siendo habitual, otra nota.

Todo respira.
Todo sueña.
A su modo.
Hoy no pienso cerrar los ojos ni dormirme hasta que no haya escrito algo realmente importante; hasta que no haya llegado a una conclusión fidedigna sobre algo, no sé el qué.
Pero creo sinceramente que por ahí van los tiros.
Todo siente.
A su modo.
El papel sobre el que escribo tiene escritos, por el otro lado, una serie de ejercicios de armonía... veamos... ocho ejercicios, exactamente.
Por cierto, es la página trece, nada más y nada menos.
Escribir así, de este modo, puede ser una tontería, tal vez incluso una locura, no lo niego, pero si no nos queda la libertad no nos queda nada.
Por lo tanto, el destino, la vida, el todo de este papel, ha sido sustentar una fotocopia de unos ejercicios de armonía y unas cuantas líneas a boli, además, rojo.
¿Os habéis preguntado cuánto vive un papel, un folio?
Como casi todo, puede ser eterno... o terriblemente efímero.
Pero eso no depende del folio, ciertamente.
Esa es la diferencia entre la vida y la muerte.
Yo me limito a paliar esa injusta diferencia.
Nada más.

Claus Blas

- ¿Qué te parece, Mel?
- Es él, sin duda. Mira estos rasgos en las jotas, las y griegas, las q.
- ¿Te has dado cuenta de que firma a la izquierda?
- Sí. Es terriblemente supersticioso.
- Hay algo que me preocupa, ciertamente: no es un psicópata. Siempre justifica sus asesinatos, y sus explicaciones siempre, mejor o peor fundamentadas, tienen una base filosófica.
- ¿Y eso es preocupante?
- Ciertamente. No sólo es inteligente, sino que la dirección de su conducta tiene un sentido. Siempre matará llevado por un sentimiento de justicia que va más allá de la mera justicia, tal y como nosotros la entendemos, y eso le convierte en sumamente peligroso. No va a detenerse.
- ¿Y los números?
Sobre la frente del cadáver aparecían grabadas algunas cifras, en números romanos, difíciles de ver con exactitud, pues había mucha sangre, junto a otros símbolos aún más difíciles de interpretar.
- Los números son reflejo del orden.
- Eso suena profundo.
- Lo dijo Minio. Debe serlo. Por otro lado, estos símbolos pertenecen a la simbología de Dante, basada, a su vez, en la mitología. - Ben descubrió el pecho del hombre. Allí había más grabados -. El leopardo representa la lujuria. El león, la soberbia. La loba la avaricia, el águila a San Juan, y el buitre a “Marialia”. Pero no sé qué tienen que ver entre sí... o tal vez sí. En la página noventa de no sé qué edición de “El quinto evangelio” aparecen varias calles de París. En una de ellas se ha cometido un crimen esta misma noche. Avenue Denfert-Rochereau, allí está el hospital psiquiátrico de St. Vincent de Paul, de donde se escapó hace varios días nuestro asesino. Justo antes de saber quién era. Justo cuando empezó todo. ¿Ves esto? Es el símbolo del berilo.
- Una piedra preciosa - apuntó Mel.
- Así es, y ha utilizado su color habitual para hacerlo: el amarillo blancuzco. A mí, no sé por qué razón, me recuerda a la noche, representa a los nacidos en octubre. Aguamarina: color... entre azul pálido y verdemarino. Rubí: color rojo oscuro. Símbolo de poder de los reyes. Decían que poseía poderes curativos. Este loco es un chiflado hijo de puta supersticioso o está intentando decirnos algo. Amatista: color violeta, azul o púrpura, los de los natos en febrero. Es un amuleto contra el veneno, símbolo de la trinidad... Veamos... y por último, ¿qué tenemos aquí? Nada más y nada menos que ágata negra: de todas estas, es la única piedra que es semipreciosa, fue considerada polvo afrodisiaco en la antigüedad y en la Edad Media. Todo esto, ¿te dice algo?
- A mí, nada.
- Ni a mí, mi querido don Melquiades, y eso es precisamente lo que me preocupa. ¿Está jugando con nosotros, es demasiado listo, o demasiado tonto? ¿O tal vez está demasiado loco como para poder saberlo él mismo?
Entonces tuvo una corazonada. Y lo vio claro. Orden, números. Todo el universo se podía explicar con números, con unas simples ecuaciones. Una dirección. Un teléfono. Un pacto entre caballeros. Números. Nada más que números.
- Debo irme.
- ¿A dónde?
- No, Mel - dijo, sin detenerse -. Esta vez no. Tenía que haberlo sabido. Esto es entre él y yo.
Cogió el coche y en menos de veinte minutos estaba en los muelles. Se bajó junto a una cabina y marcó un número de teléfono, un número que había olvidado, que tal vez ni siquiera había apuntado o guardado jamás, pero que estaba allí mismo, junto con el lugar y la hora exactos, delante de sus ojos, representado en cada una de esas piedras.
- Bravo, ¿ve como al final ha llegado hasta mí, profesor?
- Cuando se elimina lo imposible, es preciso creer lo que resta, por improbable que sea: ésa será la verdad.
- Por desgracia, esto es la vida real, donde no hay soluciones de verdad.
- Sherlock Holmes.
- Arthur Conan Doyle, si no le importa. Los personajes de los libros no son sus autores, ¿recuerda?
- Lo recuerdo. Te puse un ocho en aquel examen.
- Usted lo ha dicho: “me puso” un ocho. Usted sabe que tenía que haber sido un diez.
- ¿Y por eso todo esto?
- ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! No sea tan vanidoso, doctor. Sabe de sobra que eso es agua pasada.
- Pues yo creo que no, Claus.
- ¿Así que se acuerda de mi nombre de guerra? Yo podría decirle unos cuantos que usted tenía entonces.
- Acabemos de una vez, ¿quieres?
- Tranquilo, profesor, creo que tenemos todo el tiempo del mundo por delante. Veamos... Calvario, Bola de sebo, Calvorota, Pelos de alambre, Hitchcock... ¿quiere que siga, profesor?
- ¡Claus, basta ya!
- ¿Tanto le duele el pasado, profesor?
- De matar. Sabes que me refiero a los asesinatos. ¿Por qué tanto dolor?
- Mire a su alrededor, profesor. ¿Qué ve?
- ¿A qué viene esto ahora, Claus?
- ¡Mire a su alrededor y dígame lo que ve, joder!
- Está bien. Veo... un muelle, unas cajas de pescado tiradas por el suelo, otras amontonadas un poco más allá...
- Personas, cómo son las personas que ve, hábleme de ellas.
- No hay mucha gente por aquí...
- ¿Cómo son, joder?
- Veo un pescador, sale de unas oficinas...
- ¿Ve algo raro en él?
- No.
- ¿Está seguro?
- Creo que sí.
- ¿Está lloviendo, por casualidad?
- Sí, ¿cómo...?
- ¿Qué lleva puesto el pescador?
- Un albornoz amarillo.
- ¿Está encapuchado?
- Sí.
- ¿Qué lleva en la mano izquierda?
- ¿Cómo?... desde aquí no puedo...
- ¿No lleva un teléfono móvil? ¿No le está mirando? ¿Dónde cree que estoy, profesor? Es su oportunidad, ha ganado, mis felicitaciones, venga a por mí. ¿Dónde creía que estaba? ¿Creía que le iba a hacer venir hasta aquí, cruzando medio mundo, para nada? ¿A qué espera para soltar ese teléfono y venir a por mí? Aquí le espero, voy a ponérselo fácil. ¿Quiere ver el dolor de cerca? Venga, y se lo mostraré.
- No.
- ¿No? ¿Qué significa no?
- No.
Benito salió de la cabina y se adentró en una nave abandonada desde hacía muchos años, en la que antaño guardaban el pescado. Una horrísona risotada cruzó la lluvia antes de que lograra cerrar la puerta de entrada al decrépito pabellón.
El corazón les latía con fuerza. El gran momento había llegado, y ambos sabían perfectamente cómo reaccionaría el otro a cada momento.
Pero sólo hasta el momento final. Entonces ni ellos mismos sabían cómo reaccionarían. Y eso acabaría con la muerte de uno de ellos.
O de ambos.
Y ambos estaban dispuestos.
Habían llegado a ese punto en la vida de un hombre, cuerdo u orate, en el que el tiempo se detiene y sobreviene la catarsis final, y no importa qué suceda entonces.
No importa en absoluto.
- Nunca cultivo lo que no me gusta. La vida es demasiado corta. ¿También recuerda esa frase, profesor? Yo creo que sí - gritó Claus Blas a través de la lluvia, pero Ben no podía oírle, a pesar de sus horrísonos bramidos.
Cuando Claus Blas irrumpió en la nave el gélido silencio sólo se veía interrumpido por el incesante golpeteo de miríadas de despiadadas gotas sobre la tejavana, que, agujereada aquí y allá, permitía su paso hasta el frío suelo de cemento de la nave, lo que provocaba aún más estrépito.
Aún así, podría decirse que reinaba el suficiente silencio como para que la pastosa voz de Claus se dejara oír, amplificada y deformada por el eco, por toda la nave.
- Francia cuida a sus muertos, profesor. Cualquier escolar hoy día sabe que Edgar Degas está enterrado en Montmartre, y que Maupassant y Baudelaire lo están en Montparnase. ¿Usted lo sabía, doctor? ¿Sabe dónde enterré a las niñas? Bueno, ya no eran unas niñas. Tenía que haber oído lo que una de ellas me ofreció a cambio de su vida. Lo que no sabía, ¡la muy zorra!, es que soy abstemio. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! ¿Me ha oído, profesor? ¡Abstemio!
Benito Ferrara iba a contestar, pero no lo hizo, a pesar de que conocía el sentido de su juego, o tal vez por ello.
- Desde el bulevar de Ménilmontant se accede al cementerio más bello de París - continuó Claus -, el de Père-Lachaise, nombre del confesor de Luis XIV. Allí yacen enterrados los cuerpos de Edith Piaf, Jim Morrison y Simone Signoret, Molière, Balzac, Chopin, Bizet y Oscar Wilde... ¿sabe ya dónde enterré a las dos hadas? No se merecían menos. Y usted no se merece menos. Lo enterraré allí, junto a ellas. El ala oeste del camposanto es una bendición, un verdadero paraíso, se lo digo yo. ¡Yo, que me he pasado noches enteras escuchando el lamento de la Luna, sentado sobre sus lápidas! ¡Yo, que escuché embelesado sus graves disertaciones sobre criminología moderna, como usted la denominaba! ¡Yo, que llegué a amarlo! Y usted nunca se fijó en mí.
- Eso no es cierto - dijo Ben Ferrara, surgiendo de las tinieblas.
- ¡Ah, así que está usted ahí! ¿Qué decía, profesor, que no digo la verdad? Me he pasado toda mi vida no diciendo otra cosa que la...
- Te has pasado la vida sufriendo, hijo, y yo no supe verlo. Pero sí me fijé en ti. Fuiste uno de mis alumnos más aventajados. El mejor estudiante que haya pasado por mis manos. Devorabas más libros de los que cualquier otro estudiante podría haber leído en toda su formación, aunque sólo te estuvieras preparando para mi asignatura. Tienes un cerebro privilegiado para la criminología, pero tú decidiste utilizarlo para tus crímenes. ¿Por qué?
- ¿Aún no lo sabe, profesor? ¿Es que no ha aprendido nada?
- ¿De ti? No se aprende nada de la muerte, Claus, sino de la vida.
- ¿La vida? ¿Y qué mierda es la vida? Nacemos para morir, doctor, lo sabe tan bien como yo.
- Nacemos para vivir, Claus, para vivir. La muerte sobreviene como un paso natural hacia...
- ¿Hacia qué, profesor, hacia qué? ¿Usted lo sabe? Yo no lo sé, es imposible saberlo, pero si de algo estoy seguro es de que será mejor que esto.
- ¿Que la vida, Claus?
- Que la muerte en vida.
- Entiendo tu teoría...
- ¡Usted no entiende una mierda sobre mis teorías sobre la vida y la muerte! ¡Usted no quiso saber nada de mi tesis!
- No tenía tiempo... Por entonces se murió mi mujer...
- Y se encerró en sí mismo, y dejó de hacer caso a sus alumnos, y, casualidad, yo pasaba entonces por su vida, y no me hizo caso. No me hizo ni puñetero caso desde el día en que enfermó su esposa.
Ben enmudeció.
- ¿Se le ha comido la lengua el gato, profesor? Yo creí que en cuanto acabara con su agonía usted volvería a hacer caso a sus alumnos, pero cuando todo acabó el calvario empezó para “El Calvario”, ¿verdad? No pudo resignarse a la muerte de su esposa, y aún hoy es el día en que me dice, con toda la pomposa solemnidad del mundo, que la muerte no es más que un paso natural hacia... ¡Por todos los demonios, Ben! ¿Hipocresías a estas alturas de nuestra relación? ¿Te das cuenta de lo que he tenido que hacer para que te fijaras en mí? Ahora ya es tarde para leer mi tesis, pero supongo que ya no te hará falta, ¿verdad?
- No.
- Ahora sabes que considero que hay un orden natural que debe elevar lo inerte a la categoría de lo que yo llamo “nerte” o “erte”, y que cada persona que muere, el grado más absurdamente elevado de “nertidad”, de forma no natural, eleva al grado de nertidad a lo inerte, empezando por las piedras y acabando en los árboles. ¿Sabes a cuántos pinos, abetos, manzanos, secuoyas, álamos, cipreses, metrosideros... he dado la vida, la auténtica vida, la vida de la consciencia? ¡A miles! ¡Y he tenido que apagar mil vidas a lo largo del ancho mundo para hacerlo! ¡He tenido que viajar de aquí para allá para que los crímenes fueran perfectos, y he tenido que equilibrar la balanza! Ricos y pobres, altos y bajos, mujeres y hombres. ¿Llevas la cuenta, Ben? ¿Qué tal se te dan las estadísticas? Yo las odiaba, pero he tenido que ejercitarme también en ellas. Quinientos hombres y quinientas mujeres. Ni uno más ni uno menos. En tu mano está acabar con todo esto o que yo vuelva a empezar. Si hay uno más, uno solo más, tendré que empezar el ciclo. Si tú mueres y yo no, serás el mil uno, y todo, absolutamente todo comenzará de nuevo.
- Olvidas un detalle, Claus.
- No lo creo.
- Oh, sí.
- Dispare, profesor.
- ¿Sabes cuántos han sido condenados por tus crímenes?
- Ni lo sé ni me importa.
- ¿Y cuántos han sido ejecutados por ellos en todos estos años?
- Son víctimas menores, no cuentan a mis propósitos, pero se lo agradezco profundamente. Si realmente eran inocentes, entonces murieron asesinados, y dieron vida a otra roza, a otro árbol.
- Para ti la vida es la consciencia. ¿De qué eres consciente, Claus?
- Para mí la vida no existe, doctor. La vida es un sueño, un maldito sueño, como lo es la vida de las plantas, de los árboles, de los ríos. Imagínese siendo un río, profesor, ¿qué siente? ¿Frío, viscosos pececillos de colores recorriendo su húmedo cuerpo de agua sucia? ¡No siente nada, porque no está vivo! Del mismo modo que si fuera un río estaría vivo en cada una de las especies que lo habitaran y no en sí mismo, así no estamos vivos, sino en razón de lo que nos acontece.
- Pero nosotros podemos cambiarlo, y el río no.
- ¡Me vas a hacer llorar, Ben! Acabemos de una vez. Nuestras teorías no son complementarias. Más bien son antagónicas.
- Como la vida y la muerte.
- Usted lo ha dicho. Sea.
- Detrás de una flor se extiende una historia extraordinaria.
- No juegue conmigo, profesor.
- La ravenala es una flor exótica naranja y azul, llamada flor del ave del paraíso o flor del papagayo.
- ¿A dónde quiere llegar?
- Lo normal es raras veces tema para un escritor.
- ¿Qué pretendes, Ben?
- El café La Flore, en el bulevar Saint-Germain, aún es frecuentado por muchos escritores. Estuve allí cuando leíste tu tesis, Claus. El mismo día en que murió mi esposa. Murió inexplicablemente, aunque estaba agonizando. No sé cómo, pero tú la mataste. Fue la primera, ¿verdad? Y no sé cómo lo descubriste, pero después de leer tu tesis destapaste un bonsai, que elevó sus ramas e hizo un sonido que todos pudimos oír. Yo me estremecí y me acordé de mi esposa con tanta fuerza que rompí a llorar y tuve que abandonar la sala. Después esperé oír aplausos, como era costumbre despedir a quienes leían sus obras ante los demás escritores, pero no oí nada. Muchos abuchearon, lo consideraron una farsa ingenua e insulsa, otros se sintieron indispuestos y salieron corriendo hacia los lavabos. Yo, sencillamente, me resistí a aprobar lo que sentí en aquel momento. Aquel sonido era el lamento de mi esposa aún moribunda. No había muerto, Claus, su alma había pasado a aquel pobre árbol, y la vida del árbol residía en el cuerpo de mi esposa. Un árbol no puede ver, ni oír, ni gustar, ni emitir sonido alguno, ni tocar, pero sí puede sentir. ¡Dios, Claus, cometiste una atrocidad con ella! En el momento en que acababas con su vida ella fue el árbol y el árbol fue ella, y aquel grito fue el de su agonía y su desconsuelo.
- Eso ocurre siempre que muere alguien que no debía morir.
- Entonces, ¿por qué, por lo más Sagrado, por qué, si no deben morir?
- ¿Lo dice en serio, profesor? Porque es la única manera de reestablecer el orden natural de las cosas, y de volver al origen cuando todo vivía y no vivía a un tiempo, cuando la hermana roca y el hermano viento y el hermano árbol convivían en un sueño común, el sueño de la no conciencia, la perfección de la existencia.
- ¡Claus, hiciste sufrir a Elaine!
- ¿Ah, se llamaba Elaine? Elaine sufrió al nacer, y usted jamás culpó de ello al Hacedor, ¿verdad? Elaine sufrió en aquel absurdo accidente que tuvieron por su culpa y falta de pericia al volante, y tampoco se culpó a sí mismo, ¿verdad? Sé mucho de usted, profesor, y lo sé todo sobre el dolor, la vida, la felicidad y la muerte. Si sufrió fue para dar vida y consciencia a un ser no-consciente, y eso le dio la vida a ella. Su esposa vive en mi casa. Pero tendrá que adivinar dónde está ese lugar oscuro donde a un viejo bonsai parecen haberle nacido ojos, unos ojos suplicantes que buscan respuestas. Oh, no se aflija, profesor, sólo estaba bromeando. Lo que le han salido son orzuelos, y hongos. Dejé de cuidarlo cuando empezó todo. Experimenté con él, lo corté y medí sus reacciones. Era su esposa, pero era también un árbol, y los árboles aguantan mucho más el dolor que los seres humanos. No se apure, profesor, su esposa murió aquel mismo día. Y vivió, aunque no sé si me entiende. Yo hice que pasara a la eternidad. Todo fluye hacia la eternidad. “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir.” Bueno, más o menos. Manrique era un iniciado. También aprendí mucho de sus escritos, sobre todo de las Coplas a la Muerte de su Padre, el pobre. Su esposa pasó al árbol sólo en aquel instante, cuando lo descubrí delante de todos aquellos ineptos. Después, instantes después, una parte de ella se fue para siempre, y sólo se quedó en el árbol la esencia vital consciente que le hacía falta para vivir en plenitud en este absurdo mundo. No me pregunte cómo lo hice para concretar el momento del movimiento y del gritito. Eso es mucho más complicado, llevaría años explicarlo. Lo importante es que mis teorías son ciertas. Por mí está cerrado el círculo, estoy cansado de hacer cumplir una justicia universal cuyo cometido no creo que me corresponda. Pero, por otro lado, usted sabe que no puede matarme si yo no le dejo. Soy quince años más joven que usted, y más fuerte, ágil, rápido, fuerte y corpulento. No tiene ninguna posibilidad. Ha venido solo. Ha tenido que hacerlo. De otro modo, no estaríamos aquí usted y yo, hablando como viejos camaradas. Le propongo un trato. Un doble trato. Sólo diga uno o dos. Uno: me dejo matar por usted, pero sólo si lo hace con sus propias manos. Puede ser un triste espectáculo, puede llevarnos horas, y tendrá que aguantar mis carcajadas, no se ofenda, o... dos: mata a otra persona, o a usted mismo, si lo prefiere, y entonces yo me quito la vida. Se lo prometería, pero en el caso de que decidiera suicidarse... ¿quién sería testigo de mi muerte? ¿Y bien, qué decide?
- Claus...
- Ca, ca, ca, ca, ca, ca, ca... Uno o dos, Ben, no hagas que me enfade, o todo puede variar de rumbo.
- “Todos los grandes misterios de la humanidad tienen un origen insignificante.”
- ¡Oh, por el amor de Dios Todopoderoso! ¿Quiere dejar de citar a Philipp Vandenberg?
- El quinto evangelio: “No estoy en los grandes templos, no necesito grandes construcciones. Levantad una piedra, y allí estaré Yo, cortad un tronco y allí estaré Yo...”
- ¡Ah, veo que ha hecho sus deberes! ¿Quiere ser uno de mis discípulos, profesor, es eso? ¿A sus años? ¿No le da vergüenza, no haberse hecho una opinión personal al respecto? ¿No cree que ha tenido tiempo de hacérsela?
- No es tu opinión, Claus, es la Verdad.
- ¿Qué es la verdad? ¿La que nos han estado inculcando desde pequeños, las mentiras en base a las cuales se edifican nuestras miserables vidas son la verdad? ¡Yo soy la Verdad! ¡El Hacedor de la Vida, el Ejecutor de la vida ponzoñosa y miserable de los seres mortales conscientes! ¡Yo soy...!
- ¡Basta! Se acabó, Claus. Sólo eres un pobre chiflado que podría haber sido un genio. Yo no te hice caso, no te escuché, pero hoy lo he hecho, y lo he venido haciendo durante todos estos años, y la muerte de todos esos inocentes es como la muerte de Elaine multiplicada por mil, así que aquí acaba todo, Claus, voy a matarte.
- Bien, profesor, bien. ¿Ha sido tan difícil? Por cierto, todo eso que ha dicho lo podía haber resumido. Teniendo en cuenta la opción elegida, usted tendría que haber dicho simplemente A.
- Pues sea: A.
- ... quí estoy. La B era de... “Buena suerte, Ben”. Espere. - Ben Ferrara se detuvo en seco.
- ¿A qué estás jugando, Claus? ¿Tienes miedo de un viejo?
Ben se dio cuenta de que cuando lo llamaba “profesor” le trataba de usted. Aún había respeto. Aún había esperanza.
- No sea ridículo, profesor, quiero ofertarle una tercera opción. C: ¿Ha oído hablar de las arañas en los sueños? ¿Sabe a qué me refiero, profesor? Las apariciones de arañas en los sueños están íntimamente relacionadas con situaciones estresantes o de pérdida. Usted soñó con arañas cuando murió Elaine, ¿no es cierto? No hace falta que me responda. Sé que lo hizo. Los gestaltistas dicen que al sujeto le dan miedo, que representan algo que se acerca, que nos acecha y que no podemos controlar. Yo era esas arañas, profesor, he pasado más noches con usted de las que pudiera imaginar, y, oh, sí, he aprendido de sus sueños, o mejor dicho, del silencio contemplativo de las pesadillas que mi inusitada presencia en su cuarto suscitaba en su débil mente. Era una de sus teorías, profesor: “El ser humano es capaz de modificar el contenido de sus sueños en virtud de los estímulos externos que se encuentren junto a él en estado de somnolencia, aunque estos estímulos no produzcan estimulación alguna directamente dirigida al sujeto durmiente.” “Al sujeto durmiente”: sus hipótesis tenían esa singular cadencia de las horas muertas, profesor, esa inusitada belleza de las pesadillas más crueles. Y mi presencia se traducía en arañas, y éstas en incertidumbre y desasosiego, ¿no es cierto? Hagamos un poco de psicología y de dejà vú, ¿okay? Ejercitemos la memoria y tratemos de vivenciar, de encarnar aquí y ahora, de revivir aquellas pesadillas como si fuera este momento aquella vivencia...
- ¡Jamás he soñado con arañas!
- ¿Ah, no? No se altere, profesor, estamos dialogando y somos unos caballeros.
- ¿Qué es eso?
- Tranquilo, es sólo una grabadora.
Clic
“Fuera, fuera de aquí, malditos bichos... Elaine, Elaine, ¿dónde estás? ¡Oh, Dios, qué asco! Están por todas partes, están...”
- Creo que con esto será suficiente. ¿Se ha reconocido, profesor? La grabación no es muy buena... pero tengo cientos. Si tuviéramos más tiempo podríamos escrutar una vida de pesadilla, pero me temo que no va a ser posible. Sí, profesor, he pasado infinitas noches con usted. Podría haberle matado, ¿no cree? Pero no lo hice. Reservo algo mejor. Por cierto, ¿aún cree que puede matarme? Yo, honestamente, creo que no. Pero pongamos otro ejemplo, parece que aún no está convencido...
- ¿De tu poder, Claus? Ibas a decir eso, ¿verdad? Ya nos vamos conociendo.
- No, no iba a ser tan generoso, pero... sí, le confieso que lo pensaba. Pero no, no iba a decirlo, esperaba su intromisión, eso es todo.
- No te creo.
- Me da igual. Volvamos al ejemplo.
- No, Claus, acabemos con esto.
- ¡Volvamos al puto ejemplo! ¡Y cállate de una puta vez, viejo estúpido de mierda! ¡Vas a morir esta noche! ¿Es que aún no lo entiendes?
- Tal vez muramos los dos esta noche.
- Tampoco es mala idea, viejo, tampoco es mala idea.
- Hablemos, Claus, ya que vamos a morir hoy. Hablemos.
- ¿Quiere oír el ejemplo?
- Si te place...
- Bien, volvemos a ser caballeros, profesor. Pongamos que alguien que hoy es un viejo ha soñado durante muchos años, y digo años, con una enorme casa antigua. Elaboramos el escenario de nuestros sueños con hilvanes y retazos de elementos cotidianos, que nos representan. Usted era esa casa vieja y vacía que no valía nada, usted era quien se decía a sí mismo que, con un leve empujón, con un pequeño esfuerzo, podía seguir adelante, pero jamás llegó a lavarse la cara, ¿no es cierto?
- Sé a dónde pretendes llegar. Sí, durante años has velado mi sueño.
- Velado no, profesor, inducido, hablemos con propiedad.
- Bien, inducido. Y asesinaste a mi esposa.
- Era parte del proceso terapéutico.
- Entiendo. Pero, ¿para quién, Claus, para mí... o para ti?
- Para ambos, profesor. ¿Es que somos dos personas distintas? Somos las dos caras de la misma moneda. Yo padecí su arrogante indiferencia, aunque usted no supiera nada al respecto, y usted ha padecido, inmerso en la misma y bendita inconsciencia de antaño, mi más elaborada dedicación. Estamos unidos por un trato diferencial, profesor. Yo le amo; por el contrario, usted me ha venido ignorando durante toda mi puñetera vida.
- Lo siento, Claus, de veras lo siento.
- ¿Qué dice, que lo siente? ¡Eso no me sirve, profesor! ¡Le he dedicado mi vida! ¡Ahora quiero la suya!
- Pues aquí estoy, Claus. Es justo que así sea.
- No, así no, profesor, yo... yo creía conocerle, sé que no suplicaría por su vida, pero no podría soportar saber que yo maté a su mujer.
- Y no lo soporté, no soporté su pérdida, pero me da igual que la hubieses matado tú o Dios.
- ¿Y qué diferencia hay? ¿Qué diferencia hay entre nosotros, profesor? ¿Qué es Dios, sino el anhelo vehemente del hombre de que su existencia sea cierta?
- A veces hay que descontrolarse para tener el control.
- ¿De qué está hablando?
- Juguemos a la inversa: ahora vamos a proceder a que te identifiques con los elementos de tus sueños.
- Yo no sueño.
- Todos soñamos. ¿Estás preparado? Empecemos.
- Este no es su juego, profesor.
- Entras en una casa inmensa abandonada.
- El tiempo ha acabado.
- Tiene posibilidades, aunque es antigua.
- Se está acabando mi paciencia, profesor.
- Pero con una buena mano de pintura puede quedar bien. Ya te la imaginas limpia y vacía. En el sótano...
- ¡Viejo!
- ¿No te gusta el sueño? Bien, cambiemos: estás al borde de un tejado. Abajo se extiende ante ti una piscina de proporciones gigantescas, en cuyas inescrutables profundidades habitan monstruos que rara vez salen a la superficie, pero sabes que están ahí, acechando, esperándote...
- ¿Aún quiere ganar la partida, profesor?
- Jaque mate, Claus.
- No me haga reír.
- Me has traído al escenario de tu sueño. Mira por ese lado.
El lago Michigan se extendía por doquier.
- Eso no estaba antes ahí.
- Eso es imposible, Claus.
- No, ¡esto es imposible! ¿Qué me has hecho, viejo?
- ¿Yo? Nada. Sólo soy un pobre viejo, Claus, esto lo haces tú. Esto lo hace tu mente enferma. Y puedo inducirte a creer que está lo que no está en realidad, porque has sido objeto de un experimento de inducción de sueño. Lo mismo que creíste estar haciendo todas esas noches que creíste estar conmigo en mi cuarto, velando mi sueño, induciéndome a soñar, no fue más que la segunda parte de un experimento que hicieron contigo hace muchos años, cuando yo rehusé leer tu tesis en privado dada la enfermedad de mi esposa.
- Vamos a hacer una cosa, profesor. No vamos a morir esta noche. Vuelva a su coche. Sobre su asiento hallará un DVD. Visiónelo y mañana nos veremos aquí a la misma hora, ¿de acuerdo?
Las cosas habían cambiado sustancialmente.
- De acuerdo, Claus. Mañana a la misma hora.
- Una cosa más, profesor. El DVD viene cerrado en una cajita hermética. Huelga decir que su contenido es muy importante. Tendrá que venir a por la llave.
Claus se metió la mano a un bolsillo interior y sacó un manojo de llaves.
Un disparo atravesó el silencio. Alguien había disparado a Claus.
Ben miró alrededor y vio que Mel le había seguido.
- Yo creí que...
Ben no podía dar crédito a lo que acababa de pasar.
- Yo... lo siento. Pensé que era un arma.
- Está bien, Mel, quédate ahí.
- ¿Claus, Claus, estás bien?
Claus yacía en el suelo, boca arriba, inmóvil. Hacía frío, pero no había vaho sobre sus labios. Ben desenfundó su arma y se acercó a Claus. Sonreía. Estaba muerto.
En aquel momento irrumpieron en la nave el comisario y una veintena de policías.
- Hemos hallado otro cadáver.


- Mira qué bonito, nos ha dejado un poema - dijo uno de los agentes. Ben se lo quitó de las manos.

Volaba el ave bajo la rama
y el leve mosquito sobre la charca estancada;
sobre las piedras del regato rumoroso
volaba el agua, y la brisa entre las ramas.

Volaba el beso que nos dimos al mirarnos,
volaba sobre el agua del arroyo y de la charca,
volaba entre la hierba alta
a la sombra de las ramas.

Volaron nuestros sueños sobre el agua
de un mar que imaginamos torpemente,
como volaron, sabes bien que inútilmente,
mis precarias y agotadas esperanzas.

¿Volverán a ver el cielo nuestros ojos?

- Dos.
- ¿Qué?
- Mira.
Había otro poema, débilmente escrito debajo del anterior. Mel escaneó el documento e invirtió los valores, separándolo en varias capas. Ante la experta pero atónita mirada de Ben surgió un segundo poema, que acabó de desconcertarlo.

Al principio fue el silencio, el frío y la oscuridad infinita
Después llegaron la luz, la vida, el bullicio, la fiesta sin fin
Pero después... el día se oscureció de pronto
La vida toda se desnudó de sus ya lánguidos ropajes
Y volvieron el silencio, el frío y la oscuridad primigenia...
“Aguardaremos el fuego verde del sol sobre los árboles”...
Las últimas estrofas de la canción resonaron en las montañas lejanas
Como hojas susurrantes cayendo de los árboles...

- Quiero un estudio exhaustivo de estos dos poemas. Acrónimos, coincidencias, curiosidades, características, todo. Tal vez... no, estoy seguro de que más allá del significado hay un mensaje cifrado. De otro modo no nos habría permitido el acceso a su último testamento.

Ben encendió el DVD.
Lo que vio en la pantalla de cristal líquido le dejó estupefacto, y confirmó todas sus sospechas.
En primer plano un hombre grueso y calvo conversaba con otro, un tipo latino, alto y fuerte, con el pelo rizado y muy moreno. Estaban en una especie de laboratorio en semipenumbra que no dejaba ver más allá. De todos modos, podía apreciarse lo que parecía una urna de cristal de tamaño humano, como un ataúd transparente, detrás de ellos.
El primero en hablar fue el hombre obeso.
- Mientras esté en coma, vivirá una experiencia auténtica.
- ¿Cómo de auténtica?
- Real. Salvo por algunos detalles, algunas jugadas de su subconsciente.
- ¿Como qué...?
- No podemos saberlo, pero, cuando suceda, lo sabremos, porque la duda le hará entrar en un estado en el que la vigilia se aproximará peligrosamente, con lo que habremos de sedarlo de nuevo.
- Es cruel.
- Inevitable. Y absolutamente necesario.
- ¿Para qué?
- Podrá vivir en una realidad que sólo existirá en su mente, pero que a él le parecerá auténtica, y no tendrá ninguna duda de que no se trata de un sueño, y mucho menos inducido, salvo por detalles como los tamaños de algunas cosas, lapsus, fantasmas, sombras de vagos recuerdos y cosas así.
- ¿Para qué?
- ¡Para demostrarme a mí mismo que Dios no existe! ¿Es que sólo yo necesito saberlo? ¿Tú no, Carlo?
- Estás loco.
- La locura puede ser el estado de máxima proximidad con el verdadero Dios. ¡Ya es hora de revivir a los demonios que se quemaron en las hogueras del pasado!
- ¿Sufre algún daño al hacerle esto?
- Es un riesgo que debo correr.
- ¿Que debes correr? El cinismo no es científico.
- Tampoco Satán.
- ¿Por qué no probaste la droga antes contigo?
- Lo hice.
- ¿Y?
- Fue demasiado terrible. Lo vi, vi a Lucifer con mis propios ojos, y entonces creí en Él.
- Sabes que sólo viste una proyección de tu deseo de que exista tal cosa.
- ¡No cosa! Ser, Ser Supremo, pero malvado, gris, como de agua sucia, de enormes proporciones, nauseabundo y hermoso a un tiempo, cruel, despiadado, único, pero terriblemente inteligente, tanto, que no puede existir una suerte de dios bondadoso que le haga sombra: lo aplastaría con el dedo meñique.
- Tal vez ese dios del que hablas y al que no pudiste ver sea más poderoso aún que esa bestia...
- ¡No Bestia! ¡Lucifer, Ser Supremo, Príncipe Oscuro, Señor de la Noche Perpetua, ya cercana!
- ¿Cómo puedes venerar a una supuesta encarnación del mal?
- El Mal lo es todo.
- Estás loco.
- Te repites, amigo mío. Te repites.
El hombre llamado Carlo salió de la sala. Resultaba evidente que sólo presenciar aquel lamentable espectáculo le provocaba náuseas.
- Vivirá al menos dos realidades - dijo el hombre calvo dirigiéndose a la cámara -, y ninguna de ellas será la auténtica. Será mi obra maestra, y el mundo y Él me aclamarán y me respetarán para siempre, y, tal vez, con el tiempo, incluso llegue, desde la cuna, ya tan próxima, de la eternidad... sí, tal vez llegue a ser Él.
El video se interrumpía aquí bruscamente.
Claus Blas le había dado un DVD con estas imágenes. Eso había sido todo.
Había alguien en esa urna.
Alguien en peligro de convertirse en un asesino en serie.
O algo peor.
Y, por Dios, que tenía que evitarlo a toda costa.
Revisó las imágenes al menos treinta veces, antes de que un detalle le llamara la atención.
En una de las imágenes del personaje calvo dirigiéndose a la cámara había una carpeta. Sobre ella, había unas iniciales, pero no las podía distinguir del todo. Tenía que ir al laboratorio. Sin perder un segundo, sacó el disco del reproductor, cogió su gabardina y salió zumbando, escaleras abajo. Fuera llovía a mares. Entró en su viejo Pontiac del 65, una reliquia sentimental, encendió sus aún potentes faros y se adentró en la noche cerrada, rumbo a la clarificación del misterio.
Durante el trayecto pensó en Claus Blas, en todo lo que debía haber sufrido hasta convertirse en un asesino. Era obvio que quienes habían hecho de él un psicópata eran los mismos que aparecían en la película. Y entonces, mientras conducía a toda velocidad en medio de la noche, pensó en el pobre infeliz que estaría en aquel momento bajo el control de aquel loco, y en las terribles consecuencias de su incompetencia, y aceleró aún más.
Cuado llegó a los laboratorios no había nadie. Era algo muy raro, puesto que siempre había alguien de guardia y alguien de seguridad. Tampoco se veía a los perros por ningún lado. La puerta estaba abierta, así que entró en el recinto. Cuando penetró en el edificio, la lluvia golpeaba con rabia sobre el tejado, a unos veinte metros por encima de su cabeza. La garita del guardia de seguridad estaba vacía. No tenía tiempo de esperar a que le autorizaran entrar, y aún menos para pensar que había habido ninguna suerte de sabotaje. El encuentro con Claus había sido privado y secreto, al menos eso pensaba. Si no, ¿no habrían intentado matarle antes, allí mismo, en la fábrica abandonada, quienes estuvieran detrás de todo esto? Si Claus hubiera sabido algo se lo habría advertido. Pero también cabía la posibilidad de que no supiera si lo seguían o lo vigilaban. Tendría cuidado, pero tenía que entrar en el laboratorio.
Usó su tarjeta de acceso para entrar en la zona restringida. Todo estaba desierto. A esas horas de la noche era normal que los pasillos lo estuvieran, pero cuando llegó a la sala principal se dio cuenta de que algo no iba bien. Los equipos estaban conectados, y un mensaje en la pantalla del ordenador lo dejó helado.

Muy bien, profesor. Lo ha logrado. Le he ahorrado un poco de trabajo, aunque eso les ha costado la vida a un par de tipejos que no querían colaborar. No los busque, sería en vano: me los he comido. A los dos. Es broma. Por dónde iba... Ah, sí, las iniciales: A. A. Todo suyo, profesor. Ya no me dio tiempo a más. Algún inepto hizo sonar la alarma. De no haberlo hecho, tal vez ya tendría su respuesta. O, ahora que lo recuerdo, ¿no era que teníamos una cita? Da igual. Con alarma o sin ella, esto es cuanto puedo ofrecerle. Hasta siempre, mi querido amigo. Buena caza.

El mensaje no estaba firmado, pero era obvio que era de Claus Blas, así como que no había sonado ninguna alarma y que había venido a los laboratorios a dejarle el macabro mensaje justo antes de reunirse con él en la fábrica abandonada. Intentó llamar por su móvil, pero entonces recordó que allí dentro no había cobertura. No había tiempo para buscar los cadáveres, aunque tal vez estuvieran malheridos. Utilizó el E-mail para enviar un mensaje a la policía, y después, de inmediato, se puso manos a la obra.
Introdujo las iniciales en el ordenador y aparecieron miles de nombres de personajes fichados a los que correspondían. Antes de continuar, se detuvo a pensar. Aquellas iniciales podían ser de un nombre y apellido o de un nombre compuesto, tal vez un apodo. Por otro lado, no estaría fichado. Parecía un científico, alguien respetable. Que estuviera trastornado no quería decir que lo hubieran encerrado. No estaba en una institución, sino libre, en una especie de sótano oscuro, sin ventanas. Cuando había girado la imagen, había podido apreciar la tétrica sordidez de aquel lugar. Recapituló: un científico loco, en el sótano de su casa, una casa grande, tal vez una mansión. Una mansión que podía estar en cualquier lugar del mundo. Ambos personajes hablaban en castellano, pero eso no reducía las posibilidades. Tenía que encontrar algo que sí lo hiciera. ¿De dónde era el acento? No podía saberlo, no tenía nada de autóctono, idiosincrásico o de distintivo. El video mostraba el peligro al que se enfrentaba. Las iniciales, descubiertas por Claus, al hombre que tenía que encontrar. ¿Por qué había supuesto que las iniciales eran las suyas? ¿No podían ser las iniciales de su víctima: Proyecto A. A.? Había sido una corazonada. Y no fallaba nunca en sus corazonadas. Se concentró aún más. Un nombre compuesto. Se trataba de un nombre compuesto. Pidió al diccionario que mostrara todas las combinaciones. Lo intentó con nombres hispanos. El proceso iba a tardar unos minutos, tal vez horas, pero daría con aquel chiflado. Tal vez no tenía tanto tiempo. Tal vez aquel desdichado de la urna había salido de allí y estaba matando, en aquel preciso instante, a algún inocente, en algún lugar del mundo. Sin tiempo para escalofríos, Ben se puso manos a la obra. Así que Claus Blas, el Asesino del Diccionario, el psicópata más importante de los últimos tiempos, había conseguido escapar de la máquina inductora de sueños, convirtiéndose en un resentido asesino obsesionado por desacreditar a quien fuera su maestro en la Facultad de Criminología, Don Benito Ferrara. Ya sólo restaba averiguar dónde estaba esa máquina y rescatar a su actual víctima, fuera quien fuese.
Mientras lo hacía, ya con la interminable lista de nombres delante de sus ojos, empezó a recordar cómo había empezado todo.
Una llamada de teléfono a su móvil lo sacó de sus pensamientos.
- Tenemos los resultados. Te... le paso con el técnico, él se lo explicará mejor.
Era Mel, quien volvía a tratarlo de usted. De algún modo, le había fallado, después de tantos años, y las cosas habían vuelto mucho tiempo atrás. Tendría que ganarse de nuevo su confianza.
- Hola, soy...
- Ahórrese las presentaciones. Y envíen una unidad a los laboratorios centrales.
- Bien, de acuerdo, ya van para allá. Siéntese. Tal vez no le guste lo que va a escuchar.
- Adelante.
- Del primer poema: si suprimimos las iniciales de los versos que inician con la palabra volar, esto es, la v, tenemos Y, S, A, D, C y M. ¿Le suena?
- Yolanda, Sandra, Andrea, Davinia, Carmen y María. Sus primeras víctimas mujeres, excluyendo a Beatriz Sandoval.
- Así es. ¿Cree que se lo escribió a ellas, como una especie de tributo o una suerte de... veneración post mortem o algo así?
- Continúe - dijo escuetamente Ben.
- Lo hemos cotejado con el diario, hemos comparado...
- Al grano, sé de sobras cómo se trabaja aquí. Yo fundé este antro.
Estaba enfadado, tal vez ansioso, pero era evidente que no había perdido su peculiar sentido del humor, por llamarlo de algún modo.
- Iré rápido. Sé que sabrá de qué hablo. Primer verso, primera palabra: Volaba: V. En el repertorio secreto, por llamarlo de algún modo, de Claus Blas, por lo que hemos encontrado, analizando todos sus textos, la V representa dos cosas, indistintamente: Vida y Verdad. El equipo de investigación ha concluido que el ave volando representa a la primera y la rama a la segunda. En el verso de Yolanda habla de ella cuando menciona al leve mosquito, es lo que llegó a sentir o a pensar de ella, tal vez hasta el momento de matarla, tal vez por compasión, tal vez por pena. La charca estancada donde apareció el cuerpo también aparece en el verso. En el verso que dedica a Sandra aparecen las piedras sobre las que apareció su cuerpo y el regato que lo arrastró. En esta ocasión fue el verso el que nos ayudó a descubrirlo. El equipo cree que llegó a amarlas. A su modo, claro. Vuelve a hablar de vida, de amor y de verdad. Podemos concluir que mataba por amor, para salvarlas de una vida desdichada, o de un mundo amenazante, tal como él lo percibía.
- Páseme con Mel.
- ¿Sí? Oye, Ben, siento de veras... yo pensé que iba a matarte.
- Mataba para vivir - dijo Ben al otro lado del teléfono, haciendo caso omiso de las palabras de su amigo -. Para ser. Mataba víctimas inocentes y sumisas para protegerlas de un mundo terrible y de un panorama desolador, y asesinaba a quienes suponía ayudaban a que esto fuera así. Acababa con quienes suponía destructores del mundo, y acababa igualmente con la vida de las víctimas más susceptibles y propensas al sufrimiento. Alguien lo hizo ser así. Alguien contribuyó de un modo insoslayable a que él tuviera esa terrible visión del mundo. Algo pasó en el verano del 77. Algo que lo cambió para siempre, y apostaría algo bueno a que tampoco fue una persona. No sólo la influencia de una persona, quiero decir, sino algo que hizo esa persona. Una suerte de... proyecto científico, de... Necesito saber dónde estuvo durante el verano del 77. Preguntad a amigos de la universidad, antiguas novias, lo que se os ocurra. Es de vital importancia que sepamos dónde estuvo. ¡A trabajar!

Ben estuvo dando vueltas por el parque cercano a su casa y paseando alrededor de las manzanas circundantes. Necesitaba vaciar su mente. Claus Blas había intentado decirle algo, algo que por otro lado no había llegado a entender. Su diario le había revelado buena parte de lo que necesitaba saber, pero los poemas que habían aparecido recientemente habían marcado la pauta de las últimas investigaciones. Podía sentir que estaba cerca del final, o tal vez del principio de algo aún más grave que la existencia o el final de la existencia del monstruo: el descubrimiento de la causa, del progenitor del monstruo. En el caso de Claus Blas no podía haber sido un solo hombre, una sola influencia, ni siquiera un cúmulo de influencias. El monstruo había sido fabricado en su mente. Nada ni nadie, ni él mismo, podía haber instalado en su subconsciente una moral tan atroz que llevara a eliminar de igual modo a víctimas y a tiranos, a los primeros para salvarlos, a los segundos para, sencillamente, ejecutarlos. Hasta el momento de su muerte había seleccionado, aparentemente, cuidadosamente a sus víctimas, y los poemas reflejaban una suerte de sensibilidad moral con respecto a sus crímenes, a sus obras, a sus conmiserativos actos de redención y de venganza.
Había intentado vaciar su mente, pero le había sido del todo imposible. En apenas dos horas había repasado, sin pretenderlo, todos los pormenores del caso. Cuando llegó a casa sólo quería descansar, olvidarse del caso, retomar su vida normal, creer que todo había acabado. Pero no pudo hacerlo. Encendió en ordenador y consultó su correo. Abrió el último envío y empezó a leer con desgana. Se detuvo en algunas palabras que llamaron su atención, e intentó no relacionarlas con nada concreto, para ver si le decían algo por sí mismas. “Habladme, pequeñas”, les dijo, “vamos, habladme.”

Hierba alta. Sombra. Ramas.

Y pensó asociaciones: bosque, vegetación, naturaleza, atardecer, vespertino... Y más adelante se quedó con:

V. Vida. Verdad. Sueños. Agua. D. Davinia. Mar imaginado torpemente. C. Inútil.

Fue una muerte inútil. ¿Un fallo? ¿Un error?

- ¿Qué te pasó, Claus, qué demonios te pasó? - se preguntó en voz alta, y se descubrió a sí mismo diciendo -: ¿Cómo... cómo escapaste? - Él mismo se extrañó de su propio pensamiento. Había escapado. Se había forjado el monstruo en algún remoto lugar y había escapado. Su... hacedor, su creador, no quería que escapase. Era... demasiado terrible. Algo falló. “¿Pero qué falló, qué te hicieron? ¿Y cómo lograste escapar? ¿Qué te hizo escapar? Tú sabías lo que harías. Eras plenamente consciente de ello, ¿verdad? Y, sin embargo, huiste... ¿Por qué?” Y continuó leyendo y seleccionando palabras.

María. Precarias y agotadas esperanzas.

Era cuanto daba de sí el primer poema. El estudio del equipo de Mel le había dado una pauta, como antaño, para una de sus intuiciones. ¿Se dejaría llevar por ella tantos años después? Se dijo que sí, que lo haría, sin entrar en más disquisiciones.
Y abordó el estudio del segundo poema. En el instante de empezar con él supo que aquélla era la última pista que les había dejado Claus. Tenía que dejar su mente en blanco. Ahí estaba la pista definitiva. Cerró los ojos, aquietó su mente, respiró profundamente, volvió a abriros lentamente y comenzó a leer el estudio. Esta vez cogió un bloc y tomó algunas notas.

A silencio frío oscuridad infinito
D bullicio vida luz fiesta
P día oscuridad II
L desnudez vida II lánguidos ropajes
Y silencio II frío II oscuridad III primigenia
“A fuego verde sol árboles
L últimas estrofas canción resonar montañas lejanas
C hojas susurrantes cayendo árboles II

Primero se fijó en el acróstico que formaban las iniciales de los versos, recogidas en el informe. Se dejó llevar, como siempre hacía, por su intención preconsciente. Había podido comprobar en numerosas ocasiones que los asesinos, especialmente, tendían a cifrar sus intenciones ocultas en las iniciales de los versos que escribían. También había claves ocultas en las segundas, y en las terceras, y en todas las combinaciones posibles, pero de eso se encargaban las computadoras. De todos modos, siempre lo más interesante eran los acrósticos formados por las iniciales de los versos. Benditos versos. Eran como una radiografía del alma. Antes de verlo intuitivamente ya sabía, en una suerte de premonición perentoria, si tal sensación es admisible, siquiera posible, que aquél había sido el último poema de Claus Blas.
Leyó ADPLY”ALC, que su mente tradujo por A de pely, o sea, “peli”, o sea, película, o sea, final de la película, fin de la historia, se acabó. El bueno de Claus. El cabronazo de Claus. Él mismo se puso final a sí mismo, pero lo había utilizado a él para tal efecto, porque él mismo había sido incapaz de hacerlo, por algún motivo que aún desconocía, y porque había querido decirle algo, algo realmente importante. ¿Pero qué? Háblame, Claus, háblame.
Claus estaba de pie junto a él, los brazos cruzados, la mano en la barbilla, radiante, hermoso, contemplando y examinando a su profesor. Estaba cerca de resolver el enigma, pero sus alumnos siempre estaban cerca de resolver los casos, casos imposibles que salían de su mente, casos rebuscados que salían de su imaginación, enferma de dolor, enferma de rabia, enferma de odio, plena de una suerte de intuición personalísima que hacía las cruces de quienes pasaban por sus manos. Ahora él estaba en las suyas. Y no pensaba decirle una palabra. Todo estaba ahí, en el poema. La clave definitiva, la última pista: ALC.
¿Qué demonios era ALC? Iniciales. Pero de qué, de quién, de quiénes. Tal vez la respuesta estaba en los sustantivos y las demás palabras principales de los versos.
Silencio, frío, oscuridad, infinito. ¿Qué te sugiere, qué es esto, Claus? Vamos, háblame, cabronazo. Nada. Bullicio. Vida. Luz. Fiesta. Nacimiento. Muerte y nacimiento. ¿Pero dónde, en otro mundo? Vamos, ¿qué te hicieron, Claus, por el amor de Dios? Día. Oscuridad. Vida, desnudo, límpidos ropajes. Fuiste a un lugar, renaciste en algún lugar, te pusieron ropajes límpidos, holgados. Tal vez una túnica. Blanca. Y otra vez el frío, el silencio y la oscuridad primigenia. Al otro lado del universo. Un viaje. Un viaje astral, tal vez. No, un viaje imposible al otro lado del universo, pero real, al fin y al cabo. Real. ¿Qué realidad viviste, Claus? ¿Qué mierda de realidad te hicieron soportar? Fuego verde. Comillas. Es una referencia, no sólo sirve para cambiar la y por una i latina, sino que es una referencia.
En el estudio preliminar realizado por el Equipo aparecía desvelado el misterio. “Es una referencia a una obra de literatura fantástica. Nos lo dijo Fran, pero no supo decir dónde lo había leído.” Tal vez fuera suficiente. Literatura fantástica, Tolkien, Dragonlance, mundos sorprendentes antes del tiempo, naturaleza viva, rabiosa, desbordante. Había estado en uno de esos mundos, en un mundo allende el universo conocido. Pero, ¿cómo era posible? A menos que... fuera una experiencia inducida. La clave vino sola. Ben había vaciado su mente lo suficiente como para darse cuenta de toda una cadena de situaciones inverosímiles que daban lugar a un único modo de pensamiento: el correcto.
Siguió leyendo, entresacando las palabras más importantes: Últimas estrofas, canción, resonar, montañas lejanas... La música de la naturaleza. Vivió en un mundo en el que la verdad era la naturaleza. Un viaje en el tiempo y en el espacio. Una experiencia única que transformó su alma. Y fue algo que le hizo mucho daño. De eso no cabía la menor duda.
No sin cierta aprensión, se dirigió hacia el último verso. Ahí estaba la última pista, la que tendría que hilar con todo lo que sabía. Con todo lo que desconocía, a un tiempo. ¿No era así siempre?
Hojas susurrantes cayendo.
Las hojas habían caído sobre su mente, sobre su alma. Hojas adormideras, plantas... tal vez algún tipo de infusión... Fue inducido a vivir una experiencia que hizo de él un asesino. Pero ¿quién sería capaz de hacer una cosa así?
Entonces lo supo. Había otro en su situación. Había otra persona en algún lugar del mundo a la que le estaban haciendo pasar lo mismo que a Claus, y quizá hubiera habido muchos más. La perspectiva era espeluznante y abrumadora. Cuántos, por Dios, cuántos Claus Blas había habido en la historia, mentes privilegiadas secuestradas y obligadas a llevar una existencia o al menos una experiencia, una parte de la misma que cambiaría sus prometedoras vidas para siempre. Y cuántos tiranos déspotas y animales sin escrúpulos y con qué puñetero objeto habían hecho y continuaban haciendo cosas así. Respuestas. Buscaban respuestas, ésa era la absurda respuesta. Malditas y recónditas respuestas. El precio: almas, vidas, bullicio truncado en una silenciosa y fría oscuridad. Una cámara de criogenización. Una máquina de inducción onírica. Cómo no lo había pensado antes. Había estado ciego. Sólo podía ser eso. “Bravo, maestro”, le susurro un Claus Blas radiante, a su lado, soltando sus brazos y aplaudiendo lentamente. “Bravo. Y, ahora, a empezar a buscar.”
Le faltaban la “A, la L y la C. No creía que fueran iniciales. Al menos, no todas. Tal vez la primera sí. Observó con más detenimiento las palabras más sobresalientes de los dos últimos versos.
Más allá del significado o significados de tales palabras, se fijó en la composición, fonema a fonema. Era una de las elecciones favoritas del subconsciente de los asesinos.

Últimas estrofas canción resonar montañas lejanas
Vocales: u i (2) a (8) e (3) o (4)

La a aparecía en todas las palabras, cosa perfectamente normal, puesto que la mayoría de las palabras la contenían. O tal vez no. El nombre de la persona que estaba en su misma situación empezaba por A. Escrito y confirmado. “Bravo, profesor, es usted muy bueno. Pero prosiga, por favor, no quisiera interrumpirle por nada del mundo.” Continuó con las consonantes. Esto aún resultó ser más interesante.

L (2), t (3), m (2), s (7), r (3), f, c (2), n (5), ñ y j.

Como siempre, las letras significativas eran las que aparecían una sola vez: la f, la ñ y la j. Todas eran poco comunes, con lo cual era probable que no significaran nada en realidad, pero siempre ocurría lo contrario. Su primer apellido empezaba por una de esas letras, y apostaba a que se trataba de la primera. Ya tenía A. F. Tal vez el último verso le iba a dar la clave del segundo apellido, y tal vez fuera importante para dar con él. O con ella. La L del acróstico simplemente quería decir “léase” o algo por el estilo, un indicador subconsciente de que ahí había querido dejar reflejado algo importante y oculto. Algo que tal vez sólo sabía su subconsciente. Último verso.

C hojas susurrantes cayendo árboles

Y mismo procedimiento.

O aaaá uu eee oo

Faltaba la i, pero aún más interesante resultaba la palabra que parecían sugerir las vocales por sí solas: abuelo y agujero, indistintamente, pero también atuendo, asueto, acuerdo... Interpretación plausible: una persona mayor le había metido en un agujero y, a la luz de los datos precedentes, había aparecido en un mundo (“Acrisolado y cambiante, vamos, puedes hacerlo”) fantástico allende las estrellas, vistiendo un atuendo holgado, mundo en el que había pasado unos días de asueto... o estaba pasando unos días de asueto cuando tomó (“el té, eso es, vamos, continúa por ese camino”) las hierbas que le transportaron a aquel mundo... Él estaba de acuerdo... en hacer el viaje, pero no sabía nada de las consecuencias... Las consonantes. “Ya estás muy cerca, muy cerca.”

H, j, s (6), r (3), n (2), t, c, y, d, b, y l.

Este último verso era el más complicado de todos. Tenía que desechar las letras que aparecían una sola vez, como aquéllas que sobresalían en su aparición. Esto le dejaba un margen muy estrecho: la R y la N. Ambas aparecían tres y dos veces, respectivamente. La R aparecía antes, doble, en la palabra “susurrantes” y más tarde en la última palabra, “árboles”. La N aparecía en “susurrantes” y en la anteúltima palabra, “cayendo”. ¿Con cuál quedarse? Podía haber llamado a Mel o al Equipo y haberles dicho que buscaran cualquier persona de cualquier nacionalidad escapada de casa o desaparecida que respondiera a las iniciales A. F. R. o A. F. N., pero sería más rápido si les daba la información correcta. ¿Pero cuál era?
Después de muchos años fuera de la línea de fuego había vuelto a recuperar su don, un maldito y maravilloso don que le había permitido detener a los más peligrosos criminales del siglo pasado. Ahora se sentía viejo y cansado, pero algo le decía, en el centro del pecho, que debía continuar. Un chico. Sí, estaba seguro de eso, un chico necesitaba su ayuda. Un chico que estaba en la misma situación que Claus había tenido que soportar. Un chico que acabaría siendo un asesino si él no hacía algo para liberarlo. Y si llegaba demasiado tarde... Entonces, la historia se repetiría, tendría que matarlo. Tal vez ya estaba por ahí, danzando, orquestando un espectáculo demencial. Pero algo le decía que no era así, que estaba a tiempo y que aquel muchacho, A. F. R. o A. F. N., necesitaba su ayuda. “Bravo, profesor, bravo. Casi es una matrícula. Ahora, decídase.”
La R aparecía tres veces, mientras que la N lo hacía dos. Todo apuntaba, según el Teorema de Müller sobre la humildad del asesino en el último verso, que la letra de menor aparición, una vez descartadas las más prolíficas y las apuntadas de soslayo, era la correcta. Esto hacía A. F. N. Pero los teoremas no eran infalibles. ¿Qué le decía su intuición? Nada. Estaba realmente agotado. Se había pasado buena parte de la noche elucubrando y dando rienda suelta a su intuición, algo a lo que se había visto obligado tras la aparición y la demanda de Claus Blas. Pero la falta de entrenamiento, su propia decisión de no volver a utilizarla una vez exorcizados sus fantasmas y el cansancio que le provocaba la vuelta a las andadas lo habían dejado para el arrastre. Apagó el ordenador y literalmente se arrastró hasta la cama. Sin darse cuenta de que se había dejado encendida la lámpara de la mesilla, se quedó profundamente dormido.
Y soñó.
Claus, a su lado en todo momento, velaba su sueño, y en algunos momentos de sus visiones le susurraba palabras al oído, como sólo pueden hacer los fantasmas de un pasado no demasiado remoto, y a la mañana siguiente ya tenía una decisión. Asombrosamente, aún más completa que la que le podrían haber sugerido los datos y las iniciales. Descolgó el teléfono y llamó directamente al Equipo, sin preocuparse de la hora. Siempre había alguien. “La seguridad no descansa, nosotros tampoco” era su lema.
- Aquí el Equipo A. Diga.
Era Fran, un bromista irredento. La línea era segura, y sólo tenían acceso a ella una docena de personas que les daban, empero, muchísimo trabajo.
- Fran, quiero que busquéis a un chico, de unos dieciséis o diecisiete años. Responde a las iniciales A. F. R. Se ha escapado de casa, ha sido secuestrado y está retenido contra su voluntad, aunque él no lo sabe.
- ¿Cómo que no lo sabe?
- Limítate a tomar nota. ¿Podrás hacerlo? Es urgente. Lo necesito para...
- Vale, para ayer. Deme diez minutos. ¿Conforme?
Ben colgó el teléfono y cerró los ojos. A. F. R. Diez minutos. Y lo tendría.
El teléfono sonó siete minutos después.
- Malas noticias, profesor - Ben, al otro lado de la línea, no se extrañó demasiado, ya había contemplado esa posibilidad -. Hay cerca de cien A. F. R. Desaparecidos o secuestrados, y eso sólo en el último año. Si nos vamos más atrás...
- No, de acuerdo. Busca A. F. N. Sólo hallarás un nombre.
- Si es así, no cuelgue.
- No lo haré.
Pasaron apenas treinta segundos cuando el potente ordenador tramitó la petición del informático.
- Efectivamente, un solo nombre. Desaparecido hace siete meses. Se le vio la última vez en Lyôn. Sus padres adoptivos tramitaron la denuncia de su desaparición apenas llegaron de un viaje de negocios, en marzo... A ver, veamos... dieciséis años, ¡hombre, un colega!, experto en informática... Me hubiera gustado conocerle.
- Le conocerás. ¿Su nombre?
- Álvaro Frías Nieves. ¿Quiere decir que sigue vivo?
- Recopila toda la información y mándamela por correo electrónico. Averigua todo sobre ese chico.
Colgó y llamó a otro número de teléfono.
- Mel, prepara el equipaje.
- ¿A dónde esta vez?
- A Lyôn.
Cuarta Parte
Semejanzas



A partir de todo puede establecerse un símil.
Una antigua butaca puede ser el asiento de la pereza de un dios cansado y aburrido.
Una moqueta puede hacer las veces del césped de un cementerio, muy cuidado, eso sí, muy nuevo, tremendamente tenebroso.
Un abrigo puede representar su rol de prenda sobre los lomos de un animal prehistórico que, dotado del don de la premonición, se resiste a extinguirse.
Un hombre puede ser el molde de una obra a medias, que tal vez descubra al fondo, como se descubren las figuras sobre éste.
Un pelo puede conformar, con amigos perfectamente desconocidos, una tupida barba, que pertenezca a ese hombre, a quien, tras colgar ese abrigo en el respaldo de la butaca donde después se siente, se le caerá la prenda sobre la moqueta, por cierto, verde.

El niño cerró el pesado libro: El Libro de las Sombras, rezaba en la portada de cuero. "Este tío, quien quiera que haya escrito este libraco, está loco", pensó. Pero en realidad no le parecía que lo estuviera tanto. Quería indagar en el misterio de sus pensamientos a medias, como los suyos, los de un niño que se preguntaba cosas que ni siquiera los mayores querían plantearse seriamente... o no podían, en realidad... ¿Y él por qué sí? Quería saber, por encima de cualquier otra cosa, en aquel momento, qué significaban las palabras en cursiva, las que el misterioso autor recogía al final de su extraña exposición: “A partir de todo puede establecerse un símil.” Él mismo lo había pensado muchas veces, y había creído que él mismo era un símbolo, una expresión corpórea de algo mayor, que, por otro lado, también había oído que lo llamaban alma... pero eso se le quedaba pequeño, porque él no quería, no podía quedarse en las palabras, sino que tenía que llegar al fondo de la cuestión, fuese como fuese, sí, aunque se le fuera de repente o por el esfuerzo la vida en ello. O tal vez ésa fuese la única explicación a todo, la muerte, como al final había tenido que acabar admitiendo siempre que se lo había planteado.
Faltaban tan sólo un par de furbas para la justa final, y Noemu estaba preparado.


En el preciso instante en que los dos ejércitos se encontraron en la ensenada del bosque del Nur, yo estaba en las Terras Negras, hablando con un extraño anciano que sabía cosas de mi mundo.
- El Espíritu empapa el alma con una convicción y una fuerza extraordinarias. Su magnífica fuerza ha inspirado a través de los siglos a hombres y mujeres a dar su vida entera por ir en pos de La Verdad y de La Vida. Motivo y Motor Primordial, Inspiración y Signo de Grandezas Extremas y Sublimes: nos movemos y existimos en Él. Estas personas escuchan y confían en ELLOELLAÉL, también llamado Eyoeyael o Eioeiael, incluso Eio-eyel, en algunas terras del Nur. Todas estas personas tienen un punto en común: dijeron “sí” desde el corazón, y no se lo pensaron dos veces.
- ¿Por qué ocurre esto? Quiero decir, ¿qué hace que las personas se olviden de sí mismas para ser devotas de... alguien o algo que no pueden ver?
- Eso, mi buen amigo, es El Misterio.
- “El Misterio” - repetí, recordando las palabras del mago. El viejo adivino había pronunciado exactamente igual aquellas dos palabras. - Así que ésa es mi misión.
- ¿Qué dices, muchacho?
- Nada, cosas mías. ¿Sabes algo acerca de ese misterio?
- Es el quid de los misterios: nadie sabe nada a ciencia cierta sobre ellos, pero muchos tienen su propia teoría al respecto.
- ¿Conoce a alguien que afirme saber de qué se trata?
- Oh, sí, he vivido muchos años, y sé de buena tinta quién cojea, y de qué pie, y no sólo de esta zona; conozco lugares...
- Ya, ya - le corté, al percatarme de la incipiente y peligrosa ensoñación del anciano -, me refiero a alguien que le haya hecho pensar, con sus teorías o sus desvaríos, que podría estar cerca de La Verdad.
- ¿Eres otro buscador de La Verdad? - me contestó el octogenario bereber, visiblemente contrariado por el repentino corte del que a todas luces consideraba un joven maleducado. Iba a retractarme, pero, echándole valor, dije:
- Yo soy El Buscador de La Verdad.
- Lo dudo - dijo el mercader con sorna, apartándose un poco para verme mejor -. Eres joven, inexperto, un poco torpe, deslenguado, insolente, brabucón... ¿cómo vas a ser tú El Buscador?
Permanecí en silencio y clavé mi mirada en los fríos ojos del viejo comerciante de pieles de camello.
- Esta entrevista ha terminado - dijo al fin -. Vete por donde has venido. No quiero volver a verte por aquí. Si lo haces, te echaré a mis perros.

En los bosques del Nur pasó entonces algo que no pasaba desde hacía más de mil años. El día entero pasó en cuestión de segos. Los tres soles surcaron el cielo en un instante y la noche fue un suspiro. Habían estado peleando sólo unos pocos segos cuando sobrevino el amanecer. Moebius y sus acólitos se enfurecieron, pues estaban convencidos de su superioridad. Las reglas decían que debían dejar de luchar al amanecer. El demonio lanzó un horrible grito y se dirigió a grandes trancos hacia el palacio. Su séquito lo siguió, así como el otro bando.


Continué vagando por las terras inhóspitas, sin rumbo, hasta que vi, a lo lejos, una cabaña.
Llamé a la puerta y me salió a recibir un anciano. Se mostró muy afable y no tardamos en congeniar. Me invitó a comer.
- Una montaña se escala en etapas, las propiedades se adquieren en etapas y a la sabiduría se llega en etapas - dijo, casi al final de la copiosa comida.
- Eso me suena - dije yo.
- ¿Ah, sí?
- Sí, es... es un... proverbio.
La palabra resonó en mi mente como si fuera la palabra más profunda, más grande del mundo.
- Estás muy cerca de la verdad - me dijo el anciano, sonriendo.
- Es un proverbio...
- Asiático.
- Asiá... entonces...
- Entonces, nunca saliste de tu mundo, ¿no es eso?
A mí, Igor, Al, el viajero, quien demonios fuese, el mundo, aquel mundo, el mío, se me vino encima. No había salido para nada de mi mundo. Los extraños personajes y criaturas con quienes había tenido algún contacto en aquel mundo, ¿no eran sino pistas para salir de un ensueño? ¿No eran reales? No podía ser.
- ¿Sabes ya qué es la realidad?
- Ahora menos que nunca. Al principio, cuando llegué a Terra Beta, los recuerdos sólo eran reminiscencias de algo muy pasado, como dormido en mi memoria. Pero ahora puedo recordarlo todo, puedo recordar quién soy, quién fui, incluso de quién estaba enamorado. ¡Oh, Dios! Puedo... puedo acordarme de Dios, y puedo acordarme del demonio que secuestró a... Pero ellas eran dos, al menos físicamente, pero mi amor por ellas... al no recordarlos a ambos, era... era sólo uno, y ahora no sé a quién quiero más. Sólo sé que debo volver, pero, si en realidad nunca salí de mi mundo... ¿qué es todo esto?
- Piensa, muchacho, piensa, ya estás muy cerca de la verdad.
- ¡Piensa, piensa! ¡Estoy harto de pensar, de darle vueltas a este absurdo mundo y a los absurdos comentarios de sus locos habitantes! ¿Qué quieres que piense, que estoy muerto, es eso, que todo esto está pasando en el mismo espacio físico que ocupa mi mundo, pero en otra dimensión, es eso lo que quieres, es eso sobre lo que quieres que reflexione, eh, es eso? ¿Que la muerte es el olvido, es eso? ¿Que por eso no recordaba nada? ¿Que estoy en coma y por eso debía llegar a este punto de absurdo conocimiento de mi situación para poder salir de ello?
- Ciertamente cerca, Álvaro...
Por un momento el rostro del viejo se transfiguró y se convirtió en el de... mi tío, Arturo Alberto, pero la imagen, con su recuerdo, se desvanecieron tan pronto como habían llegado.
- ¿Qué es lo último que recuerdas de tu mundo?
- No lo sé.
- ¡Concéntrate! De eso depende que puedas salir de aquí con vida.
- ¿De aquí, de dónde? Si sigo en mi mundo, como dices, ¿dónde estoy, en qué lugar de mi mundo?
- Donde partiste.
- Pero...
- ¡Concéntrate, te digo!
- Estaba...
- Continúa.
- Yo estaba... en la casa de mi tío, y él... él me propuso... hacer un viaje... a través del Sol… a un planeta que se precipitaba inexorablemente hacia la Tierra desde el otro extremo del universo... colapsaría con nuestro mundo y, según los cálculos de mi tío, la explosión iba a ser tan brutal que provocaría un cataclismo universal que destruiría toda vida en el Universo. Sería... como un fin del mundo universal de proporciones inconcebibles.
- Y tú le creíste.
- ¡Claro que le creí! ¿Por qué no iba a creerle? Yo era joven y...
- ¿Y ahora, qué eres ahora, Álvaro? ¿O debería decir... Igor?
- Ahora soy... oh, Dios, mi aspecto, es cierto, no puedo ser yo. Mi imagen en el lago... nunca la había visto. ¿Por qué tengo este aspecto? Soy... mayor de lo que soy.
- El cuerpo es la forma espacio-temporal del espíritu.
- Rahner.
- ¿Qué?
- Eso es una frase de Karl Rahner. La leí... oh, Dios, lo recuerdo todo, en un taco calendario...
- Yo jamás había oído hablar de Karl Rahner, así que yo debo ser...
- Mis recuerdos, o parte de ellos, relacionados con la parte racional de mi cerebro, ¿no es así?
- Bueno, si lo quieres expresar así...
- ¡Pero tú eres real!
- Real, real... ¿qué es para ti la realidad, qué después de todo esto? ¿Crees que este mundo se precipita al desastre, como vaticinó tu supuesto tío?
- ¿Supuesto?
- Tú mismo llegaste a pensarlo, ¿no?, en aquella habitación de hostal, en Lyôn, después de recibir aquella extraña carta, la absurda nota ilegible, el dinero y todo lo demás. ¿Cómo llegaste a Minsk? ¿Quién te llevó hasta allí?
- Fui... en taxi. Me llevó un tipo... absolutamente extraño.
- ¡Bingo! Desde ese momento todo fue extraño, ¿no es cierto?
- No tanto como cuando llegué aquí.
- ¿Y dónde es aquí, Iak?
Por alguna extraña razón, no me extrañé de que me llamara así.
- Me refiero a... Terra Beta.
- Terra Beta... ¿no era Terra Beta el planeta que se precipitaba hacia la destrucción total y al que teníais que llegar Carlo, tu “tío” y tú para tratar de desviar su rumbo interestelar? Caíste como un tonto. Obviamente, la misión era otra, completamente distinta. Aunque tal vez sí esté en juego el destino del universo. Al menos, de “tu” universo: tu propia existencia. Pero mientras no lo averigües por ti mismo yo nada puedo decirte. Soy una suerte de, digamos... sinapsis nerviosas en tu cerebro, eso ya lo sabes, así que puedo decírtelo. Es como si te estuvieras diciendo todo esto a ti mismo, o como si lo estuvieras escribiendo. Pero lo demás...
Me había quedado claro. Quería terminar con ello cuanto antes. La locura de la situación pasaba por el extremo de percatarme de que podía disociar mis propios pensamientos de aquella terrible ensoñación que decía ser parte de aquéllos.
- ¿Cómo puedo salir de aquí? - dije, intentando simular indiferencia.
- Primero tendrás que definir aquí - me contestó la visión, al parecer sin dar muestras de apreciar mi pánico -. Ten en cuenta, Iak, que debes alcanzar la verdad.
- ¿Y en qué consiste la verdad?
- En conocer.
- ¿El qué?
- En saber por qué estás aquí.
- Para conocer la verdad, ¿no es eso?, y volveremos siempre sobre lo mismo, y será imposible resolver el enigma. Esa película ya la he visto.
- Lo siento, no puedo ayudarte más. Está visto que no está en mi mano hacerlo. Como mucho, y si quieres, piensa en lo que hemos hablado. Es muy importante para que salgas de tu estado, pero, por lo que parece, no es crucial, porque no sabes escuchar. Ni siquiera sabes escucharte a ti mismo.
- Un momento. Está bien, juguemos - solté de pronto, esta vez tratando de simular fatua seguridad -. Veamos: se supone que tú eres una proyección de mi parte racional. Se podría decir que eres mi proyección racional. Se me está dando la oportunidad de hablar con mi propia mente.
- Continúa.
Parecía impresionado, si tal cosa puede decirse de una suerte de esquizofrénico holograma mental de mi propia mente.
- Bien... recapitulemos. Has dicho... bueno, eres parte de mi mente, así que también habrás dicho muchas tonterías... pero también habrás dicho algo con sentido, digo yo... eso último que has dicho... no sé qué es, así que no deberías haberlo dicho, ya que, si no sé qué es, forma parte de mi subconsciente, ¿no es eso? No, no digas nada, así estás más guapo. Has dicho “para salir de mi estado”, ¿no es cierto? Esta... visión, esta situación tan estúpida, este mundo sin pies ni cabeza, al que me he acostumbrado porque llegué aquí sin memoria, es sólo un estado artificial inducido en mi mente por... por mí mismo. Yo inventé a mi tío, yo inventé toda esta historia y yo inventé este mundo y todo lo demás. Pero... ¿por qué?
- El último eslabón, Iak, ya sólo te queda el último peldaño, y alcanzarás la cima del Monte de los Muertos.
- Jamás había oído hablar de ese monte.
- Estás a sólo un paso, Iak, ya sólo uno.
- ¿El porqué de todo esto es ese último puñetero paso? Tal vez no quiera darlo.
- Entonces no alcanzarás la cima del Monte de los Muertos, y te quedarás en Terra Beta para siempre, encerrado en tu propio delirio autoinducido, sin haber dado respuesta a tu pregunta.
- ¿Y cuál era esa pregunta?
- ¿Ya la has olvidado, Iak? Esperaba más de ti.
- Está bien, tú ganas. Quiero saber qué hay al otro lado de la montaña. Yo soy todo cuanto he creado.
- Correcto.
- Soy todos los seres con los que me he topado. Soy Carlo, mi presunto tío, el taxista que me llevó... eso lo imaginé, ¿verdad? Una proyección no puede llevar a su creador en un vehículo... ¿o sí? Esto es una locura.
- No lo es tanto. Imagina un ser que para ser realmente tenga que dividirse en infinidad de seres, con los que convive, se relaciona, etcétera. ¿Me sigues?
- Continúa. No, espera un momento. Si no puedo pensar lo que piensas, y tú eres mi pensamiento... hay algo que no encaja.
- Déjame terminar. Todos los seres que has creado están unidos a tu existencia, porque forman parte de ella y la conforman. Sin embargo, son independientes, porque dotas a todos y cada uno de tu imagen y semejanza, bien física, bien anímica. Es así como creaste a cada uno de nosotros. Incluso a ti mismo, a tus padres, al mundo entero. Es más: sólo existía simultáneamente lo que necesitabas que existiera. Después, cuando veías las noticias, era como si todo hubiera seguido su curso. En Terra Beta no ocurre eso, porque no puede conocerse lo que pasa al otro lado del mundo. Ahora, en este momento, todo está estático, menos esta escena. Estático, o vacío, hasta que lo llene o lo vivifique tu atención, tu observación directa de lo que necesites observar para no volverte loco. ¿Cómo empezó todo, Iak, cómo te convertiste en Álvaro, y en todos los demás? La pregunta del millón es: ¿Quién eres en realidad?
- Yo soy... lo que he estado buscando, lo que mi alter ego, Arturo Alberto, estaba buscando... Yo soy... El Que Soy.
- Premio: la Montaña Le está esperando, Señor.
- Soy... El Que Soy.
- Adelante.
- Pero eso no me resuelve nada, porque no sé “quién” soy. Sí, he creado este mundo y el otro, y tal vez todos los mundos, y podría saberlo y estar simultánea y conscientemente en todos y cada uno de ellos, en todas y cada una de mis criaturas, pero, aún así, nunca podré llegar a saber quién soy.
- Tal vez por eso hizo todo.
- ¿Para no estar solo?
- Adelante, Mi Señor.
- ¿Es todo esto una cuestión de soledad?
- Adelante.
- ¿Es tan simple como eso? ¿Me encontraba solo y necesitaba crear todo esto para huir de mi patética soledad?
- Eso, o un acto de amor.
- ¿Amor?... ¿A quién amar? Sólo puede amarse el olvido. Todo lo demás, es dolor. Si subo esa loma volveré a... ¿a dónde? ¿A mis recuerdos? ¿A mi patética soledad?
- Debe hacerlo.
- Lo sé. Esto es todo, ¿no es así?
- Así es.
El peregrino entrelazó sus manos y elevó en silencio una plegaria al cielo. La noche lo cubría todo con su manto cuajado de estrellas mudas, frías y distantes como el abismo impenetrable, ciertamente impenetrable, de su misterioso e inexpugnable origen.
El abismo del origen. La luz primigenia. La voluntad de ser en algo distinto a sí mismo. La voluntad de serse en el otro.
El Amor Supremo. La Aventura Suprema. La creación.
Y el peregrino avanzó hacia la Montaña de los Muertos.
EPÍLOGO
LA MONTAÑA DE LOS MUERTOS

“- ¿Una luz?
- No, simplemente es un reflejo.
- ¿Un reflejo, dices?
- No. No tiene nada sobre lo que reflejarse. Era una luz.”
“Una oración y un tiempo te doy y te pido.”
“Hoy quiero hablar de amor al mundo porque me duele hablar por hablar. El amor es el motivo, el camino y la meta. Duele hablar por hablar: escúchame.”
Citas extraídas del “Libro de los Cuentos Imposibles”

“... unas interminables alas negras barrían el aire... y las llamas rojizas refulgían en la niebla gris que estaba cubriendo el mundo.”
J.R.R. TOLKIEN, “El Señor de los Anillos”

“El hombre sólo es tal cuando se reconoce a sí mismo como individuo, que piensa y actúa de manera independiente, creativa y creadora.”
STOWASSER, Friedrich (sobrenombre de Friedensreich Hundertwasser (Viena, 15 de diciembre de 1928 - + Queen Elizabeth II, 19 de febrero de 2000). Frase pronunciada poco antes de morir, cuando regresaba a Austria)

“Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz, sino haciendo consciente la oscuridad.”
Carl Jung
Cuando el peregrino llegó a la cima de la Montaña Sagrada de los Muertos ya había anochecido completamente y las estrellas lejanas y azules eran lo único que se reflejaba en sus ojos cuajados de lágrimas.
No esperaba nada más, sólo oscuridad, una oscuridad infinita definitivamente definitoria, si la burda aliteración es admisible, de su destino, de la razón última de su existencia.
Si no podía saber quién era, tal vez debiera no ser, o limitarse a ser el reflejo del brillo de unas estrellas azules en medio de una oscuridad impenetrable.
Pero entonces miró hacia abajo, y allí, en la lejanía, había una luz.
Y avanzó a tientas hacia ella, sin temor a tropezarse o despeñarse.
Y cuando llegó a la altura de la luz aún no había amanecido, y la luz era el resquicio de una puerta.
Antes de abrirla, miró hacia atrás. Sólo había oscuridad. Allí no había nada más. Ni a izquierda, a derecha o sobre él, sólo noche, cerrada, perpetua. Ante él, un resquicio de luz, un único camino, una única salida. Y para llegar hasta allí había tenido que cruzar dos mundos y un antimundo y ser infinidad de seres.
Merecía llegar.
Se había ganado a pulso el cruzar el umbral de la última puerta.
Y lo hizo.


Ambos bandos llegaron al palacio casi al mismo tiempo. Ambos estaban igualados. No habían tenido las mismas bajas, pues sólo dos demonios habían caído, pero su soberbia decisión les había llevado a una situación de empate. Debían esperar, por tanto, el resultado de las justas infantiles. Al llegar les informaron que ambos equipos estaban igualados, y que en aquel preciso instante se estaba celebrando la gran final, a puerta cerrada, entre Noemu y el hijo de Moebius.
Tras una tensa espera, el Sumo Sacerdote salió de la sala capitular con los dos muchachos. Ninguno de los tres sonreía. Entonces el anfitrión de todos ellos dijo:
- Veo que ambos bandos están igualados. De igual forma, he sido informado de las irregularidades acaecidas en los bosques helados. Los defensores de la preeminencia de Moebius han desobedecido las normas sagradas, asesinando a los enviados de palacio, así como no cumpliendo la norma de elegir a treinta representantes, y su juego a sido deliberadamente sucio, tengo constancia de ello. Del mismo modo, Lehar, capitán de los defensores de Deus, se ha tomado la justicia por su mano al declarar la batalla en la ensenada central de los bosques sagrados. Debemos, pues, una vez más, después de mil años, conducirnos por el resultado de las justas infantiles. Bien, el ganador ha sido...
Moebius miró a su hijo, quien bajó los ojos al suelo. Fue suficiente para que el demonio se encendiera de cólera y arremetiera contra su propio hijo.
Lo hubiera matado con sus propias manos, así como a la mitad de los presentes, incluidos el pequeño Teahm y su padre, quienes se encontraban en la sala.
Entonces, y antes de que las manos del monstruo llegaran a rozar a su hijo, el pequeño Teahm, la reencarnación de Deus en la Terra, simplemente, cerró sus ojos.



Por un instante, en el que tal vez pasaron milenios, o quásares-luz, todo desapareció. Cuando volvió a abrirlos, yo me encontraba solo, en una tierra de luz. Lo último que recordaba era que había cruzado la puerta. La última puerta. Parecía flotar en medio del infinito. “¿De hecho, no estamos siempre en el centro del infinito?”, pensé. Y entonces tal vez volvió a cerrarlos. Durante otro segundo. Durante años, tal vez, y quizá volvió a abrirlos de nuevo cuando...


... me desperté en medio de la oscuridad más absoluta. Me costó horrores volver a respirar, pero cuando lo logré, y mis pulmones reventaron de placer, supe que había vuelto a nacer. Estaba desnudo, solo, tenía frío y cables conectados por todo el cuerpo. Al principio no podía moverme, pero en cuestión de un par de minutos pude mover las puntas de los dedos de las manos y los pies, y poco a poco supe que la movilidad volvía a mis ateridos miembros. Al fin, logré incorporarme. Mi cabeza chocó contra una mampara de cristal. No podía moverla, no tenía fuerzas, o tal vez estuviera sellada. Después de todo, iba a morir asfixiado. No recordaba cómo había llegado hasta allí, no sabía si estaba vivo o muerto, aunque esta última opción era la más plausible, puesto que no sentía nada. Incluso el frío y el entumecimiento habían desaparecido. Me sentí agotado, como si ya no fuera dueño de mi cuerpo. Cerré los ojos, y me dispuse, simplemente, a dejarme llevar.


- ¡Está aquí! ¡Rápido, se está asfixiando!
Un experto en criogenización se acercó hasta el muchacho tendido en la urna de cristal.
- Abran la urna, conecten de nuevo todos los sensores desconectados y ciérrenla. Aún no está preparado para despertar.
Un equipo de técnicos ejecutaron las órdenes del experto y en poco más de una hora estaban de camino a un hospital del ejército.


- No podemos despertarle. Aún no sabemos qué sistema tiene. Si diéramos con su creador, la cosa sería distinta.
- Se suicidó. A. A. Arturo Alberto de Laurentis, un viejo chiflado.
- Dirá usted un genio. Esta obra es, sencillamente... genial.
- No, créame, era un chiflado.
Ben le contó al doctor el caso de Claus Blas, y concluyó diciendo:
- Puede que despierte y se convierta en un asesino.
- El Síndrome de Kandreisnov.
- ¿Cómo? Jamás había oído...
- Conozco el caso, aunque, obviamente, no como usted. El caso de Claus Blas ha saltado a la opinión pública, pero los resultados y las conclusiones de los expertos aún no se han publicado. El Síndrome de Kandreisnov se da en pacientes sometidos a criogenización satisfactoria, pero que salen de ella de un modo irregular. La mayoría morirían por asfixia, de no estar controlados por un equipo técnico cualificado las veinticuatro horas. Contábamos con ello, y ya estamos trabajando en un posible tratamiento. No se preocupe. Aún tardará años en despertar.
- ¿Años?
- Así es.
- ¿Y ahora...?
- No podemos saberlo, no sabemos si sueña, si reelabora las inducciones oníricas a que ha estado sometido... ¿Sabe usted por qué fue sometido a tales inducciones oníricas?
- Si se lo digo, no va a creerme.
- Pruebe.
- Para demostrar la existencia del demonio.
- ¿Y para eso todo esto? Sólo hace falta echar un vistazo a nuestro alrededor, ¿no cree?
- Los vistazos siguen siendo cuestión de fe.
- Entiendo.
- Pues yo no. No alcanzo a entender por qué la locura de unos ha de destruir la existencia de otros.
- Siempre ha sido así, ¿no cree?
- Supongo que sí. ¿Podré venir a verle?
- Sí, daré las órdenes oportunas para que pueda venir a verle cuando desee. Pero recuerde que no despertará...
- Sí, hasta después de varios años. Sé lo que está pensando. Todo esto me ha afectado mucho. Me siento viejo, y cansado.
- Yo no quería decir...
- Déjelo, sé lo que quería decir. De todos modos, sólo puedo confiar en usted. ¿Querrá darle esto cuando despierte?
Ben le entregó un sobre cerrado.
- Sí, claro.
- Gracias. Por todo.
- Bien... hasta la vista - dijo el doctor, estrechando la mano del criminólogo.
Ben se acercó a la urna. Sabía que no volvería a ver al joven desconocido. No era demasiado mayor, y su salud no era tan mala, pero, por alguna extraña razón, sabía que su hora estaba cerca.
Apenas hubo salido de las instalaciones, el doctor destruyó el sobre, marcó un número de móvil en el suyo y dijo:
- Todo según lo previsto.
- Bien. Comencemos desde el principio.
- Perdone, doctor - dijo Ben desde el rellano de la escalera. Había regresado al laboratorio -. ¿No está prohibido hablar por el móvil aquí dentro?
- Sí, había olvidado desconectarlo. Era mi mujer. Y mira que le digo que no me llame aquí -. Mentía. Le había visto marcar -. ¿Quería algo?
- Sí, perdone, he cambiado de opinión. ¿Sería tan amable de devolverme el sobre? Aún albergo la absurda esperanza de entregárselo en persona.
- Oh, me temo que eso no es posible. Yo... se lo he entregado a mi ayudante. Debe estar ya en la cámara de seguridad del hospital.
- ¿Y no podría...?
- ¿Abrirla? Me temo que no, él es el único que sabe la combinación, y ya se ha ido.
- ¿Tan pronto?
- Sí - dijo el presunto doctor, tajante.
- Bien, de acuerdo, entonces. Pasaré mañana.
- Me temo que mi ayudante no vendrá hasta el miércoles de la semana que viene.
- Qué lástima, para entonces ya no estaré aquí. Bien, gracias por todo. Oh, una cosa más, doctor...
- Edmund, llámeme Edmund - dijo, sin pensar -. Todos lo hacen.
- Bien, Edmund, gracias de nuevo. Tal vez vuelva el mes que viene.
- Vuelva cuando quiera, profesor.
“Ya no estaremos aquí”, pensó.
- De acuerdo, lo haré.
Apenas salió del centro hospitalario llamó al comisario. En menos de quince minutos habían detenido a Edmundo.
- Trabaja para A. A. - dijo Ben -. ¿Pueden localizar esta llamada?
- Sí, es a un móvil normal. Podemos rastrear la llamada con el satélite.


Hallaron a A. A. en una nave abandonada. Tenía todo preparado para el traslado de la urna y la continuación de los experimentos. Su presunto suicidio había sido una tapadera.
Lo encerraron y confiscaron todo. Hasta el día de su muerte no paró de gritar, una y otra vez, que nadie tenía ni idea de lo que estaban haciendo y que el fin de los tiempos era inminente.
El verdadero experto en criogenización había sido maniatado. Lo hallaron en una de las dependencias del hospital. Cuando fue liberado, confirmó el diagnóstico: criogenización satisfactoria interrumpida de modo irregular. No podía decir, en cambio, cuánto tardaría en despertar.


Ben visitó el féretro de cristal todos los días, hasta que, años después, un día, dejó de hacerlo. Murió en su cama, soñando con un muchacho atrapado en una urna de cristal por toda la eternidad.


Pasaron muchos más años hasta que una nueva técnica permitió que despertara. Tuvieron que inducirme un sueño, que, a diferencia de la pesadilla que había vivido, me llevara por sendas que yo eligiera libremente. Quién sabe si lo que recuerdo es lo que viví o lo que reviví. O una mezcla de ambos. Cuando llegué a la montaña de los muertos y crucé la puerta de nuevo, o tal vez por primera vez, desperté.
Me contaron lo que había pasado, me hablaron de A. A., de Edmundo, de Ben, incluso de Mel, pero no podían decirme ni confirmarme nada con respecto a mi sueño autoinducido. Sólo esperaban que no hubiera sido demasiado desagradable. Confiaban en que las drogas hubieran hecho su labor.
Había estado encerrado en la urna durante setenta y cinco años, y aún conservaban el antiguo informe del caso, ya amarillento. Aún era joven, pero me confirmaron que el proceso de envejecimiento se aceleraría en los próximos días.
Cuando llegué al apartamento que el gobierno me había asignado en París, junto con una sustanciosa cantidad mensual, con la condición de que me sometiera a un exhaustivo análisis, empecé a sentirme viejo y cansado. Me miré en el espejo del cuarto de baño. Las primeras arrugas empezaban a aparecer.
Esa misma noche empezaron las notas.
Y las pesadillas.


Al cabo de unas semanas ya era un hombre mayor, y al cabo de las dos mil noches aparentaba mi verdadera edad, aunque hubiera pasado mis últimos setenta y cinco años encerrado en una caja de cristal, como la Bella Durmiente del Cuento. Sólo que ella no envejecía después de que la besara el príncipe. Iba pensando en esas cosas cuando, paseando por los Campos Elíseos, lo vi: “El libro de Chole. Una autobiografía”, de Soledad Johanson. Entré en la librería y hojeé el libro. Era ella. La niña de mis sueños. Podía recordarlo. Recordaba el libro que leía en sueños. Podía recordar mis sueños, pero nada más. Leí en la contraportada que la autora, una escritora de cuentos para niños, vivía en Australia. Ambos habíamos nacido en 1965. Teníamos 92 años. No me lo pensé dos veces. Pedí permiso al gobierno y cuando les conté lo que me había pasado lo dispusieron todo para nuestro encuentro.


Éste se produjo apenas dos semanas más tarde. Tal vez estuviera demasiado mayor para realizar un viaje tan largo, pero tenía que hacerlo.
Cuando nos vimos, nos reconocimos mutuamente. Nos besamos en los labios y lloramos de felicidad. El gobierno dio orden de que no se nos molestara. Creo que pidieron a los psicólogos que sacaran sus propias conclusiones, y todo quedó ahí.
Gracias a Dios.


No sabemos cuánto tiempo viviremos, o si este mundo acabará chocando con un planeta errante, pero sí sabemos una cosa: si no hubiera pasado todo esto, si no hubiera tomado la decisión de embarcarme en semejante locura, jamás la habría conocido, y eso era algo que, sencillamente, tenía que ocurrir.
Todo fue propicio para nuestro encuentro.


Somos reflejos y sombras de lo que somos realmente, hechos a imagen y semejanza de algo inmensamente mayor que nos trasciende.
Nuestras acciones, vicisitudes y decisiones no son sino los pasos necesarios para escribir, con nuestra carne y nuestra sangre, nuestra propia existencia.
Todo depende de nosotros, de nuestras decisiones, pero, sean las que sean, acertadas o equivocadas, meditadas o impulsivas, grandes o pequeñas, tontas o trascendentales, nos harán quienes realmente somos.
Nuestros actos no son sino reflejos y sombras.
Lo que somos, lo que realmente somos, lo que vayamos haciendo de nosotros en cada una de nuestras decisiones, no lo sabremos hasta que estemos en el otro lado, un lado acrisolado, multicolor, cambiante, infinito y eterno.


Nosotros ya habíamos empezado a vivir en ese paraíso.
Tal vez, cuando llegara la muerte, lo haría en silencio, y tal vez ninguno de los dos nos diéramos cuenta del tránsito, y seguiríamos viviendo en nuestra casa eternamente, una deliciosa cabaña, junto a un hermoso lago, rodeados por majestuosas montañas.
Tal vez la muerte no exista más que para los que se quedan, y para el que muere la existencia continúa, sin otra pausa que un parpadeo. O un mal sueño, tal vez.
Tal vez yo ya estaba muerto cuando empezó todo. O quizá mucho antes.
Tal vez lo esté ahora.
Creo que nunca podré saberlo.


Chole murió, y me quedé solo, pero creo que ella no lo sabe, y, cuando yo me muera, reanudaremos nuestros paseos por el campo, como si, en realidad, no hubiera pasado nada.
Y así es.


Todo lo finito, por inmenso que sea, el mismo universo, no es nada, ni una mota de polvo, en unas coordenadas infinitas, como todo lo temporal es menos que un parpadeo en medio de la eternidad.


Éste es mi legado, mi paso por esta vida, el mapa de mis decisiones. Actué como soy, y no me quejo, porque a todos nos ha de llegar un momento en el que nos damos cuenta de que somos responsables de nuestros actos y omisiones.


Mañana por la mañana estaré muerto. Despertaré junto a mi amada y pasearemos de la mano por los campos de hierba acrisolados de un nuevo mundo.
Jugaremos con Teahm sobre nuestras rodillas, pero sobre todo charlaremos con los de nuestra edad, porque los jóvenes y los niños preferirán jugar entre ellos. O tontear.
No, no creo que nada vaya a cambiar más allá del tiempo.
Si acaso sólo eso: su ausencia.
¿Cómo será la muerte?
¿Cómo será la vida, en ausencia del tiempo?
Mañana, por fin, terminarán las pesadillas.


Sé que ésta es mi última noche. No quiero irme sin escribir unas pocas líneas más.


Somos reflejos y sombras de lo que somos.
Creemos existir, y sin embargo existir es ya en sí mismo una paradoja.
Todo cuanto existe, lo hace en un tiempo y espacio determinados, y por tanto no tiene cabida ni en el infinito ni en la eternidad.
El infinito no está hecho de espacio, como la eternidad no está hecha de tiempo.
Pertenecen a otra dimensión, a otro estado de cosas, cualitativamente distinto y, a mi juicio, más real, más auténtico que el plano al que pertenece la existencia.
Al que creemos pertenecer.
Pero pertenecemos al infinito y a la eternidad.
Pertenecemos a Dios.


Antes de acostarme releí uno de los poemas de Chole, uno de mis preferidos.

¿Por qué tenemos que volver?
Ayer, cuando soñaba ausente
la ausencia del mundo, en un latido,
pude ver que no me buscabas para ti,
sino para el mundo, para la gente;
para ellos.
Ayer no soñabas con llamarme.
Ayer no soñabas mi sueño, muerte.
Ayer ¿por qué no me soñaste?

¿Por qué, por qué tenemos que volver?
Hoy, cuando mutilen las barcas
los surcos de cielo en el agua
fresca, ¿qué?
Morirán sin remedio los nenúfares y las amapolas,
los niños y el hambre, todo...
y las eternas gaviotas de Neruda ya serán sólo aves,
y todo habrá acabado en silencio...
en el silencio de la nada nerte, viva.

¿Por qué tenemos que volver?
Mañana, cuando pase el caminante,
me buscará entre los bosques mutilados,
y sobre mi aliento de náufrago enrojecido
se podrá adivinar mi eterna ausencia.

Sí, tristeza ha sido la voz de la inspiración de mi experiencia;
dolor, afecto muerto del mundo incierto que nos presencia.

Cerré su viejo cuaderno. Su editor lo publicaría en cuanto supiera de su existencia, así que lo quemé, tal y como ella deseaba. Contenía cosas demasiado íntimas, cosas que sólo compartíamos ella y yo.
Pero he querido compartir con vosotros un ápice de su pensamiento.


Un mundo incierto.
Léase: falso.
Y, tal y como dijo Cervantes:
VALE.


Perdonadme, una última cosa:
Dios no es ningún mojigato.
Ni juega a los dados, ¿verdad, Albert?


Ahora sí:
Buenas noches.
Nos vemos.


Seguro que sí.

Oh, sí.


Sí.

S.
Y.
Para ellos este libro,
Con todo mi amor.

A. N.

De reflejos y de sombras o de imágenes y de semejanzas
La novela del infinito

Manuscrito terminado de corregir el 25 de octubre de 2006